Capítulo 18

En el pasillo de la planta veintiséis de la torre norte, me topé con un adolescente desmañado. Nuestras miradas se cruzaron; él desvió la suya rápidamente y continuó avanzando hasta el apartamento del fondo. Yo me detuve ante el 2605 y llamé a la puerta, pero no tuve respuesta. Volví a probar.

Por fin, Cicero abrió, con el pelo mojado y una toalla arrugada en una mano. Llevaba la camisa salpicada de agua y era evidente que se la había puesto a toda prisa, sin haberse secado como era debido.

– ¿Llego en mal momento? -pregunté.

– No, no -aseguró-. Pasa.

Cuando cerré la puerta, el vapor y el olor a jabón Ivory impregnaban el salón.

– Lo siento -dije-. Esta vez vengo con las manos vacías.

– No tienes que traer nada para llamar a esta puerta -respondió Cicero-. Pero, aunque te presentes sin la botella, sospecho que esta noche no vienes del todo serena. No me equivoco, ¿verdad? Me ha parecido advertir que arrastras un poco las erres…

Una llamada a la puerta lo interrumpió. Cicero se desplazó hasta ella con la silla de ruedas y la entreabrió.

– Me he quemado el brazo -dijo una voz femenina.

Cicero se retiró y la paciente entró. Era una mujer blanca, delgada, de cabellos castaños lacios y vestida con un incongruente conjunto de camisola de satén a rayas verticales sobre unos pantalones de chándal. Se cubría el antebrazo con una toalla de papel mojada.

– ¿Cómo ha sido eso, Marlene? -preguntó Cicero.

– Cocinando -respondió la mujer, y me observó. Cuando la miré a los ojos, las pupilas contraídas me indicaron que, probablemente, el accidente que había sufrido en la cocina se debía a las drogas.

Cicero se volvió hacia mí.

– Sarah, ¿te importaría esperar en la otra habitación?

Asentí y me retiré al dormitorio. Si conocía a Cicero, aquello llevaría más tiempo del estrictamente imprescindible para limpiar la quemadura y aplicar un bálsamo; me hubiera sorprendido que no se fijara también en aquellas pupilas como cabezas de alfiler y, probablemente, añadiría al tratamiento alguna indicación respecto a dónde pedir consejo para superar la adicción a las drogas.

La persiana de la ventana estaba levantada, como siempre, y ante mí se extendían las luces de Mineápolis. Me acerqué a mirar mientras las voces de Cicero y Marlene se filtraban débilmente por la puerta entreabierta. Aparte de su conversación, no se oía nada. Me sorprendía la solidez de los tabiques del edificio. A nuestro alrededor había gente, pero no se oía en absoluto su actividad. Mis visitas al apartamento siempre habían sido como llegar a un paraje en lo alto de una montaña, envuelto en un completo silencio, salvo un esporádico ladrido de Fidelio. Normalmente, la quietud resultaba relajante; aquella noche, me parecía irritante.

La compañía de Roz había significado una excelente distracción, lo mismo que el bullicio del bar y las batallitas que habíamos compartido, pero ahora volvía a asaltarme la duda que había decidido relegar durante aquellas horas: ¿Qué sucedería si el Gabinete de Investigación Criminal descubría sangre de Stewart en mi coche?


Ser interrogada como principal sospechosa de la muerte de Royce Stewart había resultado doloroso, y ver la desconfianza pintada en el rostro de algunos colegas y la perversa aprobación en la mirada de otros había sido muy incómodo. Con todo, en última instancia, siempre había contado con una seguridad en lo concerniente a Shorty. Siempre había tenido la certeza de que si me detenían o me acusaban formalmente, Genevieve volvería y contaría la verdad. Seguirían considerándome cómplice de la muerte, pero no autora del asesinato.

Sin embargo, empezaba a darle vueltas a una malhadada posibilidad. ¿Y si la confesión de Genevieve no bastaba? Si tanto los indicios materiales como los testimonios recogidos en Blue Earth me señalaban, ¿no descartaría el gran jurado la improbable confesión de culpabilidad de Gen, en vista del peso de las pruebas, y me mandaría a juicio a pesar de todo? Y si tal cosa llegaba a ocurrir, poco podría hacer para evitar que un jurado me condenara.

Durante la primera declaración ante los detectives del condado de Faribault, me había parecido natural y correcto mentir para proteger a Genevieve. Ahora, me preguntaba si no me habría cavado una tumba más profunda de lo que había supuesto en un principio.

La puerta del dormitorio se abrió y me volví, dando la espalda a la ventana.

– Vaya -dijo Cicero desde el umbral-, lamento la interrupción.

– Es tu trabajo -respondí.

– ¿Tienes hambre?

Descubrí que sí.

– ¿Cómo lo has sabido? -exclamé.

– Cosas de la facultad. Nos enseñaron a reconocer los síntomas precoces de la desnutrición -bromeó-. ¿Qué has cenado?

– Cuatro whiskys, tres cervezas y media ración de patatas -reconocí.

– No se me podría ocurrir una dieta más equilibrada -comentó él-. Voy a ver si encuentro algo de comer mientras te preparo un café.

Torcí el gesto. Cicero no era rico; ni siquiera estaba segura de que tuviese el dinero suficiente para sobrevivir.

– No deberías malgastar tu comida conmigo -me lamenté.

– Disfrútala y no se malgastará.

Me preparó un bocadillo de tomate y aguacate con una taza de café; mientras yo daba cuenta de él, volvimos al dormitorio. Cuando casi había terminado, Cicero me preguntó:

– Y bien, ¿por qué hemos estado bebiendo esta noche?

– ¿Por qué los médicos dicen siempre «nosotros» cuando se refieren a los demás? -repliqué.

– Da confianza -fue su respuesta-. Pero no se trataba de una celebración, ¿verdad?

– No -respondí.

– ¿Algo anda mal?

– No, de verdad. -Levanté la taza de café como para que me protegiera de su curiosidad.

– Y yo voy y me lo creo. Vamos, ¿qué te ha pasado?

Lamí una gota de mayonesa manchada de tomate de la yema del índice.

– El bocadillo estaba estupendo, de verdad -declaré.

– Gracias. ¿Qué te ha pasado?

– Es complicado -respondí finalmente, con un suspiro-. Tiene que ver con la razón por la que mi marido está en la cárcel y… Creí que hacía lo acertado y ahora ya no estoy tan segura. Quizá puedas entenderlo… Pero ¿qué digo? ¡Claro que puedes! -Le dirigí una mirada perspicaz-. Fue así como perdiste la licencia, ¿verdad? Auxilio al suicidio. Ayudaste a morir a un enfermo terminal, ¿me equivoco?

Cicero levantó una ceja:

– ¿Cómo lo has sabido?

– No ha sido difícil de deducir -expliqué-. La compasión. Es tu punto débil.

– Conducta sexual inmoral -dijo él.

– ¿Qué?

– Perdí la licencia por conducta sexual inmoral con una paciente.

– Bromeas -balbucí.

– Sarah -replicó él con tono reprobatorio-› ¿por qué diablos iba a bromear con algo así?

Mortificada, volví a refugiarme en el café. Tomé un sorbo y, cuando hablé de nuevo, lo hice con más cuidado.

– Pero fue un malentendido, ¿verdad? Una acusación falsa, ¿no?

– No -respondió Cicero-. Fue conducta sexual inmoral, y punto.

«No es posible», quise decir.

– La ingresaron en urgencias una noche después de un intento de suicidio -explicó él-. Era menuda, apenas un metro y medio de altura, y tenía el cabello muy rubio y muy largo, por la cintura. Advertí que el intento de suicidio resultaba ambivalente. Se había cortado las muñecas, pero las heridas eran superficiales. Conseguí que la admitieran en la unidad de crisis y, durante el proceso, me contó su historia.

»Era británica y había llegado a Nueva Cork con dieciséis años para estudiar ballet. Procedía de una familia desestructurada; la madre había muerto y apenas se trataba con su padre y con su hermana. Quería empezar una nueva vida en Estados Unidos, pero las cosas no le salieron bien. Luchó por todos los medios por mantener el peso, lo que la condujo a la anorexia y las anfetaminas, y luego al alcohol y los tranquilizantes para afrontar tanta tensión. Tuvo una serie de novios, ninguno de los cuales la trató bien, y cuando su carrera como bailarina se evaporó, se casó con el peor de todos, un hombre con un problema con las drogas más grave que el de ella. Tuvo dos hijos muy seguidos y dejó las drogas por los niños, pero su marido ni lo intentó, y tampoco le fue fiel. Un día, despertó y se dio cuenta de que estaba atrapada en una ciudad que no era la suya y en un matrimonio sin amor, con dos hijos pequeños y sin oficio ni beneficio. Y decidió que los niños estarían mejor sin ella.

»Estaba trastornada, evidentemente, pero me pareció que, con ideas suicidas o sin ellas, había algo en su interior que luchaba por sobrevivir. Tenía esperanzas de que su caso saliera adelante pero, después de conseguirle una cama en el servicio de psiquiatría, no volví a saber de ella.

»Sin embargo, ella no me olvidó. Una noche, casi seis meses después, me dejo tres mensajes en el teléfono del servicio de urgencias. La llamé y descubrí que sufría otra crisis. Su marido, que se pinchaba, le confesó que era seropositivo y que no creía que pudiera seguir manteniendo a ella y a los niños. Después, había cogido algún dinero y el coche y se había marchado. Hacía dos días que no sabía nada de él. No había podido acudir a urgencias porque no tenía coche ni a nadie que se ocupara de los críos, pero necesitaba hablar con alguien enseguida, en persona, no por un teléfono de la esperanza. Me pidió si podía ir a verla.

Cicero se frotó la sien mientras revivía la escena.

– Recuerdo perfectamente cuánto me quedaba para salir de servicio. Cuarenta y dos minutos; en el rincón había un reloj digital. Le eché una mirada y le dije que estaría allí pronto.

No me gustó que la actitud de esa mujer me indignara. Debería haber canalizado mi cólera hacia Cicero. Entendía lo que éste debía de haberle parecido: un hombre alto, competente, cariñoso, guapo y comprometido por el juramento a no causar daño. A pesar de ello, sentí un chispazo de ira contra esa desconocida necesitada y anhelante que iba a arrastrar a Cicero a una trampa que le costaría el empleo, la licencia y, finalmente, la facultad de andar.

– Por el camino -continuó Cicero-, iba pensando qué le diría: que tenía que hacerse la prueba del sida, que había sitios donde podía encontrar ayuda para cuidar de los niños. Sin embargo, cuando llegué allí, no quiso que habláramos de sus problemas. Estaba tranquila, preparando un té en la cocina con aquel camisón largo blanco. No parecía loca, ni con ánimo suicida. De haberme percatado, todo habría sido muy diferente.

Cuando Cicero pronunció la palabra «suicida», comprendí cómo podía acabar su narración y sentí un escalofrío.

– Me habló de su infancia, del ballet y de Inglaterra. En medio de aquellas evocaciones, comentó que resultaba irónico que se hubiera casado para poder quedarse en Estados Unidos al expirar el visado. En ese momento, lo único que quería era regresar a Londres y temía que ya nunca lo conseguiría. Dijo que se sentía como si su vida se hubiera acabado con veintidós años.

El aire acondicionado del edificio ronroneaba, ruidoso, llenando los silencios que dejaban sus palabras.

– Me pareció lo más natural rodearla con mis brazos y estrecharla.

No añadió más. Dejó que cayera el telón en el primer acto de una obra de dos.

– Podía ser seropositiva -le recordé, como si el riesgo no hubiera pasado hacía mucho tiempo, para bien o para mal.

– Lo sabía -dijo Cicero-, ¿Has leído Hamlet?

– Una vez.

– ¿Te fijaste en el imaginario extrañamente sexual del entierro de Ofelia, en cómo la reina compara el tálamo nupcial con la sepultura?

– ¿A qué te refieres?

– A que, a veces, la proximidad de la muerte puede resultar erótica. Para mí, ella era Ofelia. Quería acostarme en su tumba y devolverle la vida.

– Así pues, a fin de cuentas yo tenía razón -señalé-. Fue compasión.

– Bueno, eso si es que se puede ser compasivo y egoísta al mismo tiempo -admitió Cicero-. Si ella necesitaba sentirse viva, yo también. Durante aquellos días, salía del trabajo tan atontado de lo que había estado haciendo toda la noche que me sentía como un muerto viviente. Eso fue antes de darme cuenta de lo afortunado que era por el mero hecho de poder andar. -Lo expresó con gran sencillez, sin asomo de autocompasión-. Por entonces yo tenía treinta y cuatro años. Me dije la misma mentira que suelen repetirse los que trabajan en urgencias: que no disponía de tiempo para una relación, que ninguna mujer aguantaría los horarios desquiciados y la tensión a la que vivía sometido. Había compañeras que pensaban lo mismo y había salido con algunas, pero sólo eran citas amistosas, lo que a veces llamábamos «desahogos». Y también había tenido relaciones de una sola noche con mujeres que conocía en bares. En el fondo, probablemente me sentía bastante solo, aunque hasta entonces no había sido consciente de ello.

Yo estaba sentada en el suelo y me acerqué a él para tomarle la mano. Cicero me lo permitió, pero me dijo:

– No me compadezcas. Tengo merecido todo lo que sucedió a continuación. Su hermana vino de Manchester y la ayudó a poner una demanda contra el hospital. En la vista salieron muchas cuestiones que yo ignoraba. Desde el intento de suicidio, venía visitándose con un psiquiatra que le había diagnosticado un trastorno bipolar. Se sentía fatal con los hombres, no podía confiar en ellos, pero al mismo tiempo mostraba fijación por hombres a los que apenas conocía, a los que consideraba posibles amantes o salvadores. En la clínica había causado algunos problemas debido a su relación con un terapeuta y la transfirieron a una psiquiatra mujer.

– Tú no sabías nada de esto -le recordé.

Su expresión me advirtió que debería cuidar más mis palabras.

– De un enfermo mental no se espera que sepa reconocerse como tal.

– Sólo me refiero a que me parece un castigo severísimo por la falta que cometiste.

– «Cada vez que entre en una casa, no lo haré sino para bien de los enfermos» -citó Cicero-. Es del juramento.

Bajé la mirada a la taza de café vacía.

– ¿Es el sentimiento de culpa, pues, lo que te obliga a seguir recibiendo pacientes bajo estas circunstancias? -inquirí a continuación, señalando la sala de consulta, pequeña y escasamente equipada, contigua al dormitorio.

Cicero reflexionó antes de responder.

– En realidad, no -respondió finalmente-. Podría decirse que es el egoísmo, casi. ¿Sabes que algunas razas de perros, como los pastores o los rescatadores, llevan inculcado el sentido del trabajo? Aunque los hayan criado como animales caseros de compañía, cuando despiertan cada mañana, se plantan ante el humano y lo miran como diciendo, «¿en qué puedo ayudar?» Lo llevan dentro. Pues bien, a determinadas personas les sucede lo mismo. Yo siento el impulso de hacer aquello para lo que me preparé. Soy de raza trabajadora. -Levantó un hombro en un gesto que no llegaba a ser un encogimiento y añadió-: Y ya no puedo cambiar. Soy como soy.


Tomé el último autobús de vuelta a casa, poco después de medianoche. Cuando subí al vehículo, una mujer joven se apeaba por la puerta trasera. En el momento en que lo hacía, nuestras miradas se cruzaron.

Ghislaine, por una vez sin Shadrick, me observó con curiosidad durante un largo instante antes de descender los escalones y desaparecer por la puerta.

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