Capítulo 33

Marlinchen, acostumbrada ya a asumir responsabilidades propias de los adultos, aprendió aquel día otra más, que la gente no suele afrontar hasta los treinta o los cuarenta años. La guié en el proceso de sacar el cuerpo del hospital para llevarlo a un tanatorio y la ayudé a tomar las decisiones oportunas. Le aconsejé, además, que permitiera a sus hermanos, Donal incluido, ver el cadáver de Jacob.

– Así lo sucedido cobra realidad -le dije-. Los ayudará durante la fase de negación y más tarde comprenderán que pudieron despedirse de él.

Los chicos estaban aturdidos. Nadie lloró.

Fuera, en el aparcamiento del hospital, Marlinchen se sentó en el asiento del acompañante, y con la vista clavada al frente, preguntó, alicaída:

– ¿Te quedarás a dormir en casa, esta noche?

Creo que hay que ser norteamericano para comprender cómo afrontamos el luto y la pérdida la clase media estadounidense. En cualquier otro sitio, cuando una persona muere de repente, los allegados reaccionan con gemidos, lamentos y lágrimas, hay recriminaciones. Lo vemos todos los días en la CNN. En otros lugares, hay barra libre de alcohol, el teléfono no para de sonar y acuden los vecinos con comida y consuelo.

En casa de los Hennessy, el televisor de pantalla panorámica presidió toda la velada. Hasta Liam se rindió a él, sentado en el suelo con las rodillas pegadas al pecho, buscando consuelo en el opiáceo electrónico de los tiempos actuales.

Les cociné una cena sencilla: espaguetis con salsa de tomate y ensalada verde. Marlinchen preparó una bandeja para Hugh y, justo antes de acostarse, le dio una pastilla.

– Lo ayuda a dormir -explicó- y creo que esta noche no podré quedarme despierta para acompañarlo al baño o leerle algo si no puede conciliar el sueño.

– Me parece una buena idea -asentí. Parecía buscar mi aprobación incluso en pequeños detalles como aquéllos.

Justo antes de subir las escaleras, Liam se acercó a la ventana. No veía el lugar donde había muerto Jacob pero, a través del cristal, miraba en esa dirección.

– No lo entiendo -dijo-, es que no lo entiendo, joder. -Su rostro anguloso estaba contraído en algo que estallaría en dolor cuando dejase de intentar contenerlo y se permitiera sentirlo.

Le apoyé una mano en el hombro y no dije nada. Marlinchen y yo no habíamos hablado más de lo que le había contado aquella tarde acerca de Jacob Candeleur y del verdadero Aidan. Ignoraba cuándo estaría en condiciones de hablar del tema otra vez, o de contárselo a sus hermanos.


Me sentía inquieta y me costó dormir. Justo cuando lo estaba consiguiendo, en el sofá de la sala familiar, oí que alguien abría las puertas que daban a la terraza.

Fuera, en el claro de luna, estaba Marlinchen, vestida con una camiseta de manga larga y unos vaqueros gastados. Empuñaba la pala que Liam había utilizado para enterrar a Bola de Nieve y se dirigía hacia el magnolio.

Yo no tenía ninguna prueba fehaciente para demostrar la parte de mi teoría según la cual Aidan estaba enterrado allí; todo se reducía a una intuición. ¿Qué otro lugar de la finca tenía ese aspecto de monumento? ¿Por qué Hugh había llevado a Marlinchen allí, años atrás, para decirle algo importante? ¿Por qué los chicos Hennessy sentían tanta atracción por aquel árbol e iban allí a hablar y a reflexionar en silencio, como si se dejaran guiar por los susurros de los muertos?

Me levanté y me vestí.

Marlinchen estaba tan concentrada en su trabajo que no me oyó llegar. A pesar de su delgadez, aplicaba toda la fuerza de su cuerpo en la pala, como una pequeña excavadora. Lloraba y cavaba a la vez.

– Marlinchen -le dije.

Alzó los ojos y, al claro de luna, vi que las lágrimas habían formado senderos plateados en sus mejillas. Incluso en su dolor, se la veía hermosa.

– Deja esto ahora, ¿quieres? -sugerí-. Podemos hacerlo en otro momento.

– No -respondió-. Tienes razón en todo lo que has dicho. La has tenido desde el principio y yo no te he hecho caso. -Levantó la vista hasta el ventanal de Hugh-. ¿Crees que si estuviera despierto me vería, aquí abajo? -Sin esperar a que yo respondiera, prosiguió-: Ojalá sea así. Ojalá me vea cavando y sufra un ataque de corazón, para rematar la apoplejía. Ahora no movería ni un dedo por él.

– No es culpa tuya -le dije.

– No, la culpa es suya -replicó Marlinchen con vehemencia-. Llevo años protegiéndolo… Nunca le conté a nadie cómo trataba a Aidan… -Se interrumpió y sollozó, pero no dejó de cavar. En el lago, un cárabo listado emitió un grito inquietantemente humano.

– No es culpa tuya -repetí-. Sientes mucho dolor y te gustaría hacer algo ahora mismo para arreglar las cosas pero, legalmente, es mejor que dejes que caven los técnicos. Podrías golpear los huesos con la pala y romperlos y entonces las pruebas resultarían dañadas.

– ¡Las pruebas! -Marlinchen soltó una aguda carcajada no muy distinta del sonido del cárabo-. No necesitamos ninguna prueba. Mi padre nunca será acusado de nada, está demasiado enfermo y por eso se librará. -Volvió a reírse, esta vez con más amargura-. Aidan murió por su culpa, y también lo considero culpable de la muerte de mi madre, pero nunca pagará por todo ello.

Volvió a hundir la pala en la tierra.

– Nada lo afecta -dijo-, nada lo hiere. Los profesores de Aidan, que debían controlar si había malos tratos… ¡No habrían querido enterarse aunque papá hubiese pegado a Aidan delante de sus narices y de toda la escuela! ¡Pero si los padres y madres llevaban sus libros a las reuniones de la escuela para que se los firmara! -sollozó-. Incluso yo lo protegía y lo defendía y no te di la información que necesitabas para no ponerlo en evidencia. -Se limpió la nariz con el revés de la mano en un gesto infantil-. Antes incluso de eso, yo lo cuidé. Cuando mamá murió, me ocupé de cocinar y de llevar la economía de la casa para que él tuviera tiempo de escribir, de dar clases y de pensar y de hacer lo que fuese, menos ejercer de padre.

El viento se levantó repentinamente y arrastró un persistente aroma de la barbacoa de aquella noche.

– Y justo cuando mis responsabilidades estaban a punto de terminar, sufre un ataque. Perfecto. De lo más oportuno. Y me atrapa otra vez. Se pondrá mejor, pero nunca estará del todo bien. Me veo aquí, preparándole comida y vigilando que tome la medicación, hasta que sea una cuarentona.

– No tiene por qué ser de ese modo.

– Lo será. Tú no lo entiendes -dijo.

El olor a humo se intensificó. Me extrañó, pues Marlinchen no había vuelto a encender la barbacoa.

– ¿No hueles a humo? -le pregunté.

– Desenterraré los huesos y se los mostraré, para que vea que lo sé. Lo obligaré a aceptar lo que ha hecho. -Sin hacerme caso, volvió a hundir la pala en la tierra con fiereza. Me volví para mirar a la casa y distinguí un resplandor rojo e irregular que centelleaba en la oscuridad tras algunas ventanas.

– ¡Hijo de puta! -mascullé.

Mientras corría hacia la casa, Liam salió a la terraza trasera en compañía de Donal.

– ¿Dónde está Colm? -pregunté.

– Dentro -respondió Liam con la voz algo ronca-. Sacando a papá.

Con el corazón en un puño, recordé a Hugh. Un maldito inválido en el maldito piso superior de una casa con una maldita escalera.

– Tenemos que sacar a papá -dijo Donal y se le quebró la voz.

Oí pasos detrás de mí y apenas tuve tiempo de alargar la mano para detener a Marlinchen, que quería entrar en la casa.

– ¡De ninguna manera! -grité-. Vosotros os quedáis aquí, y lo digo muy en serio -añadí al ver rechazo en su expresión de ansiedad-. ¡Yo me ocupo de esto!

Dentro de la casa, el aire era caliente pero soportable, como si alguien hubiera puesto el termostato de la calefacción exageradamente alto, pero olía a humo y noté que me estremecía de nervios.

En el pasillo de arriba, el humo era más denso. Allí estaba Colm en la puerta de la habitación de su padre.

– ¡Vamos! -me gritó-. ¡Ayúdame con papá!

Durante un momento, me resultó tentador, porque Colm era fuerte, pero noté el calor en la piel, cada vez más intenso, y pensé que los incendios se descontrolan muy deprisa, sin previo aviso, y que es imposible sobrevivir a ellos. No podía correr el riesgo de que Colm muriera por mi causa, porque yo decidiese permitir que me ayudara y toda la estancia fuese pasto de las llamas mientras intentábamos sacar a Hugh.

– ¡No! -grité, aunque estábamos muy cerca el uno del otro-. No es momento de heroicidades.

– Ha sido Donal. -Colm sacudió la cabeza, abatido-. Estaba fumando en el sótano, él ha causado el incendio. Si papá…

– Los bomberos sacarán a tu padre -dije-. Ellos tienen el equipo y la preparación necesarios.

Intenté transmitirle más confianza de la que realmente tenía. Probablemente, cuando llegaran los bomberos, sería demasiado tarde para que pudieran sacar de la casa a un inválido de ochenta kilos de peso. Colm vio la verdad en mis ojos. Abrió la boca para decir algo más pero fue presa de un ataque de tos.

– Así mueren los bomberos y los miembros de los equipos de emergencia -dije.

Echó una última y angustiada mirada a la habitación a oscuras de su padre y asintió. Le pasé el brazo por los hombros y lo conduje hacia la escalera.

De nuevo en la terraza, noté que la piel me quemaba como si la hubiera puesto en una sartén gigante. Era probable que Colm se sintiera de la misma manera. Lo empujé hacia el grifo, lo abrí y él se mojó la cara, el pecho y los brazos. Cuando retrocedió, yo me disponía a hacer lo mismo, pero en ese momento advertí algo que me inquietó.

– ¿Dónde está Marlinchen? -quise saber.

Colm, con los cabellos goteando, se incorporó y miró a su alrededor. Liam tenía puestas las manos en los hombros de Donal y también parecía confundido.

– ¡No! ¡Maldita sea! -exclamé, tan enfadada que, incluso en aquellas circunstancias, Colm dio un respingo al oírme.

Marlinchen había entrado a buscar a Hugh. Las palabras que había pronunciado junto a la tumba de Jacob, «ojalá sufra un ataque de corazón, no movería un ni un dedo por él», eran sólo eso, palabras. Tan pronto se había presentado el primer apuro, había vuelto a su actitud de siempre, sacrificando su bienestar por el de su padre.

– Muy bien -dije, volviéndome hacia los chicos-, a vosotros os quiero lejos de aquí, pero bien lejos. No paréis hasta llegar a la carretera y esperad allí, quietos. Si Marlinchen o yo no salimos, no vengáis a buscarnos. ¿Comprendido?

Los tres asintieron.

Me acerqué al grifo de un salto, me arrodillé y lo abrí. Puse la cabeza bajo el chorro hasta que tuve bien mojados los cabellos. Las gotas que me corrieron por el cuello estaban tan frías que me parecían hielo. Me quité la camisa, la mojé y volví a ponérmela. A continuación, entré de nuevo en la casa.

Tan pronto crucé el umbral supe que no conseguiría llegar al piso de arriba. La escalera era pasto de las llamas e intentar subirla sería suicida. El único acceso a la planta superior estaba bloqueado.

Salí de nuevo al jardín por la misma puerta trasera, rodeé la casa y me aposté debajo del ventanal de la alcoba de Hugh que daba al lago. Los racimos de uva del emparrado estaban muy juntos y la fruta se veía arrugada y grisácea. El emparrado. Había aguantado el peso de Jacob. También soportaría el mío.

Cuando me colgué de él, el marco de madera crujió y se bamboleó, pero resistió y empecé a trepar. Las hojas me rozaban la cara y aunque el olor de humo lo dominaba todo, capté el dulce aroma de los capullos todavía sin abrir.

Detrás de la persiana, la ventana corredera de Hugh estaba abierta de par en par. Aquello, pensé, debía de haber sido cosa de Marlinchen, para que entrara aire fresco en la habitación. Hugh estaba en cama y observé que su pecho se estremecía con una respiración temblorosa e irregular, bajo lo que parecían ataques de tos causados por el humo. Recordé el somnífero que Marlinchen le había dado y me pregunté si estaría consciente.

La luz se filtraba desde la habitación de matrimonio y la silueta de Marlinchen se recortó en el umbral. Llevaba una sábana arrugada en la mano y advertí que había abierto el grifo de la bañera y que estaba mojando sábanas y toallas para combatir las llamas que ya se habían extendido a la estancia de Hugh.

– ¡Marlinchen! -grité.

– ¡Sarah! -respondió y capté una nota de alivio en su voz. Había llegado la autoridad-. ¡Ayúdame!

– ¡Ven conmigo! -chillé-. Vas a… -Estuve a punto de decir que iba a morir si se quedaba allí pero me interrumpí, por temor a que Hugh estuviera lo bastante despierto y lúcido como para oírme. Si lo estaba, pocas cosas podía haber más terribles que su situación: consciente pero incapaz de moverse, a merced de las circunstancias, dependiendo por completo de que otra persona lo salvara.

– ¡Los bomberos ya están llegando! -dije, cambiando de táctica-. ¡Ellos lo rescatarán! ¡Pero tú tienes que salir ahora mismo!

– ¡No puedo! -gritó, sacudiendo la cabeza antes de echar otra sábana mojada a las llamas que se aproximaban a la cama-. ¡ Entra y ayúdame!

Entonces ocurrió algo que me encogió el corazón: Marlinchen cayó de rodillas entre toses, cegada por el humo. Pensé que era el final, que se daba por vencida. -¡Marlinchen! -insistí-. ¡Ven conmigo! Pero, incluso tosiendo, dijo que no con la cabeza. Miré otra vez hacia la cama. De los ojos casi cerrados de Hugh escapaban unas lágrimas. Sabía que se debía al humo, pero me pareció que lloraba. Una imagen mental de mi difunto padre me cruzó la mente como un chispazo de electricidad estática, y un dolor tan intenso como una náusea me revolvió el estómago.

Tomé una decisión. No iba a mirar más a Hugh. No podía mirarlo y decir la verdad. Y si no decía la verdad, Marlinchen tal vez no sobreviviría.

– ¡Escúchame! -aullé-. Esta noche pueden morir aquí tres personas. Será lo que ocurrirá si entro e intento ayudarte. O pueden morir dos personas. Será lo que ocurra si te dejó aquí. O puede morir una persona y las otras dos se salvarán.

Probablemente, Marlinchen no alcanzaba a verme por efecto del humo y de las lágrimas, pero volvió el rostro hacia mí. Se puso en pie y, a ciegas, avanzó hacia la ventana tambaleándose.

Mientras lo hacía, metí una uña por debajo del borde inferior de la ventana corredera, intentando mantener el equilibrio en el emparrado con una sola mano. Forcé el cristal y lo saqué de la guía del alféizar. Cedió y la esquina inferior del marco de metal saltó, me rozó la frente, causándome un arañazo superficial, y rebotó en la estructura combada del emparrado, haciendo temblar las hojas a su paso.

– Muy bien -tranquilicé a Marlinchen, que ya se asomaba al hueco de la ventana-. Voy a bajar un poco para hacerte sitio, pero no apartaré la mano de aquí -la había puesto encima de su pantorrilla-, para que sepas en todo momento dónde estoy.

Esperaba haberle inspirado confianza, pero a decir verdad, empezaban a temblarme las piernas de tanto mantener la posición en el emparrado.

– Saca una pierna y busca dónde apoyar el pie -le dije-. Nos descolgaremos despacio, paso a paso.

Un plan estupendo, pero totalmente inútil. Cuando Marlinchen apoyó su peso en la espaldera, toda la estructura cedió. Vi una luna blanca que volaba, humo y el lago; a continuación, todo el planeta me golpeó en la espalda y en la parte posterior de la cabeza. Marlinchen tuvo más fortuna. Yo frené su caída.

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