Lydia esperaba. En la oscuridad. Acurrucada, metida en sus sentidos. Sabía que vendrían a por ella tarde o temprano, cuando estuvieran seguros de su debilidad y su desamparo, y sería entonces cuando empezaría su «diversión». Esa era la palabra que Chan había usado para describirlo. La mera idea le derretía los huesos.
Su única defensa se encontraba en el interior de su mente, y empezó a trabajar en ella. A prepararse. Para las preguntas. Para el dolor. Para saber hasta dónde sería capaz de resistir.
La desnudez. El frío. Incluso la absoluta oscuridad en el interior de la Caja. Todo eso le había parecido muy importante hacía apenas unas horas, absolutamente paralizante, pero ahora lo dejaba de lado, lo metía en un compartimento estanco de su mente. Ya lo había superado.
Era cuestión de concentración.
Revisó varias escenas. Palmo a palmo. Escenas agradables. Con su madre, cuando era joven. Escenas radiantes y dichosas, de risas. De cuentos rusos a la hora de acostarse, o de tocar, orgullosa, con la mano izquierda, La danza de los cisnes al piano, mientras su madre la seguía con la derecha. De nadar en el río un cálido día de verano, de bucear en busca de raspas de pescados para llevárselas a casa. De peleas con bolas de nieve en el patio de la escuela, con Polly.
¿Por qué la había traicionado Polly? Lydia le había suplicado que no lo hiciera, le había implorado silencio. E incluso si su amiga creía que, contándoselo a su padre, la estaba ayudando, ¿de qué le estaba sirviendo eso ahora? ¿De qué servían las buenas intenciones cuando se estaba metida en un baúl de metal?
Se obligó a apartar el nombre de Polly de su mente. Lo que necesitaba en ese momento eran buenos recuerdos. La Quebrada del Lagarto. El roce tibio de la piel de Chang An Lo. El olor de sus cabellos. Su pene firme en su mano. Dentro de ella. Buenos recuerdos para recobrar fuerzas.
Podía sobrevivir a algo así.
Sobreviviría.
Sobreviviría.
El ruido resonó como un disparo. Sus oídos, tan acostumbrados ya al silencio, no lo interpretaron bien. A su mente le costó un esfuerzo darse cuenta de que se trataba de un cerrojo de hierro al retirarse. Una puerta que se abría. Pasos amortiguados sobre madera. ¿Escalera? Alguien descendía hacia ella. Se había preparado para ello, lo había imaginado mil veces, y se había entrenado para controlar el pánico.
Concentración. Respiración.
Pero los latidos de su corazón se dispararon. Y el terror se apoderó de ella.
– ¿Hola? -gritó.
Una retahíla de palabras en chino fueron la respuesta, y un golpe en un costado de la Caja, el sonido de una palma al plantarse sobre el metal. Lydia no dijo nada más. Lo mejor fue la luz. Se concentró en las motas minúsculas de claridad tenue que se filtraban a través de los seis agujeros, y se aferró a ella. Era muy tenue. ¿Provendría de una vela? ¿De una lámpara de aceite? Pero era luz. Vida. Podía verse las rodillas, verse el moratón de la pierna, verse la mano. Tras tanta oscuridad, debía entrecerrar los ojos, pues éstos se habían acostumbrado a la negrura. Pero querían más. Más luz. Más vida.
Un arañazo, algo que se arrastraba por el suelo. Lydia seguía sentada, inmóvil, escuchando. El chirrido del metal, y luego un chapoteo, y de pronto, a través de los agujeros empezó a entrar agua. La sorpresa fue absoluta. Al instante arrimó la cara y abrió la boca. La alegría de sentir la humedad en su boca la invadió por completo, y tragó con avidez, como una tonta. Sólo entonces cayó en la cuenta de que se trataba de un agua mala. Apestosa. Rancia y sucia. Y vomitó de nuevo. Sentía la boca llena de grasa y de bilis. Se pasó la lengua por la muñeca.
Pero el agua seguía entrando. Se olvidó de su boca.
– ¡Eh! -gritó-. Basta, ya tengo bastante agua.
La risa de un hombre, y otro golpe en el costado de la Caja.
– Por favor, no más agua. Qing. Por favor.
El chorro aumentó. Empezaba a acumularse en el fondo, y Lydia castañeteaba los dientes con tal fuerza que le dolían. «¡Basta!», quiso gritar, pero no le salió la palabra. Concentración. Respiración.
Respira profundamente. Llena los pulmones. El nivel del agua seguía subiendo. Ya le llegaba a la cintura. Ella golpeaba el techo.
– Qing. Por favor.
Pero las carcajadas resonaban cada vez con más fuerza. Exultantes. Maléficas.
Lo había entendido todo mal. Iban a ahogarla. El sonido de su sangre en sus oídos le resultaba ensordecedor. ¿Por qué iban a ahogarla? ¿Por qué? No tenía sentido.
Una lección para Chang An Lo.
«Amor mío. Amor mío.»
El agua le cubría ya el pecho, el cuello, y estaba helada. Sentía el cuerpo paralizado. Se obligó a moverse, se puso en cuclillas, elevando la cabeza hacia el metal, y seguía aspirando hondo, introduciendo aire en sus pulmones. En ese instante la ira se apoderó de ella y venció toda su concentración y sus ejercicios de respiración, y golpeó con furia el techo de metal.
– Déjeme salir, escoria asesina, sucio cabrón, hijo del diablo. No quiero morir, no quiero…
El agua le alcanzó la boca. Tragó una última bocanada de aire. Contuvo la respiración, cerró los ojos. El agua se le introducía por la nariz, espesa como la nieve. Empezó a sentir espasmos en las pantorrillas, que ascendían por todo su cuerpo. En su mente, halló la sonrisa de Chang An Lo esperándola, y ella le besó los labios tibios.
La Caja se llenó de agua hasta el borde.
Chang se acurrucó en el jardín, junto al cobertizo. De algún modo, estar ahí era estar más cerca de ella. El amanecer no era más que una delgada herida en el cielo, tras él, pero un tordo ya lo anunciaba con su canto, desde un sauce desnudo. Un gato fanqui, sombra incolora en la oscuridad, recorría los bordes del jardín escarchado, marcando su territorio, y el viento que descendía de las colinas del norte le ahuecaba el pelo. El cobertizo.
Chang ya había entrado, había visto la sangre, había metido la mano en la jaula vacía. Le había prometido a Chun Jung, el dios del fuego y la venganza, una vida entera de oraciones y ofrendas si hacía que aquella sangre fuera del conejo, y no de Lydia.
Y no de Lydia.
Había trabajado toda la noche, buscando a aquellos con ojos que ven. En dos ocasiones había usado el cuchillo, pues en dos ocasiones había sido atrapado por manos que habían aceptado el pago de Po Chu. La fiebre ralentizaba sus reacciones, pero no tanto. Con un golpe espiral de talón reventó un riñón; con un zarpazo de tigre partió un cuello, y después hundió el filo entre las costillas para asegurarse. Pero antes de que cualquiera de los dos se uniera a los espíritus de sus antepasados, Chang formuló preguntas. ¿Dónde estaba Po Chu ahora? ¿En su cuartel general? ¿En alguna de sus guaridas?
Uno de los dos respondió, y Chang siguió su pista, pero ésta le condujo a un callejón oscuro en el que sólo habitaba la muerte. Po Chu estaba siendo cuidadoso. Parecía cambiar con frecuencia de residencia, no permanecer demasiado tiempo en el mismo lugar, desplazarse de noche, alerta como un murciélago ante cualquier amenaza. Chang no lograba acercarse a él.
– Po Chu, juro por los dioses que te daré caza, y que te comerás tus propias entrañas manchadas de sangre si tocas un pelo de mi muchacha-zorro -masculló.
En las calles oscuras de la ciudad vieja, donde ocultos tras las entradas observaban ojos, pocos eran los que se atrevían a dar la cara. Él y su cuchillo olían a sangre, y el hedor los alcanzaba a todos.
Chang esperaba a que amaneciera. Su propia sangre parecía plomo en sus venas, pues sabía que se había convertido en un portador de muerte, que le seguía los talones con paso silencioso, que le lanzaba su aliento frío y apestoso en la nuca… Primero a Tan Wah, y ahora a Lydia. Sabía que ella iba a morir. Incluso si Po Chu deseaba volver a capturarlo y estaba usándola como cebo, ese malvado hijo de Feng Tu Hong se regodearía matándola. Le rebanaría el pescuezo cuando hubiera terminado, y lo haría para escarmentar a Chang por haberlo puesto en evidencia. Si hubiera creído por un momento que Po Chu la soltaría a cambio de volver a encerrarlo a él, ya estaría ahí de rodillas, el arma en el suelo. Pero no. Po Chu los mataría a los dos. Después de divertirse con ellos.
Chang arrancó un puñado de hierba helada del jardín y se lo llevó a la boca para acallar el grito de dolor que le oprimía el pecho. Amar a alguien. Te desgarraba el corazón. Lo volvía blanco y tembloroso cuando los cuervos venían a picotearlo con sus picos salvajes. Se cubrió el rostro con las manos. Se había quitado las vendas. El amor te hacía vulnerable como un gato durmiendo panza arriba, el vientre tierno expuesto al mundo. Así se sentía él. Así de débil. ¿Cómo iba a combatir, si lo único que quería era protegerla? No le interesaba China. Sólo le interesaba ella.
Se mordió los muñones, los puntos de su mano que antes habían ocupados sus dedos, y sintió que el dolor penetraba en su mente, pero aun así no podía liberarse del anzuelo que lo retenía. Se recordaba a sí mismo la doctrina de Mao Tse-Tung, según la cual las necesidades del individuo han de suprimirse en beneficio del Todo. Racionalmente, sabía que era el único modo de avanzar, pero en ese momento su cabeza le servía tan poco como la de un burro en una casa de apuestas.
El suyo era un brazo poderoso en el combate comunista, y una mente poderosa.
Y ella era una chica. Una muchacha fanqui.
Pero aún le quedaba un modo de encontrarla. De salvarla. Aunque sin duda él moriría. ¿No sería eso un acto de egoísmo? Dar su vida por la mujer que amaba, en lugar de entregarla por el país que amaba.
«Lydia, diles lo que quieren oír. No les enseñes los dientes.»
Escupió la hierba. Se puso en pie y se adentró en la luz grisácea de la mañana.