Capítulo 57

Lo agarraban con brusquedad. Uniformes grises sobre él, como moscardones. Un puñetazo en las costillas, una bota en la entrepierna, pero Chang An Lo no devolvía los golpes. Sólo cuando le clavaron la culata de un rifle en la mano herida escupió, pero nada más. El cuartel se hallaba en un edificio nuevo, de cemento, construido en un extremo del viejo Junchow, oculto por unos grandes muros de piedra que lo mantenían en penumbra, y su entrada estaba custodiada por dos agentes chinos jóvenes, prestos a impresionar a sus superiores. Cuando Chang apareció de pronto ante ellos, tras abandonar la protección de la niebla matutina, abrieron como platos los ojos asombrados. Golpearon el suelo con las botas y levantaron los rifles, anticipando problemas, pero al ver que éstos no llegaban, lo condujeron deprisa al despacho del capitán.

– Tú eres el perro comunista que buscábamos -dijo encantado el oficial del Kuomintang-. Soy el capitán Wah.

Se quitó la gorra, la dejó a un lado y rebuscó entre los papeles que se apilaban sobre la mesa. Tras un momento de confusión, encontró una hoja que examinó atentamente. Se trataba de un retrato de Chang, realizado con maestría y sin duda enviado a todas las comisarías y cuarteles de China. Chang se preguntó amargamente qué amigos suyos habrían cantado, y por cuánto dinero.

El capitán Wah observó a Chang con mirada fría y triste, y encendió un purito.

– Primero van a interrogarte, rata inmunda, y luego un magistrado ordenará tu ejecución. Todos los comunistas sois unos cobardes que os arrastráis por el suelo como gusanos bajo nuestros pies. Tu ejecución es cosa segura, de modo que no añadas dolor a China por una lealtad inútil a tu causa, una causa que está condenada al fracaso. Por el gran Buda, libraremos a nuestro país de vuestro veneno.

A pesar de tener las manos esposadas y sentirse con fiebre, Chang sabía que podía arrancarle los dientes de una patada antes de que el soldado de la puerta disparara el arma. La idea era tentadora, pero ¿de qué le serviría a Lydia con una bala en el cerebro?

– Honorable capitán -dijo, humilde, haciéndole una reverencia-, tengo información que ofrecer, como sabiamente ha sospechado, pero sólo se la proporcionaré a un hombre.

El capitán Wah torció el gesto, contrariado.

– Más te vale proporcionármela a mí -replicó secamente. Y, poniéndose en pie, alto, imponente en su uniforme gris, algo polvoriento, se inclinó sobre él desde el otro lado de la mesa-. Haz lo que te digo, o sufrirás una muerte lenta.

– Sólo a un hombre -reiteró Chang sin inmutarse-. Al ruso. Al que atienden los miembros del Kuomintang.

El agente cambió el gesto al instante. Se le alargó el rostro, se pasó la mano por la barbilla picada de viruela y, pensativo, entrecerró los ojos. Mordisqueó el purito y, transcurridos unos segundos, escupió en el suelo.

– Creo -dijo- que voy a ejecutarte ahora mismo.

– Si lo hace, le prometo que el ruso lo azotará hasta dejarlo en carne viva -murmuró Chang, inclinándose de nuevo ante él.

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