Capítulo 51

Chang An Lo abrió los ojos. Algo iba mal. Lo sentía. Tenía las tripas agarrotadas, como de alambre.

Permaneció tendido, inmóvil, escuchando.

Pero las voces de los niños que jugaban en el patio enmascaraban todos los demás sonidos, y hasta las botas de un soldado en la escalera habrían pasado desapercibidas. Bajó de la cama en silencio, pero antes cogió el mechón de pelo cobrizo de debajo de la almohada, y el cuchillo que ocultaba bajo el colchón.

Se acercó a la puerta y permaneció tras ella. Olía a sangre.


Li Mei no dio muestras de sorprenderse. Sus ojos almendrados se fijaron en el cuchillo, pero su rostro permaneció inalterado.

– ¿Qué sucede? -preguntó, mientras colocaba la bandeja que sostenía sobre una delicada cómoda de madera color miel.

– Un viento frío en mi mente.

– Todo está bien. Tiyo Willbee es un hombre honorable. Puedes confiar en él.

Chang no respondió. La observó verter el agua caliente de la tetera con asa de bambú en el cuenco de hierbas secas. Constató que se trataba de una operación que siempre realizaba delante de él, y supo que lo hacía para demostrarle que no añadía nada más. No debía temer el envenenamiento. Le profesaba respeto por ello. Y además cuidaba bien de él, serena y fríamente, con ojo vigilante, aunque él añoraba la pasión de los cuidados de Lydia, su empeño en arrancarlo de las fauces de los dioses, en insuflarle una vez más fuego en sus venas. Añoraba todo eso.

– ¿Alguna noticia? -le preguntó él escuetamente.

– Los barrigas grises se encuentran en el puerto, según me dicen, cientos de gorras con el sol del Kuomintang. Están registrando los barcos.

– ¿Buscan el lodo extranjero?

– Quién sabe qué buscan. -Le acercó el cuenco, y él le hizo una reverencia en señal de agradecimiento. El pelo de Li Mei olía a canela-. La gente dice… pero qué sabe la gente… que huyen los comunistas, hacia el sur en barco, hasta Cantón, hacia los campamentos de Mao Tse-Tung. Hoy el aire trae el sonido de las armas.

– Gracias, Li Mei.

Ella inclinó ligeramente la cabeza.

– Es un honor, Chang An Lo -respondió, y con el leve crujido de la seda de Shantung abandonó la habitación.

Olía a sangre, y el olor le impregnaba las fosas nasales.


– No ha venido.

– No, Chang. No ha venido a la escuela hoy.

– ¿Y no es raro?

– No, en esta época del año no lo es. Se trata del peor trimestre por lo que a enfermedades y catarros se refiere, al menos en mi escuela. Bueno, y en todas, diría.

– Ayer se encontraba bien.

– No te asustes, estoy seguro de que está bien. Si te soy sincero, sospecho que el pesado de Alfred debe de haberla encerrado en casa para que no venga a verte. No puede echársele la culpa, en realidad, pobre chico. Ella es joven.

– Y yo no se la echo. Ahora es su padre.

– Exacto.

– Y ella necesita protección.

– Así es.

– Pero no de él.


A Lydia le dolía la pierna, y sentía la cabeza hinchada.

Pero cuando con gran esfuerzo abrió los ojos, vio que la oscuridad que la rodeaba era tan espesa como la de su mente. Abrió y cerró los ojos varias veces. Nada cambió. Adelantó un brazo y sintió que el codo topaba con algo duro. Se llevó la mano a la cadera y al muslo. Estaba desnuda. Temblando.

Eso fue lo que le dio la idea.

Se trataba de una pesadilla. Estaba en medio de una de esas pesadillas en las que uno se ve atrapado, sin ropa, y todo el mundo le mira. Un anticipo del infierno metido en la mente.

Cerró los ojos y regresó a la nada, convencida de que pronto despertaría en su cama.

Pero tanta oscuridad le causaba extrañeza.

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