Epílogo

Los primeros titulares sobre Hugh Hennessy fueron concisos y respetuosos: «Famoso escritor fallece en el incendio de su casa». Los medios de comunicación se mostraron considerados en la cobertura del funeral, durante el cual, sentados en el primer banco de la catedral, los cuatro hijos de Hugh lloraron abrazados los unos a los otros, incluso Colm, sin avergonzarse de sus lágrimas.

No obstante, después del entierro, las preguntas comenzaron a hacerse más insistentes. ¿Por qué no se había hecho pública la enfermedad del escritor? ¿Quién era el joven que había muerto antes, aquel mismo día, y cuya partida de defunción lo identificaba como Aidan Hennessy? Los periodistas empezaron a investigar y, al cabo de un tiempo, se destapó toda la historia. El día en que los técnicos de la policía del condado de Hennepin cavaron bajo el magnolio, a la prensa se le prohibió la entrada en la finca de los Hennessy. Los periodistas, sin embargo, se congregaron en el extremo de la larga calzada de acceso y sus objetivos captaron imágenes de los técnicos que sacaban los huesos de un niño muy pequeño al que no le faltaba ningún dedo y con el esternón destrozado.

Los hermanos Hennessy se negaron a hacer declaraciones y Campion actuó como portavoz, si bien muy conciso, de la familia. Durante aquellas semanas llenas de tensión, telefoneé varias veces a Marlinchen. Ella me aseguró que todo estaba bajo control y yo la creí, sobre todo porque, aunque la notaba muy serena y a veces cansada, no advertí en su voz aquella nota tensa y penetrante que la había caracterizado en los peores momentos. Pensé que quizá podía deberse a la presencia continuada de J. D. Campion. El hombre no tenía planes para marcharse de las Ciudades Gemelas, algo de lo que me alegré. No era el supervisor que los Servicios Sociales habrían elegido para cuidar de los Hennessy, pero tal vez era la única persona adecuada para tratar con aquella intelectual e idiosincrásica familia de jóvenes.

En agosto, el trabajo me llevó al campus de la Universidad de Minnesota, donde había de realizar una breve entrevista. Era un día caluroso y húmedo pero no desagradable y, teniendo en cuenta que era verano, había bastantes jóvenes en el gran patio cuadrangular que se extendía a los pies del auditorio Northrop. Estaba cruzándolo por un sendero de piedras que discurría entre la hierba, cuando una voz masculina me llamó.

– ¡Detective Pribek!

Tardé un momento en reconocer al estudiante que había gritado mi nombre. Liam Hennessy no había cambiado tanto en las ocho semanas transcurridas desde la última vez que lo había visto, pero parecía más mayor, todo un estudiante universitario, sobre todo porque su atuendo era muy informal: vestía pantalón corto, una camiseta rojo pálido y sandalias. Sus cabellos, que nunca había llevado cortos, habían seguido creciendo y la exposición al sol los había aclarado, sobre todo en las puntas. Llevaba colgado en la garganta el familiar cordón de cuero con los tres ojos de tigre. Sólo las gafas de montura metálica eran las mismas.

– ¡Hola! -lo saludé, contenta de verlo, y me acerqué al árbol bajo cuya sombra estaba sentado-. ¿Te has saltado el último curso en el instituto?

– No -respondió Liam, sacudiendo la cabeza-. He venido para asistir a un seminario sobre la tragedia griega y romana.

– Vaya, un tema sumamente ameno -observé.

– Sí.

Permanecimos en silencio unos instantes. Luego, comenté:

– Me gusta el collar. Te queda muy bien. A él también le quedaba muy bien. -Por extraño que pareciera, era cierto. Físicamente, Liam Hennessy y su primo no se asemejaban en nada.

– Gracias -susurró Liam-. Hablamos sobre si debíamos enterrarlos a él y a Aidan con papá, pero pensamos que era mejor llevarlos con mamá -me contó-. Jacob la quería mucho.

– Lo sé -asentí-. ¿Cómo está Donal?

– Recibe tratamiento psicológico. -Una sombra cruzó el rostro delgado de Liam-. El incendio fue un accidente y él lo sabe, pero tardará un tiempo en aceptar lo que ha ocurrido.

– Me habría gustado más que nada en el mundo que las cosas salieran de otra manera.

Había expresado mal mis sentimientos. Las muertes de la primavera anterior eran terribles, pero el dolor que Jacob y Hugh habían sentido había terminado enseguida. Son los vivos los que sufren. Y afrontar una pregunta sin respuesta, como «¿qué habría sucedido si hubiese actuado diferente», eso es lo que duele más.

– J. D. todavía está por aquí, lo sabías, ¿verdad? -dijo Liam, cambiando de tema-. Nos ayudará a vender la finca. Demolerán la casa, pero el terreno nos supondrá una buena suma. Y también vamos a vender la cabaña del lago Tait.

– De ese modo, no tendréis problemas económicos durante una buena temporada -comenté.

– No -admitió Liam-. J. D. y yo estamos tratando de convencer a Marlinchen para que solicite plaza en alguna universidad. Dice que ahora mismo tiene demasiadas responsabilidades, pero le hemos aconsejado que estudie en una universidad local y así podremos seguir juntos. Creo que al final la persuadiremos.

– Eso espero -dije.

– Hola, Liam. -La muchacha que nos interrumpió tendría la edad de Marlinchen. Llevaba el cabello negro en una larga melena y, con su pantalón corto, lucía unas bonitas piernas. Se situó más cerca de Liam que de mí y su expresión indicaba que esperaba con toda cortesía que nuestra conversación terminara. Me di por aludida y me despedí:

– Ha sido un placer encontrarte.

– Lo mismo digo -asintió Aidan y, cuando ya me alejaba, me llamó de nuevo-: ¡Detective Pribek!

Me volví.

– Si alguna vez quiero escribir una novela policíaca, ¿podré hablar contigo para documentarme?

– Será todo un placer -le sonreí.


Al final, Aidan Hennessy y Jacob Candeleur, primos en la vida y hermanos en la muerte, yacerían bajo la misma lápida, en el umbroso y elegante cementerio donde había conocido a Campion.

Para Cicero Ruiz, las cosas fueron algo distintas. Mineápolis no tiene cementerio municipal para las personas sin recursos, pero varios cementerios reservan espacio para esas ceremonias y Cicero fue inhumado en uno de ellos, al otro lado de la arboleda septentrional, en una zona donde las sepulturas están señaladas con cruces de madera e incluso con pedazos de papel.

Transcurridos unos días de su entierro, Soleil y yo vaciamos el apartamento. Como no tenía herederos, separamos todos los objetos según la institución benéfica a la que íbamos a destinarlos. El contenido de las estanterías de la cocina fue a parar a una iglesia que preparaba comida para indigentes; los muebles, a una tienda de segunda mano, y los textos de medicina, a una biblioteca. A última hora de la tarde, una mujer alta y de pelo canoso llamó a la puerta. Se identificó como funcionaría del Departamento de Vivienda Pública y nos dio la llave del buzón de Cicero, pidiéndonos que lo vaciáramos. Le dijimos que lo haríamos.

Aquella noche, Soleil y yo trabajamos hasta muy tarde; ninguna de las dos quería dedicar un día más a aquella tétrica tarea. Lo último que hice fue bajar al buzón.

Como era de esperar, estaba lleno hasta los topes, y poca parte de la correspondencia era personal, por lo que metí casi todo el contenido en una bolsa de basura verde que Soleil y yo habíamos ido llenando a lo largo del día.

Entre todos los papeles, sólo destacaba un estilizado sobre con la dirección pulcramente escrita a máquina. Era de un bufete de abogados de Colorado.

La carta informaba a Cicero Ruiz de que los mineros habían ganado el pleito que habían interpuesto a su antigua empresa en el asunto del derrumbamiento de la mina. Como personado en la demanda colectiva, a Cicero le correspondían 820.000 dólares en concepto de indemnización.

Reí hasta que se me saltaron las lágrimas. Soleil sólo lloró.


Kilander, que tenía contactos para todo, me ofreció información privilegiada sobre Gray Diaz y los resultados de los análisis que había realizado al Nova. Era cierto que los técnicos habían encontrado sangre en la alfombra, pero estaba tan degradada por el paso del tiempo y la exposición al calor y a la luz que resultaba imposible practicar un análisis completo. Las pruebas confirmaron que se trataba de sangre, de sangre humana, pero más allá de eso no podía extraerse más información. Aquélla era la verdad que se ocultaba tras el último esfuerzo que había hecho Diaz para conseguir que confesara.

Como investigadora que soy, debería haberlo adivinado. En nuestra última entrevista, Diaz me había tuteado para crear una atmósfera de intimidad. Había insinuado que contaba con más pruebas de las que realmente tenía. Luego había subrayado nuestras similitudes como profesionales del cumplimiento de la ley y había asegurado que quería ayudarme. Había tenido en la mano cartas inútiles durante toda la partida, pero merecía la pena intentarlo.

Descubrí que lo admiraba. Como él había dicho, en otras circunstancias tal vez nos habríamos hecho amigos.

También lamenté que las últimas palabras que me había dirigido fuesen tan amargas. Lo que había dado a entender era obvio: creía que él había perdido y que yo había ganado. No tuve ocasión de explicarle que habíamos perdido los dos. Así, poco tiempo después, vi que Jason Stone hablaba con un novato y, con un gesto de inteligencia, me señalaba y comentaba algo. Enseguida adiviné qué chismorreo le estaba contando a su amigo.

Llegó el Día del Trabajo con su anuncio del otoño y terminé el verano más o menos como lo había comenzado: haciendo turnos extras o quedándome en el trabajo hasta muy tarde para mantenerme ocupada. Una tarde de principios de septiembre, Prewitt se detuvo junto a mi mesa y me dijo que la joven madre a la que yo había salvado en la licorería se había recuperado por completo y que iban a incluir una mención de honor en mi expediente por la acción que había emprendido para salvarla. Le di las gracias y, cuando se marchó, volví a bajar la vista para concentrarme en lo que tenía delante.

Transcurridas unas horas, ya en casa, la puerta mosquitera de la cocina se negó a abrirse lo suficiente para dejarme pasar y la arranqué de las bisagras.

Hasta ese momento, hubiera jurado que había superado la muerte de Cicero Ruiz.

Me sorprendió descubrir el auténtico blanco de mi enojo. No estaba enfadada con Ghislaine, ni conmigo misma, aunque tenía motivos para estarlo. La verdad es que estaba enfadada con Cicero. Era él quien me había puesto en una situación insostenible: o lo entregaba a mi teniente, o le dejaba continuar la actividad que había conducido a su muerte violenta y prematura.

He apuntado que el error fatal de Cicero fue la compasión, pero en realidad fue el orgullo. Me habría dado cuenta antes si no hubiera tenido tanta necesidad de una figura en cuya sabiduría e incorruptibilidad creer tácitamente. Tanto había querido convencerme a mí misma de que Cicero sólo era un buen hombre destruido por las circunstancias, tanto lo había deseado, que no había sabido ver que la suya, desde que perdiera la licencia, había sido una existencia altruista en el sentido más literal del término. Estaba claro que, incluso después de su descrédito profesional, Cicero debía de haber tenido mejores alternativas de trabajo que bajar a una mina, pero no las había aprovechado. El reverso del orgullo es la vergüenza y, después de su desliz ético, Cicero se había castigado a sí mismo más de lo que habría hecho el propio sistema. Era esto, junto con su necesidad de continuar con la profesión de su vida, aunque fuera desde un bloque de viviendas sociales, lo que había desencadenado su muerte.

Por supuesto, ésta no se habría producido si yo lo hubiera detenido, como era mi deber, o si Ghislaine no hubiera estado desesperada por seguir junto a un joven venal y brutal al que, inexplicablemente, seguía queriendo; ¿quién puede explicar con certeza por qué una persona encuentra una muerte prematura y otra se salva? Si Cicero hubiera estado en el piso del fondo del pasillo con sus amigos cuando Mark había llamado a su puerta, ¿habría regresado su asesino cualquier otro día? ¿O se habría marchado, frustrado, a dar otro golpe y lo habría abatido a tiros el dueño de la tienda atracada, sin que Cicero llegara a enterarse nunca de lo cerca que había estado de acabar en el depósito de cadáveres? Los factores que habían intervenido en su muerte eran, tomados uno por uno, tan impredecibles como las corrientes en aguas abiertas y mi culpabilidad era apenas una pequeña cantidad de sangre derramada en esas aguas. Los átomos individuales de esta sangre no desaparecerían nunca, pero se diluirían, igual que mi responsabilidad quedaba rebajada ante la constatación de cuántas circunstancias menores confluyen en una muerte.

A esta constatación siguió una sensación de fría paz. No hice el menor gesto para recoger la puerta caída, ni pasé al interior; me limité a sentarme en el escalón.

Un tren de mercancías retumbó al otro lado del pequeño patio trasero y la quietud que dejó a su paso fue tan rígida como el silencio.

Allí estaba la soledad de la que había huido todo el verano llenando mis horas con los Hennessy, con Cicero, incluso con desconocidos como Special K. Había buscado cien problemas para distraerme de los que me acosaban desde que Shiloh fuera a Blue Earth. No había sido selectiva. Me había valido de los de cualquiera, siempre que no fueran los míos, con tal de que me permitieran mantener ocultos y aherrojados mis propios sentimientos.

Que hubiera permanecido ciega al orgullo y al sentimiento de culpa que movían a Cicero Ruiz se debía, probablemente, a mi mucha práctica en resistirme a ver las cosas.

Los impulsos de Cicero eran idénticos a los que motivaban a mi marido. Era el orgullo lo que había impulsado a Shiloli en su intento de vengar la muerte de Kamareia, cuando los tribunales habían sido incapaces de hacer justicia. No sólo eso, sino que había creído que podría llevar a cabo su acción protegiéndome a mí de cualquier complicidad, o incluso de cualquier conocimiento de sus planes. Frustrado su empeño, se había negado a alegar atenuantes que le valieran una sentencia menor y esto lo había llevado a la cárcel. Ahora, me parecía entender mejor por qué seguía guardando silencio tras los muros de aquella prisión. Lo hacía por vergüenza; Shiloh consideraba sus actos como una lacra en la existencia recta y honrada que yo trataba de llevar en Mineápolis.

Tampoco en esto me hallaba yo libre de culpa. No había intentado acercarme a Shiloh, pues temía ser la primera en romper nuestro mutuo silencio y, posiblemente, ser rechazada. No había sido capaz de reconocer cuánto me irritaba la pérdida obligada de mi marido, una pérdida que yo había tenido tantísimo cuidado en considerar meramente circunstancial, y no un abandono o una traición.


Aquella noche me acosté temprano y eran cerca de las dos de la madrugada cuando me desperté de golpe y con la cabeza muy despejada. Supe que no volvería a dormir y me levanté. Me lavé la cara, me vestí y eché unas piezas de ropa y algo de dinero en mi bolsa de viaje. Por último, abrí la mesilla de noche, saqué el anillo de bodas de cobre y me lo puse.

De camino hacia el este, rumbo a Wisconsin, el aire era cálido como en verano y olía a clorofila. No me sentía cansada en absoluto. Al amanecer, llegaría a la prisión. Delante de mí, al sudeste, a poca altura y sobrenaturalmente grande y pálido por su proximidad con el horizonte, Orion se extendía sobre mi destino como un santo patrón.

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