Chang observaba.
Llegaban como en oleadas. Del corazón del asentamiento. Una marea oscura de policías que inundaba la calle. Con sus armas al cinto y sus insignias orgullosamente exhibidas en lo alto de las gorras, amenazadoras como cabezas de cobra. Descendían de coches y furgones, los faros cortando la noche en rebanadas perfectas, amarillas, y rodeaban el club. Un hombre vestido de blanco y negro, con medallas que tintineaban en su pecho y un monóculo en el ojo derecho, bajaba por la escalinata, a su encuentro. Daba órdenes y gesticulaba con la vehemencia del mandarín que lanza monedas de oro en la boda de su hija.
Chang observaba, sin alterarse, sin darse prisa. Pero sus pensamientos escrutaban la oscuridad, en busca de cualquier peligro. Se echó a un lado. De la sombra del árbol pasó a la negrura absoluta, mientras, a su alrededor, otros se esfumaban. Los mendigos, el vendedor de pipas de girasol, el de té caliente, el muchacho, flaco como una escoba, que exhibía sus acrobacias a cambio de unas monedas, todos desaparecieron apenas husmearon la presencia de las botas de aquellos policías. El aire de la noche se hizo irrespirable para Chang, que casi podía oír la nube de espíritus nocturnos revolotear sobre su cabeza, emprender la huida ante una invasión más bárbara todavía.
La lluvia seguía cayendo, con más fuerza, como si quisiera arrastrarlos a todos. Bruñía las calles, hacía que las cabezas de los diablos uniformados se inclinaran, rayaba sus capas a medida que éstos iban situándose a lo largo de todo el perímetro del Club Ulysses. Chang observaba al hombre del monóculo, que fue engullido por la boca hambrienta del edificio, y vio que tras él se cerraban los portones.
Frente a ellos se plantó un oficial que sostenía un rifle. El mundo quedaba fuera, inaccesible. Los ocupantes, en su interior.
Chang sabía que ella estaba ahí, la muchacha-zorro, que caminaba por las estancias como lo hacía por sus sueños, cuando dormía. Incluso de día se le aparecía en la cabeza, se alojaba en ella y se reía cada vez que él trataba de echarla. Cerraba los ojos y veía su rostro, sus afilados dientes, su pelo encendido, aquellos ojos del color del ámbar líquido, que parecían iluminados desde dentro cuando le miró, tan brillantes, tan curiosos…
¿Y si ella no quería estar encerrada en aquel edificio de los diablos blancos? ¿Presa, enjaulada? Debía acudir a abrirle la trampa.
Se alejó de los ladrillos húmedos que quedaban tras él y, a oscuras, inició un avance lento, tan silencioso e invisible como un gato que, agazapado, avanzara hacia la ratonera.
De cuclillas. Invisible bajo un arbusto de hojas anchas, mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad de la parte trasera del edificio. Un muro alto, de piedra, rodeaba la zona, pero ni una farola perturbaba los hábitos de la noche. Su oído, agudo, captó el chillido desgarrador de alguna criatura presa del dolor, en las garras de un búho, o en las fauces de una comadreja, pero el repicar de la lluvia contra las hojas se imponía sobre casi todos los sonidos. De modo que siguió agazapado, aguardando pacientemente.
No tuvo que esperar mucho. El haz amarillo, circular, de una linterna, anunció la aparición de dos agentes de policía, que se inclinaban hacia delante para protegerse del intenso aguacero, como si éste fuera su enemigo. Pasaron de largo sin apenas mirar, aunque la luz de la linterna saltaba de arbusto en arbusto como una luciérnaga gigante. Chang retiró la cabeza y levantó el rostro en dirección a la lluvia, como hacía de pequeño en las cascadas. El agua era un estado mental. Si la considerabas amiga cuando nadabas en el río o te quitabas con ella la suciedad, ¿por qué creerla enemiga cuando descendía del cielo? Directamente de la copa de los dioses. Esa noche, con ella, los dioses le hacían un regalo, porque lo mantenían a salvo de las miradas bárbaras. Por ello, entre dientes murmuró una oración de agradecimiento a Kuan Yung, la diosa de la misericordia.
Dio un paso al frente y se plantó en el camino, aspiró hondo para unir en él los elementos del fuego y el agua, y atacó el muro. Dio un salto y se agarró con los dedos a los salientes irregulares de la piedra apenas medio segundo, y entonces se retorció en el aire y, con las piernas extendidas por encima de la cabeza, se plantó en lo alto de la pared. Desde allí, de un salto y sin el menor ruido, aterrizó en el suelo, ya del otro lado. Lo ejecutó todo en un movimiento fluido, continuo, que no atrajo ni una sola mirada. Sólo un sapo sorprendido, a sus pies, se puso a croar.
Pero no había dado ni un paso cuando un relámpago partió en dos el cielo e iluminó el club y sus alrededores el tiempo suficiente para deslumbrar a Chang y privarlo de su visión nocturna. Se le agarrotó la garganta, y se le secó la boca. Un presagio. Pero ¿sería bueno o malo? No lo sabía. Por un instante, su cabeza pareció moverse en círculos. Se arrodilló en la oscuridad que siguió, más densa aún, el cuerpo brillante como el de una nutria mojada por la lluvia, temeroso de que el presagio le estuviera diciendo que actuaba ciegamente. Que los dioses quisieran advertirle de que por la muchacha fanqui tendría que pagar un alto precio. El olor a tierra mojada alcanzó sus fosas nasales, y se agachó, arañó un puñado y se lo acercó a la cara; tierra china, el limo amarillo, rico y fértil, robado por los bárbaros. Al aplastarlo entre los dedos lo sintió frío, tanto como si hubiera muerto. La muerte acompañaba a los extranjeros allá por donde iban.
Sabía que debía irse de allí.
Pero negó con la cabeza, impaciente, y sacó la lengua para lamerse la lluvia de los labios. ¿Irse? No era posible. Su alma estaba unida a la de ella. Ya no podía dar media vuelta y salir de aquel lugar, lo mismo que un pez no podía salir del río en que nadaba. Tenía un anzuelo clavado muy adentro. Lo notaba, era un dolor en el pecho. Irse de allí habría sido morir.
Avanzó deprisa, silenciosamente, sobre la hierba mojada, fundiéndose con los árboles, uniendo su sombra a las altas sombras. A su alrededor se extendían vastas extensiones de césped, un estanque, jardines con flores; a un lado unas pistas de tenis, al otro una piscina lo bastante grande como para ahogar a un ejército, todo ello tenuemente iluminado por las luces del edificio. Visto desde atrás, a Chang le parecía más una fortaleza, con dos pequeños torreones, a la que luego los extranjeros hubieran decidido suavizar instalando un porche largo y una escalinata de peldaños anchos, que moría en una terraza semicircular. Una glicina se curvaba, retorciéndose, sobre el tejado de la veranda, pero el interior quedaba oculto por grandes persianas de bambú, que se mantenían bajadas para protegerla de la tormenta. Las oía agitarse, movidas por el viento, crujir y chasquear contra los marcos como los huesos de los muertos.
Sin saber qué camino seguir, Chang optó por el de la derecha. Al hacerlo, algo pequeño y ligero revoloteó hasta posarse en su cara, donde se aferró a la mejilla, impulsado por la lluvia. Lo retiró al momento, y estuvo a punto de arrojarlo al suelo, creyendo que se trataba de una polilla sentenciada; pero antes de hacerlo lo observó con atención. Era un pétalo. Un pétalo de rosa, suave, rosado. Sólo entonces se percató de que se hallaba en medio de una rosaleda en la que el viento y la lluvia intensa arrancaban capullos y flores. Se fijó en el pétalo solitario alojado en la palma de su mano: también aquello era una señal. Una señal de amor. A partir de ese momento supo que la encontraría, y una ardiente impaciencia corrió por sus venas. Los dioses estaban muy cerca esa noche, le susurraban al oído. Ocultó la delicada ofrenda del pétalo entre los pliegues de su túnica, y su piel se estremeció al sentir su roce. El corazón le latía con fuerza.
Bordeó el círculo de luz, manteniéndose siempre entre las sombras, negro sobre negro, hasta toparse con un sendero que sin duda llevaba a las cocinas. Las luces brillaban en las ventanas, y Chang distinguió los perfiles de las superficies atestadas y de las cazuelas humeantes, pero allí no había más que un solitario bárbaro negro, ataviado con su uniforme de policía y apostado junto a la puerta. ¿Dónde se encontraban los empleados, su charla estridente, sus maldiciones? ¿Se los habían comido los extranjeros? ¿Que estaba sucediendo allí esa noche?
En absoluto silencio se acercó más, pegado al edificio, y llego a la ventana de una estancia que no pudo sino observar con envidia, una envidia que le sorprendió a sí mismo, y que trató en vano de reprimir. Pues despreciaba a los occidentales, y todo lo que había traído al este. Todo menos una cosa: sus libros. Le encantaban su libros, y aquella sala contenía una pared llena de ellos, alineado sobre unos estantes, al alcance de quien quisiera acercarse a leerlos. No eran como los delicados rollos con los que se aprendía, y le estaban reservados sólo a los escolares. Éstos eran pesados, encuadernados en piel, y llenos de conocimientos.
Hacía años, Chang había enseñado inglés. Eso fue antes de que decapitaran a su padre tras los muros de la Ciudad Prohibida de Pekín, los días en los que no soportaba pensar, porque convertían sus ideas en aguijones de abeja. Su tutor le había hecho leer la Historia del Imperio Británico, de Munrow, y Chang estuvo a punto de morir de vergüenza al constatar lo pequeña que era Inglaterra, apenas un escupitajo comparado con el gran océano que era China.
El sonido de unas palabras airadas apartó su atención de los libros, y la llevó a los dos hombres que se encontraban en la biblioteca. Uno era Ojo de Cristal, sentado a una mesa, muy estirado, que con un puño cerrado hablaba como si disparara un arma. El otro tenía el pelo blanco y estaba de pie, imponente, en el centro de la habitación, los ojos desafiantes, la nariz ganchuda como el pico de un halcón. No se arredró cuando Ojo de Cristal golpeó la mesa con el puño y gritó en voz tan alta que Chang oyó que le decía: «No pienso consentirlo. Delante de mis propias narices. Como jefe de policía insisto en que todo el mundo sea…»
El ladrido de un perro rasgó el silencio de la noche. A la izquierda de Chang, en algún lugar invisible, tras la cortina de lluvia. Se le erizó el vello de la nuca, y avanzó ágilmente hasta la siguiente esquina, donde las ventanas eran grandes, semicirculares en su parte superior, y permitían observar una cámara inmensa que brillaba y resplandecía como el sol sobre el río Peiho. Por un momento le pareció que aquella estancia estaba llena de pájaros que movían sus hermosas plumas al revolotear, y que silbaban sus canciones, pero cuando su visión se aclaró vio que eran mujeres vestidas de noche, que conversaban y agitaban sus abanicos. Ahí estaría ella, en su jaula de oro, y al pensarlo mil mariposas se agitaron en su pecho.
En aquel salón no había hombres. Había sillas dispuestas en hileras, todas ellas encaradas hacia un objeto situado en un extremo, un objeto que asombró a Chang en cuanto lo vio, pues parecía una tortuga gigante, monstruosa. Se trataba de algo negro, brillante, sostenido por unas patas esbeltas, y junto a él se sentaba una mujer hermosa, de cabello castaño oscuro, que de vez en cuando posaba un dedo sobre los dientes blancos de aquel artilugio, o daba un sorbo a la bebida que sostenía en un vaso lleno de hielo. Por su expresión, parecía aburrida y sola.
La reconoció. La había visto antes, frente a las escalinatas del club, junto a la muchacha-zorro. La respiración de Chang se había vuelto tan superficial que apenas movía el aire, mientras con la mirada buscaba el destello cobrizo de una cabellera entre la multitud. Había algunas mujeres sentadas, pero la mayoría permanecía de pie, en corros, o caminaba por la sala con un vaso o un abanico en la mano, con un rictus de enojo en los labios. Era evidente que algo les desagradaba. Se acercó más, hasta pegarse a las piedras de la fachada, junto a la ventana, y de pronto la vio. En ese instante el mundo pareció venírsele encima, volverse más brillante.
La joven estaba de pie, sola, apoyada en una de las columnas de mármol, casi oculta de la mirada de una mujer gorda tocada con un racimo de plumas de avestruz. En contraste con ella, parecía frágil y pálida, aunque el resplandor del pelo seguía iluminándola. Chang la contempló. Vio que, inquieta, miraba una y otra vez la puerta, y se fijó en que, cuando ésta se abrió y dos mujeres irrumpieron en la sala, su expresión se tornó sombría. A Chang le parecieron dos portadoras de muerte, vestidas de blanco, con aquellos tocados raros, y también blancos, que le recordaban a los de las monjas que, cuando era niño, habían querido obligarlo a comer la carne de su dios vivo, a beber su sangre. Su estómago todavía se retorcía al recordar aquel acto de barbarie. Pero aquéllas no llevaban ninguna cruz colgada al cuello.
Con sonrisas corteses, invitaron a dos de las mujeres jóvenes a abandonar el salón, y sólo cuando la puerta se cerró tras ellas, remitió parte de la tensión que agarrotaba el cuerpo de la muchacha-zorro, que empezó a moverse por los bordes externos de su jaula, aunque con los brazos aún tensos, mientras con una mano se acariciaba la tela del vestido. Vio que dejaba caer al suelo un pañuelo de encaje como sin darse cuenta, aunque a Chang le pareció que sabía perfectamente lo que hacía. Se preguntó por qué. Los extranjeros se comportaban a veces de manera muy rara.
Una mujer alta, con vestido del color de la endrina madura, le habló cuando pasó por su lado, pero la muchacha no le respondió más que con un leve asentimiento de cabeza, y se ruborizó. A continuación se acercó a la ventana, y a Chang se le encogió el corazón al ver que se aproximaba a él. Sus pómulos eran más hermosos de lo que recordaba, y los ojos más grandes y separados, pero la piel de las comisuras de sus labios había adquirido un tono azulado, como la de los niños que se sienten indispuestos.
Dio un paso al frente, alargó la mano y la apoyó en el vidrio mojado, tamborileando en él, con los dedos, un ritmo que podría haber sido lluvia. Ella se detuvo en seco, frunció el ceño y miró por la ventana con la cabeza ladeada, como en otro tiempo hacía el perro de caza de su padre. Sin dar tiempo a que se alejara, Chang avanzó hacia el círculo de luz que la propia ventana proyectaba y le dedicó una respetuosa reverencia.
Lydia, asombrada, abrió mucho los ojos y la boca, redondos como lunas, pero al reconocerlo, sonrió. Durante una fracción de segundo él extendió la palma de la mano, ofreciéndole su ayuda sin palabras, pero en ese momento algo duro y frío le golpeó en un lado de la cabeza. Recorrieron su cuerpo oleadas de negrura, la noche se fragmentó en añicos afilados de cristal negro, pero sus músculos se tensaron al instante, al encuentro de la acción.
Con un movimiento de pierna, podría haber inmovilizado a su atacante, que le lanzaba a la cara su aliento de whisky y sus maldiciones, o haberle partido la tráquea de un golpe seco, dado con el borde de la mano, cortante como el filo de un cuchillo. Pero un sonido le detuvo.
Un gruñido. Un gruñido que hablaba de muerte.
Sobre la hierba húmeda, a sus pies, vio un perro-lobo agazapado, listo para el ataque, que mostraba todos los dientes y emitía ese gruñido grave que le heló la sangre. El perro ansiaba desgarrarle el corazón.
Él no quería matarlo, pero sabía que lo haría si era necesario.
Lentamente, Chang apartó la vista del perro y la fijó en el hombre, que llevaba una capa azul impermeable y era alto, de extremidades largas y pómulos hundidos, como un árbol fácil de abatir. Llevaba un arma en la mano, y él vio su propia sangre derramada. Los labios finos del hombre se movían, pero el viento parecía meterse en los oídos de Chang, que apenas oía sus palabras.
«Mierda amarilla.» «Chino ladrón.» «Mirón.» «No espíes a nuestras mujeres, maldito…» En ese momento el arma se alzó para golpearlo de nuevo.
Chang se echó a un lado y giró la cintura, y con un chasquido de látigo levantó la pierna hacia arriba. Sin embargo, el perro era rápido, y se interpuso entre su amo y el atacante, hundiéndole los dientes en la carne vulnerable del pie. El joven cayó al suelo, de espaldas. El dolor ascendía por la pierna, a medida que las fauces del animal mordían el hueso. Pero aspiró hondo, liberándose de la tensión de su cuerpo, y se concentró en controlar la energía generada por su miedo. La liberó entonces en un solo movimiento que hizo que su otra pierna se estampara contra el morro del perro.
El animal lo soltó y cayó de lado, sin emitir sonido alguno. Al instante Chang ya volvía a estar de pie, corriendo a toda velocidad, sin dar tiempo a la noche a respirar.
– Da un paso más y te meto una bala en tu cochino cerebro.
Chang detuvo sus pensamientos. Sabía que ese hombre iba a matarlo por lo que acababa de hacerle a su perro. Sin él, aquel diablo había perdido toda su agresividad. De modo que tanto daba huir como quedarse, el final sería el mismo. Sintió una punzada de dolor en el pecho al pensar en que estaba a punto de separarse de la muchacha. Despacio, se volvió para encararse a ese hombre, vio la violencia de su gesto, el ojo negro, inmóvil, del cañón de su pistola.
– Dong Po, ¿qué diablos crees que estás haciendo? -La voz resonó a través de la lluvia y cortó el hilo que unía la bala del policía al cerebro de Chang. Era la muchacha-. Te he pedido que esperaras junto a la reja, estúpido. Tendré que pedirle a Li que te azote por desobediente cuando lleguemos a casa -añadió, mirando fijamente a Chang.
En ese instante al joven se le paró el corazón. Debió hacer acopio de todas sus fuerzas para no sonreír, y finalmente logró agachar la cabeza y componer un gesto de humilde disculpa.
– Perdón, señora, mucho perdón. No enfadada. -Señaló la ventana-. Yo la miro para ver si bien. Tanta policía, yo preocupo.
Tras la joven, de pie, había aparecido otro diablo azul. Trataba de cubrirla con un paraguas negro, pero la lluvia y el viento se lo impedían, y su pelo, rojizo, era ahora del color del bronce envejecido, y colgaba en mechones húmedos sobre su rostro. Sobre los hombros llevaba puesta la chaqueta fina de algún sirviente, que ya se veía empapada.
– Ted, ¿qué sucede con el perro? -El segundo policía era de mediana edad, corpulento.
– Se lo digo, sargento, este amarillo imbécil ha matado a mi Rex, yo…
– Tranquilo, Ted. Mira, el perro se mueve. Seguramente sólo está aturdido. -Se volvió para mirar a Chang, y se fijó en la sangre que le cubría el rostro-. No sé bien qué ha sucedido aquí, pero tu señora se ha disgustado mucho al verte aparecer tras la ventana. Según dice, te ha ordenado que esperaras junto a la verja, para escoltarla y ayudarla a ella y a su madre a llamar un rickshaw. Esos porteadores son unos bribones muy peligrosos, así que debería darte vergüenza, decepcionarla así…
Chang mantenía la vista fija en su pie manchado de sangre, y asentía.
– Carecéis de disciplina, ése es vuestro problema -añadió el diablo azul.
Chang se imaginó propinándole un manotazo de tigre en la cara. ¿Le enseñaría eso bastante disciplina? Si hubiera querido matar al perro, lo habría hecho.
– Dong Po. -Él levantó la vista y vio aquellos ojos color ámbar-. Vete a casa de inmediato, desgraciado. No mereces confianza, y mañana recibirás tu castigo.
Lydia mantenía la barbilla muy alta, y por su manera de mirarlo por su gesto de altivo desdén, podría haber sido la gran emperatriz Tzu Hsi.
– Oficial -prosiguió-, le pido disculpas por el comportamiento de mi sirviente. Por favor, haga que vuelva a la verja, si es tan amable.
Dicho esto, emprendió el regreso por el sendero, con la misma parsimonia que si hubiera estado paseando bajo el sol, ajena al violento aguacero de verano que tenía lugar sobre sus cabezas. El sargento azul la seguía con el paraguas.
– ¡Señora! -gritó Chang, que tuvo que elevar la voz para hacerse oír sobre el rugido del viento.
Lydia se volvió.
– ¿Qué quieres?
– No necesario matar mosquito con cañón -dijo-. Por favor tener piedad. Decir dónde recibo castigo mañana.
Ella lo pensó un momento.
– Por tu insolencia añadida, será en el comedor de San Salvador para que se purifique tu alma malvada.
Y prosiguió su camino sin mirar atrás.
La muchacha-zorro era de verbo astuto.