Capítulo 7

– El teniente Prewitt anda buscándote -me anunció Tyessa tan pronto entré.

– Sólo llego cinco minutos… ¡Oh, maldita sea! -Había olvidado por completo que Prewitt me había pedido que llegara temprano-. ¿Está en su despacho?

Estaba, pero no nos quedamos allí. No bien hube entrado, él se levantó de su mesa.

– Detective Pribek -dijo-. Bajemos a la sala de reuniones.

– Claro -asentí.

No hizo la menor mención a que llegaba treinta y cinco minutos tarde a la cita, se tratara de lo que se tratase, pero era evidente que lo sabía. Cuando entramos, el hombre que aguardaba sentado a la larga mesa se puso en pie.

La sorpresa me distrajo del dolor de oído. Era el desconocido al que había visto ya dos veces: primero, observándome mientras hacía las calles camuflada de prostituta y, después, caminando con Kilander. De cerca, tenía un rostro enjuto, cansado, pero bastante joven a pesar de las canas que empezaban a poblar sus sienes. Seguí calculándole la misma edad, unos treinta y cinco años.

– Detective Sarah Pribek -dijo Prewitt-, éste es Gray Díaz, de la Fiscalía de Distrito del condado de Faribault.

El condado de Faribault. Blue Earth.

Diaz se separó de la mesa y me tendió la mano.

– Detective Pribek… -dijo.

– Encantada de conocerlo -respondí.

Me soltó la mano y dirigió un gesto de asentimiento a Prewitt.

– Gracias, Will -le dijo. Prewitt se retiró-. Siéntese, por favor -me ofreció Diaz.

Nos sentamos los dos. Esperé, aunque lo dudaba, que mi aspecto fuera mejor que mi ánimo.

– ¿Es usted fiscal? -le pregunté.

– Soy investigador de la fiscalía -me explicó Diaz-. Llevo seis semanas en la del condado de Faribault.

– ¿Le gusta el sitio?

– Es bastante tranquilo -respondió-. Por eso he empezado a hojear algunos expedientes antiguos.

Una gotita de sudor se deslizó por mi espalda. Diaz colocó una carpeta en la mesa, delante de él.

– Este caso lo mandaron a nuestra oficina hace unos tres meses, antes de que yo me incorporara. Es una investigación conjunta de la Oficina del Sheriff y el Departamento de Bomberos.

– Royce Stewart -apunté. No era necesario que esperase a que él pronunciara el nombre.

– Sí -corroboró él, y noté un ligero tono de sorpresa en su voz al ver que iba al grano de forma tan directa-. El expediente me ha llamado la atención y, dada su familiaridad con las personas y los hechos del caso, querría hablar con usted, naturalmente. -Tamborileó con los dedos sobre el expediente y continuó-: Creo que podríamos empezar por revisar los hechos comprobados. Corríjame si me equivoco en algo.

Diaz abrió la carpeta y repasó la vida de Royce Stewart en los párrafos secos, telegráficos, de un informe oficial:

– Royce Stewart tenía veinticinco años de edad en el momento de su muerte -empezó-. Pasó la mayor parte de su vida en Faribault; detenciones y condenas allí por conducta indecente y exhibicionismo; una detención en edad juvenil por fisgonear por la ventana de la casa de una mujer a altas horas de la noche, con retirada de cargos. A los veinticuatro, se trasladó a las Ciudades Gemelas, donde se le condenó por conducir embriagado y, mucho más significativo, fue detenido y acusado de la violación y asesinato de Kamareia Brown, hija de la detective Genevieve Brown, de la Oficina del Sheriff del condado de Hennepin. La compañera de usted. -Diaz hizo una pausa y tomó un sorbo de agua del vaso que tenía a su lado-. El caso se declaró cerrado por un defecto de forma y Stewart regresó a Blue Earth.

»En octubre, los bomberos tienen que acudir a la propiedad en la que vivía Stewart. El edificio auxiliar en el que habitaba está en llamas y su cuerpo es encontrado allí al día siguiente. -Diaz volvió una hoja, aunque tuve la certeza de 92 que ya tenía perfectamente grabados en la memoria todos los detalles del caso-. Poco más de ocho horas después del incendio, el ex detective del Departamento de Policía Michael Shiloh se entrega a la policía de Masón City, Iowa, y confiesa el asesinato de Stewart. Lo extraño es que Shiloh afirma haberlo matado una semana antes, atropellándolo con una furgoneta robada en la autopista, a las afueras de Blue Earth.

»Una investigación constata que Shiloh robó la furgoneta pero, en lugar de arrollar a Stewart, tuvo un accidente en el que no hubo otros vehículos implicados, debido a unas placas de hielo en la calzada. En el accidente sufrió una lesión importante en la cabeza que le ocasionó pérdida de memoria y limitó su capacidad de razonamiento. Temiendo ser detenido por su "crimen", viajó hacia el sur a pie, evitando el contacto con otras personas, y terminó por entregarse en Masón City, Iowa. El hecho de que creyera haber matado a Stewart, según el psicólogo, se debía en parte al golpe en la cabeza y, en parte, a que previamente había imaginado repetidas veces que llevaba a cabo el crimen. Michael Shiloh no se defendió de la acusación de hurto de vehículo y en la actualidad cumple condena en Wisconsin. -Diaz bebió otro sorbo de agua-. Eso es todo.

– Ha dicho que quería que lo corrigiera si encontraba alguna inexactitud en el informe -apunté-. Falta incluir un par de detalles.

Diaz enarcó una ceja con una mueca de cortesía.

– Por favor…

– Shiloh no vio frustrado su deseo de matar a Shorty: decidió no hacerlo. Aunque fuese en el último momento.

Diaz asintió y pareció tomarse mis palabras muy en serio.

– ¿Y cómo lo sabe usted?

– Shiloh me lo dijo.

– Debo indicarle que nadie puede confirmar de forma fehaciente esta declaración. Se basa usted en la palabra de su marido.

No era así. Royce Stewart también me lo había contado momentos antes de morir.

– De todos modos, esto es ajeno al tema que estamos tratando, que es la muerte de Stewart -apuntó Diaz-. A los investigadores les quedaron pocas dudas de que la casa fue incendiada a propósito y de que Stewart ya estaba muerto antes de que el edificio ardiera. El expediente no fue archivado por falta de indicios de que se hubiera cometido un crimen, sino por ausencia de pruebas que apuntaran a algún sospechoso identificable. Tan pronto leí el expediente, pensé que mis colegas se habían dado demasiada prisa en descartar al más obvio de todos.

Me quedé inmóvil.

– Habían descartado a alguien que reconocía haberse presentado en Blue Earth con la intención de matar a la víctima. Que no tenía coartada para la noche en que murió Royce Stewart.

– ¿Shiloh es su sospechoso?

– Su marido es, claramente, una persona de interés -dijo Diaz.

Persona de interés es a sospechoso lo que tormenta tropical es a huracán.

– Imposible -repliqué-. Las pruebas lo descartan.

Aunque me constaba perfectamente que Shiloh no había matado a Stewart, también conocía a fondo las pruebas que habían convencido a los investigadores de que no podía haberlo hecho. Las lesiones de Shiloh, la furgoneta averiada, el periodo de siete días entre su intento de matar a Stewart y la muerte real de éste…; todo ello corroboraba que Shiloh no había tenido nada que ver con el asesinato.

– ¿Está segura? Existe un periodo de nueve horas entre la muerte de Stewart y la aparición de Shiloh en Masón City. Es tiempo suficiente para viajar ciento cincuenta kilómetros.

– ¿A pie?

– No; en coche o camión. Que no se haya presentado nadie a declarar que lo recogió cuando hacía auto estop no significa que no lo hiciera.

– Aunque exista ese periodo de nueve horas -apunté- también están esos siete días entre el intento de Shiloh de arrollar a Royce Stewart y el momento de su aparición en Masón City. Es difícil basar un caso en…

Callé a media frase. Me había dado cuenta de algo.

– ¿Qué decía? -Diaz me instó a continuar. Aquel hombre probaba un juego y yo, aunque debería haber sabido que me convenía abstenerme, empezaba a jugarlo también.

– ¿Ha hablado ya con Shiloh, en la cárcel? -le pregunté.

– No estoy dispuesto a compartir todos los detalles de mi investigación, en este momento -fue su respuesta.

– Es decir, que no lo ha visto. Porque no es Shiloh quien le interesa, ¿me equivoco? Me busca a mí. Ha desviado mi atención fingiendo que sospecha de Shiloh. Quiere que salte a defenderlo y discuta los extremos del caso con usted, hasta que revele algún detalle que no podría saber a menos que hubiese matado a Shorty. -Este era el apodo de Stewart, como constaba en la vanidosa matricula personalizada de su coche-. Éste es el segundo detalle que ha omitido en la historia: ha evitado cualquier referencia a que yo estuviera en la zona y a que hablara con Stewart la noche de su muerte. Si ha preguntado a los clientes del bar, ya sabrá que estuve allí, lo cual me convierte en la sospechosa perfecta. Pero en lugar de preguntarme directamente, finge que quiere hablar conmigo como «colega investigador».

Era una táctica que a veces funciona con los delincuentes de la calle. Cuando se habla con un sospechoso con antecedentes, el detective le pide que imagine cómo se podía haber cometido un delito, qué habría hecho él de haber participado. Si da resultado, el criminal bajará la guardia y revelará un detalle crítico que no debería conocer.

– Permita que responda a la pegunta que se calla -continué-. Yo no maté a Royce Stewart. Estuve allí, en Blue Earth, y fui al bar. Hablé con él. Pero no lo maté.

– Detective Pribek, no he venido a ofenderla -replicó Diaz-. Estoy aquí para cumplir mi deber.

Tenía razón; me había ido de la lengua más de lo que me proponía. El dolor de oído me tenía frenética.

– Lo siento -me disculpé-. Ya lo sé. He pasado un resfriado y ahora mismo me molesta mucho un oído. ¿Me permite un minuto, a ver si encuentro una aspirina?

– En realidad -replicó Diaz-, me gustaría que siguiéramos con esto, ahora que estamos a media conversación.

Otro punto clave en un interrogatorio: una vez empiezan a calentarse las cosas, no des ocasión de recapacitar al sospechoso.

– Hablemos de la noche que fue a Blue Earth. ¿Qué la condujo allí?

– Acababa de enterarme de que Shiloh había robado la furgoneta y había tenido un accidente en la autopista. Entendía sus motivos, que quisiera acabar con Shorty, pero comprobé que no lo había hecho, pues Royce Stewart seguía vivo. De hecho, Royce era el sospechoso del robo de la furgoneta, puesto que las huellas dactilares lo colocaban en la escena del accidente. Lo que no acababa de entender era qué había sido de Shiloh desde ese momento.

– De modo que viajó hasta allí.

– Sí. Para hablar con Shorty. -El oído me latía al ritmo del corazón, un poco más acelerado de lo habitual.

– ¿Cómo sabía que lo encontraría en el bar? -preguntó Diaz.

– No lo sabía… ¡Ay!

Esta vez había notado algo nuevo, la sensación de que algo estallaba, seguido de una crepitación o algo parecido a unas interferencias. Había oído hablar a la gente de las sensaciones en los oídos durante el ascenso y el descenso en avión, pero no me pareció que tuviera nada que ver. Imaginé más bien que se me habían formado ampollas como burbujas en el tímpano y que una de ella había reventado.

– ¿El oído? -preguntó Diaz.

– Sí -respondí, y me froté la oreja, inútilmente.

– Terminaremos esto cuanto antes -me prometió Diaz-. ¿Qué decía usted?

– Decía que no sabía con certeza si estaría en el bar, pero había oído que pasaba muchas horas allí.

– Y, por suerte para usted, lo encontró en ese local -comentó el hombre-. ¿De qué hablaron?

– Quería que me dijera lo que supiese de la desaparición de Shiloh -le expliqué-. Pero se negó a hablar conmigo.

– ¿Qué hizo usted, entonces?

– Volverme por donde había venido. Me dirigí a Mankato, donde vivía mi compañera, Genevieve, con su hermana y su cuñado. Sabía que allí tendría una cama.

En segundo curso habíamos estudiado el oído. Procuré no recordar la ilustración del tímpano, ni imaginarme el mío como un globo rosa intenso, hinchado de líquido, más y más distendido con cada hora que pasaba.

– ¿No fue a la casa de Stewart antes de marcharse de Blue Earth?

Allí había una posible trampa. Hasta aquel momento, le había contado a Diaz la verdad, aunque con omisiones. No había sido preciso mentir. Llegados a este punto, no me quedaba más remedio que salirme del carril.

– No -declaré-. No fui.

– De Mineápolis a Blue Earth hay casi tres horas en coche -apuntó Diaz-. ¿Y usted hace todo este camino, encuentra a Stewart en el bar y, cuando se niega a hablar de su marido, se limita a meterse otra vez en el coche y a marcharse? Me parece que se dio por vencida muy fácilmente.

El oído me crepitó otra vez, produciendo un ruido como de interferencias.

– Shorty, cito sus palabras, me dijo que no sabía «una puta mierda». Yo no podía demostrar lo contrario. Después de eso, poco más podía hacer.

– De modo que mantiene su historia: fue en coche a Blue Earth, se vio un momento con Shorty en el bar y continuó hasta Mankato…

– En efecto -asentí. La mayor parte de lo que le había contado era verdad. La mentira era por omisión. Había permitido que Genevieve, que me había seguido a Blue Earth, fuese y viniese a su gusto, sin que nadie la viera, como una sombra malévola.

Diaz movió la cabeza como si estuviera decepcionado con un alumno que no rindiera como esperaba. Revolvió unos papeles de la carpeta y murmuró:

– Creo que esto es todo, por ahora.

Cuando me puse en pie, una pátina rojo grisácea me nubló la vista y el oído me dolió más que nunca.

– ¡Ah!, olvidaba una cosa -añadió él-. ¿Sabe de algún motivo por el que alguien pueda afirmar que la vio con su coche delante de la casa de Stewart la noche en cuestión?

Yo me había detenido, tratando de aclarar la visión. La pregunta de Diaz no contribuyó a calmarme. «Domínate -me dije-. Respira.»-Debe de haber bastantes mujeres parecidas a mí que conducen un Nova de 1970 -aduje. La neblina rojiza se desvaneció y los colores del mundo reaparecieron.

– Ya -comentó Diaz-. Gracias por su ayuda, detective Pribek.

Esta pregunta, la de «¿Sabe de algún motivo…?», es un clásico de los investigadores. Da a entender que existen testigos, pero no llega a afirmarlo abiertamente. Se espera que el sujeto interrogado caiga en la trampa y empiece a ofrecer excusas fáciles y manifiestas falsedades que confirmen lo que el investigador sólo sospechaba.

Pero saber que era una táctica no mermaba su fuerza. Si Diaz disponía de más pruebas, ya las habría sacado, me dije en el baño, donde acababa de engullir dos analgésicos y me había enjugado la cara, con buen cuidado de que no me entrara agua en el oído.

Cuando levanté la cabeza y me miré en el espejo, vi mis pálidas facciones brillantes de sudor y de agua. Me había mojado los mechones de cabello más cercanos a la cara. Salvo por la ropa de trabajo y la pistolera en el hombro, parecía una tísica del siglo xix salida de una sala de hospital de caridad. Contemplé mi propia imagen y me enfrenté a la peor decisión que tendría que tomar en todo aquel día: debía acudir a la consulta de un médico.


Los expertos de aviación insisten en que estás más seguro en el aire que si te quedas en tierra. Las estadísticas lo confirman, pero en cualquier terminal de aeropuerto verás a algún pobre desgraciado sentado en una silla de plástico con los codos en las rodillas, las manos colgando, los pies plantados en el suelo y la cabeza gacha. Es casi una postura de plegaria, como si el tipo se dispusiera a hacer lo más peligroso que se conciba. Y, en la cabeza del que tiene fobia a volar, no cabe duda de que lo es.

Las fobias son así. No importa que el miedo sea irracional. En ocasiones, el instinto del peligro atenaza la mente sin una razón concreta y se niega a sosegarse a pesar de las estadísticas más tranquilizadoras o de las seguridades que pueda ofrecer cualquiera. Para mí, el equivalente de la terminal de aeropuerto es la sala de espera de la consulta de un médico. A las cinco menos cinco entré en la recepción de la clínica, di mis datos y asumí la postura que antes describía. Notaba los brazos y las piernas pesados y sin fuerzas, como si tuviera agua en el depósito de carburante. A mi izquierda, un hombre corpulento vestido con un mono de trabajo y que llevaba un móvil salpicado de pintura en el cinturón contemplaba el tráfico por la ventana.

La puerta que conducía a las consultas se abrió y apareció una enfermera.

– ¿Washington? -preguntó.

El pintor se puso en pie y avanzó hacia la puerta. Suspiré de alivio, como si me hubieran concedido un aplazamiento de la condena.

Miré por la ventana. En los boletines de noticias de la radio anunciaban un tiempo cargado y tras los cristales ya se apreciaban las nubes amarillentas en el horizonte. Todavía estaban lejos.

Volvió a abrirse la puerta.

– ¿Pribek? -preguntó la enfermera.

No levanté la cabeza. Me limité a observarla tras la cortina de cabellos que me ocultaba el rostro y la mujer no estuvo segura de si la miraba o no.

«Por el amor de Dios, ¿qué estás haciendo? Levántate.»-¿Sarah Pribek? -repitió la enfermera.

Me levanté. Las piernas apenas me sostenían cuando, sin llegar a cruzar una mirada con ella, me volví hacia la puerta de salida, la que llevaba al mundo exterior. Pisé el rodapié de goma y la puerta se abrió automáticamente. Creí que las rodillas iban a fallarme en cualquier momento y casi esperé que se produjera algún intento de retenerme: que la enfermera se pusiera a gritar, «¡por ahí va!», y que apareciesen refuerzos para reducirme y devolverme a la consulta.

Sin embargo, no sucedió nada de eso y pronto me encontré de nuevo bajo los rayos del sol de media tarde. Mis piernas recuperaron cierta firmeza y empecé a caminar más deprisa, hasta llegar al coche.

Pasé dos horas en casa, calentando toallas en la secadora y aplicándomelas en el oído.

Entonces, se me ocurrió una idea.

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