Capítulo 32

Tan hermosa que dolía.

Así es como Theo veía Junchow esa mañana. Había nevado la noche anterior, y ahora la ciudad resplandecía. Sus tejados grises de pizarra se habían convertido en laderas blancas, centelleantes, y los aleros curvos parecían trineos impacientes por descolgarse y deslizarse sobre el manto blanco. Incluso las macizas mansiones británicas no eran más que escarcha frágil. La luz, en el cielo, adquiría una tonalidad extraña, un rosa apagado, que hacía que todo reverberara, incluido el patio de la escuela, ahí abajo, donde las huellas intactas de alguna criatura nocturna creaban un sendero sobre la nieve, de un extremo a otro.

– Vete ahora, Tiyo, o llegas tarde.

A regañadientes se alejó de la ventana. Li Mei estaba detrás de él, vestida con un vestido blanco, virginal. Un copo de nieve. La estrechó entre sus brazos y le besó los labios suaves, pero la soltó al ver que por su mejilla resbalaba agua. Se estaba fundiendo. Cogió el sombrero de copa que ella sostenía entre las manos, de color gris oscuro, que a él le resultaba ridículo. Ya se había puesto el chaqué, con sus absurdos faldones, y la camisa de cuello rígido. Li Mei le acarició la cara, le olió la flor que llevaba prendida en la solapa, y le enderezó el sombrero.

– Estás muy guapo, Tiyo, mi amor.

– Un idiota muy guapo.

Ella se echó a reír, lo mismo que él.

– Ven conmigo.

– No, amor mío.

– ¿Por qué?

– No sería adecuado.

– A la mierda con lo adecuado.

– No, yo hoy tengo otras cosas que hacer.

– ¿Cuáles?

– Hablar con mi padre.

– ¿Con Feng Tu Hong? Maldito diablo. Juraste que no volverías a verlo en tu vida.

Ella bajó la cabeza, y sus cabellos negros descendieron como una cortina que la separara de él.

– Lo sé. Rompo mi juramento. Rezo a los dioses para que me perdonen.

– No vayas a verle, cielo. Por favor. Podría hacerte daño, y yo no podría soportarlo.

– Tal vez sea yo quien le haga daño a él -respondió Li Mei, observándolo con sus ojos almendrados, tan hermosos que dolían.


Theo intentó concentrarse. Afortunadamente la boda era corta. Esa era la ventaja de las ceremonias civiles sobre los largos y elaborados ritos religiosos, llenos de pompa y circunstancia que Theo tanto despreciaba. Aquélla era mejor. Breve y al grano. Con todo, sentía lástima por Alfred. Su decepción había sido grande al enterarse de que no podría contraer matrimonio en una iglesia, en presencia de Dios, pero si insistía en casarse con una mujer que ya había estado casada, ¿qué pretendía? La Iglesia anglicana era algo quisquillosa con aquellas sutilezas.

La novia estaba radiante. Ése era el problema de Theo. Sentado en el primer banco, en el lado del novio, apenas veía a los demás invitados, sus sombreros, perfumes y sus pajaritas bien anudadas. En lo que él se fijaba era en el bolero color crema, cubierto de diminutas perlas que centelleaban y se agitaban cada vez que ella respiraba, atrapando la luz y haciéndola girar en su mente, por lo que le costaba pensar con claridad. Se concentró en el vestido, en las caderas finas bajo la tela marfil de chiffon, en las suaves curvas y la ligera elevación de las nalgas. Sintió el deseo imperioso de estar en casa con Li Mei. En el baño. Recorrer con la lengua el sendero ascendente de sus muslos lisos.

Meneó la cabeza. Parpadeó con fuerza. Vació la mente de aquellos pensamientos. Desde hacía un tiempo, le resultaba imposible saber hacia dónde vagaría su mente en el momento siguiente, y eso le preocupaba. Se quitó los guantes grises y se frotó las manos, sin preocuparse por el ruido que hacía, pero una señora que estaba sentada detrás le dio unas palmadas en el hombro, advirtiéndole, y dejó de hacerlo. Los asistentes no superaban la treintena, casi todos colegas de Alfred, empleados del Daily Herald, y Theo reconoció también a un par de tipos del club; pero ahí estaba también una mujer mayor, de busto prominente, muy rusa, que llevaba un vestido de tafetán, a la que no conocía, y una pareja alegre y flaca, de pelo blanco, que sonreía mucho. Recordaba vagamente que Alfred le había comentado que se trataba de misioneros retirados que vivían en el edificio de Valentina.

– ¿Aceptas, Alfred Frederick Parker, tomar a esta mujer…?

No, no era así. Era ella la que tomaba a Alfred, algo que resultaba obvio a todos menos al pobre chico. Ella y su hija. Theo se pasó la mano por los ojos, que le ardían. ¿Dónde estaba la hija?

Recordó que la había visto antes, cuando entró en el salón detrás de su madre, muy erguida y distante. La chica sabía andar, eso había que reconocerlo. Como una reina de la jungla, con su vestido verde-menta y su mata de pelo cobrizo. Miró al otro lado del pasillo, y la vio. Sentada muy tiesa, con los guantes en el regazo, jugueteando con los dedos. Llevaba el pelo echado hacia delante, aunque no lo bastante como para ocultar el rasguño largo que le llegaba a la oreja. Sin duda, había estado peleando en aquella jungla suya.

Theo se apoyó en el respaldo, a riesgo de que se le cerraran los ojos. Al instante se vio inmerso en un mundo de sampanes, cubiertas oscilantes, dientes amarillos. Con claridad diáfana vio a Christopher Mason a la deriva, en una balsa, en medio de la desembocadura del río, cubierto de serpientes que le devoraban los ojos y se le metían por las orejas.

Theo sonrió, y empezó a roncar.


– ¿Qué te ha parecido, Theo, amigo? Yo diría que no está nada mal.

– Sí, has alquilado una casa muy bonita. -El edificio se encontraba en el límite oriental del Barrio Británico, cerca de la iglesia de San Sebastián. Algo separada de la acera, en una frondosa avenida-. Tu esposa y tú deberías ser muy felices en ella. -De la hija no dijo nada.

– A mí también me lo parece.

Se encontraban en la terraza, contemplando el jardín espacioso que incluso tras los embates del duro invierno lograba verse bien cuidado. El humo de los puros ascendía en volutas por el aire sereno, y las copas de coñac se habían vaciado casi por completo. Theo estaba impaciente por irse. Le dolían los ojos y le picaba toda la piel, como si un roedor se la mordisqueara por debajo y devorara las terminaciones nerviosas. Tras él, en el salón, el rumor de las voces de quienes se divertían no cesaba, y los asistentes daban buena cuenta de la comida y la bebida. La música se oía desde el exterior, alguna pieza de la banda de Paul Whiteman. Su sonido se le clavaba en los oídos, como miles de cuchillas.

– ¿Os vais pronto?

– Sí. -Alfred consultó la hora en el reloj de bolsillo-. El taxi viene a buscarnos a las tres y media para llevarnos a la estación. Pasaremos una semana entera en Datong. Los dos solos. En nuestra luna de miel. Valentina y yo. -Esbozó una sonrisa tan amplia que a Theo le pareció que la cara se le iba a partir en dos.

– Te va a encantar el templo de Huayuan.

– Me muero de ganas de verlo. Y Valentina también.

– Seguro que sí. ¿Y la niña?

– ¿Lydia?

– Sí. Se queda aquí, ¿verdad? ¿O se va con…? -A Theo se le quedó la mente en blanco. ¿Cómo se llamaba aquella muchacha rubia? ¿Sally? ¿Dolly? No, Polly-. ¿O con Polly?

Por primera vez en todo el día, la sonrisa de Alfred pareció perder brillo.

– Ha preferido quedarse aquí. Están el cocinero y su esposa, que viven aquí, claro, así como el mozo y el jardinero, que vienen todos los días, de modo que no estará sola.

– En ese caso, no hay de qué preocuparse.

– La verdad es que no me entusiasma la idea. No ha querido quedarse con los Mason, aunque la han invitado, y no quiere ni oír hablar de contratar a una señora respetable que se instale aquí como acompañante mientras nosotros estamos de viaje. -Se quitó las gafas y se las limpió a conciencia-. Es sólo una semana -añadió en voz baja, para sus adentros-. Y este año cumple los diecisiete. ¿En qué líos se va a meter en una semana?

Theo se echó a reír y se fijó en la losa gris, húmeda, que tenía bajo los pies, para proteger la vista de los destellos de luz que provenían del interior de la casa.

– No te preocupes, amigo, esa jovencita sabe cómo cuidar de sí misma.

Alfred lo miró muy serio.

– Eso es precisamente lo que me inquieta.

– ¿Qué es lo que te inquieta, ángel mío?

Era Valentina, que se había unido a ellos en la terraza.

– Me inquieta que vuelva a nevar y que el tren se retrase.

– Tonterías. Incluso el tiempo está de nuestra parte hoy. Todo saldrá bien.

Se rió y se acercó más a su esposo, tanto que apoyó su cuerpo contra el de él. Alfred le sonrió, exultante. Le rodeó la cintura con un brazo y ella volvió la cara hacia él de un modo que a Theo le pareció una flor girándose en dirección al sol. Veía que su amigo se henchía de orgullo, y rebosaba tanto amor que había algo casi indecente en ello. Temió lo peor por él.

El frío en la terraza era intenso, y Valentina llevaba sólo el vestido de chiffon que flotaba a su alrededor cada vez que se movía. Se fijó en sus pezones erectos bajo la delgada tela, aunque no estaba seguro de si se trataba de una reacción a la temperatura, o producto del deseo. Theo prefería las ropas rojas, coloristas, que los chinos llevaban en sus bodas, y que expresaban felicidad, a las gamas blancas y pálidas que preferían los occidentales, aunque debía admitir que la novia se veía preciosa. Aquel pelo negro, aquellos ojos brillantes… Un collar de perlas rodeaba tres veces su cuello, tan pálidas como su piel. Consciente de aquellos ojos que se fijaban en ella, Valentina se giró y le sostuvo la mirada un instante más de lo que habría sido decoroso, antes de volver a sonreír a Alfred.

– Mi cielo, entra pronto. Aquí hace mucho frío, y el señor Willoughby se ve muy pálido.

– Por Júpiter, tiene razón, Theo, tienes un aspecto horrible. Haz caso de lo que te diga una mujer.

– Tenéis razón -respondió él, y se dirigió hacia la puerta con la intención de despedirse.

Cuando la pareja de recién casados entró en el salón cogida del brazo, los asistentes a la boda prorrumpieron en vítores, y entonaron el «Por ser un muchacho excelente…» seguido de la correspondiente versión femenina.

Se oyeron unos gritos junto a la puerta principal. Los cánticos cesaron abruptamente. Un rugido de ira irrumpió en la estancia, junto con el mozo chino, que revoloteaba emitiendo una especie de trino. Theo dudó por un momento de si se trataría de una alucinación de las suyas, porque la escena era demasiado estrambótica para ser real. Un hombre corpulento, de aspecto malvado y sin duda borracho, se había presentado en la boda, y profería una sarta de insultos en ruso. Lucía una barba negra, rizada, y un parche en un ojo, y parecía no haberse cambiado de ropa desde el estallido de la Revolución bolchevique. Pero los demás también lo observaban, alarmados, de modo que, estrambótica o no, la escena debía de ser real. El propio salón parecía agitarse y menguar con el avance de aquella criatura gigantesca que gruñía, se tambaleaba y oscilaba sin el menor control.

– Ese hombre está ebrio.

– Ojalá me hubiera traído la pistola.

– Que alguien llame a la policía.

– Atrás, Johnnie, o alguien saldrá herido.

Theo se interpuso en su camino. No estaba seguro de qué pretendía hacer, tal vez sacarse el puñal que llevaba enfundado y oculto sobre el tobillo, y del que últimamente jamás se desprendía. Tal vez las luces que no dejaban de parpadear sobre su cabeza lo harían invisible a ojos del intruso, y podría asestarle un puñetazo sin que éste lo viera. La idea, aunque del todo absurda, cruzó su mente. Lo único que sabía era que no quería que nadie hiciera daño a su amigo. Y menos en el día de su boda.

El ojo bueno del rufián lo escrutó, y al momento uno de sus codos se alzó en dirección a su cara. Alguien le tiró con fuerza del brazo y lo obligó a echarse a un lado, tambaleante; así, el puñetazo que siguió le dio en el hombro, y no en el pómulo, que era adonde iba dirigido. Unos ojos ambarinos lo miraron, y él vio que las manos de la muchacha rusa seguían aferradas a su brazo. Y entonces desapareció.

Aunque el dolor seguía trepanándole el cerebro y la luz le cegaba, trató de encontrarle un sentido a lo que veía. El tufei, el bandido ruso, se dirigía hacia la pareja de recién casados. Alfred, por lo general de modales correctos, y siempre sosegado, se echó hacia delante emitiendo un grito de furia para proteger a su amada, pero la gran zarpa de su contrincante lo abatió sin apenas esfuerzo. Alfred ya se encontraba en el suelo, con la cabeza ensangrentada.

Gritos.

Alguien gritaba.

Valentina Ivanova -no, Valentina Parker- le gritaba algo al gigante en ruso. Le abofeteó. No una vez, sino tres veces. Tuvo que ponerse de puntillas para hacerlo, y parecía una gatita jugando con el morro de un león. Él gruñía y rugía, mientras apartaba la cara a un lado y al otro, tambaleándose, demasiado bebido para sostenerse derecho. Aun así, ella seguía gritándole.

– Poshyolvon. Sal de aquí, apestoso cerdo ruso. Ubiraisya otsyuda gryaznaya svinya.

– Prodazhnaya shkura -masculló él antes de cambiar de lengua-. Puta.

Theo se acercó a Alfred y le ayudó a ponerse en pie.

– Basta, basta. Prekratyitye.

Era la niña, que había agarrado el inmenso brazo de aquel hombre y tiraba de él para reclamar su atención y lograr que la mirara. El ojo bueno del rufián tardó en abandonar el rostro de la novia, pero al fin se movió en dirección a la joven que tenía al lado.

– Poshli, ven -le conminó-. Ven conmigo. Deprisa. Bistra. O te dispararán como a un perro.

Todo terminó entonces. Los gritos cesaron. El hombre se había ido. Alfred se acercó corriendo a Valentina. La muchacha desapareció. Lo último que Theo recordaba era la visión de la pequeña arrastrando al hombretón para sacarlo de la sala, y lo más curioso era que él la seguía dócilmente, mientras los lagrimones resbalaban por sus mejillas y se perdían en su poblada barba. La señora de busto prominente alzó la vista al cielo y, con fuerte acento ruso, exclamó:

– Pagarás por esto. Dios te hará pagar por esto.

Theo se preguntó si se referiría a él.

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