Capítulo 5

El agente de Georgia que había recibido la denuncia de la desaparición de Aidan empleó un tono insolente e inquisitivo al atender mi llamada.

– ¿Tiene alguna información sobre Aidan Hennessy? -me preguntó con una ligera ronquera de fumador en la voz.

– No, agente Fredericks -respondí-. Esperaba que pudiera dármela usted. Apenas sé nada del caso.

Todavía no me había puesto en contacto con Marlinchen Hennessy. Antes de hacerlo, quería tener cierta información de fondo para saber qué terreno pisaba. Por eso había decidido hacer aquella llamada telefónica antes de atender mis ocupaciones habituales.

– ¿Hennessy está en su jurisdicción? -preguntó Fredericks-. ¿Por eso llama?

– Sí. Le contaré… -Hice un rápido repaso de la escasa información que me había facilitado Marlinchen Hennessy-. Cuando le comenté que sería preciso hablar con su padre, se enfureció y se marchó -concluí.

– Si esa chica hubiera podido colgarle el teléfono, seguro que lo habría hecho -comentó Fredericks, el tono humorístico-. Así reaccionó conmigo.

– ¿No hay nada que añadir a la historia?

– Casi nada -respondió-. Al muchacho, Aidan, no lo he visto nunca, pero conozco al tipo con el que vive, Pete Benjamin. Su familia lleva aquí desde siempre y hará unos cinco años que Aidan reside en su casa. En cualquier caso, es evidente que se ha largado voluntariamente.

– ¿Cómo está tan seguro? -le pregunté.

– Se llevó sus pertenencias -dijo Fredericks-. Y era un chico corpulento, un metro ochenta, que trabajaba en el campo. No creo que a nadie se le ocurriese meterse con él.

– ¿Cuándo denunció Benjamin la desaparición? -inquirí.

– No hubo tal denuncia -explicó el agente-. No me he enterado de este asunto hasta hace poco, cuando Hennessy se puso en contacto conmigo. Lo primero que hice fue preguntarle a Pete por qué no había venido a hablar del asunto con alguien. Comentó que había ido a ver al padre del muchacho tan pronto como se enteró de lo sucedido y que Hugh Hennessy le había asegurado que no debía preocuparse, que el chico aparecería probablemente en casa, en Mineápolis.

– Una actitud bastante indiferente -apunté.

– Bien, supongo que no es la primera vez que lo hace, lo de subirse a un autobús de la Greyhound y hacer el camino de vuelta a Minnesota, intentando regresar a casa.

– Pues si Aidan tomó el autobús, como dice el padre, o incluso si vino en autoestop, ya debería estar aquí -comenté.

– ¿Me toma el pelo? -replicó Fredericks.

– ¿A qué se refiere?

– Aidan Hennessy se fugó hace seis meses.

– ¿Seis meses? -repetí.

– Imagino que la chica no lo mencionó -comentó Fredericks.

– ¿Me está diciendo que Hugh Hennessy no ha presentado denuncia ni los ha llamado en todo este tiempo? -pregunté, para asegurarme de que lo había entendido bien.

– Eso es. Nuestro primer contacto con los Hennessy ha sido a través de la chica, hace dos semanas. Y cuando le pedí hablar con el padre, me salió con la misma cantinela que a usted: está en el norte, no se puede hablar con él. Le indiqué que buscara la manera de ponerse en contacto con él. Luego, al cabo de unos días, recibí otra llamada de la chica, para interesarse por si habíamos hecho progresos. Mi respuesta fue preguntarle qué progresos había hecho ella respecto a que su padre nos llamara. Se puso furiosa y colgó.

– ¿Y eso es todo hasta la fecha?

– Bueno, redacté un informe y trasmití la foto del chico, pero no ha habido novedades. Debo decir que, para tratarse de un fugitivo adolescente, está resultando muy discreto. Si lo detuvieran, aunque emplease un nombre falso, las huellas dactilares nos dirían que se trata de él.

– ¿Tenemos las huellas? -pregunté, frunciendo el entrecejo-. ¿Lo han detenido en alguna ocasión?

– Nada de eso. ¿La hermanita no le contó lo de la mano del chico?

– No.

– Le falta un dedo de la mano izquierda. En la ficha sólo aparecerían nueve huellas.

– No lo sabía -admití-. Claro que no tuvimos lo que se dice una larga charla, precisamente.

– Es curioso, ¿no? -dijo Fredericks-. Supongo que empezó a buscar un detective de las Ciudades Gemelas que escuchara su historia, y la eligió a usted. ¿Le explicó lo de los límites jurisdiccionales?

– Sí -respondí-. ¿Pero sabe qué me interesa más, de todo esto?

– ¿El padre? -apuntó Fredericks.

– Sí. Sabía que su hijo había desaparecido y le dijo a un amigo que se ocuparía del asunto; en cambio no hizo absolutamente nada. Y luego, la hermana intenta movilizarnos para que lo encontremos, pero no quiere molestar a su viejo, que está en esa dichosa cabaña. Y cuando la presiono para que lo llame, la idea la perturba tanto que da media vuelta y me deja con la palabra en la boca.

– Qué raro. Si descubre algo que yo deba saber, llámeme.

– Lo haré -le prometí.


El hombre que atendió la llamada en la oficina local del sheriff del condado de Cook, cerca del lago Tait, dijo ser el agente Begans. Por su voz, parecía muy joven.

– ¿En qué podemos ayudarla? -preguntó.

– Intento ponerme en contacto con un hombre que tiene una cabaña en esta zona -dije-. Me han informado de que no tiene teléfono y que está encerrado, escribiendo un libro.

– Bonito trabajo, quién lo pillara… -comentó Begans-. ¿Cómo se llama el individuo?

– Hugh Hennessy. Necesito hablar con él por un caso de desaparición. No lo asuste; limítese a pedirle que se ponga en contacto tan pronto le sea factible.

– «Tan pronto le sea factible…» -repitió Begans despacio. Sin duda, estaba anotando las palabras por escrito-. Bien, ¿y dónde queda esa cabaña?

– No lo sé -reconocí.

– ¡Vaya, esto va a retrasar las cosas! -dijo el agente, algo pensativo.

– Ya lo sé. Lo lamento -respondí-. No dispongo de más información.

– Mire, tenemos por aquí un agente que está a tres meses de la jubilación -dijo Begans-. Se conoce la zona como la palma de su mano, después de treinta y cinco años. Le preguntaré cuando lo vea.

– Estupendo -asentí.

Cuando nos hubimos despedido, fui a la cocina a preparar un té. Los síntomas del resfriado remitían, como Cisco había apuntado que sucedería. Un día más, pensé, y probablemente me sentiría lo bastante recuperada para que me apeteciera de nuevo el café. La perspectiva me animó.

Estaba apoyada en la encimera, esperando que terminase de calentarse el agua para el té en el microondas, cuando, sin venir a cuento, una lúcida voz interior me dijo: «¿No es posible que estés enviando a Begans, que parece un buen tipo, a buscar una aguja en un pajar inútilmente? ¿No deberías, antes, despejar una incógnita que aún no has resuelto?».

¿Y si Hugh Hennessy estaba en Mineápolis y, sencillamente, se negaba a involucrarse en la situación de su hijo mayor?

Con el té con limón ya sobre la mesa, busqué el número de la casa de Marlinchen Hennessy en la agenda del cajón y marqué.

– ¿Diga? -Una voz de muchacho, adolescente.

– ¿Está Hugh Hennessy? -pregunté.

– No, lo siento -respondió el chico.

– ¿Vendrá más tarde, esta noche?

– No, está fuera. -No se ofreció a tomar un mensaje-. Soy Liam, ¿puedo ayudarla en algo?

– No, creo que no -le dije-. Ya llamaré más tarde.

La historia de que Hugh Hennessy estaba fuera de la ciudad se sostenía. Al menos de momento.


Mientras yo estaba al teléfono, hablando con Fredericks o tal vez con Begans, dos jóvenes asaltaban una licorería de Edén Prairie. Atendí la llamada y me dirigí allí con el coche para hablar con el empleado y con el único testigo que había presenciado el golpe. Me dieron detalles inconcretos: los dos jóvenes eran blancos, probablemente, aunque iban enmascarados con medias de nailon que aplastaban y deformaban sus facciones. Tomé notas, dejé mi tarjeta y pedí a los testigos que me llamasen si recordaban algo más.

En el trayecto de vuelta a la ciudad, el sol jugaba al escondite entre unas nubes grandes como galeones, con la panza de un gris oscuro y los bordes blanquísimos. Casi había llegado a la rampa del aparcamiento que usaban los detectives cuando me detuve ante un semáforo en rojo. En aquel instante, dos hombres aparecieron bajo el voladizo de la puerta principal del Centro Gubernamental. Normalmente, no me habría fijado en ellos; la presencia de dos tipos bien trajeados era una visión corriente en aquel barrio. Sin embargo, uno de ellos me resultaba conocido. Con casi dos metros de estatura, destacaba enseguida y su andar también era característico: caminaba con pasos largos y confiados, pero sin apresurarse, como si dijera: «Voy a gobernar el mundo, pero todo a su tiempo».

Conocía a Christian Kilander como fiscal del condado y como jugador habitual en partidos de baloncesto informales. Siempre nos habíamos llevado bien, pero sin profundizar, y me había sorprendido cuando se había saltado las normas del sistema al que ambos servíamos para advertirme de que era la principal sospechosa en la investigación de la muerte de Royce Stewart. Tras recibir la llamada de advertencia de Gen, lo primero que se me ocurrió fue ir a ver a Kilander, por si se había enterado de algo. Si al final no lo hice fue porque no me convenía en absoluto que nadie, ni siquiera él, supiera que me preocupaba el caso.

Aunque quizá no estaba siendo sincera conmigo misma. Si no había buscado la ayuda de Kilander era por otra razón más simple. Desde nuestro encuentro junto a la fuente, en diciembre, no habíamos vuelto a hablar, salvo cuatro frases que habíamos cruzado en el contexto de una investigación.

Si nos veíamos casualmente por la ciudad, se limitaba a saludarme con un gesto, cuando antes se habría detenido a cambiar unas palabras, y me producía la incómoda sensación de que procuraba evitar a una colega apestada igual que un hombre remilgado evitaría un charco de barro en la acera.

El acompañante de Kilander se volvió ligeramente y en ese momento me di cuenta de que lo conocía de vista. De treinta y tantos años, medía metro ochenta y tenía el cabello castaño, encanecido en las sienes. Salvo que me equivocara rotundamente, aquél era el hombre al que había visto observarme tras del volante de su coche mientras yo estaba de servicio, haciendo la calle.

El semáforo cambió y el tráfico de final de jornada me forzó a avanzar. Por el retrovisor, Kilander y su nuevo colega cruzaron la calzada y se perdieron de vista.


De vuelta en mi despacho, me encontraba escribiendo un breve informe cuando sonó el teléfono. Era Begans.

– Tengo novedades para usted -anunció.

– Bien. Le escucho.

– Verá, Paul sabía dónde está la cabaña de Hugh Hennessy y, por otra parte, teníamos que atender cierto asunto por la zona, unos chicos que disparaban al blanco en un lugar donde no está autorizado hacerlo, de modo que nos acercamos por allí y llamamos a la puerta.

– ¿Y? -Daba la impresión de que Begans quería hacerse de rogar.

– Que allí no hay nadie. La cabaña está desocupada desde hace tiempo. Todo estaba cerrado a cal y canto. El agua estaba desconectada.

– ¿Seguro? -repliqué.

Pero ya lo venía sospechando: la verdadera incógnita de la ecuación era Hugh Hennessy, y no Aidan.

– Completamente seguro. ¿Era esto lo que necesitaba saber?

– Sí -respondí y me cambié el teléfono de oído; el izquierdo me dolía de la fuerza con la que apretaba el aparato contra él-. Le agradezco que se haya ocupado del asunto tan deprisa. Deséele una buena jubilación a Paul.

– ¡Oh, la llevará fatal! -replicó Begans con una risilla-. Dentro de tres semanas estará harto de pescar y vendrá a reclamar su antiguo empleo.

Cuando colgué, reflexioné sobre lo que acababa de saber. Al condado de Hennepin le traía sin cuidado Aidan Hennessy. En cambio, si la persona desaparecida era Hugh, un residente del condado, el caso era claramente de su incumbencia, ¿no?

Podía conseguir sin problema la dirección de los chicos, pero de poco serviría presentarme en la casa. No creía que Hugh estuviera allí y que, sencillamente, se negara a participar en la búsqueda de su hijo. El muchacho, Liam, me había dicho que Hugh no estaba y lo había hecho sin que yo me identificara, lo cual significaba que los chicos Hennessy daban aquella respuesta a cualquiera que llamase.

¿Creían de veras que Hugh estaba en la cabaña, o mentían?

La pieza clave en todo aquello era Marlinchen. Era la única persona involucrada en aquel asunto que había buscado ayuda. Paradójicamente, por esa misma razón no quise volver a llamarla, ni presentarme en la casa en aquellos momentos. Los abogados, por lo menos ante los tribunales, nunca plantean una pregunta cuya respuesta ignoren. En los interrogatorios, resulta muy útil seguir esta máxima. Necesitaba conocer algunas respuestas, al menos, antes de hablar con Marlinchen. De lo contrario, podía colarme la primera mentira que se le ocurriera y no me enteraría.

Después me di cuenta de otra cosa: el oído izquierdo seguía doliéndome. Y no era la oreja, el pabellón externo, ni se debía a que apretara excesivamente el auricular contra ella. Se trataba más bien de un dolor pulsante, más profundo, en el canal auditivo. En realidad, resultaba bastante doloroso.

«No me gusta nada el aspecto de ese oído», había dicho Cisco. ¡Magnífico! ¡Quién habría pensado que aquel tipo resultaría ser un médico titulado y competente!

Tendría que darme prisa en elaborar mi informe sobre él, o empezaría a tenerle lástima. Ignoraba cómo se había metido en la situación desesperada que lo había llevado a recibir pacientes en un gran bloque de viviendas para pobres, pero estaba claro que era un hombre de gran inteligencia. La suficiente para saber que si se le ocurría quebrantar la ley, iría a la cárcel como cualquier otro.

Con todo, me pregunté cuántos años le caerían en la sentencia.

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