Marlinchen, apenas una chiquilla, no debería haber sido rival para mí en un interrogatorio; sin embargo, en mi fuero interno la consideraba superior a mí. Ese era el problema. Aunque ostentaba la autoridad de detective de la policía del condado, cuando el trabajo me llevaba a las casas elegantes de las clases altas y medias, a sus mundos, seguía siendo muy consciente de mis orígenes humildes. Lo era, sobre todo, cuando trataba con gente como Marlinchen, que hacía gala de la inteligencia que había heredado de su padre con la misma tranquilidad con la que habría lucido las joyas de la familia. La muchacha era la princesa que vivía en el viejo castillo junto al lago y yo, una funcionaría, era la plebeya que se sentía obligada a ayudarla, por razones que no acababa de entender.
Muchos policías profesan una preocupación especial y un marcado sentido protector hacia los jóvenes. Si les pides que lo expliquen, te dirán: «Los agentes también somos padres y madres». No era mi caso. En la brigada de detectives, yo era la única que no tenía hijos. Si acaso, me sentía demasiado apegada a mi propia juventud. Cuando Colm había hecho la bromita sobre las mujeres y las armas, yo había respondido con mi malintencionado comentario sobre el mando de la tele. Cuando Marlinchen me había atacado respecto a mi capacidad profesional, yo le había replicado con más acritud todavía. Más que como una madre adoptiva, me había comportado como una hermana ofendida.
A mis veintinueve años, aunque intentaba disimularlo, con frecuencia me sentía vulgar, sin pulir. Psicológicamente desmañada. Todavía me resultaba demasiado fácil volver a experimentar los sentimientos de la adolescencia.
Cuando tenía trece años, la tía de mi madre, Virginia, que trabajaba de camarera y tenía los ojos de mi madre y sus mismos cabellos largos veteados de canas, se presentó a recogerme en la estación de autobuses de Mineápolis y me llevó, en un viaje de tres horas y media, hasta el pueblo minero del Iron Range donde vivía. Mis recuerdos de gran parte del año siguiente son muy borrosos.
Dormía mal y tenía pesadillas. Todas ellas sucedían en mi Nuevo México natal, aunque al despertar no conseguía recordar los detalles. Todo aquel año, la memoria fue un problema; era tan olvidadiza que, en una reunión con los profesores, tía Ginny accedió a que el psicólogo de la escuela me sometiera a un test para ver si me sucedía algo grave.
Al parecer, los resultados no fueron concluyentes, pero mi memoria no mejoró de inmediato. Me castigaron varias veces por no terminar mis deberes, no porque me resistiera a hacerlos, sino porque me olvidaba de llevar el libro de texto a casa o de apuntar el número de la ficha que debía contestar. Continuamente me dejaba el almuerzo en casa, en el frigorífico. Esto sucedía durante el estirón de la pubertad que me llevó finalmente a medir casi un metro ochenta, y los retortijones de hambre que experimentaba cuando olvidaba la comida iban más allá de la incomodidad y resultaban dolorosos. Un día, después de tomar dos chicles por todo almuerzo, me desmayé en clase de educación física y terminé en la enfermería.
Mi padre telefoneaba un par de veces por semana, al principio, pero a mediados de otoño la frecuencia de sus llamadas se redujo a una por semana. Yo me acostumbré a decirle que todo iba bien.
A principios de diciembre, papá me preguntó qué tal llevaba el cambio de clima. Yo ya conocía la nieve de las montañas de Nuevo México, pero no estaba preparada en absoluto para la meteorología del norte de Minnesota en enero: la noche cerrada antes de las cinco de la tarde, el desfile casi militar de los vehículos quitanieves después de cada nevada, las calles desiertas y fantasmagóricas de una mañana a treinta bajo cero. Un día, mientras me envolvía en una bufanda para regresar a casa después de cumplir un castigo, con un frío glacial, comenté con un bedel la posibilidad de que más tarde nevara.
– Para que nevase, tendría que subir la temperatura -respondió el hombre mientras observaba el cielo despejado. Fue la primera vez que oí que el frío podía ser tan intenso que impidiera la precipitación. Aquella noche, me asomé a la ventana a ver la luna de color de hielo que brillaba en las alturas enrarecidas y me pregunté cómo era posible que hubiese ido a parar a un lugar donde hacía demasiado frío para que nevase.
Fue el baloncesto, más que cualquier otra cosa, lo que me ayudó a superar todo aquello durante mi primer año en el instituto. Nunca había sentido afición por aquel deporte; como máximo, había lanzado algún balón a un aro desvencijado y sin red en Nuevo México. Sin embargo, tía Ginny sugirió que lo intentara y, demasiado apática para decirle que no a nada, así lo hice.
Procuro no explicarle a nadie lo que significó el baloncesto para mí; parecería uno de esos tópicos documentales de promoción del deporte. No sólo fue mi primera experiencia como miembro de un grupo numeroso, que después incorporaría a mi trabajo policial; se trató ante todo de algo tan sencillo como esto: después de un año de entumecimiento, durante el cual no había sentido ninguno de los típicos anhelos de adolescente, el baloncesto me proporcionó algo que desear.
Mediada la temporada, empecé a presentarme temprano a los entrenamientos, a saltar a la comba para fortalecer los músculos de las pantorrillas, a hacer ejercicios combinados para adquirir agilidad y a correr a la salida de clases para aumentar mi resistencia. Y mientras me dedicaba a ello, notaba que en mi pecho se relajaba una tensión que llevaba allí tanto tiempo que ni siquiera me había percatado de su existencia.
– Este año pasado me has tenido preocupada -me comentó un día tía Ginny.
– Ya lo sé -respondí-. Ya me encuentro bien.
He mantenido la costumbre de llevarme mis ansiedades al gimnasio hasta el día de hoy. Allí me dirigí, contenta de llevar la vieja camiseta y unos pantalones cortos en el portaequipajes del Nova. Sin embargo, después de cambiarme en el vestuario de mujeres y de subir la escalera, me detuve a la puerta de la sala de cardiovasculares al ver a una figura familiar. Gray Diaz estaba corriendo en la cinta a bastante buen ritmo. Experimenté un estremecimiento, pero él estaba concentrado en la pantalla de la máquina. Todavía no me había visto.
Me volví y bajé la escalera. Ya saldría a echar una carrera mañana por la mañana, con el fresco.
Una voz de timbre grave como la de un locutor de radio hizo que me detuviera en seco a la puerta del vestuario.
– No debería permitir que la ahuyente de esta manera.
Me volví y miré a mi alrededor. Vi que estaba sola; era evidente que el agente Stone se dirigía a mí.
Jason Stone, alto y atractivo, tenía veintiséis años y, con aquella voz grave y aterciopelada, despertaba pasiones entre las solteras de la brigada. Recientemente, lo habían exonerado de una acusación de empleo excesivo de la fuerza en una detención.
– ¿Perdone? -respondí.
– Gray Díaz -dijo Stone-. Lo conozco. No permita que la ponga nerviosa.
No encontré una réplica adecuada, si es que existía alguna.
– Detective Pribek…, ¿puedo llamarla Sarah? -preguntó, solícito-. Sólo quería decirle que muchos estamos con usted.
– ¿Estar conmigo en qué?
– En lo que hizo en Blue Earth -explicó el agente.
– Yo no hice nada en Blue Earth -declaré de inmediato-. Si ha oído otra cosa, le han informado mal.
– Royce Stewart merecía su suerte -insistió. Hablaba en tono sumamente razonable-. Y que un tipo como Díaz intente promocionar su carrera a expensas de usted… ¡A muchos, eso nos subleva, Sarah!
– Me parece que no me ha oído bien -respondí-. No hice nada.
– Ya lo sé -asintió Stone con una expresión de inteligencia-. Mantenga la cabeza bien alta.
Me quedé mucho rato en la ducha y en el vestuario y, finalmente, salí del gimnasio lo más deprisa que pude. No quería encontrarme con más colegas de trabajo aquella noche.
Sin embargo, no iba a ser así.
Fui en coche a Surdyk's, una licorería en el distrito de East Hennepin, y deambulé por los pasillos hasta que me decidí por un cabernet australiano rebajado de precio. Cuando volvía al coche, Christian Kilander apareció entre dos vehículos aparcados y se llevó un sobresalto al reconocerme.
– ¡Detective Pribek! -exclamó, recuperándose enseguida de la sorpresa.
Se me ocurrió que no me lo había encontrado nunca fuera de servicio, de aquella manera. Al trabajo iba siempre con buenos trajes, y a las pistas de baloncesto con camisetas anchas y pantalones cortos, pero en esta ocasión llevaba unos vaqueros algo desteñidos y una camisa de color crema.
– ¿Cómo estás? -respondí algo cohibida.
– Bastante bien, gracias. ¿Y tú?
– Bien. El otro día te vi, ¿sabes?
– ¿Ah, sí?
– Con Gray Diaz -añadí.
No sabía muy bien por qué sacaba aquello a colación. Quizá porque me afligía un poco imaginar que Kilander tenía algún tipo de amistad con aquel hombre, que había llegado a las Ciudades Gemelas para atraparme por algo que no había hecho.
– Lo conozco -aceptó Kilander.
– ¿Sois amigos? -quise saber.
– Creo que no debemos continuar esta conversación -dijo tras levantar una mano, y empezó a apartarse de la parte trasera de su reluciente BMW en dirección a la tienda.
– ¿Qué? -respondí, desconcertada-. ¡Chris! -Se volvió a medias y me miró-. No puedes pensar en serio que intento sonsacarte información reservada, ¿verdad?
No respondió.
– ¡Por el amor de Dios, yo no recurrí a ti el otoño pasado! Fuiste tú quien vino a contarme que me consideraban sospechosa.
– Fui yo, en efecto. -La mirada de Kilander, tantas veces divertida e irónica, era muy seria en esta ocasión-. Y esperaba que negases rotundamente ser la autora de la muerte de Stewart. Pero no lo hiciste.
Me dio la espalda.
– ¡No creí que tuviera que hacerlo! -repliqué a la figura que se alejaba.
Volví a mi coche y me senté un momento, con la mirada fija en el cielo crepuscular. Sólo le había preguntado a Kilander de qué conocía a Diaz, nada más. No le habría pedido que me contara nada reservado. ¿O sí? Me di cuenta de que no estaba segura. Gray Diaz me producía más miedo de lo que estaba dispuesta a reconocer, incluso ante mí misma.
¿Cómo podía Kilander creerme responsable de la muerte de Royce Stewart? Jason Stone me dejaba indiferente, pero las palabras de Chris me habían dolido.
«Ve a casa, Sarah, tómate una copa de vino y acuéstate temprano.»En lugar de ello, revolví en el bolso, saqué el móvil y marqué el número de información.
– ¿Qué abonado, por favor?
– Cicero Ruiz.
«Sé realista. Es un tipo solitario metido hasta el cuello en actividades ilegales. No aparecerá en una lista de abonados telefónicos.»-Tengo un C. Ruiz -dijo el telefonista.
«Improbable», pensé.
– De acuerdo, deme el número -pedí. Llamaría e iniciaría una torpe conversación con un desconocido en mi español oxidado. Lo siento, lamento molestarlo…
Cicero respondió al tercer timbrazo.
– Soy yo -dije.
– Sarah, ¿Cómo estás?
– Bien. Ya estoy curada -añadí-. Me encuentro bien del oído.
– Excelente.
– Y yo… No puedo acostarme más contigo -declaré-. Es por mi marido.
– ¿Me has llamado para decirme esto? -preguntó Cicero.
– No.
– Entonces, ¿qué te pasa?
– ¿Puedo ir a verte de todas maneras?
Por la ventana abierta vi que Venus empezaba a lucir en la creciente penumbra.
– No se me ocurre por qué no -dijo Cicero.