Capítulo 31

En la tumba donde estaba enterrada la madre de los hermanos Hennessy, un ángel de mármol presidía la lápida y reflexionaba, o se dolía, con expresión serena. Más abajo, la piedra rezaba: «Elizabeth Hannelore Hennessy, esposa y madre querida».

Era una luminosa tarde de domingo y me senté en el punto más elevado del camposanto, un mausoleo al que se ascendía por un tramo de escalinata de piedra. El sol avanzaba hacia poniente y me instalé bajo tres pinos que proporcionaban sombra mientras observaba la tumba de Elisabeth y aguardaba al visitante que sin duda visitaría el lugar en la fecha de su aniversario.

Durante los últimos días, había intentado quitarme de la cabeza a los Hennessy. Al principio, cuando Marlinchen se había presentado en la comisaría pidiendo una ayuda que yo pensaba que no podía brindarle, mi primer impulso fue mantenerme alejada de ellos. Ahora que Marlinchen era oficialmente la cabeza de familia y me había dado permiso para olvidarlos, en cambio, no lo conseguía. Me sacaba de quicio aquella contradicción que no era capaz de resolver.

La doctora Leventhal había corroborado la idea de que la mente de los niños pequeños es tan maleable que incluso puede fabricar recuerdos visuales. Sin embargo, los detalles del relato de Aidan eran tan realistas… El dedo que no estaba arrancado del todo, la sangre que manaba de la herida…

Desde la pequeña marca del diente que había visto llenarse de sangre hasta el hecho de que el dedo seguía unido a la mano. Era como si lo estuviera viendo en directo, con realismo de documental.

En cierto modo, me parecía imposible que Aidan hubiese inventado una imagen tan detallada y espeluznante de su mano herida. No me parecía un muchacho imaginativo. Su natural sencillo y directo era una de las características que más me gustaban de él. Las profundidades recónditas nunca me han atraído. Shiloh las tenía en abundancia y habían terminado por arruinarle la vida.

Además, una cosa era fabricar un recuerdo y otra muy distinta inculcar el miedo. A Aidan, los perros le daban pánico, y esto indicaba que mi teoría sobre lo sucedido en el estudio de Hugh y la pistola era errónea. No me importaba reconocerlo ya que, en cuanto a cometer equivocaciones se refiere, soy un verdadero as. En cualquier caso, este tipo de deslices pueden corregirse. El problema no era éste, sino Marlinchen y sus recuerdos de lo que había descrito como un relámpago, pero que a mí me sugería el disparo accidental de una pistola en la casa. Unos recuerdos que Aidan no compartía. O Marlinchen estaba equivocada o lo estaba Aidan, aunque los dos resultaban absolutamente convincentes cuando contaban las respectivas versiones.

Y luego estaba el viejo BMW. Hugh lo no había usado durante catorce años. La fecha coincidía con el tiempo en que habían cambiado la moqueta del estudio y con el momento en que se originaron los dispares recuerdos tempranos de Marlinchen y de Aidan. Era otra cosa más que llevaba a aquel periodo crítico de hacía catorce años. Al umbral, como lo había llamado la doctora Leventhal.

Mi primer pensamiento fue que Hugh había guardado el BMW lejos de las miradas porque Aidan había sangrado abundantemente dentro del coche y, a diferencia del estudio, Hugh no había conseguido limpiarlo bien. Pero si Aidan se hubiera disparado sin querer en una mano, el primer gesto instintivo habría sido, sin duda, envolvérsela en una toalla y taponar la herida. Claro que habría sangrado, pero no tanto como para que Hugh no pudiese limpiarlo. ¿Acaso se le había ocurrido prever que, algún día, alguien podría inspeccionar el coche en busca de pruebas de que el accidente del hijo no había sucedido tal como el padre había contado? He conocido a gente paranoica, pero aquello me parecía exagerado.

Sin embargo, no era imposible. El problema residía en que yo sabía muy poco del carácter de Hugh. No podía hablar con él y lo que sus hijos explicaban era bastante limitado.

Lo que necesitaba realmente eran los recuerdos de un adulto que hubiese tratado de cerca a los Hennessy durante los primeros años de su matrimonio, alguien que los hubiese conocido bien en este periodo de sus vidas. Alguien que, como Aidan, hubiese sido proscrito de la casa y cuyo alejamiento de la familia hubiera ocurrido catorce años atrás, como todo lo demás.

Lo vi llegar al cabo de dos horas. Se trataba de un hombre delgado; había enfilado el sendero que se dirigía a la tumba de Elisabeth Hennessy con un ramito de narcisos blancos en la mano. El paso del tiempo había cambiado poco a J. D. Campion. Llevaba el cabello largo como antes, sujeto en la nuca con una coleta, y todavía lucía barba. Ni en la cabeza ni en la barba le habían aparecido canas y las flores que colocó en el jarrón estaban envueltas en el papel de celofán transparente que utilizan las floristerías para envolver los ramos.

Campion tenía buen oído. Yo me encontraba a unos cuantos metros cuando se volvió para mirarme.

– Señor Campion -dije-. Me llamo Sarah Pribek. Soy amiga de Marlinchen Hennessy.


– ¿Marlinchen? -exclamó, sorprendido-. Entonces, ¿también conoce a Hugh?

– No exactamente -respondí-. Me gustaría hablar con usted.

– ¿Me ha estado esperando aquí? -quiso saber.

– Sí -admití-. Es usted una persona difícil de localizar. He intentado ponerme en contacto a través de sus editores y mediante listines de teléfono, pero no he tenido suerte y se me ocurrió que…

Campion observó a un par de ardillas que se peleaban en una rama de la copa de un árbol.

– Me parece mucha molestia, sólo para verme -comentó despacio-. Y no habrá venido para hablar de las referencias védicas en Camino de las sombras, ¿verdad?

– Pues no -admití.

– Entonces, ¿cómo es que trata a Marlinchen pero no conoce a Hugh?-inquirió.

– Conocí a Marlinchen no hace mucho -expliqué-. Un par de meses atrás, Hugh sufrió una grave apoplejía.

– No he leído la noticia -adujo.

– Es que no ha salido en la prensa -repliqué.

– ¿Tan grave fue?

Si satisfacía su curiosidad allí mismo, no tendría ningún incentivo para conseguir que me explicara todo lo que yo quería saber.

– Se lo contaré todo -aseguré-, pero tal vez podríamos ir a un lugar donde estuviéramos… -no podía decir «a solas» porque allí no había nadie que nos oyera-… más cómodos.

Campion no mordió el cebo enseguida.

– Lo siento, pero aún no sé quién es usted -objetó.

– Soy detective de la Oficina del Sheriff del condado de Hennepin, pero no se trata de ninguna investigación oficial. Estoy ayudando a Marlinchen en un problema familiar.


– Dirigí la mirada colina abajo, hacia donde tenía aparcado el coche-. Como ya le he mencionado, me gustaría hablar del asunto con usted, pero tal vez éste no sea el lugar más adecuado.

– Tal vez no -convino Campion-. ¿Le parece bien que vayamos a un bar?


Siempre había sentido curiosidad por saber qué beben los poetas en los bares. La respuesta no me emocionó demasiado: cerveza Budweiser. Yo pedí una Heineken para no desentonar.

En mi profesión, puedo permitirme el lujo de decir «aquí soy yo quien hace las preguntas», aunque no tenga que expresarlo con palabras. Por lo general, interrogo a sospechosos arrestados o entrevisto a testigos intimidados por la gravedad de la situación en la que se han visto involucrados. En esas situaciones, las respuestas suelen fluir con facilidad y de manera unilateral.

En cambio, en el caso de Campion, para obtener información de él tendría que darle yo alguna. No porque se mostrara receloso, sino porque no había tenido contacto con la familia Hennessy desde hacía casi quince años. Hasta que le explicase algunos detalles de la situación actual de la familia, no entendería las preguntas que pensaba formularle. Por otro lado, me pareció que si no le contaba cómo estaban las cosas, se negaría a colaborar. No me conocía de nada y sólo tenía mi palabra de que estaba ayudando a Marlinchen.

Le referí el ataque de Hugh, la visita en que Marlinchen me había pedido ayuda para que buscara a su hermano Aidan y el regreso de éste, callándome sólo los malos tratos que Hugh le había infligido.

– Han pasado catorce años -dijo Campion cuando hube terminado-. No sé si le seré útil.

– Hábleme de catorce años atrás. -Bebí un trago de Heineken-. ¿Por qué se pelearon Hugh Hennessy y usted?

– No lo sé -respondió.

– Pues claro que lo sabe -repliqué llanamente. Campion no parecía de esos a quienes molesta que se llame a las cosas por su nombre-. Las amistades no se rompen para siempre sin un buen motivo.

– Tendrá que preguntárselo a Hugh, cuando se recupere -apuntó-. Sé que suena extraño, pero sigo sin saber por qué se enfadó tanto.

– Cuénteme cómo ocurrió.

– En aquella época, yo viajaba mucho. -Campion se recostó en el asiento-. Y Minnesota era una suerte de apeadero para mí, porque Hugh y Elisabeth estaban allí. Una noche, llegué tarde a la ciudad y fui a su casa. Llevaba cuatro meses sin verlos. Cuando me abrieron la puerta, Hugh no me dejó entrar. -Campion sacudió la cabeza como reviviendo el asombro-. Me acusó de ser una mala influencia para sus hijos y de envidiar su éxito, y terminó diciendo que no quería verme. Acto seguido, cerró la puerta y no la abrió más.

– Y entonces, ¿qué? -lo presioné.

– Me marché -respondió-. No iba a quedarme en la puerta llorando, como un perro que ha sido malo. Lo llamé al cabo de unos días para ver si se le había pasado, pero me pidió que no lo llamara más y me colgó el teléfono.

– ¿Y nunca habló de ello con Elisabeth? -inquirí.

– No. Lo intenté, pero nunca respondía al teléfono. Siempre se ponía Hugh.

– ¿Cree que Elisabeth tenía algo que ver con la ira de Hugh? -pregunté-. ¿Estaba celoso?

Campion se puso tenso y pareció que iba a ofenderse. Luego se relajó un poco.

– Supongo que si un hombre lleva flores a la tumba de una mujer diez años después de su muerte, no es ningún secreto que está colgado de ella -admitió-, pero Elisabeth tomó una decisión y yo la respeté. Además, nunca le habría sido infiel a su marido, y él lo sabía.

Campion sacudió de nuevo la cabeza, como queriendo olvidarse de un misterio que nunca se resolvería, y apuró el último trago de cerveza.

Después de pedir otra ronda, le pregunté:

– Si no fue por Elisabeth, ¿pudo haber sido por su hermana?

– ¿Brigitte? ¿Qué ocurre con ella?

– Usted y Brigitte mantuvieron una relación, ¿no es cierto?

– No duró; pero sí, es cierto.

– Creo que a Hugh no le caía bien. Brigitte nunca estuvo de visita en la casa, ni los Hennessy iban a verla a ella.

Campion inclinó la cabeza, pensativo.

– Tiene que comprender -dijo al cabo- que Hugh era un tipo muy rígido, con una moral muy rígida, quiero decir. Brigitte tomaba drogas y se acostaba con quien le apetecía. Eso, a Hugh, no le gustaba. Por el contrario, Elisabeth y él se casaron cuando tenían diecinueve años. Un comportamiento muy anticuado, casi medieval, para la época.

– Lo sé. Pero si a Hugh le disgustaba tanto su conducta, ¿por qué cree que mandó a Aidan a vivir con ella?

– No tengo la menor idea -respondió Campion, frunciendo el ceño-. Me pide que haga conjeturas cuando ya ha quedado claro que, en el fondo, no conozco en absoluto a Hugh ni sé qué le mueve. -Contempló a una veinteañera de cabellos caoba brillante que se apoyaba en la barra con las manos y, medio saltando, besaba al camarero-. Me sorprende muchísimo que Gitte accediera a hacerse cargo del niño. Nunca tuvo mucho dinero y, por esa época, era madre soltera.

Yo iba a llevarme al vaso a la boca y me detuve a medio camino.

– ¿En serio? Aidan nunca ha contado que viviera con un primo.

– Gitte me alojó una vez en su casa -asintió Campion-, varios años después de nuestro breve y ardiente romance. Ya sé que es un término pasado de moda, pero yo diría que en esa época cohabitaba con el padre de su hijo.

Sí, era un término pasado de moda, de los que utilizaban los veteranos de pelo cano en las salas de interrogatorios de comisaría, tan corriente en su tiempo como lo es hoy «pareja de hecho». Por lo general, se utilizaba para describir el tipo de convivencia que mantenían muchos habitantes de los barrios pobres que creían que en los cursillos de consejos matrimoniales se aprendía a escapar de los sartenazos o de las peleas a gritos. Campion no parecía haberlo dicho en aquel sentido.

– Me refiero a que vivían juntos y estaban realmente unidos, aunque no estuvieran casados. Era evidente que se trataba de una relación sólida.

Asentí.

– Así eran Brigitte y Paul. He olvidado su apellido. Era francés. Estaba claro que habían nacido el uno para el otro.

– Bueno, pues no les debió de ir tan bien -comenté-, si me dice que años más tarde ella era madre soltera.

– Paul no la dejó. -Campion sacudió la cabeza ante mi comentario-. Murió. -Bajó un poco la voz-. Lo vi con mis propios ojos.

Llegado aquel punto, yo había dejado de presionarle para que hablara. Llevaba dentro una historia que pugnaba por salir.

– Paul no se sintió incómodo con la visita de un antiguo novio, por lo que decidí quedarme una semana -explicó Campion-. Llevaban tres años viviendo juntos y Gitte era muy feliz. Paul trabajaba en la construcción. Era un tipo corpulento, medía un metro noventa, de constitución fuerte, pero era un buen hombre. Totalmente entregado a Gitte y al niño, Jacob, que a la sazón tenía dos años.

»El fin de semana, Paul y yo salimos a beber por ahí. Fuimos a un bar que le gustaba, un auténtico antro. En mis años mozos yo había estado en muchos bares pero, incluso así, me alegré de que estuviera a mi lado. Todo iba bien hasta que llegaron los vecinos de Gitte. Esos tipos eran unos auténticos hijos de puta, y disculpe que utilice este lenguaje a pesar de mi condición de escritor.

Sonreí para demostrarle que no me había ofendido.

– Los vecinos criaban pitbulls para peleas de perros -prosiguió-. A Gitte le daban un miedo tremendo, no sólo por lo que pudieran hacerle a ella sino, sobre todo, por el pequeño Jacob. Quería que los vecinos pagaran su parte de una cerca para separar los dos patios, pero aquella gentuza pensaba que si la vecina pedía una cerca, que la pagase ella.

»Aquella noche, Paul estaba dispuesto a pasar de ellos, pero empezaron a meterse con él y a hacer comentarios desagradables sobre Gitte. Y así empezó todo. Muchos parroquianos del bar se apuntaron a la pelea, yo incluido. No me gusta pelear, pero aquella noche Paul era mi compañero, habíamos salido de copas juntos, ya sabe a qué me refiero.

– Sí -asentí.

– A mí me machacaron enseguida, pero Paul… Nunca había visto a nadie pegar de ese modo y, en el fondo, parecía feliz, incandescente. -Campion sacudió la cabeza al recordarlo-. Fueron necesarios cuatro policías para reducirlo y meterlo en el coche patrulla. Yo fui tras ellos y vi que lo dejaban en el vehículo mientras continuaban el desalojo del local pero, en cuanto se sentó, Paul apoyó la cabeza contra la ventana y cerró los ojos, como si se hubiera despachado a gusto y la pelea lo hubiera dejado exhausto. -Campion hizo una pausa-. Los policías tampoco se extrañaron.

– ¿Por qué habían de extrañarse? -pregunté.

– Estaba muerto -respondió Campion-. Cuando llegaron a la comisaría, no le encontraron el pulso. Fue una de esas raras enfermedades cardiacas que pasan del todo inadvertidas, de esas que hacen que un atleta caiga sin sentido al terminar una carrera. Más adelante, unos abogados llamaron a Gitte diciendo que podía demandar a los agentes por negligencia, pero ella sabía que no era culpa de la policía. -Campion bebió otro sorbo de cerveza-. Me quedé un mes más en la casa, con ella y con Jacob. Quería ayudarlos, pero yo no era Paul. Gitte y yo no estábamos hechos el uno para el otro. Ya habíamos recorrido aquel camino juntos y yo seguí el mío en solitario. -Sacudió la cabeza-. Pero nunca olvidaré aquella tarde. Recuerdo cuando salí del bar detrás de Paul y de los policías y el sol poniente. Recuerdo que me quedé allí plantado en el aparcamiento, mientras Paul apoyaba la cabeza en el cristal y se moría. Siempre he querido escribir sobre ello, pero nunca he sido capaz de hacerlo.

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