– Buenos días, señorita Ivanova. Espero no haber venido demasiado temprano.
– Alexei Serov. No le esperaba.
El ruso se encontraba junto a la puerta, tan alto y lánguido como siempre, enfundado en su abrigo de cuello de pieles, y era la última persona a la que deseaba ver en ese momento.
– Estaba preocupado por usted -dijo.
– ¿Preocupado? ¿Por qué?
– Después de nuestro último encuentro… Estaba usted muy disgustada por la muerte en la calle de su acompañante.
– Ah, sí, claro. Lo siento, tengo la cabeza… Sí, fue muy desagradable, y usted se mostró muy amable. Gracias. -Dio un paso atrás, preparándose para cerrar la puerta, pero él no había terminado.
– Me he dirigido a su domicilio anterior, y Olga Petrovna Zarya me ha informado de que ahora vive aquí.
– Así es.
– Me ha contado que su madre ha vuelto a casarse.
– Sí.
– Felicítela de mi parte. -Hizo una breve reverencia, y ella no pudo evitar pensar que los movimientos de Chang resultaban mucho más gráciles.
– Lo haré.
Alexei esbozó apenas un atisbo de sonrisa.
– Aunque su madre no se mostró muy complacida de verme en su anterior residencia, si no recuerdo mal.
– No.
Entre ellos se hizo un silencio incómodo, que Lydia no hizo nada por romper.
– ¿La estoy molestando?
– Sí. Lo siento, pero en este momento me pilla usted ocupada en algo.
– Me disculpo por ello, no la entretendré más. Yo también he estado bastante ocupado. De otro modo habría pasado antes para asegurarme de que se encontraba bien.
– ¿Ocupado? -El interés de Lydia creció-. ¿Con las fuerzas del Kuomintang?
– Así es. Adiós, señorita Ivanova.
– Espere. -Forzó una sonrisa-. Discúlpeme por tenerlo aquí en la puerta. Qué falta de educación la mía. Tal vez le apetezca un té. A todos nos viene bien un descanso de vez en cuando.
– Gracias, me encantaría.
– Por favor, pase.
Ahora que ya lo tenía sentado en una silla, con una taza en la mano -una taza preciosa, de porcelana cruda, con un asa tan fina que, al trasluz, se veía a través de ella-, a Lydia le resultaba difícil averiguar lo que pretendía saber. Cada vez que llevaba la conversación hacia los asuntos militares, él cambiaba de tema y se dedicaba a hablar de la ópera china que había visto la noche anterior. E incluso cuando le preguntó abiertamente por el gran número de carteles comunistas que había visto en la ciudad, en los que se exigía el derecho de la población autóctona a entrar en los parques del Asentamiento Internacional, él se limitó a reírse con aquella risa suya de superioridad.
– Sí, y a continuación exigirán que les dejemos entrar en nuestros clubes y campos de croquet.
Lydia no sabía si lo decía en broma o completamente en serio. Había pronunciado sus palabras en tono divertido y lánguido, pero a ella no la engañaba tan fácilmente. Los ojos verdes de Alexei eran rápidos, observadores, y se fijaban en ella y en su nuevo entorno. Lydia sentía que estaba jugando con ella y, desconfiada, dio un sorbo al té.
– De modo que los comunistas siguen activos en Junchow -comentó-, a pesar de los esfuerzos de las tropas de élite del Kuomintang.
– Eso parece. Pero confinados en huecos, en la orilla del río, como las ratas. La bandera del Kuomintang ondea en todas partes, para que la gente no olvide quién gobierna. -Sonrió con los ojos entrecerrados-. Al menos se trata de una enseña bonita, y alegra el lugar con sus vivos colores.
– ¿Y sabe usted qué significan esos colores?
– Son colores, nada más.
– No. En China todo tiene un significado.
– ¿De veras? -Alexei se echó hacia atrás y apoyó las manos en los apoyabrazos. Y a Lydia le pareció que su aspecto era el de un zar en su trono, en el Palacio de Invierno, y desdeñó su arrogancia-. Ilústreme usted, señorita Ivanova.
– El cuerpo rojo de la bandera representa la sangre y el sufrimiento de China.
– ¿Y el sol blanco?
– La pureza.
– ¿Y el fondo azul?
– La justicia.
– Interesante. Parece usted saber más cosas de China que la mayoría.
– Sé que los Serpientes Negras de Junchow luchan tanto contra los comunistas como contra el Kuomintang para hacerse con el control del Consejo.
Por primera vez, Alexei abrió mucho los ojos, impresionado, y ella supo que se había anotado un tanto.
– Señorita Ivanova, es usted una muchacha rusa muy joven. ¿Dónde ha oído alguien como usted hablar de los Serpientes Negras?
– Presto atención. Veo un tatuaje. Que sea mujer y no haya cumplido aún los diecisiete no quiere decir que no esté al corriente de la situación política de este lugar. Yo no soy una de esas delicadas florecillas de sus salones que se quedan en casa todo el día bordando o dando sorbos al champán, Alexei Serov. Yo vivo en este mundo.
Él se echó hacia delante, muy serio, sin rastro de diversión en su rostro.
– Señorita Ivanova, ya he visto los riesgos que corre usted, y le insto a evitar todo contacto con los Serpientes Negras. En este momento son incluso más peligrosos que nunca.
– ¿Cómo es eso?
– Porque el padre y el hijo que dirigen la organización se han peleado. El padre azotó públicamente a Po Chu por desobedecerle, y ahora éste está reclutando a su propia banda, y trata de llegar a una alianza con el Kuomintang. Pero nadie confía en nadie. Todo el mundo engaña a los demás, y mueve las piezas como en una partida de ajedrez.
– ¿Arrebatará el hijo el control al padre?
– No lo sé. Es despiadado. Y ya ha conseguido los medios para plantear serios problemas.
– ¿A qué se refiere?
– A explosivos. La semana pasada hizo descarrilar un tren que transportaba explosivos desde la provincia de Funan, y un capitán del ejército del Kuomintang me informó ayer de que, según sus espías, está a punto de desencadenarse una gran batalla.
– ¿Quiere eso decir que Chiang Kai-Chek enviará más tropas a la ciudad?
– Sin duda.
– Es decir, que usted va a estar aún más ocupado, «asesorando». Porque a eso se dedica usted, ¿verdad? Asesora al Kuomintang sobre estrategia militar.
– Correcto.
– ¿Y nunca se le ha ocurrido pensar que no son mejores de lo que eran los señores de la guerra? ¿Que Chiang gobierna como un dictador, y que usted le está ayudando?
En ese instante, Alexei Serov esbozó aquella media sonrisa suya que a Lydia le resultaba tan enervante, y volvió a recostarse en el respaldo. Sostuvo la taza, pero había olvidado que ya se había terminado el té, y volvió a dejarla sobre la mesa.
– Tal vez esté usted muy bien informada sobre los asuntos chinos, señorita Ivanova, pero resulta obvio que lo ignora absolutamente todo de un aspecto. China, como Rusia, es un país inmenso, y está constituido a partir de una gran diversidad de pueblos y tribus que se cortarían el pescuezo unos a otros si no existiera un dictador autoritario como Chiang Kai-Chek para mantenerlos unidos con mano de hierro. Los comunistas están llenos de bellos ideales, pero en un país como éste crearían el caos si llegaran al poder. Con todo, eso es algo que no sucederá nunca. Sus respuestas son demasiado simplistas. Por tanto, sí, trabajo denodadamente a favor del sistema político y militar que los sacará de sus escondrijos y los destruirá.
Lydia se puso en pie con brusquedad.
– Es evidente que está usted muy ocupado. No querría entretenerlo.
Alexei parpadeó, desconcertado, antes de inclinar la cabeza en gesto cortés.
– Sí, claro, discúlpeme. Recuerdo que ha dicho que estaba ocupada usted también con un asunto. -Se puso en pie, elegante con su traje inmaculado, y Lydia volvió a pensar que su pelo castaño cortado a cepillo contrastaba con la languidez general de su aspecto.
Hasta ese momento Lydia no se dio cuenta de que llevaba el vestido arrugado, y de que tenía el pelo alborotado. Estuvo a punto de pasarse una mano por él, pero se detuvo. Lo que ese hombre pensara de ella no le importaba lo más mínimo. Era maleducado, arrogante, y apoyaba a un dictador despiadado. Que se fuera al infierno. Su madre tenía razón.
Se dirigió a la puerta, le entregó el abrigo y se sintió obligada a estrecharle la mano.
– Adiós, Alexei Serov, y gracias otra vez por su ayuda.
Él le estrechó la mano brevemente, estudiándosela mientras lo hacía, como si quisiera leer sus secretos.
Lydia la retiró.
Los ojos verdes del ruso, entrecerrados de nuevo, se posaron en los suyos, inquisitivos.
– Mi madre, la condesa Natalia Serova, organiza una fiesta la próxima semana. ¿Le gustaría asistir, tal vez? Es el lunes a las ocho. Venga. -Y se echó a reír, burlón-. Podemos volver a sentarnos a hablar de movimientos de tropas.
Tras él, en el coche, sobre el camino de gravilla, un chófer chino ataviado con uniforme militar aguardaba pacientemente al volante. En el guardabarros, mecida por la brisa helada, ondeaba una bandera del Kuomintang.
– Lo pensaré -dijo Lydia, antes de cerrar la puerta.
Subió los peldaños de dos en dos. La puerta del dormitorio estaba cerrada, pero ella la abrió de golpe, y empezó a hablar antes de encontrarse del todo dentro.
– Chang, no pasa nada, yo…
Se detuvo, la cama estaba vacía, la sábana retirada, y del edredón no había ni rastro.
– ¿Chang?
Hacía frío. Un viento gélido le rozó la mejilla. La ventana estaba abierta de par en par, y las cortinas se agitaban.
– No -musitó ella, acercándose a toda prisa hasta el alféizar.
Fuera, en la terraza, no había ni rastro de su cuerpo maltrecho. Su dormitorio daba al jardín trasero, que se veía muerto, desnudo. El único movimiento era el de una urraca. Vacío. Un gran dolor se apoderó de su pecho.
– Chang -llamó en voz baja.
Algo sonó a su espalda. Lydia se volvió y observó que la puerta se cerraba. Tras ella, pegado a la pared junto a la que se había ocultado, estaba Chang An Lo. Tenía la cara muy blanca, pero se había envuelto en el edredón color melocotón, y de la muñeca derecha aún colgaban los restos de unos vendajes. Entre los dedos hinchados, a modo de daga afilada, sostenía las tijeras que ella usaba para cortar las vendas.