Capítulo 22

– Eras muy pequeña -susurré-. No fue culpa tuya.

Después de contarme la historia, Marlinchen se deshizo en recriminaciones y en callados sollozos.

– Si le ha ocurrido algo -dijo-, será culpa mía. No le defendí y permití que ocurriera lo que ocurrió. No hice nada por impedirlo.

– Es que no podías hacer nada -la tranquilicé, dándole unas torpes palmaditas en los hombros que no paraban de temblar.

– Quería contártelo -comentó con voz más firme tras secarse las lágrimas y recuperar la compostura-, pero eso de las palizas… La primera vez que ocurre haces la vista gorda y rezas para que no vuelva a suceder. Después… Si no interviniste ayer, será más difícil que lo hagas mañana y aún más difícil pasado mañana y, al final, llega un punto en el que todo el mundo sabe que los demás lo saben, pero expresarlo en voz alta sería como…

– … romper todas las ventanas -terminé la frase.

– Sí -asintió ella-. Como romper todas las ventanas.

– ¿Y Liam y Colm? ¿Hablasteis de lo que dirías cuando yo os preguntase por qué habían mandado a Aidan lejos de casa?

– No tuve que decirles que guardaran el secreto -respondió Marlinchen, sacudiendo la cabeza-. Nunca hemos hablado de ello, ni siquiera entre nosotros. -En la oscuridad, sus pupilas se veían enormes-. ¿Dónde crees que está, Sarah?

– No lo sé -reconocí-. Y no nos servirá de nada quedarnos despiertas toda la noche, esbozando teorías. Vuelve a la cama.

– Cuando tenía once años -continuó, sin moverse-, un día estaba caminando fuera, en el hielo. No sé por qué lo hice, el caso es que el hielo se rompió y me caí. Si no hubiese sido por Aidan, que me vio y me rescató, habría muerto ahogada. -La voz le tembló como si estuviera a punto de llorar otra vez-. Nunca se lo contamos a papá para que no me regañara por haber ido sola al lago. Pero cuando Aidan necesitó mi ayuda… Si a Aidan le ha ocurrido…

– No le des más vueltas, ahora -dije-. Vamos a dormir.


Dudo de que ella durmiese. Yo no pegué ojo.

La historia que me había contado Marlinchen no me sorprendía demasiado. En realidad, ya había empezado a sospechar algo parecido. Quedaba por resolver la parte de la historia de Aidan que yo todavía ignoraba porque la propia Marlinchen tampoco la sabía: ¿por qué el padre descargaba sólo en él la rabia y el resentimiento?

Pensé que siempre cabía una respuesta al estilo culebrón televisivo. Aidan y Marlinchen eran rubios los dos, habían salido a su bonita madre alemana. Los otros tres chicos se parecían a Hugh. Los gemelos nacieron primero. Hugh y Elisabeth eran dos vértices de un triángulo amoroso literario. Al otro vértice, Campion, lo habían borrado de la vida de su amigo Hugh pocos años después del nacimiento de los gemelos. Conclusión: Campion era el padre de los dos hermanos mayores. Hugh lo había descubierto al cabo de un tiempo y se había peleado con su viejo amigo. Desde entonces, Hugh había dado rienda suelta a su frustración pegando a Aidan, el hijo bastardo de Campion. Sí, un auténtico culebrón. Y ahora, unas palabras de nuestro patrocinador, detergente Limpín.

Lamentablemente, la teoría de la paternidad no respondía a la pregunta, se limitaba a formularla con otras palabras. «Marli» había sido la preferida de su padre, sobre todo después de la muerte de la madre. Si la teoría de la paternidad de Campion era cierta, a ella no la había perjudicado, sólo a su gemelo. El padre adoraba a Marlinchen, pero odiaba a Aidan. ¿Cómo se explicaba eso?

Fueron estos pensamientos los que me mantuvieron despierta mucho rato, el suficiente para oír un ruido al otro lado de la ventana de la alcoba de Hugh. Era el viento, que sacudía las enredaderas del emparrado. Me pareció extraño, porque yo dormía con las cortinas abiertas y las copas de los árboles que veía desde la cama no se movían.

Me acerqué a la ventana sin dejarme ver y el emparrado se movió de nuevo, con más fuerza que antes.

Como no tenía nada para cambiarme, me había acostado en bragas y camiseta. Me puse la sudadera y recordé que tenía las zapatillas a secar en el garaje de abajo. Descalza, empuñé la pistola que guardaba en el bolso y bajé corriendo.

La silueta delgada y oscura casi había llegado a lo alto del emparrado cuando doblé la esquina de la casa y lo sorprendí.

– ¡Quieto ahí! -le grité-.Ahora quiero que bajes despacio y que te quedes en la terraza con las manos en la espaldera y las piernas bien separadas.

En aquella noche sin luna, sólo distinguí que se trataba de una figura alta y masculina que llevaba a cabo mis órdenes. Mientras bajaba, advertí, además, que llevaba el pelo largo y suelto. Cuando llegó a la terraza y apoyó las manos en la espaldera a la altura de la cabeza, tuve la impresión de que me resultaba conocido. En aquel instante, el exterior de la casa quedó bañado por la luz eléctrica y desapareció cualquier asomo de duda.

Marlinchen estaba en el umbral; había sido ella quien había encendido las luces exteriores de la casa. Miró al chico que tenía las manos apoyadas en la espaldera y al comprobar que en la izquierda le faltaba el dedo pequeño, gritó:

– ¡Aidan!

– ¡Quédate donde estás, Marlinchen! -le ordené.

Sus ojos fueron de mí a su hermano y de nuevo a mí, cada vez más desconcertada.

– Es Aidan, ¿no lo entiendes, Sarah?

«Ojalá fuera tan sencillo», pensé.

Quizá podría haber afrontado el suceso de otra manera, pero me han enseñado a hacerlo así, a no ceder nunca el control de la situación hasta estar segura de que no habrá problemas. En aquel caso, y por más que Aidan hubiera obedecido mis órdenes hasta el momento, era más alto y probablemente más fuerte que yo, y eso me preocupaba.

En aquel momento, Liam y Colm salieron a la terraza.

– ¿Es Aidan? -preguntó Liam, que no daba crédito a sus ojos.

– Vosotros, chicos, todos los demás -dije mientras empujaba a Aidan hacia la pared-, entrad en casa ahora mismo. Yo me ocupo de esto.

Sólo Colm me obedeció. Liam se quedó donde estaba, lo mismo que Marlinchen.

Cacheé a Aidan en busca de objetos sospechosos. No se movió, aceptando mi manoseo como un caballo al que lo estuvieran herrando. Vestía una camiseta de manga larga, unos vaqueros descoloridos y una sucia sudadera con capucha. En el bolsillo lateral palpé un objeto duro y estrecho, del tamaño de un dedo, y lo saqué con cuidado.

– ¿Qué haces? -preguntó Marlinchen, que se había acercado-. ¡Para! ¡Ya te he dicho que es Aidan!

– Primero: vuelve atrás, por favor -repliqué-. Segundo: ya sé que es Aidan, pero ha intentado introducirse en tu domicilio con una navaja. -Se la mostré.

– ¿Necesitas esto? -Colm había reaparecido a mi lado y me tendía las esposas, que brillan en sus manos. Se veía satisfecho de sí mismo por haberse anticipado a mis necesidades.

– No, no será preciso -dije, incómoda, tras un carraspeo-. No voy a detener a tu hermano. Sólo lo llevaré a comisaría para interrogarlo.

Marlinchen se dispuso a decir algo, pero Colm la agarró del brazo e intentó llevársela.

– Vamos, Marlinchen -dijo-. Deja que Sarah haga su trabajo.

Marlinchen se soltó y lo miró indignada. La actitud autoritaria de Colm se derritió como la nieve fina de primavera y cambió de conducta. Liam tampoco me había obedecido, pero al menos se había retirado hasta el umbral de la puerta. Contemplaba la escena con una expresión de dolor en sus finas facciones, como si quisiera protestar pero no supiera qué decir.

No era la primera vez que me enfrentaba a una situación similar. Como agente de patrullas, gran parte de las detenciones las había realizado delante de familiares atónitos, bajo las intensas luces de un porche, o en desordenadas salas de estar; medio vestidos, te miran como diciendo: «No, no puedes hacer esto. Es mi marido. Mi papá. Mi hijo. Mi hermano». Nunca resultaba fácil.

– Sarah -empezó a decir Marlinchen.

– Ya vale, Linch -dijo Aidan, hablando por primera vez. Su voz sonó cascada, como por falta de uso.

– Sarah, ¿no puedes…?

– No -respondí-. No puedo. Mi prioridad es que tú y tu familia estéis a salvo. Tengo que hablar con tu hermano para averiguar el cómo y el porqué. Y eso, aquí no puedo hacerlo. Lo siento.


Es una lección que cuesta mucho de aprender: el bien y el mal no son como un juego de cartas. En las cartas, si sabes que un jugador tiene tres picas en la mano, puedes estar segura de que en la mesa nadie tendrá más de una.

Las matemáticas de la psicología humana nunca son tan exactas. El hecho de que Hugh hubiera demostrado ser un hombre malo no implicaba que Aidan fuese bueno. Yo sólo tenía la palabra del muchacho de que sus motivos para trepar por la enredadera eran inocentes, y la verdad es que no acababa de creérmelo. Las víctimas de la violencia corren un gran riesgo de convertirse en perpetradores de violencia y, por lo que Marlinchen había contado, a Aidan su padre lo había maltratado física y emocionalmente.

Aun cuando Hugh estuviera a salvo en su centro de recuperación, los niños no lo estaban. Según el relato Marlinchen habían disfrutado del favor de su padre y, después de que éste enviara injustamente a Aidan lejos de casa, habían continuado sus vidas como si nada hubiese ocurrido. Era comprensible que el muchacho estuviese más que enfadado por ello.

Sentí lástima por Aidan, pero la compasión era un lujo que sólo podía permitirme en términos abstractos. A los polis no nos enseñan a distinguir a los depredadores a quienes la vida ha maltratado de los que son simplemente unos depravados. Los jueces y los jurados ya se encargan más adelante de esta distinción.

– Veamos -empecé a decir sentándome frente a Aidan en un despacho del Tribunal de Menores-: te encaramas a la enredadera para entrar en la habitación de tu padre con una navaja a la una de la madrugada, mientras todo el mundo duerme. Así, sobre el papel, pinta muy mal. -Me recosté en la silla invitándolo a hablar-. No tienes que contestar a mis preguntas, pero si me tranquilizaras con respecto a tus acciones de esta noche, tu situación tal vez mejoraría.

De camino al Tribunal de Menores no había pronunciado ni una palabra, ni siquiera para comentar el olor a producto químico, como había hecho Kelvin. Yo sí capté su olor, a hierba y a rocío, como si hubiera estado durmiendo al aire libre, y a sudor rancio.

Ahora tenía la oportunidad de observarlo por primera vez bajo una buena luz. Mis ojos se fijaron enseguida en su mano mutilada, pues Aidan la había dejado sobre la mesa como desafiándome a evitarla. O el corte en el meñique había sido muy limpio a la altura la articulación, o quizá el instrumental del cirujano había nivelado la carne. Pese a todo, aquel muñón de carne rosa oscuro resultaba desagradable, por más antigua que fuera la herida.

Aparte de eso, Aidan se había hecho tan alto como en la foto apuntaba que sería. Con metro ochenta, era más alto que su padre y parecía que Colm o Liam no lo alcanzarían. Llevaba el pelo largo, sucio y estropajoso, y tenía la cara chupada. Un cordón de cuero a modo de collar desaparecía bajo el cuello de su camiseta.

– Quería asegurarme de que Hugh no estaba. -Era la primera vez que lo oía hablar desde las escuetas palabras que pronunció en la casa-. He estado todo el día y parte de la noche rondando por allí y no lo he visto, pero tenía el coche en el garaje.

– ¿Qué quieres decir con eso de «rondando por allí»? -inquirí.

– Pues que he estado vigilando la casa -respondió Aidan-. Esperaba que Hugh saliera para poder entrar a ver a Linch y a los chicos. Al ver que no aparecía en todo ese tiempo, he pensado que tal vez estaría de viaje, pero como no estaba del todo seguro, me he escondido y luego he intentado trepar hasta su ventana para cerciorarme.

– Sí -dije-, pero que hayas pasado muchas horas acechando no cambia el hecho de que has intentado colarte por una ventana con una navaja. -Al ver que no replicaba, proseguí-: Y puesto que estabas allí, observando la casa, ¿quién has creído que era yo?

– No la vi.

– ¿De veras? -repliqué-. Estuve más de una hora en la casa antes de que nos acostáramos.

– Es que en ese momento no estaba.

No se rendía fácilmente. Lo intenté de otro modo.

– Si cuando llegué no estabas, ¿adónde habías ido?

– A ver si encontraba algo para comer -respondió Aidan.

– ¿Dónde? -repetí.

– En el jardín del vecino -contestó-. Tiene plantados 264 pimientos verdes y zanahorias.

Tenía que estar muerto de hambre. Pensé en las máquinas expendedoras del comedor de los agentes de menores, pero no quería romper el ritmo del interrogatorio. En algunas cosas, Gray Diaz tenía razón.

– Háblame de la navaja -lo insté.

– La llevo para protegerme -explicó.

– ¿De quién o de qué?

– He vivido en la calle -afirmó Aidan-. Eso puede ser peligroso. La navaja fue una buena inversión.

Su mirada era muy apacible, imperturbable ante el interrogatorio. Tenía los ojos exactamente del mismo color que Marlinchen.

– Inversión -señalé-. Una interesante elección de palabras. Llevas bastante tiempo solo. ¿De dónde sacabas el dinero?

– ¿Quiere decir si he cometido atracos? -preguntó-. No.

– ¿Cuándo llegaste a la ciudad?

– Esta tarde -respondió-. He venido a dedo desde Fergus Falls.

– Y con todo el tiempo que llevas fuera de casa, ¿qué te impulsó a venir? ¿Por qué ahora?

– Quería ver a mi familia -dijo-. A mi hermana y a mis hermanos, quiero decir -se apresuró a puntualizar.

No necesitó contarme lo que sentía hacia su padre, yo lo notaba cada vez que lo llamaba Hugh, en vez de «papá» o «mi padre».

– Tal vez has venido para sacarle dinero a tu padre.

– No. -Sacudió la cabeza para subrayar su respuesta.

– ¿Y la gata de Marlinchen?

– ¿Bola de Nieve? -inquirió-. ¿Qué pasa con ella?

Callé unos instantes esperando que los nervios lo traicionaran con algún pequeño gesto o que llenara de algún modo el incómodo silencio. No hizo nada de eso.

Esperé un poco, sin saber qué más decirle. Entonces, se me ocurrió algo.

– Desde que has sabido que tu padre no está en casa -comenté-, has mostrado muy poco interés por averiguar su paradero. ¿No sientes curiosidad por conocerlo?

– Muy bien -dijo Aidan, encogiéndose de hombros-. ¿Dónde está?

– Tu padre está en el hospital recuperándose de una apoplejía.

Sus ojos azules se clavaron en los míos. Por fin lo había sorprendido, aunque en su mirada no advertí ni un ápice de preocupación.

– ¿Tienes hambre? -pregunté al cabo.

– Comería algo -respondió.


Las máquinas expendedoras estaban muy mal surtidas. Tras el escaparate de plástico rayado vi un mullido panecillo de harina blanca, patatas fritas al pimiento jalapeño y cortezas de cerdo. La máquina de refrescos sí que estaba bien provista, pero un poco de agua azucarada no es, precisamente, lo que necesita un adolescente hambriento con el estómago vacío si no va a tomar nada sólido de verdad hasta la mañana siguiente.

Me alejé, todavía con unas cuantas monedas en la mano, y me puse a deambular de una punta a otra del pasillo bajo los fríos fluorescentes del techo.

No me gustaba que se hubiera encaramado al emparrado. No me gustaba la navaja que le había encontrado en el bolsillo. Y sobre todo, no me gustaba nada que hubiese estado merodeando por la casa de noche, tan poco tiempo después de la muerte de Bola de Nieve, ocurrida de madrugada. Marlinchen me había contado que, años antes, Aidan había dicho: «Bola de Nieve es tu mascota y tú eres la mascota de papá»-.

Si Aidan había vuelto a casa lleno de rabia, dispuesto a enfrentarse a su padre, ¿no habría descargado parte de esa rabia en un objetivo más pequeño? Y además, en vista de que el padre se encontraba a resguardo en una residencia, ¿no cabía la posibilidad de que Aidan volviera a cambiar de objetivo y descargara la rabia sobre sus hermanos?

Saqué la navaja que le había confiscado y la abrí, examinándola cuidadosamente en busca de rastros de sangre seca en la base de la hoja y en el mango, pero no encontré nada.

Claro que podía haberle hecho una limpieza a conciencia.

Sin embargo, al preguntarle por Bola de Nieve sin preámbulos ni explicaciones, no se había inmutado en absoluto; ni siquiera había preguntado qué le sucedía a la gata. La sincera confusión es una de las respuestas más difíciles de fingir. Además, yo no tenía ninguna prueba de que su versión no fuera cierta; de que no hubiera trepado al emparrado para comprobar si su padre estaba en casa. Hasta cierto punto, me pareció de lo más comprensible, ya que la última vez que se había presentado en casa sin avisar, las cosas habían salido bastante mal, por expresarlo suavemente.

Me habría tranquilizado dejarlo a buen recaudo en el Tribunal de Menores toda la noche porque, de ese modo, podría haberme ido a casa, dormir ocho horas, e interrogarlo de nuevo por la mañana. Sin embargo, no lo había arrestado; sólo lo había llevado al centro para interrogarlo y, para dejarlo allí, era preciso que lo detuviera.

Y no es que no pudiera hacerlo, habida cuenta de que la navaja era un arma ilegal, pero, según mis propias investigaciones, Aidan Hennessy todavía no había tenido problemas con la ley y, por tanto, carecía de antecedentes delictivos. Si lo acusaba de llevar un arma ilegal, tendría que abrir un expediente.

Empezaba a dolerme la cabeza. Cuando el juez Henderson me había adjudicado la responsabilidad de cuidar de los Hennessy durante unas semanas, ninguno de los dos había imaginado que su decisión nos llevaría hasta el punto de tener que tomar una determinación como aquélla en las dependencias del Tribunal de Menores a las tres de la madrugada. Sin embargo, yo había asumido la obligación y ahora no podía rehuirla. Y si bien era responsable del bienestar y la seguridad de Marlinchen y los pequeños, ¿no debía ampliarse también esa responsabilidad a Aidan? El también era un miembro de la familia, y era menor de edad.

Cuando volví a la sala de interrogatorios y Aidan vio mis manos vacías, me miró a la cara.

– Voy a llevarte a casa -anuncié.

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