En esa ocasión el frío era como un caparazón que la envolvía. Lo golpeaba, lo picoteaba, lo arañaba con la uña, pero no se rompía. Su mente no comprendía por qué. Se resistía. Desconfiaba. Los órganos de su cuerpo se le cerraban, y en su interior sentía que, uno a uno, se le iban durmiendo. La abandonaban. El frío. Lo odiaba. Y sólo despertó al darse cuenta de un calor repentino entre las piernas.
Abrió los ojos. Oscuridad total. Trató de poner en marcha el engranaje de sus pensamientos, pero éstos sólo querían dormir. ¿De dónde había salido tanta negrura?
Las cosas le llegaban fragmentadas. Un dolor en la pierna. Una presión en la cabeza, la mejilla apoyada contra algo duro. La piel helada. Las rodillas bajo el mentón. Gradualmente fue comprendiendo que estaba tendida de lado, hecha un ovillo compacto. Su mano se atrevió a alargarse en la oscuridad, pero no llegó muy lejos, porque había paredes metálicas que la rodeaban por todos los lados. Oía el latido de su corazón en el interior de sus oídos.
¿Dónde estaba?
Trató de sentarse, y tuvo que intentarlo tres veces antes de conseguirlo. Cuando lo logró, se sintió peor. No porque la pierna le doliera como si alguien se la hubiera pateado. Ni porque la cabeza hubiera empezado a darle vueltas, como un caleidoscopio enloquecido, y viera destellos de luz por debajo de los párpados, rojos, azules, amarillos, que le abrasaban el cerebro. No, era porque tocó el techo, que estaba a un dedo de su cabeza, y supo dónde se encontraba: metida en una caja. En una caja de metal.
«Me metieron en un baúl de metal.»
«Tres meses. Tal vez más.»
Aquéllas habían sido las palabras de Chang An Lo.
Un espasmo de temor se apoderó de su estómago, y vomitó. Sintió el sabor acre y ácido en la garganta. El vómito le manchó las rodillas, y en su mente perezosa aquel calor pegajoso le recordó al que antes había sentido entre las piernas. Exploró con los dedos la superficie metálica sobre la que estaba sentada. Estaba mojada. Se había orinado encima.
La mente en blanco. Empezó a gritar.
Trataba de abrirse paso entre telarañas. Se le pegaban a los ojos, y una araña de cuerpo cojo y moteado y patas amarillas se le metía por la nariz.
Abrió los ojos. Y al instante deseó regresar a la pesadilla de la araña. Aquello era peor, era real. Forzó a su cuerpo a incorporarse un poco, y palpó las cuatro paredes con las manos para descubrir las dimensiones de su celda. Por su longitud, alcanzaba apenas para sentarse, aunque no para estirar del todo las piernas, y por su anchura, permitía tocar las dos paredes laterales con los codos extendidos. Una vez sentada, entre su cabeza y el techo quedaba apenas un centímetro. Pasó entonces a examinar su propio cuerpo. Las rodillas. Olían mal. Recordó el vómito. El hedor a orina rancia impregnaba las membranas de sus fosas nasales. Tenía un bulto en la nuca, y otro a la altura del muslo, del tamaño de un platillo. Pero no parecía haber heridas en la piel. Ni huesos rotos. Ni le faltaba ningún dedo.
Podría haber sido peor.
– Por el amor de Dios, ¿podía algo ser peor que ese hueco infernal, esa ratonera?
«Podrías estar muerta. Piénsalo.»
El frío no fue a más. No mejoró, pero no empeoró. Algo era algo. No dejaba de tiritar, y eso le preocupaba, porque consumía gran parte de su energía, le chupaba las reservas. Ya estaba agotada. ¿O era el miedo?
Su mente quedaba en blanco una y otra vez.
Podía estar esforzándose en determinar cuánto tiempo podía llevar cautiva en la oscuridad cuando su mente se ausentaba de pronto. Se desactivaba por completo. Y eso la aterrorizaba casi tanto como estar metida dentro de la caja.
«Por favor, no, eso no.» ¿O era acaso por el miedo, el miedo absoluto? Su mente se le escapaba.
Para encontrar un diminuto resquicio de calor, se envolvía las rodillas con los brazos y se acurrucaba todo lo que podía, acariciándose las pantorrillas para darse consuelo.
Inspira. Espira. Aguanta la respiración hasta que cuentes diez. Espira. Despacio, suavemente. Inspira. Aguanta. Cuenta. Espira.
Controla. Mantén el control. Concéntrate.
Sus pensamientos parecían de cristal. El más mínimo roce y se rompían en pedazos. El pánico se apoderaba de ella. Se abalanzaba sobre ella desde los rincones más oscuros, cuando ella no miraba.
– Chang An Lo -musitó, y le asombró constatar la seguridad que le transmitía el sonido de su propia voz-. ¿Cómo hiciste para no enloquecer?
Se le ocurrieron tres cosas. Una era que sólo llevaba en la Caja -pensaba en ella como en una criatura que se la hubiera tragado entera- menos de un día. De otro modo, se habría orinado encima más de una vez, aunque al momento se le ocurrió que no había bebido nada. «No pienses en eso.» Tenía la boca seca, y la garganta polvorienta. Gritar no le había ayudado en nada. Había sido una tontería, una pérdida de fuerza.
En fin… Tampoco había hecho… su mente se ruborizó ante la idea… cosas más sólidas. Por lo tanto, llevaba menos de veinticuatro horas allí metida.
Lo segundo que pensó fue que debía encontrarse bajo tierra. En una bodega, tal vez. O en una mazmorra secreta. Fue la temperatura la que la llevó a pensarlo. Se trataba de una temperatura constante. Un frío constante. No remitía de día ni se incrementaba de noche. Aunque no es que tuviera ni la más remota idea de si era de día o de noche ahí metida, en la Caja. Ahí sólo había oscuridad. Y más oscuridad. Frío. Y más frío. No se oía nada. Si hubiera estado al nivel de la calle, habría oído algún ruido, y no ese peso muerto de silencio.
Y lo tercero. Debía de haber agujeros para respirar. Debía de haberlos. O ella ya estaría muerta. Empezó a buscarlos con los dedos.