Capítulo 8

– ¡Que aspecto tan distinto traes! -exclamó Cisco.

Me había puesto los vaqueros más viejos, unos que de tan gastados parecían casi terciopelo, el jersey de rayas azul y naranja de Shiloh y unas zapatillas de baloncesto con calcetines gruesos. Cisco me estudiaba desde el otro lado de la puerta, abierta sólo lo que la cadena daba de sí, y tan pronto hubo hablado, advirtió que tal vez la situación no era para tomarla a la ligera.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó.

– No -respondí-. ¿Puedo entrar?

Lo mismo que la vez anterior: Cisco cerró la puerta, desenganchó la cadena y retrocedió con la silla de ruedas para que entrase. Entonces preguntó:

– ¿Qué te ocurre?

– El oído me está matando -le expliqué-. Dijiste que a lo mejor empezaría a dolerme y así ha sido, hace un par de días. Lo que ocurre es que no estoy segura de que sólo se deba al resfriado, porque la semana pasada me metí en un canal de desagüe. Sumergí la cabeza, quiero decir. Era agua sucia.

Me extendí en explicaciones porque tenía mucho miedo de que me despachase sin visitarme y quería ofrecerle todo tipo de información que pudiera serle útil.

– ¿Podrías echarle un vistazo? -concluí.

– Vamos, siéntate en la mesa de exploración.

Lo hice mientras él buscaba mi historial en el archivador, se lavaba las manos y sacaba el equipo. No comprendía por qué en el apartamento de Cisco no pasaba tanto miedo como en una clínica, pero allí, aunque no estaba del todo relajada, al menos controlaba los nervios.

Cisco me tomó la tensión como la vez anterior y dijo:

– La tienes un poco alta. -Me puso un dedo en la muñeca, buscando el pulso radial, y anotó algo en su bloc amarillo. Después, sacó el otoscopio de la arqueta-. ¿Qué oído? -preguntó.

– El izquierdo -respondí.

Cuando introdujo la pequeña punta roma del instrumento en la oreja, di un pequeño respingo.

– Tranquila -dijo.

Cerré los ojos y traté de relajarme. El aliento de Cisco movía las mechas sueltas de cabello que me caían en el hombro.

Cisco retiró el instrumento, retrocedió un poco y vi que su expresión había cambiado.

– Si mal no recuerdo, te dije que si empezaba a molestarte debías ir a que te viera un médico.

– Lo sé.

– ¿Por qué no lo has hecho?

– Pensaba que se me pasaría solo -respondí sin convicción.

– Pues ya has visto que no -replicó Cisco-. Llegado este punto, hay que hacer una punción en el tímpano.

– Y eso puedes hacerlo aquí, ¿verdad? -Me dolía tanto que no asimilé la idea de que fuera a pincharme el oído con una aguja.

– Sé hacerlo, pero no dispongo del material adecuado.

– Aquí tienes trescientos dólares -dije, hurgando en el bolso-. De camino, he pasado por un cajero automático.

Dejé el dinero en la estantería donde había puesto los cuarenta dólares la última vez.

– No es cuestión de dinero -replicó-. Para eso debes ir a una clínica.

– No puedo -repliqué.

– ¿Por qué no, maldita sea? -Cisco tamborileó impacientemente con los dedos en la silla de ruedas.

– No me gustan esos sitios. Me… me dan miedo.

– ¿Por qué?

– No lo sé -repliqué. El miedo me impedía explicarme mejor-. Ayúdame, por favor. No puedo ir a ningún otro sitio.

Pensé que iba a negarse. Cisco tenía sus principios, ya me lo había contado la primera vez. Sin embargo, en sus ojos había un brillo que no había visto hasta entonces. Tal vez fuese compasión.

– Te dolerá mucho -advirtió Cisco.

– Vengo preparada. -Hurgué en el bolso y saqué una botella de whisky que había comprado en el camino.

– ¡Jesús! -Cisco agachó la cabeza, se frotó el puente de la nariz con dos dedos y suspiró-. ¿Quieres un vaso?

– No -respondí.

– Bien, pues dale un buen trago -indicó Cisco-. Voy a disponerlo todo.

Se alejó en la silla de ruedas y bebí. Cerré los ojos y oí sus movimientos mientras se preparaba para la intervención. Me pareció oír un perro que ladraba al otro lado de la pared. Por la intensidad del sonido, debía tratarse de un perro grande, pero aquello resultaba extraño. ¿Qué hacía un perro allí?

– Bien -indicó Cisco, de espaldas a mí-. Mientras esperamos, podrías contarme por qué decidiste tirarte a un canal de desagüe.

– Lo hice para sacar a unos niños que se habían caído al agua.

– Pensaba que la furcia con el corazón de oro sólo existía en las películas.

– No soy una furcia.

Supongo que para mí fue importante hacer aquella distinción porque, de ese modo, le revelaría a Cisco mi verdadera personalidad. No me gustaba la idea de quedarme atrapada entre identidades distintas, a mitad de camino entre una y otra.

– No lo soy -repetí al ver que él no reaccionaba.

– Tomo debida nota -dijo, risueño. No sé si me creyó.

Cuando hube bebido lo suficiente, me tumbé en la mesa de masaje. La cabeza me daba vueltas y cerré los ojos. Los abrí de nuevo y me descubrí mirando otra vez el título de medicina de Cisco. C. Agustín Ruiz. No una F, de Francisco, como habría cabido esperar. Qué extraño…

Cisco se acercó a mí. Se había atado un pañuelo azul a la cabeza y llevaba el resto del pelo recogido en una pequeña coleta en la nuca, como haría un cirujano metiéndose el pelo dentro del gorro. Traía una toalla en las manos.

– ¿Cómo estás?

– Preoperatoria -respondí.

Cisco soltó una carcajada, un sonido grave y agradable.

– Pues me parece que todavía pronuncias las erres con demasiada claridad. Bebe un poco más.

Obediente como una niña, bebí agarrando la botella con las dos manos.

– ¿Qué ocurrió con los críos a los que sacaste del canal? -inquirió.

– No te crees lo que te he contado, ¿verdad? -Cada vez me resultaba más fácil decir lo que pensaba, sin el retraso habitual de dos segundos entre los pensamientos y las palabras-. Bueno, no me importa que te burles de mí. Lo que ocurrió fue que el hermano mayor sobrevivió y el pequeño, no.

– Algo he oído en la radio. -Cisco se había puesto serio. Me creía.

– ¿Tu nombre completo es Cisco? -pregunté sin pensar lo que decía.

– No.

– ¿Cuál es, entonces?

– Cicero -dijo-. Un nombre bien sencillo, pero a mucha gente le cuesta pronunciar esa sílaba de más.

– Pues a mí me gusta -comenté.

– Mi padre era un enamorado de los clásicos. Mi hermano se llama Ulises. -Hizo una pausa-. Bien, creo que ya estás a punto. No, relájate. Primero tengo que limpiarte el oído.

El proceso de limpieza no fue doloroso, pero di un respingo al notar una presión húmeda en un punto desacostumbrado. Para distraerme, Cisco recurrió al típico monólogo de los médicos.

– En cierto modo -comentó-, has tenido mucha suerte. Hace diez años, sólo un otorrino habría podido tratar esto. Comenzaron a enseñarlo de nuevo en las facultades en los años noventa, cuando los virus y las bacterias empezaron a volverse resistentes a los antibióticos. Cada vez veíamos más niños con infecciones que no respondían al tratamiento antimicrobiano.

En su voz había algo que hacía mucho tiempo que no percibía, una tranquila ponderación que me recordó a los abuelos de los niños indios con los que me relacionaba de pequeña en Nuevo México.

Cicero se apartó. Noté frío y humedad en el oído.

– Vamos, túmbate otra vez -indicó. Me recosté con el oído izquierdo hacia arriba.

– Cierra los ojos. Voy a encender otra luz. -Tiró del cuello articulado de una lámpara y me la acercó a la cabeza. Debía de tener una bombilla de muchos vatios, halógena tal vez, porque noté calor en la mejilla y en el cuello. Cicero me sujetó la cara con sus largos dedos.

– Levanta la cabeza -ordenó. Obedecí y extendió una toalla debajo. Volví a apoyarla en la mesa. Por el rabillo del ojo vi que cogía algo. Una aguja. Irradiaba un brillo siniestro bajo la luz y era muy larga.

– Dos cosas -dijo Cisco-. No tengo aspirador, de modo que, una vez acabe, tendrás que volver la cabeza de lado para que los fluidos drenen en la toalla. Segundo: va a dolerte.

– Eso ya lo has dicho -apunté con una voz que, al menos a mí, me pareció de borracha-. No tienes por qué recrearte en ello.

– Es que necesito que estés callada mientras lo hago -explicó-. No quiero que venga la policía.

«Demasiado tarde», pensé y la carcajada que intenté reprimir se convirtió en un sonido agudo y frívolo. Cicero me miró, intrigado, y yo traté de controlarme sin conseguirlo.

– No -dije, muerta de risa-. Me parece que eso no puedo prometerlo.

– Pues si no lo tienes claro, todavía estamos a tiempo de que acudas a urgencias en cualquier hospital.

Ante aquella perspectiva, la risa se me cortó en la garganta.

– Muy bien -asintió Cicero-. Vuelve un poco la cabeza.

Hice lo que me decía y cerré los ojos.

– Ahora tienes que estar muy quieta -advirtió, poniéndome la mano libre sobre la boca.

Cuando sentí la aguja, me alegré de no haberle prometido que no chillaría. El dolor atravesó la neblina del alcohol. Noté que las manos de Cicero me volvían la cabeza, porque se me olvidó seguir sus indicaciones previas. Entonces manó de la oreja un líquido caliente que se derramó poco a poco en la toalla.

– Dios mío -murmuré con los ojos todavía cerrados-. Dios mío.

Estaba tumbada de lado y encogí las rodillas hacia el pecho en un intento de adoptar la posición fetal.

– No levantes la cabeza -dijo Cicero, tomándome de la mano.

– Voy a marearme.

– Respira hondo.

Intenté obedecerlo. Respiré hondo una vez, y luego otra.

– Quiero sentarme -pedí, pensando que así aliviaría las náuseas.

Me soltó la mano y tan pronto me incorporé, el mareo disminuyó. Repetí las inspiraciones unas cuantas veces más y me alivió descubrir que había controlado las arcadas.

– ¿Estás mejor? -me preguntó.

– Sí -contesté.

– ¿Quieres ir al baño?

– Sí, gracias.

Esperaba encontrar un baño pequeño, tipo armario, y las dimensiones del cuarto me sorprendieron. Como era de esperar, estaba adaptado a la silla de ruedas de Cicero. Tenía una barandilla de metal a lo largo de una de las paredes y también en el interior de la ducha, donde había un asiento de baldosas. No di la luz porque creí que me resultaría cegadora y me lavé con la escasa que entraba desde el pasillo.

Junto al lavamanos había colgada una sola toalla y no vi ninguna manopla. Abrí el grifo y dejé que un hilillo de agua llenara la pileta. Metí los dedos y luego me los pasé por la cara y el cuello. Después los froté con la pastilla de jabón y me los llevé de nuevo al cuello, donde se formó una pequeña capa de espuma. Volví a poner los dedos bajo el grifo y me aclaré lo mejor que pude, aunque no conseguí evitar que un reguero de agua me resbalara por el cuello. Presioné el grueso tejido de la camisa contra la piel para secarme.

Cuando salí, Cicero limpiaba la mesa de exploración. Lo miré sin saber bien qué decir.

– Me siento bastante mejor -mentí.

Sin embargo, él me observó con expresión inquisitiva, de un modo que me llamó la atención.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

– Que no estás en condiciones de coger el coche -respondió.

– Ya lo sé -me apresuré a replicar. Parecía que con el dolor había remitido la borrachera, pero era una percepción equivocada. Llevaba una buena cogorza.

– Tendrías que echarte a dormir -señaló Cicero.

– ¿Dónde? ¿En la mesa de exploración? -pregunté.

Cicero suspiró, se quitó el pañuelo de la cabeza y se soltó la coleta.

– No -respondió al cabo.

– ¿Dónde, entonces?

– Mira -dijo-, éste es un ofrecimiento que no suelo hacer, pero te dejaré dormir en mi cuarto.

– ¿De veras? -Advertí que la idea lo incomodaba un poco, y para ser sincera a mí también, pero sabía que tenía razón. No podía conducir hasta que se me pasara la borrachera.

Se dirigió hacia su cuarto y yo lo seguí. Abrió la puerta y encendió la luz.

Vi una estrecha cama individual cubierta con una colcha marrón canela y, en la pared, una foto del Yosemite en blanco y negro, de Ansel Adams. Medio escondido bajo la cama, guardaba un juego de pesas de mano de ocho kilos cada una. Junto a la pared había una mesa baja y estrecha, casi un estante, llena de fotos de familia. Algunas eran bastante antiguas, en blanco y negro.

– ¡Qué bonito! -comenté.

– Lo de ahí fuera es mi despacho -explicó Cisco- y ésta es toda la casa.

Lo seguí. A nuestra derecha había un armario con puertas correderas de espejo, en el cual se reflejaron una policía borracha perdida y un delincuente altruista. Sobresaltada, aparté la mirada.

– ¿Por qué no enciendes la luz del escritorio? -sugirió Cicero-. Es muy tenue y no te molestará para dormir. Y si después quieres cerrarla, podrás hacerlo desde la cama, en cambio la del techo, no.

Me acerqué a la mesa e hice lo que me había recomendado. Cicero apagó la brillante luz del techo y la habitación adquirió un tono suave y dorado.

– Si quieres, también puedes cerrar la persiana, pero estamos en el piso veintiséis y aquí nadie te ve. Yo siempre duermo con la persiana abierta -explicó.

Cuando empezaba a marcharse, me volví y pregunté. -¿Y tú?

– Yo, ¿qué?

– No irás a dormir en la mesa de exploración, ¿verdad?

– No, no te preocupes -respondió Cisco tras una carcajada-. Siempre me acuesto muy tarde.

– Pero…

– Si al final tengo ganas de acostarme, te despertaré y te echaré de la cama de una patada. No soy la madre Teresa.

Cuando hubo salido, me quité el jersey y los pantalones y me quedé en camiseta y ropa interior. Me pregunté si era correcto que me metiese en la cama o sería mejor que me tumbase encima. Una cama era algo muy personal, pero no quería despertarme al cabo de una hora muerta de frío.

Decidí, a modo de experimento, meterme entre la colcha y la manta, un punto intermedio que a mi mente embotada por el alcohol y el cansancio le pareció sensato, y apagué la luz.

Al cabo de un tiempo indeterminado, me desperté en la oscuridad. ¿Dónde demonios estaba? Oí voces masculinas adultas al otro lado de la pared y el sonido me llenó de un pánico que no comprendí. El ritmo del corazón, lento debido al sueño, se aceleró.

Entonces, entendí dos palabras, pecho y fiebre [1]. Reconocí la voz de Cicero Ruiz y oí la tos ronca de un niño. Cerré los ojos y me volví a dormir.


Cuando alcé de nuevo la cabeza, tuve la sensación de que habían transcurrido muchas horas. Sin embargo, algo me había despertado y miré a mi alrededor. Allí estaba la silueta de Cicero bajo una luz muy tenue y vacilante. Lo vi colocar una vela encendida en el estante de las fotos de familia, y ya había otra vela en la mesa, con la llama quieta y estable.

– ¿Qué…? -empecé a decir.

– Ha habido tormenta -explicó- y se ha ido la luz. Temía que te despertaras a oscuras en un sitio desconocido y no encontraras el camino.

– ¡Oh! -exclamé sentándome en la cama. Me froté la cara-. ¿Qué hora es?

– Casi las dos -respondió.

– Lo siento -me disculpé-. Tendrías que haberme despertado.

– Bueno, pues ya estás despierta. ¿Has dormido suficiente?

– Sí -asentí-. Me encuentro mucho mejor. ¿Puedo utilizar otra vez el baño?

Cicero me acercó la vela. Aparté la colcha y salté de la cama. Cuando se me ocurrió sentir cierta timidez por el hecho de ir medio desnuda, ya era un poco tarde; por otro lado, Cicero había visto de todo, que para eso era médico. Tomé la vela que me ofrecía.

Ya en el baño, abrí el armario y encontré dentífrico. Me puse un poco sobre la lengua y me froté los dientes y las encías con dos dedos. Luego la escupí y me enjugué la boca. Acto seguido, me mojé la cara. Aquel ritual me permitió sentirme de nuevo como un ser humano normal, gracias también a que el oído me dolía mucho menos. Me molestaba todavía, pero era una sensación mucho más soportable que el dolor agudo, las crepitaciones y los pinchazos del mediodía. Me aventuré a examinarme en el espejo. Esperaba descubrir unos ojos inyectados en sangre, pero me encontré con una mirada sorprendentemente clara.

Agarré la vela y volví a la habitación. La manera en que Cicero me miraba me resultó familiar.

– Me estás haciendo la prueba visual de la alcoholemia, ¿verdad?

– Quiero asegurarme de que estás en condiciones de conducir -respondió-. Siéntate y hablaremos un momento. Tengo que decirte dos cosas importantes.

Me senté en el borde de la cama y él se acercó.

– Primero: dentro de cuarenta y ocho horas quiero verte de nuevo para explorarte el oído y asegurarme de que se está curando bien.

Yo asentí.

– Segundo -prosiguió, cogiendo una hoja de papel-. Aquí tienes una receta de antibióticos. Es posible que tu cuerpo pueda superar esto sin penicilina, pero así lo hará más deprisa.

– Creía que tú no hacías recetas -comenté.

– Una paciente me ha traído el talonario -explicó Cicero-. Prefiero no saber de dónde lo ha sacado y no pienso utilizarlo, pero contigo haré una excepción. -Se detuvo un momento como para indicar que aquél era un asunto serio-. Te daré la receta, pero te impondré unas condiciones. Primera: no le dirás a nadie que aquí tengo un talonario. Yo nunca se lo cuento a nadie.

– No lo haré.

– Segunda: una receta de antibióticos no tiene por qué despertar las sospechas del farmacéutico. Las recetas fraudulentas no se utilizan para comprar antibióticos.

– ¿Quieres decir que hay probabilidades de que me arresten si voy a comprarlos con tu receta?

– Las probabilidades son muy escasas. Por lo general, a la gente que falsifica recetas se la descubre enseguida porque no sabe llenarlas. Los médicos y los farmacéuticos se comunican entre sí con un lenguaje propio. No resulta fácil falsificarlo y, desde luego, ésta la he llenado correctamente, a excepción de un detalle: el número de colegiado no es válido -explicó-. Si el farmacéutico sospecha, entrará en la trastienda, llamará a la poli y te entretendrá hasta que llegue.

Menuda historieta sórdida sería: una detective del condado de Hennepin detenida por intentar comprar medicamentos con una receta ilegal.

– Así que, si tardan más de diez minutos en encontrar la medicina y te dicen que esperes, márchate -me aconsejó Cicero-. Y, ahora, la última condición: si te pescan, a mí no tiene que ocurrirme nada. -Hizo amago de quedarse la receta, como si estuviera regateando-. Ya tengo bastantes problemas; sólo faltaría que me arrestaran. Si me das tu palabra de que no me delatarás, la receta es tuya.

– Te doy mi palabra -prometí.

Me entregó el papel y lo cogí.

– Pero dime una cosa -murmuré-. ¿Por qué confías en mí?

– No lo sé -respondió-, pero el caso es que me fío.

Nos sumimos en el silencio. La luz titubeante de la vela junto a las fotos de familia daba al estante el aspecto de un altar consagrado a los espíritus de sus antepasados, aunque una de las imágenes era reciente. Allí aparecía Cicero en la que debía de ser su fiesta de graduación de la facultad. Su sonrisa se veía auténtica, no la especie de rictus forzado que adoptan muchas personas cuando se les pide que posen ante la cámara. Sacaba media cabeza como mínimo a la gente que lo rodeaba.

Media cabeza. Aparecía de pie. Su cuerpo no estaba impedido.

– ¿Cuánto medías? -pregunté sin pensar.

– ¿Medía? -repitió.

– Lo siento -dije, y noté que se me encendía el rostro-. Lo que quería decir es que…

– No pasa nada.

El sonrojo empezó a remitir, pero agaché la cabeza y me fijé en que iba descalza.

– Tendría que marcharme.

– Sarah -dijo-, ¿te da miedo tocarme?

Era cierto. Estábamos sentados muy cerca el uno del otro y yo había evitado que nuestras extremidades se rozaran.

– Pues claro que no, por Dios -respondí-. Si acabas de explorarme…

– Pero ahí he sido yo el que te tocaba, y no al revés -objetó-. No es lo mismo. ¿Te molesta que sea paralítico?

– Estoy casada -susurré.

– Comprendo -asintió Cicero-. No llevas anillo de boda y tienes libertad para llegar a casa de madrugada pero, cuando me insinúo, de repente sales con que estás casada.

– Mi marido está en la cárcel -expliqué.

No me creyó, era evidente.

– Lo condenaron por el robo de un vehículo -añadí-. Está en prisión, en Wisconsin.

Su expresión no cambió pero, al cabo de unos instantes, dijo:

– Entonces, supongo que debes irte.

– No se trata de que seas paralítico -susurré. No sé por qué, pero quería dejarle claro aquel punto, así que apoyé una mano en su muslo. Fue una estupidez, un intento ridículo de corregir las cosas.

– No noto tu mano -dijo Cicero-, y no es preciso que hagas nada para demostrarme que eres una chica de mentalidad abierta, aunque si vas a tocarme, hazlo en algún sitio donde lo sienta. -Me agarró por la muñeca-. Voy a enseñarte algo.

Se levantó la camisa con la otra mano y dijo:

– Mucha gente piensa que el cuerpo de un parapléjico está dividido por una línea que separa la zona donde hay sensaciones de la zona donde no las hay, como la línea que divide la luz y la oscuridad en la luna, pero es más como el crepúsculo cayendo sobre la tierra.

Me llevó la mano a sus costillas.

– Aquí tengo sensibilidad normal -dijo. Deslizó su mano y la mía más abajo y añadió-: Aquí sólo noto la temperatura, pero no la presión. Y aquí… -continuó, llevando mi mano más abajo todavía-. Aquí, oscuridad total.

Sin dejar de mirarlo a los ojos, alcé la mano izquierda hasta el otro costado de su caja torácica y él me agarró de las caderas, atrayéndome hacia sí. No había más sitio adonde ir que la silla de ruedas y, con cuidado, puse mis rodillas a cada lado de sus muslos, en el borde de la silla, hasta quedar sentada a horcajadas encima de él.

Tener que alzar la cabeza para besar a una mujer no le creaba inseguridad y, cuando lo hizo, se sumergió en mi boca casi inmediatamente, explorándola con la lengua. Me sorprendió. Aquel beso profundo, invasor, procedente de alguien que era prácticamente un desconocido, resultaba inquietante y excitante a la vez, y sentí que algo se me arremolinaba en lo más hondo del estómago, como si fueran nervios, aunque en realidad se trataba de algo más cálido.

Nuestro tenue reflejo en el espejo del armario mostraba a un hombre, una mujer y una silla: un retablo sexual del que nunca había esperado formar parte. Hasta entonces, los hombres me habían llevado a su casa y a su cama, pero al subir a la silla de ruedas de Cicero me encontré en el mismísimo centro de su vida, casi de su cuerpo, y la situación me suscitó la pregunta de si Cicero tenía una percepción especial de lo que se sentía al ser penetrado.


La tercera vez que desperté, las llamas de las velas se habían hundido casi por completo en unos profundos pozos de cera. Ya no importaba. Al otro lado de la ventana, el cielo empezaba a encenderse con las luces que preceden al amanecer. Cicero dormía tan pegado a mí que sentía el calor de su piel. Fue una sensación reconfortante hasta que vi el viejo jersey de Shiloh colgado del respaldo de la silla de ruedas. Entonces sentí frío en el estómago, como si estuviera examinando un mapa en el que nada me resultase familiar.

Me deslicé de la cama despacio y me vestí en silencio. Guardé la receta e hice girar el pomo de la puerta despacio, como hace la gente que entra o sale a hurtadillas de un dormitorio.

Cuando habló, Cicero ni siquiera abrió los ojos. Tenía la voz pastosa de sueño.

– No ha sido más que un poco de compasión entre humanos, Sarah -dijo-. No permitas que te estropee la semana.

Загрузка...