Lydia tuvo que salir a la carrera. Aunque había bebido mucho, Liev avanzaba a grandes zancadas, como llevado por el diablo.
– Maldita sea, Liev Popkov -maldijo-. No corras tanto.
Él se detuvo y la miró, confuso, con el ojo bueno. Pareció sorprenderse de verla a su lado.
– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó ella-. ¿Por qué has irrumpido de ese modo en el banquete de boda? O chyom vi rugalys?
Él meneó la cabeza y reanudó la marcha, más despacio. Había empezado a llover, pero el frío era tan intenso que el agua se convertiría en nieve en cualquier momento. Lydia no llevaba ropa apropiada. El vestido verde de lentejuelas no estaba hecho para el invierno chino. Al salir, había cogido al vuelo el abrigo del armario, el abrigo viejo, el más fino -no el nuevo, el que estaba manchado de sangre, que ya no soportaba-, pero llevaba unos ridículos zapatos de raso, e iba sin sombrero. Le agarró el brazo y tiró de él con fuerza. El temor a que la confrontación con su madre le llevara a abandonarla a ella la llevó a apretar mucho los dedos y a concentrarse en encontrar las palabras rusas adecuadas.
– ¿Por qué le han hecho eso a mi madre? Cuéntamelo. ¿Por qué? Pochemu?
– Una rusa debe casarse con un ruso -masculló él, bajando la cabeza empapada por la lluvia. No dijo nada más.
– Eso es absurdo, Liev Popkov.
Pero no añadió nada más. Su dominio de la lengua no alcanzaba para expresar las emociones con las que combatía. La visión del rostro hermoso de su madre tan deformado por la ira, y el sonido de las palabras en ruso que habían salido de su boca a tal velocidad que Lydia no había podido comprenderlas, la habían impresionado. Le habían robado algo de su mundo, algo muy sólido. ¿Por qué iba a entrar Liev en su casa? Nada de todo aquello tenía el menor sentido.
Condujo al oso gigante más allá de la estación de tren, en dirección al muelle. A él no parecía importarle hacia dónde iba, no se daba cuenta siquiera, hasta que una muchacha de vida alegre, vestida con un cheongsam corto, de color amarillo, que dejaba sus piernas al descubierto, se acercó a él y le acarició la mejilla con una mano de uñas verdes como escamas de dragón.
– ¿Quieres jig-jig?
Él la apartó de un manotazo, pero al momento alzó la cabeza y miró a su alrededor, y vio las altas grúas de metal y los garitos de juego, y las cadenas de porteadores. Sólo entonces se percató de la lluvia. Observó a Lydia con los ojos inyectados en sangre, y frunció el ceño.
– Tengo un plan -le dijo ella en ruso-. He encontrado a un hombre. Él conoce a mi amigo, a la persona que busco. Ese hombre que he encontrado está… muerto ahora. No entendí sus palabras en chino, pero mencionó el nombre de Calfield. Creo que está aquí. En alguna parte.
– ¿Calfield?
– Da.
Sabía que no se había explicado bien, pero era difícil encontrar las palabras adecuadas en ruso. Su impaciencia podía con ella. Lo arrastró hacia los edificios que daban al muelle y le señaló los nombres escritos en los carteles. La maderería Jepherson y la agencia Lamartiere. Al otro lado de la calle se encontraba el despacho de Dirk & Green Wheelwright, junto a la cerería Winkmann. Todos ellos intercalados entre negocios chinos.
Le hizo un gesto a Liev.
– ¿Calfield? ¿Dónde está? Tienes que preguntarlo.
El ruso pareció comprender, al fin.
– ¿Calfield? -repitió.
– Sí.
A Lydia le había costado horas de esfuerzo. Pasarse despierta toda la noche rememorando la pesadilla del día anterior. Una y otra vez veía el cuchillo hundiéndose en las entrañas de Tan Wah. Su tos grave. La sangre. ¿Cómo podía caber tanta sangre en alguien tan flaco? Sintió deseos de gritar «¡No, No!» en voz alta, pero obligó a su mente a retroceder más aún, mucho más. Trasladarse al bosque, a la primera vez que le preguntó por Chang An Lo. Su retahíla de palabras seguía resultándole ininteligible, pero volvió a escucharlas. En su recuerdo. A escucharlas. A ver sus ojos saltones. Su rostro lampiño que ya era una calavera. Sus dientes, amarillos y desgastados.
Palabras. Sonidos. Desconocidos y ajenos.
Y cuando los pliegues de la cortina de su cuarto pasaban del negro al gris, indicando que su última mañana en la buhardilla llegaba a su fin, una palabra asomó a su mente, destacándose de todos aquellos sonidos sin significado. «Calfield.» Tan Wah había pronunciado aquella palabra, estaba segura.
Calfield.
Se puso a roerla como si fuera un hueso. Su intención había sido conducirla hasta donde se encontraba Chang, eso estaba claro. Y luego había señalado hacia el muelle con su mano huesuda y había dicho: «Calfield.»
Era una empresa, una empresa comercial de alguna clase, de eso estaba segura. Calfield era un nombre inglés, y ningún inglés vivía en el puerto, de modo que tenía que ser un negocio. Ella había planeado ir en busca de Liev Popkov en cuanto su madre y Alfred se fueran a la estación, pero su irrupción había adelantado las cosas. Los recién casados se irían de todos modos, y seguramente, en el caos del momento, ni se darían cuenta de que ella no estaba. No la echarían de menos.
– Lydia Ivanova. -Era el oso. Hablaba con voz algo más sobria, arrastrando menos las palabras-. Pochemu? ¿Por qué necesitas tanto encontrar a ese amigo?
Ella lo miró fijamente.
– Eso es asunto mío.
Él emitió un gruñido, literalmente un gruñido, y se metió la mano en el bolsillo de su abrigo largo, del que sacó un fajo de billetes. Le tomó la mano con su gran zarpa y le puso el dinero en la palma, cerrándole los dedos alrededor para evitar miradas codiciosas.
– Doscientos dólares -le dijo.
A Lydia le dio un vuelco el corazón. La devolución del dinero era un gesto definitivo. Había terminado con ella.
– No te vayas. Nye ostavlyai menya.
Él no respondió, y sin palabras, se quitó la larga bufanda de lana que llevaba al cuello, se la puso a ella sobre la cabeza mojada y se la pasó por los hombros. Olía a diablos, a sudor rancio, a tabaco y a ajo, pero algo en aquel gesto aplacó sus temores. No la dejaría sola. Seguro que no. Pero lo hizo.
Se sentía traicionada. No había razón para ello, pero así era como se sentía. Era una transacción comercial, nada más. Doscientos dólares a cambio de su protección, ése era el servicio que había contratado. Liev ya se los había ganado con creces, había puesto en peligro su vida una y otra vez durante su búsqueda por aquellos lugares peligrosos, y lo había hecho por menos de lo que probablemente Alfred había pagado por su abrigo nuevo. Pero ahora le había devuelto el dinero. Todo.
No lo comprendía.
Como tampoco comprendía por qué le había dolido tanto. Era un negocio. Nada más. Lo vio entrar en un kabak, y supo que esa vez tardaría en salir. Había entrado a beber. Ella estuvo tentada de llamarle a gritos, de suplicarle.
No.
Se cubrió la cara todo lo que pudo con la bufanda y se puso en marcha, caminando junto al muro, sin apartar la vista del suelo, pues no quería entrar en ningún tipo de contacto con los rostros y los cuerpos que pasaban a su lado. Sabía que estaba en peligro. Recordó al hombre de la cara redonda como la luna, que había intentado comprarla, y al marino americano. Acarició los doscientos dólares, y estuvo a punto de desprenderse de ellos, pues sabía que con ellos corría mayor riesgo, pero no se vio capaz de hacerlo. Tirar dinero era como cortarse las venas.
Lo que tenía que hacer era entrar en alguna de aquellas empresas occidentales y preguntar. Así de sencillo.
Una mano se posó en su hombro, y un rostro de ojos negros, sonriente, se inclinó sobre el suyo. Ella dio un respingo y se dirigió a la primera puerta que encontró con un cartel escrito en inglés. Su decepción fue instantánea, pues no se parecía a nada de lo que esperaba encontrar. Se trataba de un espacio alargado y de techo bajo, oscuro incluso a esa hora del día, ya que la ventana era pequeña y estaba muy sucia. Unos cuantos trabajadores chinos se ocupaban colocando cajas de cartón sobre unas tarimas de madera, y un desagradable olor a aceite se filtraba bajo la gran puerta de doble hoja que, al parecer, daba acceso a la fábrica, situada en la zona trasera.
Un chino, apostado a una mesa, junto a la puerta, alzó la vista. Llevaba unos lentes diminutos, de montura metálica, y un bigotillo que le daba un aspecto casi europeo. La mesa estaba cubierta de gruesos libros de cuentas, y sobre ella sonaba un teléfono alto, negro, que él no respondía.
– Disculpe -dijo Lydia-. ¿Habla mi idioma?
– Sí, ¿en qué puedo ayudarla, señorita?
– Estoy buscando una empresa que se llama Calfield. ¿La conoce?
– Sí. Está en Sweet Candle Yard.
– ¿Podría indicarme cómo llegar?
En ese instante, la puerta de doble hoja se abrió de par en par, y una bocanada de aire caliente se coló en la oficina. Lydia tuvo ocasión de entrever el purgatorio que se desarrollaba detrás: una multitud de figuras de una delgadez extrema, inclinadas sobre inmensas cubas con largas palas en la mano, mezclando algo en un líquido humeante que calentaba sus rostros y los teñía de un rojo encendido. Cuando las puertas se cerraron, volvieron a desaparecer en su infierno cotidiano.
– Tiene que tomar Leaping Goat Lane y llegar hasta los almacenes. Calfield está ahí.
El hombre agitó la mano sin precisar bien una dirección, se despidió de ella con un movimiento de cabeza y descolgó el teléfono para poner fin a los timbrazos. Lydia salió con la nariz impregnada aún por aquel hedor. Una vez fuera, se puso a buscar Leaping Goat Lane entre las numerosas calles y callejuelas que partían del muelle.
¿Cuál sería?
Todas las indicaciones estaban escritas en caracteres chinos. Tal vez tuviera delante la calle que buscaba, y no lo supiera. Pasó un rickshaw que, al pasar sobre un charco, la empapó de barro de la cabeza a los pies. Sus zapatos de raso serían irrecuperables, y el frío la calaba hasta los huesos.
– Leaping Goat Lane -dijo en voz alta, y se subió al bordillo de una fuente, en la que el agua que brotaba se había convertido en una lágrima de hielo-. ¿Puede alguien indicarme cuál de estas calles es Leaping Goat Lane? -gritó a pleno pulmón.
Varios transeúntes se volvieron a mirarla, interesados, y vio que dos hombres flacos, tocados con sombreros de bambú, se detenían y acudían hacia ella. Tragó saliva. Era un riesgo, pero a Chang le quedaba cada vez menos tiempo, y ella estaba desesperada por verlo. De pronto, sintió que se elevaba por los aires. Algo la agarró, la levantó del suelo y la zarandeó como si fuera una muñeca de trapo. Empezó a dar puntapiés y puñetazos, y uno de ellos alcanzó un rostro.
– Lydia Ivanova. Nyet. No. Nyet.
Era Liev Popkov. Volvió a zarandearla, y ella lo abrazó, aliviada.
Caminaban deprisa por Leaping Goat Lane. La lluvia caía con más fuerza. Una recua de mulas que transportaban grandes sogas les adelantaron, entre gritos y chasquidos de látigo. Liev Popkov no soltaba en ningún momento a Lydia, a la que llevaba agarrada por la cintura.
Se había enfadado con ella. Por haberle malinterpretado, por pensar que podía entrar en un bar para algo que no fuera obtener información. La regañó por irse y no esperarlo, y el enfado de aquel hombretón, lejos de asustarla, le alegró. Sabía que debería estar asustada, pero no lo estaba. No más de lo que había estado su madre cuando él irrumpió en la casa y armó aquel escándalo. La idea le causaba asombro: que incluso los hombres presentes en el banquete de boda se hubieran arredrado, presas del temor, y hubieran hablado de sacar armas, o de llamar a la policía, y que Valentina se hubiera mantenido impasible, le llevó a preguntarse por primera vez si su madre conocía a Liev Popkov mejor de lo que admitía.
– Los almacenes -señaló Lydia.
Frente a ellos se alzaba un grupo de edificios, grandes e impersonales, con tejados de uralita y sin ventanas. Se trataba de los almacenes en los que se guardaban los productos destinados a la importación y la exportación, hasta que los inspectores se llevaban su parte. Unos pocos guardias uniformados, con las armas apoyadas en las caderas, patrullaban con desgana, más interesados en mantenerse secos que en detectar la presencia de ladrones. Los patios que circundaban los tinglados se encontraban en peor estado que las calles. Apestaban a putrefacción, y aquí y allá se veían ovillos de harapos sucios, tirados junto a los muros, bajo los alféizares o metidos en las alcantarillas.
Lydia sabía que bajo aquellos jirones de tela horrenda se ocultaban personas, aunque sólo los dioses sabían si estaban vivas o muertas. El temor a que Chang An Lo fuera uno de ellos la llevó a acercarse a uno de los bultos, tendido junto a un portón, del que sólo pudo distinguir un mechón de pelo mojado y una frente despejada que le resultó conocida. Pero cuando el hombre alzó el rostro para mirarla, vio que no era Chang. Los ojos de aquel ser carecían de fuego. De esperanza. Tenía la piel cubierta de pústulas ennegrecidas, y de la comisura de los labios goteaba una espuma sanguinolenta.
Lydia recordó que aún llevaba los doscientos dólares en el bolsillo. Metió la mano en él, pero antes de poder agarrar los billetes Liev Popkov tiró de ella para alejarla de allí.
– Tckuma. La peste -dijo él en inglés, con gesto de asco, antes de añadir-: Estará muerto antes del amanecer. -Le cogió el dinero y volvió a metérselo en su bolsillo.
La peste.
La sola mención de la palabra le daba escalofríos. La había oído en boca de Alfred, que contó que se había originado entre los soldados del ejército, y que cuando los señores de la guerra fueron derrotados y los soldados huyeron a sus aldeas, la enfermedad se extendió como la pólvora. Las hambrunas de los campos calcinados obligaron a los campesinos a dirigirse en masa a las ciudades, en busca de comida y trabajo, pero lo que hacían era vaciarse los pulmones en las alcantarillas, y morían congelados, cubiertos apenas por sus harapos. Lydia se quitó el abrigo y cubrió con él aquel montón de huesos temblorosos.
– Tonta, glupaya dura -masculló Liev.
Pero ella estaba segura de que no le quitaría el abrigo al moribundo. Ya no. Estaba infestado de peste. El temor por la suerte de Chang le quemaba el pecho, y siguió avanzando en dirección a los almacenes. Calfield tenía que estar en uno de ellos. Tenía que estar ahí.
Y ahí estaba.
Calfield & Co. Maquinaria. El cartel aparecía pintado con letras negras en el octavo edificio con el que se encontraron. Liev se había quitado su abrigo y se lo había puesto a Lydia, a pesar de sus protestas, pero debajo llevaba un variopinto surtido de prendas, entre ellas una gruesa capa de piel que lo protegía de la lluvia. Rastrearon el terreno palmo a palmo. Caminaron alrededor del almacén, y más allá, rodeando los demás almacenes.
– Aquí no hay nada -susurró Liev. Alzó la vista hacia el cielo grisáceo, y a continuación la posó en el rostro empapado de la muchacha, a la que le castañeteaban los dientes-. A casa -dijo.
Lydia negó con la cabeza.
– Nyet. Buscaré otra vez.
Regresó a la zona trasera de los edificios de uralita y revisó la franja de tierra yerma que se extendía a su alrededor. Ahí no crecía nada, e incluso las malas hierbas habían sido arrancadas y comidas, pero a unos cien metros se adivinaban los perfiles espinosos de un arbusto que, milagrosamente, había logrado sobrevivir. Tras él se había posado un banco de niebla. Como ya no le quedaban más lugares en los que buscar, Lydia se dirigió hacia allí.
La tierra baldía era un mar de barro, sin raíces que mantuvieran el terreno en su sitio. Avanzaba con gran dificultad, resbalándose a cada paso, y cayó de rodillas en más de una ocasión. La lluvia la cegaba, pero finalmente llegó junto al arbusto espinoso. Cuando alzó la vista del suelo, donde la mantenía fija para evitar pisar el abrigo, vio lo que había detrás de él: un surco poco profundo, de unos dos metros de hondo, con el fondo cubierto por una fina capa de agua de lluvia, que era la causante de la niebla. A unos pocos metros a su derecha se alzaba, tambaleante, una hilera de cabañas, medio destartaladas por culpa del mal tiempo.
– ¡Chang! -gritó, mientras se deslizaba por el lodazal.