Capítulo 26

Cuando regresé a la casa aquella noche, Marlinchen me sorprendió invitándome a tomar una copa de vino fuera, bajo el magnolio. Me disponía a decirle que no creía conveniente que se habituara a tomar vino al final del día, pero debía de haber previsto mi objeción, pues rectificó enseguida:

– Una copa de vino, tú, claro; yo tomaré una gaseosa o algo así.

Cuando salíamos, estuve a punto de darme de bruces con Aidan, que se hallaba en el porche, a oscuras.

– ¿Qué haces aquí fuera? -le preguntó Marlinchen.

– Estaba tomando el fresco -dijo Aidan.

– ¡Ah! -Marlinchen aceptó la explicación.

Vi la forma de un mechero sobre los pantalones del muchacho. Me di cuenta de que se disponía a fumar un cigarrillo a escondidas e intervine para cubrirlo.

– Ayer me fijé en una cosa, Marlinchen -comenté y dirigí la mirada al tejado-. La casa…

– ¡Oh, cielos! -exclamó ella, siguiendo mi mirada-. No me digas que necesita alguna reparación carísima…

– No. Sólo pensaba que quien se encargó de las reparaciones después de la caída del rayo hizo un trabajo excelente. Lo he observado desde todos los ángulos y ni siquiera se nota dónde está el arreglo. ¿Dónde cayó, exactamente?

Fue Aidan quien intervino:

– ¿Que cayó un rayo en la casa? ¿Cuándo fue eso? -preguntó.

– Tienes que acordarte -dijo Marlinchen, sorprendida-. Cuando éramos pequeños. Hizo un ruido enorme.

Aidan, sin embargo, no parecía recordarlo.

– ¿Tanto tiempo hace? ¿Estás segura de que fue cuando yo vivía aquí todavía?

– Sí, sí -insistió Marlinchen-. Fue antes de que naciera Colm. La noche en que mamá se puso tan nerviosa. Lloraba, ¿recuerdas? -Cuando quedó claro que su hermano no recordaba, ella sacudió la cabeza y murmuró-: Los chicos, hay que ver. No los despierta nada.

Y entonces, la voz de Colm interrumpió la conversación.

– ¡Marlinchen!

Ella esbozó una mueca, como si se disculpara. Se inclinó ligeramente hacia la ventana abierta y gritó a su hermanito:

– ¿Qué quieres?

– ¡No encontramos el papel de Donal! ¡Ya sabes, la hoja de inscripción!

Marlinchen asintió. Fuese la matrícula para la escuela de verano o la autorización para participar en una competición deportiva, parecía saber a qué se refería.

– El deber me llama -dijo-. Vuelvo enseguida.

– Espera -la detuve-. No me has contestado todavía. ¿En qué parte del tejado cayó el rayo?

Marlinchen, ya con la mano en el tirador de la puerta, volvió la cabeza.

– Lo siento. Hace tanto tiempo que ya no me acuerdo.

Entró en la casa y me quedé a solas con Aidan.

– Mira -le dije-, si fuera cierto que cayó un relámpago en la casa, seguro que no habrías seguido durmiendo como si tal cosa.

– Tienes razón -asintió el muchacho-. Una vez, cuando vivía en Georgia, un rayo cayó en un árbol a treinta metros de donde estaba. El ruido fue tan tremendo que me infundió el temor de Dios, y eso que treinta metros es una distancia bastante respetable.

– Quizá no estabas en casa esa noche -apunté-. ¿No podría haber sucedido mientras estabas en el hospital?

– ¿En el hospital? -repitió Aidan.

– Cuando perdiste el dedo -expliqué-. Debió de ocurrir más o menos en la misma época, por lo que cuenta tu hermana.

Aquello no sirvió para despejar la perplejidad del chico.

– No recuerdo que me ingresaran siquiera -respondió-. Al fin y al cabo, sólo era un dedo. Es horrible pero, ante una lesión como ésta, poco se puede hacer: detener la hemorragia, salvar el dedo si es posible y, si no, amputarlo. Por algo así, no van a llevarte a la unidad de cuidados intensivos…

– Claro -asentí. El muchacho tenía razón. Sin embargo ¿no había dicho Marlinchen que su hermano había estado ausente durante una temporada?

Unos pasos apresurados anunciaron el regreso de la muchacha, que no tardó en aparecer.

– ¿Vamos? -me dijo.

Nos encaminamos hacia el magnolio, bajo el cual nos sentamos a contemplar la espléndida vista de las aguas del lago iluminadas por el claro de luna. Sentada con las piernas cruzadas, descorché la botella de vino y serví un poco en un vaso de plástico. El primer trago casi me quemó la garganta. Marlinchen comentó efusivamente:

– Esta tarde, aparte de las dificultades para hablar, papá tenía un aspecto excelente, ¿verdad?

– Desde luego -asentí, aunque apenas tenía con qué compararlo, como no fuese con las fotos que había visto de un Hugh más joven y más sano.

Tomé otro trago y me tumbé en el suelo, boca arriba. Permanecimos calladas un buen rato. La silueta oscura del último capullo de magnolia se mecía encima de mí y una sombra negra nos sobrevoló, silenciosa y grácil, siguiendo la ribera del lago. Era un cárabo listado en pleno acecho nocturno.

– ¿Te encuentras bien, Sarah? -preguntó Marlinchen finalmente.

– Sí. ¿Por qué lo dices? -respondí.

– Hace un rato, cuando has llegado, parecías un poco… -hizo un gesto vago con la mano-, un poco ausente.

Al ver que yo no respondía, continuó hablando, aunque esta vez eligió las palabras con más cautela:

– No hablas nunca de tu marido. Es como si estuviera muerto, y no en prisión.

Un solitario pétalo de magnolia, con la punta de color blanco cremoso y el extremo interior de un magenta apagado, se desprendió del árbol y cayó entre las dos.

– Cuando hablamos de Shiloh -murmuré-, sólo te conté que estaba en Wisconsin. No recuerdo que te dijera que estaba en la cárcel.

A pesar de la penumbra, vi perfectamente que empezaba a ruborizarse, como de costumbre.

– Sentía curiosidad y te busqué en Internet -explicó.

– Claro -asentí-. Pero también habrías podido preguntarme. Te lo habría contado.

Sin embargo, sabía muy bien que mi mención a Shiloh, aquella noche, había tenido el propósito de llevar a engaño a la muchacha y me avergoncé de ello. Las verdades desnudas, sin adulterar, no eran moneda común entre la familia Hennessy, y mi actitud no había contribuido a mejorar las cosas, precisamente, con mi aportación de medias tintas. Era probable que, en el aspecto moral, esto hubiese marcado una diferencia.

– Debería haber sido más sincera contigo -añadí-. Lo siento.

– Bueno, no te preocupes -dijo ella.

– Supongo que no hablo de él porque apenas tenemos contacto. Hace meses que no me escribe.

– ¡Qué horrible! ¿Cómo es eso?

Tomé entre los dedos el pétalo de magnolia y lo froté con el pulgar. Tenía una textura entre el terciopelo y la cera.

– Le recuerdo cosas que desearía olvidar -respondí-. Cuando lo buscaba, descubrí algo acerca de él que Shiloh habría preferido que no supiese, y reabrí en él una vieja herida.

– ¿Qué fue lo que descubriste? -quiso saber Marlinchen.

– Es un asunto privado de Shiloh. No puedo contarlo.

– Entonces, ¿qué harás cuando lo liberen?

– No lo sé -confesé.

En sus facciones se dibujó una mueca de profunda sorpresa. No era la respuesta que esperaba.

– ¿Creías que los adultos siempre conocemos las respuestas?

– No, claro -reconoció ella-. Es sólo que… Siempre pareces tan segura de todo…

– Pues no. Desde luego, a los policías no nos animan a reflexionar a posteriori sobre nuestros actos, pero sé que doy pasos en falso constantemente. -Pensaba en Cicero y en la pequeña pistola que en aquel momento reposaba en la guantera de mi coche-. Una pretende echar una mano, pero a veces parece que la gente no quiere que la ayuden.

Marlinchen asintió como si supiera a qué me refería, aunque yo dudé de que así fuera.

– ¿Has pensado alguna vez en ganarte la vida de otra manera? -me preguntó.

– No.

– ¿Por qué no?

– Es lo único para lo que me he preparado -respondí, pero no se dio por satisfecha.

– Pero, ¿por qué? -insistió.

– Por qué, ¿qué?

– No siempre ha sido tu única alternativa. Debiste de tomar la decisión de prepararte para policía en algún momento determinado. ¿Por eso abandonaste la universidad? ¿Para entrar en el cuerpo?

– No. -Acompañé la respuesta con un movimiento de cabeza-. Cuando terminé el instituto, lo último que me pasaba por la cabeza era que me haría policía.

– ¿Qué te hizo cambiar de idea?

Los que ingresan en las fuerzas del orden tienen una lista de respuestas preparadas; en general, son las mismas que ofrecen en las entrevistas previas a la tramitación de la solicitud de ingreso: «Quiero ayudar a los demás, cada día se presenta un nuevo reto, no soporto la idea de trabajar en una oficina…»No empleé ninguna de ellas.

– No lo sé -respondí de nuevo-. Bueno, sí, pero es una historia muy larga. Larga y aburrida.

Debí de lograr que sonara suficientemente aburrida, porque Marlinchen no insistió. Al cabo de unos minutos, de tácito acuerdo, nos levantamos y emprendimos el regreso hacia la casa.

Mucho más tarde, cuando los chicos ya se habían acostado y todo quedó en calma, me acerque a los grandes ventanales de la casa de Hugh Hennessy y contemplé la vista. Todavía le daba vueltas a la historia incoherente sobre el rayo que había caído en la casa y a la incapacidad de Aidan para recordar el menor detalle del suceso.

Aunque de ascendencia católica, no tenía instrucción religiosa; sin embargo, de pequeña me obsesionaba algo que enseñaban a los demás chicos en la escuela dominical: que al principio el mundo era perfecto y después el mal había penetrado en él, en un relámpago. Era una metáfora, pero durante años me lo creí a pies juntillas.

En esta ocasión veía a los Hennessy en los mismos términos, víctimas de una maldición inesperada y repentina. La familia llevaba una vida idílica y, de pronto, un rayo había caído sobre la casa, Aidan perdió un dedo debido al ataque de un perro feroz y Elizabeth se ahogó en las aguas del lago. ¿Era todo aquello simple mala suerte?

Marlinchen cumpliría pronto dieciocho años; entonces pasaría a ser la tutora de sus hermanos menores y mis responsabilidades terminarían ahí. Más me valía olvidar la sensación de que en aquella familia había sucedido un hecho terrible mucho antes de que yo entrase a formar parte de sus vidas. Sin embargo, no estaba segura de poder relegar esta idea.

La muchacha me había preguntado por qué había decidido hacerme policía. Tenía razón; no había ido a parar a aquel trabajo por casualidad. Lo había elegido siguiendo lo que Genevieve llamaba mi impulso de lanzarme de cabeza a ayudar al prójimo.

Aquella noche, cuando ya estaba a punto de caer dormida, oí el ulular de un cárabo listado sobre el lago. Sonó muy parecido a un grito humano.

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