Ella no le permitía que le viera la cara.
– Li Mei, no. Por favor.
Pero Li Mei se ocultaba bajo la almohada. La vergüenza que sentía era mucho peor que su dolor.
– Amor mío, mi cielo -murmuró Theo-. Deja que te humedezca las mejillas hinchadas, que te cure con mis besos los cardenales negros que rodean tus ojos.
Ella se acurrucó, hecha un ovillo, dándole la espalda.
Theo se inclinó sobre la cama y le besó la nuca, aspirando el perfume de sándalo que impregnaba sus cabellos, negros como ala de cuervo.
– Perdóname, mi amor, ya te dejo sola. Aquí tienes unas medicinas del herbolario; la del tarro negro es para el dolor, y la otra para la piel dañada.
Aguardó unos instantes, dividido entre el deseo imperioso de abrazarla con fuerza y la conciencia de que, más que ninguna otra cosa, lo que ella quería era ocultarle las pruebas de su desgracia.
– ¿Li Mei?
Silencio.
– Li Mei, escúchame. No vuelvas nunca junto a tu padre. Pase lo que pase. Los dos sabemos que te hundiría y te convertiría en su esclava, de modo que debes mantenerte lejos de él. Y del come-mierda de tu hermano Po Chu. Prométemelo.
Nada.
Theo se incorporó y apoyó una mano en la fina curva de la cadera.
– A cambio, yo te prometo que me alejaré para siempre del humo de los sueños.
Ella seguía sin responder, pero un temblor progresivo se apoderó de sus hombros. Estaba llorando.
Esa noche, Theo no se acostó. Ya no acudió a su cita en el río. Bajó hasta las aulas vacías, hasta la gran silla de roble tallado que se encontraba al final del pasillo, y pidió a uno de los muchachos encargados del mantenimiento que le trajera cuerdas. El niño, de unos nueve años, no se mostró en absoluto complacido con aquel encargo, pero acabó por obedecer, porque si perdía el trabajo, sus padres y sus cuatro hermanas se morirían de hambre.
Theo se quedó ahí sentado toda la noche.
Para que nadie oyera sus lamentos y sus gritos, excepto la gata de ojos amarillos, que se mantuvo casi en todo momento sentada, observándolo, pero que en una ocasión le saltó sobre el regazo y emitió un maullido agudo. Él tenía los brazos atados a la madera labrada, desde la que unos tigres en relieve le sonreían, burlándose de su tormento, y los tobillos atados a las patas macizas.
Cuando un débil resplandor rojizo asomó por el horizonte, Theo supo que le estaba mirando a los ojos el mismísimo diablo.