– Mi padre se suicidó por culpa del opio.
Aquello fue una sorpresa para el propio Theo. Oír aquellas palabras pronunciadas por él mismo. Era algo que no le había contado a nadie, ni siquiera a Li Mei. Como si acabara de vomitar una piedra que llevara mucho tiempo encajada en la garganta.
El joven chino estaba sentado en la cama. No tenía buen aspecto. Su rostro esquelético había adquirido una tonalidad cetrina, tan inerte como la ceniza, que alrededor de los ojos se oscurecía. Sus miembros pendían, fláccidos, como los de una marioneta, pero sus ojos negros estaban llenos de una oscura emoción. Theo no estaba seguro de si se trataba de odio o de temor, aunque sospechaba que se trataba de lo primero. Aunque eso no era nada nuevo: todos los comunistas odiaban a los extranjeros que vivían en su país. ¿Quién podía culparlos por ello? Aun así, a Theo le molestaba que ignoraran convenientemente los beneficios que los occidentales traían consigo. Las industrias. La electricidad. Los trenes. La experiencia bancaria. China necesitaba a Occidente más de lo que Occidente necesitaba a China. Pero aquella necesidad tenía un precio, claro.
Cuando el chino habló, lo hizo con cierta tensión en la voz.
– Sé que eso sucede aquí, en China. La muerte y el opio transitan por el mismo sendero. Pero no creía que fuera del mismo modo en Inglaterra.
Theo se encogió de hombros.
– La gente es igual, viva donde viva.
– Muchos fanqui piensan de otro modo.
– Sí, y mi padre era uno de ellos. Él estaba absolutamente convencido de la supremacía de los británicos, y de su propia familia en particular.
– El dolor anida en tus palabras. Un altar ancestral para él en tu casa honraría su espíritu.
– También está mi hermano mayor. -Las palabras seguían fluyendo, una vez que la piedra había sido expulsada.
¿Un altar? ¿Por qué no? En todos los hogares chinos había uno para mantener bien alimentados y felices a los espíritus de los antepasados. ¿Por qué no él? Claro que tal vez él no conservara su hogar por mucho más tiempo, y algo le decía que las cárceles no eran los lugares más propicios para tales cosas.
– Mi hermano Ronald era muy guapo. Lo tenía todo. Un título de Cambridge… Mi padre se sentía orgulloso de él.
– Tu padre era afortunado.
– En realidad no lo era. Mi padre le cedió el negocio familiar de inversiones, pero todo se fue al garete. Mi hermano empezó a consumir opio para poder dormir por las noches y… Bueno, es la historia de siempre. Llevó la empresa a la bancarrota, y defraudó a muchos clientes para poder cubrir la situación. De modo que…
Theo guardó silencio. No entendía por qué aquellos recuerdos habían aflorado a la superficie. Creía que estaban muertos y enterrados. ¿Por qué ahora? ¿Por qué se lo contaba a ese comunista chino? ¿Era acaso porque, lo mismo que su padre antes que él, tanto él como Chang An Lo se enfrentaban al fracaso de todas sus esperanzas y sus planes de futuro?
– De modo que… -le instó Chang a seguir.
Theo extrajo un cigarrillo de la pitillera, pero no lo encendió, y se limitó a moverlo entre los dedos.
– De modo que mi padre cogió su pistola y mató a mi hermano. En el despacho, cuando estaba sentado ante su mesa. Y luego se voló la tapa de los sesos. Fue… espantoso. Un gran escándalo, claro, y mi madre tomó una sobredosis de algo malo. Después de los funerales, yo me vine aquí. Y eso es todo. Llevo diez años, y aquí sigo.
– China se siente honrada.
– Eso es opinable.
– Estoy seguro de que así opina también la hermosa Li Mei. Theo quería creerlo.
– ¿Puedo preguntarte algo? -dijo Chang.
– Sí.
– ¿Son muy graves los problemas que nacen de mezclar a europeos con chinos? En tu mundo, quiero decir.
– ¡Ah! -Theo se llevó la mano al diminuto remiendo de la túnica china que llevaba puesta. Sintió una aguda punzada de compasión por el joven-. Si te soy brutalmente sincero, sí. Los problemas son enormes.
Chang cerró los ojos.
Theo le dio una palmadita en el hombro.
– Es muy duro, maldita sea.