Un año atrás, después del accidente en Blue Earth, mi marido estuvo en paradero desconocido durante siete días. En mis esfuerzos por dar con él, llegué hasta el fondo de mis conocimientos profesionales sobre la labor de búsqueda de personas desaparecidas. Fui a ver a su familia y hablé con ellos. Además, por ser su esposa, tuve acceso a todas las cuentas de Shiloh, a sus documentos y a su domicilio. Todo fue inútil. Era como si la tierra se lo hubiese tragado.
En el caso de Aidan Hennessy, me encontraba en la situación opuesta. Debería haber sido muy fácil encontrarlo. Aidan era un menor fugado de casa, no un fugitivo de la justicia. Cuanto más tiempo pasara en la calle, más probabilidades había de que lo detuvieran por vagancia o por pequeños hurtos. En resumen, no debería haber resultado tan difícil localizarlo.
Sin embargo, había dedicado tres días de trabajo a buscar en las diversas bases de datos de los cuerpos de seguridad a las que tenía acceso, sin el menor resultado. El agente Fredericks me había enviado por ordenador la foto del muchacho del anuario escolar del curso anterior, pero esto no podía considerarse un progreso. A menos que Aidan Hennessy cayera a un canal de desagüe cerca de donde yo estuviese casualmente, no creía que fuese a encontrarlo.
Fue esta frustración lo que me llevó, mi siguiente día libre, a la escuela elemental donde todos los chicos Hennessy habían recibido su educación primaria, y a la que todavía asistía Donal.
En una breve conversación telefónica que habíamos mantenido aquella misma mañana, Marlinchen había mencionado a su maestra de quinto curso, la señora Hansen. Ésta había dado clases también a Aidan, aunque no el mismo año, pues el chico había tenido que repetir cuarto curso. Según mis cálculos, debía de haber sido la última maestra de Aidan Hennessy en Minnesota y seguramente lo recordaría.
La escuela no impresionaba, teniendo en cuenta la relativa riqueza del barrio en el que se encontraba. Era un conjunto de edificios de ladrillo rojo de una planta. Los chiquillos se arremolinaban en torno a los columpios del patio; era la hora del almuerzo.
Durante la pausa, la señora Hansen se dedicaba a corregir exámenes en el aula. Entré en la clase y, de inmediato, me sentí una giganta mientras avanzaba entre los minúsculos pupitres hasta llegar a la mesa, más grande, tras la que estaba sentada la maestra. Ésta tenía unos pechos abundantes para su constitución, frágil por lo demás -calculé que apenas llegaba al metro sesenta-, y llevaba unas gafas que colgaban de una cadena de oro sobre un suéter sin mangas de un blanco mate. La melena rubia, que le llegaba a los hombros, enmarcaba su rostro con un corte muy favorecedor. Sólo si se la observaba con detenimiento se apreciaba que rondaba los cincuenta.
– ¿Puedo ayudarla? -me preguntó.
– Eso espero -respondí-. Me llamo Sarah Pribek, soy detective y querría hablar con usted de un muchacho desaparecido al que estoy buscando.
Dejé sobre la mesa la vieja foto de Aidan que me había dado Marlinchen. Hansen la tomó y arqueó las cejas; después, las juntó en un gesto de inspección algo exagerado.
– ¡Oh, cielo santo, sí! -exclamó-.Aidan Hennessy. El año pasado estuve a punto de tener en clase a su hermano pequeño, Donal, pero al final fue a la de la señora Campbell. -La maestra frunció de nuevo el entrecejo-. Aidan tenía una hermana, también. Le di clases el año antes. Eran…
Llegada a este punto, se interrumpió.
– Debería haberlos tenido como alumnos el mismo año -terminé la frase por ella-. Eran gemelos, sí, pero él tuvo que repetir curso. La familia ya me lo ha contado.
– Así fue -asintió la señora Hansen-. ¿Cómo se llamaba la chica…? Un nombre raro…
– Marlinchen -apunté.
– Los dos deben de estar en el instituto, ¿no?
– La chica, sí -le informé-. El falta de su casa desde hace seis meses.
– ¡Oh, vaya! ¡Qué lástima! -Hansen exageraba sus expresiones faciales como suelen hacer los adultos que tratan con jóvenes, pero el sentimiento que se adivinaba parecía auténtico.
– ¿Le caía bien?
– Sí. Era un chico muy dulce. No tenía una gran confianza en sí mismo. Nunca levantaba la mano ni hacía preguntas. -Tras esto, dio la impresión de que se ponía más alerta al otro lado de la mesa, como si se preparara para un intercambio formal de preguntas y respuestas-. No sé si podré ayudarla mucho. Lo tuve de alumno hace bastante tiempo. Cinco años.
No tenía dónde sentarme. En casi cualquier otra situación, la persona sentada tras una mesa dispone de un asiento al otro lado para ofrecerlo a las visitas; los maestros de escuela, no. Me apoyé en el pupitre más cercano e, inmediatamente, me lo pensé mejor, ya que empezó a ceder bajo mi peso.
– Ha vivido fuera del estado durante estos cinco años -le conté-. Usted es la última maestra de este distrito que le dio clases. Me gustaría saber qué recuerda de él.
La señora Hansen puso una expresión de disculpa.
– No gran cosa. Recuerdo a Aidan sobre todo por ese dedo que le faltaba. Me fijaba en ello cada vez que lo veía escribir, sentado en su pupitre, y siempre me producía cierto desasosiego.
– Seguro que recuerda algo más -la animé a seguir-. Ha dicho que le caía bien.
La maestra se puso a jugar con las gafas.
– A veces, algún alumno te… -efectuó un gesto vago con la mano-, te produce una sensación especial. Aidan aparentaba más años de los que tenía, aunque quizá se debía a que era mayor que sus compañeros de clase, por lo menos cuando fue alumno mío. Y también más alto. -Hizo una pausa, pensativa-. Pero a veces parecía incómodo y desplazado cuando estaba entre adultos.
– ¿Sabe usted por qué?
– No era un alumno muy brillante; a menudo, esto erosiona la autoestima del joven, sobre todo frente a los mayores, a quienes los chicos ven como figuras de autoridad que los juzgan según sus logros en clase. Aidan parecía más a gusto en las canchas de deporte. Era atlético y confiaba en sus músculos.
– ¿Se metía en peleas? -pregunté.
– Sí, desde luego. -Hansen sonrió-. Aidan se mostraba muy protector con su hermana y los dos pequeños; con el más estudioso, sobre todo.
– Liam -dije.
– Sí, ése. Los bravucones de la escuela no lo dejaban en paz y Aidan les paraba los pies cuando tenía ocasión. Debo decir -añadió tras una pausa- que Aidan también se peleaba por iniciativa propia. No era ningún santo, pero tampoco era… No recuerdo que fuese un chico agresivo. No soporto a los pendencieros y Aidan me caía bien.
Asentí y seguí preguntando.
– ¿Presentaba otros problemas de conducta, aparte de las peleas?
– A veces no hacía los deberes -comentó ella, después de reflexionar.
– ¿Se olvidaba?
– No. Creo que no entendía parte de la materia. Ya le he dicho que no era un alumno muy brillante.
– Yo tampoco lo fui -comenté con una sonrisa irónica-. Le agradezco que me haya dedicado su tiempo.
Al salir del trabajo, me acerqué a la casa de los Hennessy. Cuando llegué, Marlinchen estaba ante la puerta, sujetando una bicicleta. Cuando vio que era yo quien se aproximaba, agitó la mano.
No soy una gran experta en bicicletas, pero aquélla era preciosa: el cuadro pintado de un color mandarina metálico, unas llantas estrechas para correr más y el manillar curvo vuelto del revés, de forma que pareciera los cuernos de un carnero. Sólo las abultadas alforjas, una a cada lado de la rueda delantera, desbarataban el efecto y hacían que la bicicleta pareciera un purasangre de carreras forzado a trabajar como caballo de carga.
– ¡Hola! -me saludó Marlinchen-. Acabo de volver de la tienda.
Observé sus mejillas encendidas por el saludable ejercicio y el brillo de su frente sudorosa.
– ¿Sabes una cosa? -le dije-. Puede que esa manera de llevar el manillar resulte sexy, pero no te sentirás tan bien cuando, al final, tengas un accidente y te lo claves en el riñón.
Marlinchen me dedicó una mueca de enfado.
– No sea tan… tan policía. ¿Sabe que muchos mensajeros ya ni siquiera llevan frenos en la bici?
«Estupendo», fue mi primer pensamiento. Sin embargo, mantuve la cara de desaprobación y opté por responder:
– Eso es cosa suya. Yo, en tu lugar, iría al sitio donde te prepararon la bici y haría volver a colocar el manillar en su posición original.
– La he arreglado yo misma -replicó ella, al tiempo que se acuclillaba para vaciar una de las alforjas-. Llevarla al taller sale caro y papá no es muy hábil con las herramientas.
Marlinchen dejó en el suelo una bolsa de plástico de la tienda y rodeó la bicicleta para abrir la otra alforja.
– ¿De modo que has desmontado el manillar y desconectado y vuelto a conectar los frenos, etcétera, tú sola?
Una sombra de tristeza cruzó su rostro.
– El manillar lo hicimos entre Aidan y yo -explicó-. Justo antes de que se marchara.
Recogió las bolsas de la compra.
– A eso he venido -señalé-. Quería contarte las novedades sobre Aidan. No hay gran cosa -me apresuré a añadir-, pero me gustaría comentar ciertos asuntos.
La seguí a la cocina. Cuando hubo dejado las bolsas en la mesa, me propuso que saliéramos al porche:
– Ahí fuera se está muy bien.
Hacía un día muy agradable. Las lluvias recientes habían despejado de humedad el ambiente y el aire resultaba vigorizante. A lo lejos se oía el ronroneo de una segadora de césped y la brisa transportaba una nube de semillas de diente de león y de chopo.
– Te traigo una cosa -dije. Saqué la foto de Aidan que había impreso del correo electrónico y se la acerqué desde el otro lado de la mesa de picnic.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Marlinchen. Tomó la hoja de papel por los bordes, como si fuera a romperse-. Tenía razón. Está muy cambiado.
En la foto, la cara de Aidan había adquirido ya ciertas facciones de adulto y había adelgazado un poco; la principal diferencia entre aquel Aidan y el de once años era que el mayor llevaba el pelo recogido hacia atrás, invisible, lo que sugería que lo llevaba largo.
– ¿De dónde la ha sacado? -preguntó.
– No ha sido un gran trabajo de investigación, que se diga -le respondí-. Es una foto de anuario escolar, nada más.
No obstante, había querido que la chica tuviera una imagen de su hermano ante ella mientras hablábamos. Le recordaría cuál era el asunto que nos llevábamos entre manos.
– No he descubierto gran cosa -repetí-. He hablado con el agente Fredericks y con Pete Benjamin y he hecho lo que he podido, pero he encontrado bastantes obstáculos para avanzar.
– ¿Por la distancia y los límites de jurisdicción?
– En parte -asentí-. Pero también hay otros problemas, más cerca.
– ¿Cuáles?
– No dejo de darle vueltas a una cosa… -continué-. ¿Por qué tuvo Aidan que irse a vivir a otra casa, hace años?
Marlinchen cambió de pierna de apoyo.
– Fue un arreglo de conveniencia. Papá no daba abasto.
– Imaginaba que responderías eso. Igual que Colm. Y que Liam. Todos estáis de acuerdo. Perfectamente de acuerdo. Como si os hubieseis confabulado para contar lo mismo.
Marlinchen bajó la vista y se miró las uñas, algo manchadas de grasa de la cadena de la bicicleta.
– ¿Y esa coincidencia no puede significar también -replicó, en tono severo- que decimos la verdad?
– Pues no sé qué decirte. ¿Sabías que en la nota biográfica sobre el autor en Un arco iris en la noche pone que tu padre tiene cuatro hijos?
Marlinchen supo al instante a qué me refería.
– Dice que vive en Minnesota con sus cuatro hijos -se apresuró a corregirme-. Y, en sentido estricto, es cierto.
Se refería a que, en la fecha de publicación del libro, Aidan ya no vivía en la casa.
– Aun así, la nota da a entender que tu padre sólo tiene cuatro hijos -insistí.
– Papá ni siquiera se ocupa de redactar estas notas personalmente. Lo hace alguien de la editorial.
– ¿Y quién le da la información?
En el lago se oía el zumbido rítmico, como si cabalgara las olas, de un motor fuera borda.
– Tus hermanos y tú decís que no habéis visto a Aidan desde hace cinco años -continué-. Ni una llamada telefónica, ni una carta, ni una visita por vacaciones. Eso no es un arreglo de conveniencia, Marlinchen; es un destierro. Aidan ha sido borrado de la biografía de tu padre. Ha sido borrado de vuestra vida.
La muchacha seguía muy sonrojada, y no me pareció que pudiera deberse ya al ejercicio de pedalear.
– No exagere las cosas -replicó-. Mandar a un hijo a vivir con otra gente no es algo tan infrecuente. Su propio padre lo hizo, según me contó usted.
– Mi padre era camionero. Pasaba la mayor parte del año en la carretera. Las situaciones no son comparables. ¿Acaso tu hermano hizo algo? ¿Existía alguna razón para que tu padre pensara que era preciso tenerlo aislado en Illinois, primero, y luego en Georgia?
– No -declaró ella sin alzar la voz-. No hizo nada.
La inesperada moderación de su tono fue como un brusco descenso de la presión barométrica.
– ¿Qué me dices de tu padre, pues? Si Aidan no hizo nada, ¿tuvo que ver con él?
– No -repitió ella, en voz aún más baja.
– Vale, ya entiendo. Todo el mundo se quiere mucho y, de pronto, Aidan es despachado de casa y enviado a vivir permanentemente con unas personas prácticamente desconocidas. Sí, resulta de lo más coherente.
– No sé adónde quiere ir a parar -por fin, Marlinchen volvió a levantar la voz-, ni a qué viene ese interés por psicoanalizar a mi familia. ¡Debería dedicarse a buscar a Aidan, pero hasta ahora no ha hecho más que traerme una simple foto y soltar insinuaciones sobre el carácter de mi hermano y sobre el de mi padre!
Me eché ligeramente hacia atrás en mi asiento. Desde que la conocía, la muchacha se había mostrado cortés y educada casi en exceso; ahora, la Marlinchen que aparecía tras aquella máscara no era la que yo esperaba, sino una princesa arrogante que daba órdenes a un miembro de la casta de los sirvientes.
– ¿Sabes una cosa? -le repliqué-. He hecho más de lo que habría hecho cualquiera, teniendo en cuenta las limitaciones que me has impuesto. Te empeñas en contarme medias verdades y pretendes que eso no ponga trabas a mi búsqueda de Aidan. Estás tan interesada en dar con Aidan como en proteger la imagen de tu padre. Tienes un pie en el estribo de cada caballo e intentas fingir que los dos corren en la misma dirección.
Temí que Marlinchen diera rienda suelta a su cólera, pero no sucedió tal cosa. Hay mujeres, sobre todo las menudas, que aprenden a blandir como arma una cortesía exquisita. De repente, la chica pareció recurrir a una reserva interior de aplomo y, cuando habló, oí en su voz mil y una puertas cerradas.
– Se que ha hecho cuanto estaba en su mano, detective Pribek, y que ha dedicado al caso más tiempo del que disponía. Estoy segura de que mi padre querrá darle las gracias, cuando se haya recuperado del todo.
– Marlinchen, no estoy diciendo que… -Lo siento -me interrumpió ella-. Ya va siendo hora de que guarde las compras.
Y, al momento, se puso en pie y desapareció tras la puerta corredera, cerrándola enérgicamente a sus espaldas.