Theo abrió los ojos de repente, liberándose de las salvajes garras de sus sueños. Le faltaba el aire. Sus pulmones apenas se movían, la oscuridad penetraba en su mente, y un dolor agudo, como el pinchazo de un alfiler, le oprimía la garganta.
Finalmente, sus ojos percibieron lo que tenían delante.
La gata. Por Dios, si era sólo la maldita gata. Tenía a Yeewai acurrucada sobre el pecho, y sus ojos malignos, amarillos, a apenas unos centímetros de los suyos. Con las patas amasaba la suave piel que se extendía entre sus clavículas. De su boca salía un sonido que era como de máquina de vapor, pero Theo no estaba seguro de si se trataba de un ronroneo o de un gruñido.
Apartó al animal, que siguió en la misma postura, sobre el edredón, y al momento constató que el cuerpo tibio de Li Mei no estaba a su lado, en la cama. ¡Dios! ¿Qué hora era? Se sentó en la cama. La cabeza le explotó en mil pedazos, y cada uno de ellos fue a empotrarse contra su cerebro. La zarpa de la gata le arañaba la mano, en señal de protesta. Theo gruñó, se sentó al borde de la cama y se sostuvo la cabeza con las dos manos.
Ya era de día, y el aliento le olía a culo de rata.
Un día más. Gracias a Dios.
Sintió frío. Mucho frío. El aire del aula estaba tan helado que a Theo no le habría sorprendido ver que le salía vaho de la boca al hablar. Se estremeció. Le dolía todo el cuerpo.
Estaba sentado en su lugar habitual, sobre la tarima, ante su mesa, pero había una estufa tras él, lo bastante cerca como para tocarla. El maldito encargado de mantenimiento debía de haberse olvidado de nuevo. Pero no. Al alargar la mano constató que estaba caliente y, al pensarlo, al fijarse en la condensación visible en las ventanas, se dio cuenta de que el aula debía de estar bien caldeada, protegida de las ráfagas de viento que, en el exterior, soplaban desde el norte. Los alumnos parecían sentirse cómodos, y no daban muestras de tener frío. Los alumnos. Filas y filas de ellos. Criaturas indómitas. Hoy le parecían sanguijuelas en su piel, sanguijuelas que le chupaban la sangre hasta dejarle sin ella, que succionaban todos los conocimientos, que pasaban de su cabeza a la de ellos. Volvió a estremecerse, y trató de concentrarse en el montón de papeles que tenía delante. Sin embargo, veía las letras borrosas, no lograba fijar la vista en ellas. Había llegado tarde, y pidió a la clase que completara un ejercicio de historia mientras él se esforzaba por corregir los deberes que debería haber revisado la tarde anterior.
Ése era el problema de pasar tantas noches en el río. A la mañana siguiente no sentía más que frío y cansancio, un cansancio que se le metía en los huesos. Los capitanes chinos de los juncos y los sampanes, los remeros de las barcazas ya se habían acostumbrado a su presencia, y él a la suya. Se habían terminado los sobresaltos. Las navajas. Y los gatos, gracias a Dios. Sabían muy bien cómo aliviar el dolor que les causaba el viento que viajaba río abajo, penetraba en la garganta y, húmedo, iba pudriendo los pulmones. Fueron ellos los que le enseñaron, los que le mostraron cómo lograr que la espera se hiciera más corta, que el miedo perdiera intensidad. Ahora, le bastaba con pensar en la pipa que guardaba arriba, en el cajón, para que le temblaran las manos.
Un grito le llevó a levantar la cabeza, que, sin que él se diera cuenta, apoyaba en las manos. Un muchacho de pelo moreno forcejeaba con una niña por la posesión de una pluma.
– ¡Philips! -exclamó secamente Theo.
– Pero señor, yo…
– Silencio, niño.
El malhechor dedicó una mirada asesina a su compañera, que sonrió, triunfante.
Theo no quiso insistir. Sus rostros, delante de sus ojos, se convertían en figuras grises, confusas. Parpadeó para que regresaran sus perfiles definidos, y se fijó en el resto de caras de sus alumnos. Eran pocos los que parecían estar trabajando. Las niñas cuchicheaban, cubriéndose la boca con las manos, y un muchacho doblaba una hoja de papel con gran precisión, con la intención de convertirla en un avión. La joven rusa miraba por la ventana. Con gran esfuerzo, se frotó los ojos para eliminar las telarañas que, al parecer, se los cubrían. La rusa se volvió entonces, lo miró, y él sintió cierta incomodidad. Aquella muchacha miraba de un modo especial, como si fuera capaz de descubrir todos los agujeros negros que él trataba de ocultar. Se preguntaba si sabía lo afortunada que era de seguir con vida, después de lo sucedido con Feng Tu Hong y los Serpientes Negras.
Alfred estaba loco. ¿Cómo iba a emparentar con esa familia?
Sin saber por qué, recordó la conversación que mantuvo con la niña en el Club Ulysses, su deseo indómito de modelar su vida a su antojo, simplemente gracias a su fuerza de voluntad… La vida no era tan fácil. ¿No se le había ocurrido a aquella tonta preguntarse por qué era la única extranjera de la escuela, la única alumna que no era británica, en medio de todos aquellos Taylor, Smith y Fielding? ¿Acaso no le parecía raro? Aunque no es que socializara mucho. Siempre estaba sola, o con la hija de Mason. Volvió la mirada hacia la cabellera rubia y brillante de Polly, inclinada sobre sus tareas. Parecía la única concentrada del todo en el ejercicio, y de pronto una ira amarga le ascendió por la garganta, y sintió la necesidad imperiosa de herir a la pobre criatura indefensa.
Christopher Mason.
Un nombre que le hacía justicia. «Hombre de piedra.»
– No -le había dicho Mason, apostado tras su vaso de ginebra, en el club, esbozando una sonrisa que no era una sonrisa-. No se acabará tan fácilmente.
– Maldita sea, hombre -exclamó Theo-. La deuda con el banco se pagará a principios del año próximo, y así se acabará, al menos por lo que a mí respecta. Nada más.
– No puedo sino mostrarme en desacuerdo.
– No sea ridículo. Usted puede llevar el negocio solo. No me necesita para nada, y Feng Tu Hong tampoco.
– Yo sí le necesito, Willoughby. No se subestime.
Ojos grises, acerados, lo mismo que la lengua.
– ¿Por qué?
– Querido amigo, porque Feng no acepta el trato si no participa usted. El viejo diablo lo quiere a usted, y si no cierra la tienda. Quién sabe por qué.
Theo sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
– Ése es su problema -replicó-. No el mío.
Hizo ademán de marcharse.
– Dicen que la cárcel no es un lugar demasiado agradable.
Theo se giró. Le costó gran esfuerzo reprimir el deseo de aplastarle la cara de un puñetazo, pero el último vestigio de su instinto de supervivencia lo agarró con fuerza y se lo impidió. Se acercó mucho a Mason, para dejar clara su diferencia de altura, y le echó el aliento en la cara.
– ¿Es eso una amenaza?
Mason asintió despacio.
– Sí.
– Lo que quiere decir es que me denunciaría. A Aduanas.
– Eso es, exactamente. Como traficante de opio, el barro extranjero, como lo llaman. Puedo facilitarles fechas, barcos ilegales, todo. Testigos que declaren haberle visto. Sin darse cuenta, se vería encerrado entre las cuatro paredes de su celda, y ahí se pasaría diez años sin hacer otra cosa que mirarlas -dijo, con una secreta satisfacción en la mirada.
– Si me delata, Mason, lo arrastraré conmigo a ese infierno, hijo de puta, le juro por Dios que lo haré.
Mason se echó a reír.
– No se engañe, estúpido. No tiene pruebas. No hay nada que me relacione con sus actividades nocturnas en el río. No creerá que he ingresado el dinero en el banco, ¿verdad? -Volvió a reírse, un graznido áspero, estridente, que enervaba a Theo-. Está atrapado, metido en una caja, y no puede escapar más de lo que un muerto puede escapar de su ataúd. De modo que disfrute de sus beneficios, que deben de venirle muy bien y no le cuesta demasiado ganar. -Observó a Theo, divertido-. Diría, amigo mío, que ya lo está haciendo, y no poco.
Theo sabía que estaba atrapado. La rabia que sentía le agujereaba el estómago, y sólo aquella dulce pasta negra parecía adormecerle el dolor. Pero Li Mei no lo comprendía. Hablaba poco. Pero se daba cuenta de cómo le cambiaba la mirada cada vez que él se acercaba al cajón.
– ¿Señor?
Theo parpadeó varias veces. Los engranajes de su cerebro se pusieron en marcha. Los alumnos seguían ahí, en clase. Era Polly. La hermosa Polly.
– ¿Sí?
– Ya he terminado, señor.
– En ese caso, señorita Mason, ¿por qué no se acerca a la tarima y lee en voz alta su trabajo, para beneficio de quienes carecen de su agilidad mental? -Polly hundió mucho los hombros, como si quisiera esconderse bajo el pupitre, y musitó algo ininteligible-. Disculpe, señorita Mason, no he entendido lo que ha dicho.
– He dicho que prefiero no hacerlo, señor.
El recuerdo de la risa de Mason, que volvía a inundarle los oídos, le espoleó. No solía llamar a Polly para que leyera en voz alta, pues su talento académico era más bien mediocre, pero qué más daba eso ahora. Ese día las cosas iban a ser distintas. La alumna se plantó frente a las filas de rostros expectantes y empezó a leer a trompicones, las mejillas encendidas de rubor. Theo constató, no sin sorpresa, que se refería a Enrique VIII y al Campo del Paño de Oro. ¿Era aquello lo que les había encargado hacer? Ya lo había olvidado. Polly se equivocaba al leer, cada vez parecía hacerlo más despacio, hacerse más pequeña.
– Ya es suficiente, señorita Mason. Puede sentarse.
La joven le dedicó una mirada de gratitud y regresó a su asiento. «Gratitud.» En ese instante, estuvo seguro de que ella lo odiaba por su exhibición de crueldad gratuita, lo odiaba tanto como él se odiaba a sí mismo.
– La felicito, Polly, por su diligencia. Y ustedes, el resto de la clase -escrutó con desprecio a sus alumnos, y creyó adivinar una mirada parda que le observaba con furia-, se quedarán sin patio y terminarán una redacción sobre la Dieta de Worms. Usted, Polly -añadió, sonriéndole mansamente-, no tiene que hacerla, porque ha trabajado bien.
Los ojos azules de la muchacha se iluminaron.
Era demasiado fácil. Vengarse de ese modo. Era Mason el que merecía que le clavaran un pico en el corazón. Si es que lo tenía, claro.
– ¿Señor Theo?
– ¿Qué sucede, Lydia?
– Por favor, ¿sería tan amable de traducirme algo? Son sólo unas pocas frases. Traducirlas al chino, digo.
La jornada escolar tocaba a su fin, y él sentía la cabeza a punto de estallar. Casi no controlaba ya el temblor de sus miembros, ni aguantaba las ganas de ir a por la pipa y la pasta, y también a por aquella cucharilla que se calentaba, aunque antes debía entregarse al ritual de los padres recogiendo a los alumnos a la puerta del colegio. Por suerte, el viento soplaba con fuerza en el patio, por lo que las madres y las amahs no se habían demorado mucho, no se habían entretenido conversando sin motivo. Pero ahora la niña rusa quería algo. ¿Qué había dicho? ¿Traducción? Le extendía algo, un papel, y esperaba que él lo cogiera. Sus dedos se alargaron, y vio que ella se fijaba en su modo errático de palparlo, antes de hacerse con él. Con esfuerzo leyó lo que estaba escrito. Eran cuatro frases cortas.
¿Conoce a alguien llamado…?
¿Puede indicarme cómo se llega a…?
¿Dónde está…?
¿Él vive/trabaja aquí?
– ¡Ajá! -Le sonrió-. El joven chino. Le busca, ¿no es cierto?
La reacción de la muchacha le causó gran sorpresa, pues abrió mucho la boca, el rojo de sus labios se volvió blanco como el papel, y pareció de pronto más joven y vulnerable que un pájaro en su cascarón.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Dónde está? ¿Lo ha visto usted? ¿Está bien? ¿Sabe…?
– Tranquila, Lydia. -A la joven rusa las manos le temblaban más que a él-. Si estamos hablando de la misma persona, no, no sé cómo se llama y no sé dónde está. Pero no debe preocuparse por él, porque la última vez que lo vi estaba bajo la protección de Feng Tu Hong, el gran jefe del Consejo Chino y de los Serpientes Negras, de modo que no debería…
Lydia se balanceó en su sitio, aunque Theo no sabía si de alivio o de horror.
– ¿Cuándo? -le preguntó en un susurro.
– ¿Cuándo qué?
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
– Ah, hace un tiempo… No recuerdo bien cuándo fue. Estaba hablando con Feng Tu Hong. De usted.
– ¿De mí? ¿Por qué de mí? ¿Qué decía?
A Theo le impresionaba su desesperación, pues le recordaba a la suya propia. Como si estuviera desangrándose por dentro.
– Lydia, querida, cálmese. Le estaba pidiendo a Feng que ordenara a los miembros de la hermandad de los Serpientes Negras que la dejaran en paz, aunque no tengo ni idea de qué les había hecho para que se enfadaran tanto con usted.
– ¿Y qué dijo Feng?
– Bueno, Feng… -Vaciló, porque no quería revelar del todo la sórdida verdad a aquella muchacha tan joven-. Feng aceptó hacerlo, dejarla en paz, quiero decir. Fue fácil en realidad.
– Señor Theo, no me trate como si fuera tonta. Sé cómo funciona China. ¿Qué precio le impuso?
– Tiene razón. A cambio le facilitó información. Sobre las tropas que estaban a punto de llegar desde Pekín. Eso es todo.
La piel de Lydia había adquirido aquella palidez enfermiza de los enfermos de tuberculosis. Theo empezaba a preocuparse por ella.
– Creo que debería sentarse un momento y… -Le extendió la mano.
– No -dijo ella-. Estoy bien. Cuénteme qué sucedió.
– Nada. Lo dejaron ir. No hay nada más que contar.
– Entonces son los barrigas grises -murmuró ella.
– ¿Cómo dice?
– La traducción -volvió a insistir ella, atropelladamente-. La traducción de mis frases del papel. ¿La hará? Por favor.
– Está bien. La tendrá mañana.
– Gracias.
Lydia franqueó la verja, se abrió paso entre el flujo incesante de rickshaws y echó a correr. El sombrero que llevaba anudado con una cinta abandonó al instante su cabeza y, movido por el viento, iba golpeándole la espalda.
Theo estaba sentado en la mesa de la cocina, un mueble antiguo, lleno de carácter, de madera oscura de caoba con grabados en los que se retrataba la vida de una familia china desconocida. Con todo, en ese momento, la mesa no era lo que captaba su atención, sino lo que reposaba sobre ella. Había dispuesto en fila los distintos artículos.
Una pipa, larga y delgada, realizada con el mejor marfil labrado, y con incrustaciones de metal azul, encabezaba el despliegue. En condiciones normales solía apreciar su elegancia sencilla, pero ese día no. En realidad, no se trataba de una pipa corriente, pues carecía de cubeta en su extremo, y a unos dos centímetros de la punta, en la parte anterior de la pipa, había un agujero, y en ese agujero se enroscaba un pequeño recipiente metálico, con forma de huevo de pichón, cubierto por una tapa que se sostenía en su sitio gracias a una banda de latón. Grabado en ella era visible el carácter chino xi, que significaba «felicidad».
Junto a la pipa había dispuesto una pequeña jarra blanca que contenía agua. Theo tenía algunos problemas con ella. El agua no dejaba de aparecer y desaparecer, como las olas, y cuando desaparecía, el interior de la jarra de cerámica se volvía transparente en vez de opaco, y a través de ella veía el pequeño quemador de latón, que se encontraba a su lado, sobre la mesa.
No era posible.
La parte de la mente de Theo que aún conservaba la conciencia le decía que eso era una alucinación. Pero los ojos le mostraban lo contrario.
Junto al quemador estaba el portador de sueños. Se encontraba metido en el interior de una antigua caja de malaquita que databa de la dinastía Chin. Levantó la tapa y sintió una punzada de anticipación al ver la pasta negra. Separó un pedacito con la cucharilla, una cantidad que era algo así como un guisante. Aunque con manos temblorosas, logró verter unas gotas de agua de la jarra en la cuchara que contenía la pasta, sin darse cuenta de que también mojaba la mesa. Encender la mecha del quemador fue más difícil, pues no dejaba de moverse y de cambiar de posición. Agarró fuertemente la base con una mano, para detener sus saltos, y finalmente consiguió unir el encendedor y la mecha.
Ahora.
Mantuvo la cuchara sobre la llama. Observó con impaciencia cómo se evaporaba el agua, cómo la pasta se convertía en melaza. Se trataba de mercancía de primera clase, se notaba, lograda a partir de las mismas vainas de amapola, las Papaver somniferum, y no de los restos de tallos o las hojas. Aquella porquería sólo te calentaba un poco la sangre, además de provocarte el vómito. Cuando estuvo listo, metió con sumo cuidado la pasta caliente en el cacillo que había en lo alto de la pipa, y lo cubrió con la tapa. El pulso le latía con tal fuerza que sentía dos huecos en las muñecas.
Dio una profunda chupada a la pipa. Los pulmones se le llenaron de un vapor intenso, que retuvo en su interior hasta que la mente empezó a desenroscarse, a aplastar todo el dolor y convertirlo en una sola línea que se podía cortar y desechar. Era como un viento tibio de verano que soplara por sus venas, que abandonara girando el núcleo de su cuerpo y se le metiera en los miembros, refrescándolos, aliviándolos. Suave, relajante, dulce. Dio dos caladas más, aspiró muy hondo, hasta la mente, y sintió que una sonrisa de dicha asomaba involuntariamente a sus labios, y que empezaba a flotar.
Vagamente, se percató de la presencia de Li Mei en la habitación. Flotaba hacia él, el rostro ovalado más perfecto que nunca cuando se inclinó sobre él y le besó en los labios. Sabía a luz de luna, y la sentía tras él, acariciándole la nuca con un suave masaje.
– Ya te relajo yo, Tiyo -oyó que susurraba-. No necesitas esa muerte negra.
Con el pelo negro le hizo cosquillas en la mejilla al inclinarse de nuevo sobre él, y sus lágrimas calientes le humedecieron la piel como besos tibios.
– Li Mei, yo te quiero con todo mi corazón, amor mío -murmuró con los ojos entrecerrados.
Los brazos de su amada lo rodearon con fuerza, con urgencia, y lo dejaron sin aliento. Su voz le llegaba muy débilmente, como desde muy lejos.
– Tiyo, oh, mi Tiyo, mi padre te tiene en sus manos. ¿Es que no lo ves? Ésta es su manera de vengarse de ti por apartarme de él y llevarme al mundo de los fanqui. Me lo prometiste, Tiyo, me prometiste que no te dejarías arrastrar por él a la boca del dragón. Tiyo, amor mío, Tiyo.
En algún lugar, muy, muy lejos, Theo le oyó gritar su nombre.
Sueños negros, negros como el demonio.
Sueños que giraban sin cesar en la mente de Chang An Lo, con tanta fuerza que no sabía si estaba dormido o estaba despierto. Flotaba en la negrura. Daba vueltas en espirales ascendentes. Luego se hundía y caía en picado hacia el lodo grueso del fondo. Se pegaba a su piel, y trataba de metérsele en la boca. El hedor le resultaba asfixiante.
Aspiró hondo y, de pronto, estaba otra vez flotando, y el aire fresco le llenaba los pulmones, y el agua pura, fría, penetraba balsámica en su boca y le lavaba toda la mugre. Veía luciérnagas que bailaban en la oscuridad que le envolvía, gélida como un sudario.
Las veía, puntos de fuego. Moviéndose, oscilando de un lado a otro. Y olía a quemado.
Carne chamuscada. Carne quemada. El mismo olor de cuando asó la rana en las brasas para ofrecérsela a Lydia. Pero en esta ocasión la carne quemada era la suya. Recordó sus cabellos rojizos, sueltos, cuando se inclinó para ver mejor la criatura ensartada en el palo. Unos cabellos más brillantes que las llamas.
Sentía que su espíritu de zorro le acompañaba en ese instante, aliviaba el dolor que se le clavaba en los huesos y en los tendones cada vez que respiraba. Le veía la lengua, suave, rosada, sentía sus dedos húmedos sobre su piel en carne viva. En ocasiones oía gritos, y su cerebro no sabía si salían de su cuerpo o del de Lydia. Pero ella estaba con él. Tan radiante que le llenaba la mente con su brillo.