Capítulo 6

En el exterior del Club Ulysses, las farolas de Wellington Road proyectaban círculos de luz amarilla en la oscuridad. Pero la oscuridad, en China, era vasta, densa, y reclamaba para sí el mundo frágil que los extranjeros consideraban suyo.

Esa oscuridad era refugio para el ladrón de ojos almendrados que permanecía de pie, junto a la cuna del niño del joven oficial del ejército, mientras su amah jugaba al mah-jongg en la planta baja; para el apestoso camión séptico, el volquete lleno hasta los topes de excrementos humanos que iba camino de los campos; para el cuchillo que se clavaba en la garganta de un blanco que creyó que las deudas con tahúres chinos no eran vinculantes.

Y para Chang An Lo. A medida que la noche avanzaba, se hacía invisible en la oscuridad, y su perfil oscuro, juvenil, se fundía con el tronco moteado de uno de los plátanos que flanqueaban el camino. No se movía, y siguió sin moverse cuando un relámpago de plata rasgó el cielo, y empezó a llover con fuerza, repicando contra las hojas que se alzaban sobre su cabeza, haciendo que los coches se convirtieran en monstruos negros, brillantes, cada vez que con sus faros iluminaban las verjas de hierro forjado del club, un guarda militar, con gorra de plato y rifle al hombro inspeccionaba a todos los que entraban.

Chang An Lo apoyó la cabeza contra el tronco áspero y cerró los ojos para recordar mejor a la joven en el momento de descender del rickshaw que la había conducido hasta allí. La imaginó de nuevo, el fuego de sus cabellos que se mecía sobre sus hombros, la emoción de su paso apresurado. Vio que su rostro se alzaba para contemplar las inmensas columnas de mármol, y con mirada aguda captó el brevísimo instante de vacilación de sus pies. ¿Seguirían sus ojos tan llenos de asombro -se preguntaba- como cuando la vio el día anterior en aquel hutong cochambroso, en aquella callejuela?

Se había formulado la pregunta varias veces. ¿Se habría perdido sin darse cuenta? Pero ¿cómo iba alguien a entrar en el barrio antiguo sin percatarse de ello? Con todo, los fanqui eran raros, y los senderos de su mente, turbios e indescifrables. Se pasó la mano por la densa mata de pelo negro, sintió en él la humedad de la lluvia y se presionó el cráneo con los dedos, como si de ese modo ejerciendo sólo la fuerza, fuera a obtener una respuesta.

¿Eran los dioses los que la habían llevado hasta él?

Meneó la cabeza, enfadado consigo mismo. Los europeos no eran amigos de los chinos, y los dioses del Reino Medio no tendrían nada que ver con ellos. A Chang An Lo tampoco le interesaba tener nada que ver con ellos, a no ser que fuera para empujar sus almas voraces hasta el mar, que era de donde habían venido, pero lo raro era que cuando la vio a ella en el hutong, el día anterior, no vio a un «diablo extranjero», sino a un zorro asustado y herido. Como el que en una ocasión había liberado de una trampa, en el bosque. Le había clavado los dientes y le había arrancado un pedazo de carne del brazo, pero después huyó, en busca de un lugar seguro. En aquella ocasión, Chang creyó ver en aquel animal un destello de sí mismo, pues también él se consideraba un ser atrapado y fiero que luchaba por conseguir su libertad.

Y ahora aparecía esa muchacha. Igual de indómita, con un fuego que nacía en su interior, y que se mostraba también en el pelo cobrizo, en sus ojos enormes de fanqui. Ella lo quemaría. Estaba tan seguro de ello como lo estuvo de que el zorro enjaulado le atacaría apenas lo tocara. Pero ya estaba atado a ella, sus almas se habían unido, y no tenía elección. Porque él le había salvado la vida.

En su mente se formó la imagen de unos callejones, de unas alcantarillas apestosas por las que nadie se adentraría por gusto. Él habría pasado de largo sin mirarlas siquiera. Pero los dioses le hicieron detenerse y volver la cabeza. Ella iluminó con su fuego todo aquel agujero negro, maloliente. Sus ojos no habían contemplado nunca a nadie como ella.

Sus pensamientos regresaron bruscamente a la lluvia y al cielo oscuro y tormentoso, y en ese momento oyó ruido de pasos, y el golpeteo de un bastón; un hombre pasó muy cerca de donde se encontraba. Llevaba un sombrero de copa y una gabardina gruesa, y se protegía con un paraguas. Pasó de largo a toda prisa, sin ver a Chang. Pero antes de llegar al club, dos sombras se arrojaron a sus pies, sobre el pavimento mojado.

Eran mendigos, un hombre y una mujer. Nativos de la ciudad vieja y le suplicaban con tono agudo, lastimero.

Chang escupió sobre el suelo al verlos.

El hombre les lanzó un puñado de monedas, maldiciendo entre dientes, y los apartó con un golpe de bastón en la espalda. Chang lo vio alejarse, subir por la escalinata blanca, franquear las puertas, tan grandes que parecían las de un palacio de los mandarines No oyó las palabras del hombre, pero conocía perfectamente sus actos. Los había visto durante toda su vida en China.

Durante las siguientes horas no pudo dejar de mirar, una y otra vez los altos ventanales iluminados, como un pájaro atraído ante la visión del maíz maduro. Ella estaba ahí, la muchacha de pelo de zorro. La había visto subir la escalera con otra mujer a su lado, pero entre ellas, el espacio de aire vacío se revolvía con una ira que les agarrotaba los hombros, y les hacía apartar las cabezas la una de la otra.

Sonrió para sus adentros, mientras la lluvia le resbalaba por la cara. Aquella muchacha tenía los dientes afilados, como los zorros.

Загрузка...