Lydia estaba sentada en su pupitre cuando la policía vino a buscarla, terminando de anotar la lista de las riquezas minerales de Australia en su cuaderno de ejercicios. En aquel país parecía haber mucho oro. La señorita Ainsley escoltó al agente inglés al aula, y antes de que abriera la boca Lydia supo que había venido a detenerla a ella. Habían descubierto lo del collar. Pero ¿cómo? El temor a que, por su culpa, acorralaran también a Chang, se apoderó de todo su ser.
– ¿En qué puedo ayudarle, sargento? -preguntó Theo, que parecía casi tan alterado con su llegada como ella misma.
– Me gustaría conversar un momento con la señorita Lydia Ivanova, si es posible. -El policía, con su uniforme oscuro, dominaba toda la clase: sus anchos hombros, sus pies grandes, parecían llenar el espacio que iba del suelo al techo. Era amable, pero se expresaba con contundencia.
El señor Theo se acercó a Lydia y le apoyó una mano en el hombro, y a ella le sorprendió aquella muestra de apoyo.
– ¿De qué se trata? -preguntó al sargento.
– Lo siento, señor, eso no puedo decírselo, pero tengo que llevármela a comisaría para que le formulen algunas preguntas.
Presa del pánico al oír esas palabras, pensó incluso en escapar, aunque sabía que no tenía la menor posibilidad de éxito. Además, las piernas le temblaban con fuerza. Tendría que mentir, y mentir muy bien. Se puso en pie y dedicó al sargento una sonrisa triada, que le obligó a poner en tensión todos sus músculos fanales.
– Cómo no, señor, encantada de poder serle de utilidad.
El señor Theo le dio unas palmaditas en la espalda, y Polly le dedicó una sonrisa. Sin saber cómo, Lydia logró mover las piernas primero un pie, después el otro, punta-talón, punta-talón, mientras se preguntaba si los demás oían los latidos de su corazón.
– Señorita Ivanova, usted estaba en el Club Ulysses la noche en que robaron el collar de rubíes.
– Sí.
– Y la registraron. No le encontraron nada.
– No.
– Me gustaría disculparme por lo indigno de la situación.
Lydia permanecía en silencio, observando, desconfiada. Aquel agente le estaba tendiendo una trampa, estaba segura de ello, aunque no sabía cómo, y por dónde le vendría.
Se trataba del comisario Lacock en persona, y por eso sabía que estaba metida en un lío muy serio. Que la hubieran llevado a la comisaría ya era grave, pero que la hubieran conducido hasta el despacho del comisario, que le hubieran ordenado sentarse a aquella mesa enorme, brillante, la llevaba a verse ya metida en la celda de la cárcel, a escuchar el chasquido de la puerta al cerrarse. Encerrada. Entre cuatro paredes. Cucarachas, pulgas y piojos. Sin aire. Sin vida. Estaba tan asustada que temía soltarlo todo, confesarlo, con tal de librarse de aquel hombre.
– Aquella noche hizo usted una declaración.
¿Por qué no se sentaba el comisario? Seguía de pie, tras el escritorio, con un papel en la mano -¿qué habría escrito en él?-, y la escrutaba con unos ojos grises tan duros que notaba cómo perforaban sus mentiras, una capa tras otra. El monóculo no hacía sino empeorar las cosas. Llevaba un uniforme muy oscuro, casi negro, lleno de trenzas de oro y círculos de plata, muy brillantes, que, según ella, estaban pensados para intimidar. Y sí, a ella la intimidaban, aunque no tuviera la menor intención de permitir que él se enterase. Se concentró en los pelos indómitos que le crecían en las orejas, en las feas manchas que salpicaban sus manos. En los puntos débiles.
– Comisario Lacock, ¿ha sido informada mi madre de que me encuentro aquí? -preguntó en tono altivo. Como la condesa Serova y su hijo Alexei.
El comisario frunció el ceño y se pasó la mano por el escaso pelo.
– ¿Lo considera necesario en este momento?
– Sí, quiero que esté aquí.
– En ese caso iremos a buscarla. -Hizo una seña a un policía joven apostado junto a la puerta, que desapareció al instante. Primer objetivo conseguido. A por el siguiente.
– ¿Necesito un abogado?
El comisario dejó la hoja sobre un montón de papeles, en su mesa. Lydia habría querido leerlo del revés, pero no se atrevía a apartar los ojos de los de Lacock, que la miraban con expresión divertida. El gato con el ratón. Juega antes de atacar. Le sudaban las manos.
– No lo creo, querida. Sólo la hemos hecho venir para que escoja a un hombre en una ronda de reconocimiento.
– Sí, el hombre que describió en su declaración. Al que vio merodear desde la ventana de la biblioteca del Club Ulysses. ¿Lo recuerda?
El comisario esperaba una respuesta, pero el alivio la había dejado sin respiración. Asintió.
– Bien, entonces vamos a echarles un vistazo, ¿le parece?
Lacock se acercó a la puerta y Lydia, para su asombro, descubrió que las piernas le respondían, como si fuera fácil.
Era una habitación sencilla, de paredes verdes y suelos de linóleo marrón. Allí había seis hombres en fila, y todos ellos volvieron sus ojos pardos en dirección a ella cuando entró, flanqueada por dos agentes de policía altos y corpulentos, aunque no tanto como los detenidos, de hombros anchísimos y puños como pedazos de carne. ¿De dónde los habrían sacado?
– Tómese su tiempo, señorita Ivanova, y recuerde lo que le he dicho -la instruyó Lacock, conduciéndola al principio de la fila-. Ojos al frente -ordenó con brusquedad, y Lydia tardó unos segundos en darse cuenta que hablaba con los seis hombres.
¿Qué era lo que le había dicho? Trató de recordarlo, pero la imagen de aquella hilera de hombres silenciosos se lo impedía. No lograba quitarles la vista de encima. Todos eran iguales y, a la vez, muy distintos. Algunos más anchos, o más altos, o más viejos. Algunos malcarados y arrogantes, otros sumisos, destrozados. Pero todos lucían barbas cerradas y pelo alborotado, y llevaban bastas túnicas y botas altas. Dos de ellos se cubrían un ojo con un parche, y uno tenía un diente de oro que, al brillar, la señalaba como un dedo acusador.
– No se ponga nerviosa -le recomendó Lacock-. Camine despacio frente a la fila, y observe las caras con atención.
Sí, claro, ahora recordaba las instrucciones, caminar frente a la fila, no decir nada, volver a pasar por delante. Sí, era capaz de hacerlo. Y luego diría que no era ninguno de ellos. Fácil. Aspiró hondo.
El primer rostro era cruel. Ojos fríos, duros, boca torcida. El segundo y el tercero eran la expresión de la tristeza, rostros demacrados, aire de desesperanza, como si sólo les aguardara la muerte. El cuarto se mostraba orgulloso. Llevaba un parche en el ojo y se mantenía muy erguido, sacando pecho, aunque los rizos grasientos no lograban disimular la gran cicatriz que le dividía la frente. Ése la miró fijamente a los ojos, y ella lo reconoció al instante: se trataba de aquel hombre-oso al que había visto en su calle un día antes del concierto. El que llevaba el dibujo de un lobo aullador en las botas. Era el que había descrito a la policía con la esperanza de distraer la atención de sí misma. Se mantuvo impávida, y siguió con la ronda de reconocimiento, aunque en los dos últimos apenas se fijó. Impresiones de corpulencia, músculo, y una nariz rota. El número seis también llevaba un parche en el ojo, en eso sí se fijó. Tensa, regresó al principio de la fila y volvió a examinarlos a todos.
– Tómese su tiempo -le susurró Lacock al oído.
Iba demasiado deprisa, de modo que trató de calmarse y se obligó a mirar todos los rostros oscuros, serios. En esa ocasión, el número cuatro, el de las botas de lobo, arqueó una ceja a su paso, lo que llevó al comisario a golpearle el hombro con la porra.
– Nada de libertades -dijo, con una voz acostumbrada a la obediencia inmediata-, o vas a pasar la noche en el calabozo.
Cuando Lydia creía que ya había terminado y que podría abandonar aquel cuarto verde, deprimente, la cosa no hizo sino empeorar. El último hombre habló. Era más bajo que los demás, aunque aun así corpulento, y llevaba un parche en el ojo.
– No diga que soy yo, señorita, por favor, no lo diga. Tengo esposa e…
La porra que el sargento sostenía en la mano fue a aterrizar e la cabeza del hombre. La sangre que le salió por la nariz salpicó a Lydia en el brazo, y la manga de la blusa de su uniforme se tiñó de rojo. La sacaron de la sala sin darle tiempo a abrir la boca, pero apenas se encontró de nuevo en el despacho del comisario Lacock, empezó a quejarse.
– Ha sido un acto de brutalidad. ¿Por qué…?
– Créame, he tenido que hacerlo -respondió Lacock sin inmutarse-. Le ruego que nos deje a nosotros hacer el trabajo policial. A estos rusos, si les das la mano, te toman el brazo. Ha recibido órdenes de no decir nada, y las ha desobedecido.
– ¿Son todos rusos?
– Rusos y húngaros.
– ¿Habría tratado del mismo modo a un inglés?
Lacock frunció la nariz, y pareció querer replicar con algún comentario agudo, pero se limitó a formularle la pregunta esperada.
– ¿Ha reconocido a alguno de ellos como el rostro del hombre al que vio merodear por el Club Ulysses?
– No -respondió ella, meneando la cabeza.
– ¿Está segura?
– Sí, absolutamente segura.
Los ojos astutos del comisario la estudiaron atentamente, e instantes después se apoyó en el respaldo de la silla, se quitó el monóculo y le habló con tono preocupado.
– No le dé miedo decir la verdad. No permitiremos que ninguno de esos hombres se le acerque, de modo que no tiene por qué ponerse nerviosa. Hable con libertad. Es el ruso ese de la cicatriz en la frente, ¿verdad? Estoy convencido de que ya lo había visto antes.
Sin previo aviso, el despacho daba vueltas alrededor de Lydia, y el rostro del comisario se alejaba, como metido en un túnel. Oía un fuerte latido en el interior de sus orejas.
– Burford -ordenó Lacock-. Traiga a la muchacha un vaso de agua. Está más blanca que el papel.
Sintió una mano en el hombro que detenía la oscilación involuntaria de su cuerpo; una voz le decía algo al oído, pero ella no lo entendía. Le acercaron una taza a los labios. Dio un sorbo y saboreó el té dulce, caliente. Poco a poco, algo empezó a abrirse paso entre la niebla que nublaba su mente. Era un olor, un perfume. La colonia de su madre. Abrió los ojos. Ni siquiera había sido consciente de tenerlos cerrados, pero lo primero que vieron fue el rostro de su madre, tan cerca que podría haberlo besado.
– Querida -le dijo Valentina, esbozando una sonrisa-. Pero tonta eres…
– Mamá. -Tenía ganas de llorar de alivio.
Su madre la estrechó con fuerza en sus brazos, y ella aspiró el perfume hasta que sintió la cabeza despejada. Cuando Valentina la soltó, pudo sentarse bien y aceptó la taza de té con mano firme Sólo entonces miró al comisario Lacock directamente a los ojos.
– Comisario, la noche en que robaron el collar en el club no vi ninguna cara.
– ¿Qué dice, jovencita?
– Me lo inventé.
– Escúcheme bien, no tiene por qué retractarse sólo porque haya visto una habitación llena de rufianes que le han metido el miedo en el cuerpo. Diga la verdad, y al diablo con el miedo, eso…
– Mamá, díselo.
Valentina la miró y compuso una sonrisa tensa que demostraba su enojo.
– Como quieras, dochenka. -Echó la cabeza hacia atrás, y el pelo formó una onda oscura sobre sus hombros, antes de volver los ojos, muy serios, al jefe de policía-. Mi hija es una mentirosa que debería ser azotada por hacer que la policía malgaste su tiempo. Lo cierto es que no vio ningún rostro en la ventana. La niña se inventa historias para llamar la atención. Le pido disculpas por su mal comportamiento, y le prometo que la castigaré con severidad cuando lleguemos a casa. No tenía ni idea de que se tomarían tan en serio su cuento estúpido. De haberlo sabido, habría venido yo antes para advertirle de que no creyera ni una sola palabra. -Bajó las pestañas un segundo, en una muestra de desesperación materna, y alzó la vista despacio, para clavarla de nuevo en los ojos de Lacock-. Ya sabe usted lo tontas que pueden ponerse las adolescentes. Por favor, discúlpela esta vez, su intención no ha sido la de causar daño. -Se giró para observar a su hija-. ¿Verdad que no, Lydia?
– No, mamá -murmuró ella, haciendo esfuerzos por reprimir la risa.
– Te lo digo en serio. Esta noche te daré unos buenos azotes con la fusta del señor Yeoman.
– Sí, mamá.
– Eres una desgracia para mí.
– Lo sé, mamá, lo siento.
– ¿Qué es lo que he hecho mal, por Dios? Eres una salvaje, y mereces que te encierren en una jaula. Lo sabes, ¿verdad?
– Sí, mamá.
– Muy bien. -Se plantó en medio de la calle, con los brazos en jarras, y miró fijamente a su hija-. ¿Qué voy a hacer contigo? -Llevaba un vestido viejo pero elegante, de lino, color vainilla, que confería a su piel pálida un tono como de seda-. Me alegro de que el comisario te haya reñido como lo ha hecho. Tenía toda la razón. ¿No crees?
– Sí, mamá.
De pronto, Valentina se echó a reír, y besó a Lydia en la frente.
– Qué mala eres, dochenka -le dijo, rascando los nudillos de su hija con su bolso de mano-. Vuelve al colegio ahora mismo y no vuelvas a dar motivos para que me llamen de la comisaría. ¿Me oyes?
– Sí, mamá.
– Sé buena, mi cielo. -Valentina volvió a reírse, y extendió la mano para parar un rickshaw-. A la redacción del Daily Herald -le dijo al porteador tras subirse al vehículo, dejando a Lydia sola al pie de la cuesta que conducía al colegio.
Pero no volvió, y se fue a casa. Se sentía demasiado aturdida. Le daba miedo haber estado a punto de señalar al número uno, al hombre de la mirada dura, y decir: «Es él. Ése es el rostro que vi desde la ventana. Él es el ladrón.» Todo habría sido tan fácil. El comisario Lacock habría estado contento, y no enfadado.
Se sentó a la sombra, sobre las losas del patio, y dio a Sun Yat-sen unas tiras de col que le quitó a la señora Zarya. Le rascó la cabeza, como a él le gustaba, y le acarició las orejas peludas. Lo envidiaba por ser capaz de hallar la felicidad más absoluta en unas hojas de col. Aunque, por otra parte, lo comprendía. Valentina había llevado a casa, la noche anterior, una caja de bombones Lindt, una caja grande, blanca y dorada, y se habían comido los pralinés y los cucuruchos de trufa para desayunar. Había sido como volar hasta cielo. No había duda de que Alfred era generoso.
Dobló las rodillas, se las arrimó al pecho, y hundió la cara en ellas. Sun Yat-sen se levantó apoyándose en las patas traseras, le puso una de las delanteras en la pantorrilla y le acercó la nariz al pelo, mientras ella le acariciaba el lomo y se preguntaba hasta donde era capaz de llegar una persona para conservar el amor de alguien. Alfred estaba enamorado de su madre, de eso se habría dado cuenta hasta el más necio. Pero ¿qué sentía Valentina por él? No era fácil decirlo, porque su madre nunca hablaba de lo que le pasaba por la cabeza. Con todo, Lydia creía que no podía amarlo ¿O sí?
Lydia siguió pensando en todo aquello hasta que el sol desapareció por completo tras la línea de los tejados, pensando en lo que significaba exactamente ser amada y protegida. Entonces abrazó al conejo y lo estrechó con fuerza en sus brazos, la mejilla apoyada en su carita blanca. Al animal no parecía importarle lo que le hiciera; ésa era una de las cosas que le encantaban de él, que se dejaba coger y apretujar sin quejarse nunca. Le besó la naricilla rosada y decidió soltarlo en el patio, con la esperanza de que la señora Zarya no se diera cuenta, y dejarlo ahí un rato antes de subir a la buhardilla y sacar un pañuelo anudado que guardaba bajo el colchón.
Llevaba el pañuelo bien guardado en el bolsillo mientras avanzaba por el viejo barrio chino. Iba deprisa, porque no quería encontrarse a Chang en una de aquellas callejuelas empedradas, aunque, de momento, lo único con lo que se encontraba era con miradas frías, hostiles, y con palabras susurradas que despertaban en ella el deseo contrario, es decir, que Chang estuviera a su lado. Le molestaba no saber dónde vivía, pero hasta el momento no se había atrevido a preguntárselo, a rasgar aquel manto raro de secretismo bajo el que se ocultaba. La próxima vez que se vieran, lo haría.
¿La próxima vez? El corazón le latió con más fuerza.
Había cristales rotos sobre los adoquines de Copper Street, y a nadie parecía importarle. Un joven que llevaba una vara larga al cuello, de cuyos extremos colgaban sendas cestas, pasó junto a Lydia, dejando sus huellas de sangre marcadas en el suelo, pero la mayoría de gente caminaba pegada al otro muro, y apartaba la vista. Sólo los porteadores de los rickshaws debían pasar sobre los vidrios. Los que calzaban sandalias de esparto eran afortunados; los que iban descalzos, no lo eran tanto.
Lydia contemplaba con horror la entrada de la tienda del señor Liu. O lo que quedaba de ella, pues el local se había convertido en un hueco desnudo. Todo estaba hecho añicos: el escaparate, los biombos de madera roja, los rollos y grabados, e incluso la puerta el marco que, destrozados, reposaban en el suelo. La cerería y la tienda del vendedor de hechizos, contiguas a aquélla, estaban intactas, abiertas, como de costumbre, por lo que era evidente que quien lo había hecho sabía a quién quería atacar: al señor Liu. Entró en lo que quedaba de la casa de empeños, pero el lugar ya no era oscuro ni misterioso. El sol lo iluminaba todo, mostraba los estantes abigarrados a los transeúntes, y Lydia sintió lástima por el lugar. Ella sabía muy bien lo importantes que eran los secretos. En el centro del espacio, el señor Liu estaba sentado, inmóvil como una piedra, en uno de sus taburetes de bambú. Apoyada sobre las rodillas tenía la espada del Bóxer que hasta ayer colgaba de la pared. Su filo estaba ensangrentado.
– Señor Liu -le preguntó en voz baja-. ¿Qué ha pasado?
El hombre alzó los ojos hacia ella, y Lydia se dio cuenta de que habían envejecido mucho, mucho.
– La saludo, señorita. -Su voz era como un rasguño débil sobre una puerta-. Lo siento, pero hoy está cerrado.
– Cuénteme, ¿qué ha ocurrido aquí?
– Han venido los diablos. Querían más de lo que podía darles.
A sus pies, los joyeros estaba rotos y vacíos. Lydia sintió un atisbo de alarma. Los estantes parecían intactos, pero las cosas de valor habían desaparecido.
– ¿Quiénes son esos diablos, señor Liu?
Él se encogió de hombros y cerró los ojos. Perdió de vista el mundo. Lydia se preguntaba a qué espíritus interiores estaría invocando. Pero lo que más le desconcertaba era que nadie hiciera nada para limpiar todo aquello. Decidió tomar la iniciativa, y franqueando el lugar que hasta hacía poco ocupaba el biombo taraceado, y que ahora yacía tirado en el suelo, cogió la tetera y la colocó sobre el fogón de atrás. Preparó un té de jazmín para los dos, y se lo llevó en una bandeja. El señor Liu seguía con los ojos cerrados.
– Señor Liu, aquí tiene algo que templará su corazón.
Los labios del chino esbozaron algo parecido a una sonrisa, y abrió los ojos.
– Gracias, señorita. Es usted generosa y respetuosa con un pobre viejo.
Hasta ese momento Lydia no se percató de que le habían cortado la larga coleta que bajaba por su espalda, y que estaba tirada en el suelo, lo mismo que la barba larga y esponjosa, reducida ahora a una pelusa gris. Lo indigno de aquel acto pudo con ella. Le parecía mucho peor que el ataque a la tienda. Muchísimo peor.
Acercó el otro taburete al anciano y se sentó en él.
– ¿Por qué no acude nadie en su ayuda? -La gente pasaba por delante, pero todos miraban hacia el otro lado.
– Tienen miedo -respondió él, que, indiferente, dio un sorbo al té caliente-. Y no les culpo.
Lydia observó la espada, la sangre que se tornaba marrón. El ataque debía de haberse producido poco antes de su llegada, porque una parte del filo aún brillaba.
– ¿Quiénes son los diablos?
El silencio se posó en la tienda, junto con el polvo y los cristales rotos, mientras el señor Liu respiraba despacio, repetidamente, en bocanadas largas y lentas.
– Eso es mejor que no lo sepa -respondió al fin.
– Quiero saberlo.
– En ese caso es usted una insensata, señorita.
– ¿Han sido los comunistas? Necesitan dinero para comprar armas, según dicen.
El anciano la miró, sorprendido.
– No, no han sido los comunistas. ¿De dónde saca esas cosas una extranjera como usted?
– No sé, se dice por ahí, se comenta.
El señor Liu la observaba con dureza.
– Vaya con cuidado, señorita. China no es como otros lugares. Aquí rigen otras reglas.
– Entonces, ¿quiénes son los diablos que crean esas reglas? ¿Esas reglas que permiten destruir las tiendas y llevarse el dinero? ¿Dónde está la policía? ¿Por qué no…?
– Nada de policía. No vendrán.
– ¿Por qué no?
– Porque les pagan para que no vengan.
Lydia sintió un escalofrío, a pesar del té. El señor Liu tenía razón: ése no era su mundo. La policía china no era como el comisario Lacock. El jefe de la policía del Asentamiento Internacional, que hacía apenas un par de horas había sido objeto de todo su desprecio, se le aparecía ahora como un personaje razonable y honrado. Alguien respetado, que infundía confianza. Deseó que se personara allí al momento, con su monóculo y su voz autoritaria, y lo solucionar todo. Pero ésa no era su jurisdicción. Eso era el Junchow chino. Siguió ahí sentada, en silencio, un silencio que duró tanto que a Lydia le sobresaltó un poco ver que el señor Liu alzaba la espada con una mano.
– He herido a uno -dijo al fin.
– ¿Gravemente?
– Bastante.
– ¿Dónde?
– Le he rebanado el tatuaje del cuello. -Lo dijo con sereno orgullo.
– ¿El tatuaje? ¿Qué clase de tatuaje?
– ¿Qué mas le da a usted?
– ¿Era una serpiente? ¿Una serpiente negra?
– Tal vez.
Pero ella estaba segura de haber dado en el clavo.
– He visto uno.
– Entonces aparte la vista, o la serpiente negra le morderá el corazón.
– Pertenece a una banda, ¿verdad? A una de las tríadas. He oído hablar de esas hermandades que extorsionan a…
Él se llevó un dedo ganchudo a los labios.
– No hable siquiera de ellos. No si quiere conservar esos preciosos ojos que tiene.
Despacio, Lydia dejó la tacita en la bandeja laqueada que reposaba en el suelo. No quería que el señor Liu le viera la cara; sus palabras la habían asustado.
– ¿Qué piensa hacer? -le preguntó.
El anciano blandió la espada, y de un golpe certero partió la bandeja en dos. Lydia se puso en pie de un salto.
– Les pagaré -musitó-. Encontraré los dólares en alguna parte, y pagaré. Es el único modo de que mi familia tenga un plato caliente en la mesa. Esto ha sido sólo un aviso.
– ¿Quiere que le ayude a recoger los cristales y a…?
– No. -Lo dijo con brusquedad, como si ella se hubiera ofrecido a cortarle los pies-. No, pero gracias, señorita.
Ella asintió, pero no se movió de su sitio.
– ¿Qué quiere, señorita?
– He venido a hacer negocios.
El señor Liu escupió en el suelo.
– Hoy no quiero saber nada de negocios.
Fue como si una llave hubiera hecho girar una cerradura; sus ojos apagados brillaron, y en algún lugar encontró su sonrisa de comerciante.
– ¿Puedo ayudarla? Lamento el estado en que se encuentra todo, pero… -se fijó en el colgador que había al fondo de la tienda- las pieles siguen estando en un estado excelente. Y a usted siempre le han gustado las pieles.
– Nada de pieles. Hoy no. Lo que quiero es desempeñar el reloj de plata que le traje la última vez. -Se llevó la mano al bolsillo donde guardaba el pañuelo-. Tengo dinero.
– Lo siento, ya está vendido.
Lydia no pudo evitar mostrar su decepción, lo que sorprendió al anciano, que estudió su rostro atentamente.
– Señorita, hoy ha sido usted buena con un viejo, cuando ningún compatriota suyo le miraba siquiera. De modo que se ha ganado, a cambio, que yo sea amable con usted. -Se acercó a la cocina negra y cogió un recipiente marrón, esmaltado, del estante en el que guardaba los tarros de té.
– Tome -le dijo-. ¿Cuánto le pagué por el reloj?
Ella no creyó ni por un instante que lo hubiera olvidado.
– Cuatrocientos dólares chinos.
El hombre alargó una mano frágil, parecida a la garra de un pájaro.
Ella se sacó del bolsillo el pañuelo con el dinero, y lo depositó en aquella mano. Los dedos del señor Liu se cerraron rápidamente a su alrededor. Lydia recogió el envoltorio de fieltro y, sin siquiera mirar lo que contenía, se lo guardó en el bolsillo.
El anciano parecía más animado.
– Señorita, usted trae consigo el aliento de los espíritus de fuego. -La observó un instante, y ella, complacida, se pasó un mechón de pelo cobrizo por detrás de la oreja-. Se arriesga viniendo aquí, pero los espíritus del fuego parecen protegerla. Es una de ellos. Pero la serpiente no teme el fuego, le encanta su calor, por lo que debe mirar dónde pisa.
– Lo haré. -Mientras se abría paso entre los escombros, se volvió para mirar atrás-. El fuego puede devorar serpientes- dijo-. Ya lo verá.
– Aléjese de ellas, señorita. Y de los comunistas.
Aquel último comentario la sorprendió.
– ¿Es usted comunista, señor Liu? -le preguntó sin saber porqué, como movida por un impulso.
El rostro del señor Liu apenas cambió, pero Lydia sintió que una puerta se cerraba de golpe entre los dos.
– Si fuera lo bastante insensato como para apoyar a los comunistas y a Mao Tse-Tung -dijo en voz más alta, como si estuviera hablando con alguien de la calle-, merecería que me cortaran la cabeza, la ensartaran en una estaca y la clavaran en una pared bien visible, para que el mundo entero la cubriera de inmundicia.
– Claro -zanjó ella.
El señor Liu le hizo una reverencia, no sin antes esbozar una amplia sonrisa, sólo para ella.