Su rostro. Era todo pómulos. La piel tan tensa sobre ellos que parecía a punto de rasgarse. Blanca como una almohada. Unas sombras hundidas, sucias, granates, alrededor de los ojos. Pero lo que más impresionaba a Lydia era la boca. La primera vez que lo vio, cuando él apareció en su vida de un salto, en aquel callejón; o más tarde, en la casa quemada, cuando le habló de que los comunistas eran los únicos capaces de liberar a China de la tiranía de su pasado feudal, su boca era carnosa, bien torneada, desbordante de energía vital. Y no sólo de energía -pensaba ella-, sino de una especie de fuerza interior. Una certeza. Eso ya no estaba. Sus labios, más que cualquier otra parte, estaban muertos.
Alargó la mano al instante para tocarlo. Tibio. Vivo. No estaba muerto.
Pero estaba algo más que tibio. Estaba caliente, muy caliente. Tendido en su cama.
Volvió a escurrir el paño en el cuenco de agua fresca. Olía raro. Eran las hierbas chinas. Para bajar la fiebre, para eso era para lo que el señor Theo le había dicho que servían, para refrescar la sangre. Con ternura, humedeció la frente de Chang An Lo, las sienes, el cuello, incluso la mancha negra que apenas sombreaba el cuero cabelludo. Sentía cierto orgullo al ver que ya estaba libre de piojos y de los demás bichos que hasta hacía poco la poblaban, y le gustaba acariciárselo.
Se sentó a su lado en una silla, y ahí se pasó todo el día. Cuando la luz de la ventana pasaba del gris claro a un tono más oscuro, oyó que la lluvia golpeaba los cristales, a ráfagas. Los colores se difuminaban en el dormitorio a medida que oscurecía, y ella seguía humedeciéndole las extremidades, el pecho, los afilados huesos de la pelvis, hasta estar convencida de que conocía aquel cuerpo casi tan bien como el suyo. La textura de la piel, la forma de las uñas de los pies. Aplicaba ungüentos chinos, raros, a las heridas, le cambiaba los vendajes y le daba de beber infusiones de hierbas medicinales, que con esfuerzo introducía entre sus labios cuarteados. Y no dejaba de hablarle. Le hablaba, le hablaba. En una ocasión llegó a reírse, a emitir una risa forzada con la que pretendía inundar sus oídos de vida y felicidad, para devolverle la energía perdida.
Pero él no abría los ojos, ni un parpadeo siquiera, y brazos y piernas seguían inertes, a pesar de que ella le había cambiado las vendas de las manos, y sabía que, al hacerlo, debía de haberle dolido horrores, en algún plano profundo de su ser, inaccesible para ella. Con todo, en ocasiones, su boca emitía ciertos sonidos. Susurros. Acallados y urgentes. Ella se inclinaba sobre él y pegaba la oreja, tanto que sentía su aliento débil y caliente en la piel, aunque ni así lograba entender lo que decía.
Sólo en una ocasión, cuando le aplicaba con el dedo un bálsamo amarillo y granulado sobre los labios, él entreabrió los labios súbitamente y con ellos le rodeó el dedo. Fue un acto de una intimidad extraordinaria. La punta del dedo introducido entre los pliegues húmedos y blandos de su boca. Más íntimo aún que cuando le sostuvo el pene en la mano y se lo lavó. En ese instante sintió un estallido de emociones, que se guardó para sí. Y le besó la frente.
Ese momento le dio fuerzas para seguir toda la noche junto al lecho del enfermo.
Las medicinas chinas no le hacían nada.
El pánico se apoderaba de la garganta de Lydia. Él habría querido ser tratado con medicamentos de su país, y no con los mejunjes de los fanqui, de eso estaba segura. Pero ¿cuándo empezarían a hacer efecto? ¿Cuándo? La fiebre aumentaba con el paso de las horas. Su piel, ardiente y seca como arena del desierto. En la penumbra fría y desolada, ella le agarraba los antebrazos con las manos, por encima de los vendajes de las muñecas, y lo sostenía con fuerza.
No permitiría que se le fuera. No lo permitiría.
El amanecer se filtraba por entre las cortinas, y una luz tenue, neblinosa, inundaba lentamente el dormitorio. Hacía frío. Lydia se cubrió con el abrigo, y arropó con el edredón, una pieza preciosa, de color anaranjado, nueva y brillante, la figura inmóvil que seguía en la cama. Pero su ignorancia era tan inmensa que se indignaba consigo misma. ¿Debía encender la estufa de gas instalada en una pared del cuarto, para que se calentara? ¿Debía colocar una bolsa de agua caliente a sus pies? ¿O era eso lo contrario de lo que debía hacer? Tal vez fuera más conveniente abrir la ventana para que el aire helado lo refrescara.
¿Qué era lo mejor?
Sintió que la envolvía un sudor frío, e hizo esfuerzos por no dejarse vencer por el pánico. Estaba cansada, se dijo, demasiado cansada. Eso era lo que el chino le había dicho al señor Theo. El herbolario. Le dijo que era como si el chi se le hubiera secado, e insistió en que se tomara una mezcla de hierbas que debía preparar en infusión, pero ella estaba mucho más interesada en lo que preparó para Chang. Para la fiebre, las quemaduras y las heridas infectadas, según ella le había dicho al señor Theo; eso era lo que quería, y él se lo tradujo al herbolario. Finalmente, el director del colegio le tradujo a ella cómo debía usar aquellos preparados.
Lydia sintió una gran tranquilidad apenas puso los pies en la diminuta herboristería. Olía maravillosamente. Sus estantes rebosaban de tarros de vidrio de todas las formas y los tamaños, azules, verdes, marrones, todos llenos de hojas, hierbas y otras cosas que Lydia no conocía, pero que le parecía que podían ser corazones de lagarto, vesículas de puercoespín, cuernos de rinoceronte. El suelo estaba salpicado de grandes cuencos de cerámica que contenían semillas, flores secas y cortezas de árboles. Todo ello impregnaba el comercio de aromas embriagadores. Pero lo mejor de todo era el propio herbolario. Emanaba buena salud por todos sus poros, y tenía unos dientes tan blancos que Lydia no podía apartar los ojos de ellos.
Ella le había dado al señor Theo un sobre con dinero para que le pagara. Por suerte había más que suficiente. Gracias a Dios. O, para ser más exactos, gracias a Alfred. En esa ocasión, se lo agradecía sinceramente, un agradecimiento remolón y a regañadientes, pero agradecimiento al fin, que no dejaba de sorprenderla. Sabía que sin él no habría encontrado a Chang, porque no habría podido contratar los servicios de Liev.
El señor Theo hablaba poco. Se limitó a preguntarle si todo aquello era para su amigo chino.
– Prefiero no hablar de ello, si no le importa.
Él se encogió de hombros, alto, desgarbado y algo descoordinado, pero no pareció importarle. Lydia se dio cuenta de que compraba algunos preparados para sí mismo, y en cualquier otra ocasión habría sentido curiosidad, sobre todo tras oír la conversación que había mantenido con el señor Mason al pie de la escalera. Pero en esos momentos, su temor por Chang An Lo era todo lo que ocupaba su mente. Se sentó. Observó el rostro de Chang materializarse lentamente en la oscuridad, brindar en cada instante un detalle nuevo a su mirada ávida, y le asombró constatar lo familiar que le resultaba ya. Como si lo tuviera grabado en lo más profundo de su mente. El espesor de sus pestañas, el ángulo de su nariz, la hinchazón precisa de sus fosas nasales, la curva de sus orejas. Era capaz de verlo todo con los ojos cerrados.
Con mucha suavidad, sin abandonar la silla, apoyó la cabeza en la almohada, junto a la de él, y dejó que la frente reposara en su pómulo caliente, estableciendo una conexión entre ambos. Cerró los ojos y se preguntó por qué se preocupaba tanto por él, por qué le dolía tanto. Pero no obtuvo respuesta.
– Descríbeme los síntomas.
– Fiebre. Una fiebre muy alta. Inconsciencia. Heridas infectadas y quemaduras.
– ¿Estado general? Me refiero a si el paciente, por lo demás, se encuentra en buenas condiciones, o si se trata de uno más entre la gran masa de los chinos desnutridos que pueblan Junchow. Porque existe una gran diferencia, ¿sabes?
La señora Yeoman se enroscaba el pelo blanco, espeso, para hacerse un moño bajo, que sostenía con horquillas. Lydia no le había visto nunca el pelo suelto; era como nieve líquida. Aunque, claro, nunca había ido a verla tan temprano.
– Está muy débil. Y delgado. Muy delgado.
– Acudiré encantada a cuidar de él, si le hace falta asistencia médica. Dime dónde…
– No, gracias, señora Yeoman, pero no. No aceptaría ayuda europea.
– ¿Y la tuya sí la acepta?
– No. Yo me limito a entregar las medicinas a sus familiares.
– Lydia, querida, me gusta ver que te preocupas tanto por la gente pobre de este país. Todos somos criaturas del Señor, y sin embargo muchos occidentales tratan a los chinos peor que a los perros. Resulta vergonzoso verlo, y más cuando…
– Por favor, señora Yeoman. Debo darme prisa.
– Discúlpame, querida, ya sabes que me gusta hablar. Toma, aquí tienes una lista para el farmacéutico. El señor Hatton, de Glebe Street, es muy bueno, abre siempre a primera hora, y si le dices que vas de mi parte te aconsejará bien.
– Gracias. Siento haberla molestado tan temprano.
– No te preocupes, niña. Sé buena mientras tu madre esté fuera, ¿de acuerdo? No hagas nada que sepas que a ella no le gustaría.
– No, no, por supuesto que no. Hoy voy a ir a la biblioteca a redactar un trabajo sobre El paraíso perdido.
– Así me gusta, niña. Tu madre debería estar orgullosa de ti.
– Ah, gorrioncito, ¿qué haces aquí de vuelta tan pronto? ¿Ya te ha echado tu padrastro?
– Hola, señora Zarya. No, sólo he venido a preguntarle una cosa a la señora Yeoman.
– ¡Ah! Y te vas así, tan deprisa, sin ni siquiera decir dobroiye utro a tu maestra favorita de ruso. Nyet, nyet. Tengo unos pirozhki recién hechos, los acabo de preparar, y tienes que probarlos.
– Spasibo, gracias. En otra ocasión. Se lo prometo. Pero es que ahora tengo mucha prisa. Lo siento. Prastitye menya.
– Gorrioncillo, quiero que me acompañes a una fiesta, a un baile. Una gran fiesta rusa.
En cualquier otro momento, la idea le habría entusiasmado, pero esa mañana le parecía una interferencia indeseada.
– En estos momentos estoy muy ocupada, pero gracias de todos modos.
– ¿Ocupada? ¿Ocupada? Blinf ¿Qué es esa ocupación que te quita tanto tiempo? Tienes que ver cómo da las grandes fiestas la gente de tu país. Van a ir todos, de modo que…
– He de irme, lo siento. Páselo muy bien en la fiesta.
– Será en la villa de la condesa Serova.
El dato despertó su interés. En la villa Serov. Le gustaría ver con cuánto lujo vivía la aristocracia rusa.
– ¿De veras?
– Da. La semana que viene.
– Lo pensaré.
– Bien. Tienes que venir.
– Lo pensaré.
Todavía respiraba.
Cada vez que lo dejaba solo lo hacía con un nudo en la garganta, aunque sólo fuera cinco minutos, para buscar agua o deshacerse de los vendajes manchados, que al principio envolvía en papel de periódico y tiraba al fondo del cubo de la basura que había junto a la puerta trasera, vigilando siempre que no la viera Wai. El cocinero vivía con su silenciosa mujer en un anexo bajo, a un lado de la casa, y estaba encantado con la orden de no molestarla más que para traerle la cena, que se componía de sopa, pollo y bizcocho con natillas, y que le servía en el comedor. Todos los días le servía lo mismo, y ella se daba cuenta de que se aprovechaba de su inexperiencia, pero no le importaba. Apenas la tocaba, de todos modos. Se comía el bizcocho y se llevaba la sopa arriba, para verter unas gotas en la boca de Chang An Lo.
Él siempre se las tragaba. Lydia observaba, nerviosa cada vez, con temor a que no lo hiciera. Pero la nuez prominente de su cuello subía y bajaba, y ella, aliviada, se pasaba la lengua por los labios.
A veces le canturreaba algo. O le leía un rato. Le leía cosas sobre Pip, el pobre Pip, el forastero, tan ambicioso con sus «grandes esperanzas», y a la vez tan lleno de dolor y desgracia. Ella sabía exactamente cómo se sentía.
– ¿Te resulta demasiado lejano, Chang An Lo, este mundo de Dickens, de la sociedad londinense? Se encuentra a un millón de kilómetros de nosotros dos, ¿verdad?
De modo que optó por Rikki Tikki Tavi [6] y le pidió que se riera cuando la mangosta se comía los huevos de la gran serpiente.
– Ya ves que es posible matar a las serpientes, incluso a las Serpientes Negras.
Y se puso a tararearle una canción popular rusa, Ya vstretil vas, mientras le mojaba la frente y los brazos con un paño que empapaba en un cuenco esmaltado, en el que había mezclado agua con unas gotas de aceite de alcanfor. «Para que sude», le había dicho el señor Hatton. «Un antitérmico.» Y cuando terminó, apoyó la frente en el edredón que lo cubría y sucumbió a un instante de temor. «Por favor, Chang An Lo. Por favor.»
Los sonidos del templo. Llegaban hasta Chang An Lo como voces de los dioses. A través de las nieblas del incienso. El tañido de las campanillas de latón, el murmullo grave de los cánticos.
Un río de sonido. Lo arrastraba. Desde el lodo negro del fondo. Sentía que su rostro se abría paso entre el limo apestoso, venenoso, que lo devoraba. Había llenado su boca y sus ojos, había impregnado los pliegues de su mente, el viento de la vida no llegaba a ellos, y sabía que no tardaría en ver de nuevo el rostro de Yang Wang Yeh, el último juez de las almas de los hombres.
Flotaba.
Elevado por el sonido, ascendía cada vez más, arrastrado por su corriente, en dirección a la luz.
Y la vio al fin, y su corazón volvió a latir. Le sonreía. Su rostro hermoso. Susurró su nombre: Kuan Yin. Una vez más. Kuan Yin. La diosa que comprendía el dolor. Recordó -y un chorro de sangre fresca regó su cerebro- que cuando su padre había tratado de quemarla viva, ella había apagado el fuego con las manos. Dolor. Manos. Dulce y sagrada diosa china de la misericordia, Kuan Yin, mi dolor no es nada comparado con el tuyo.
Un pájaro se posó en su pecho. Era pequeño, ligero, pero estaba cubierto de plumas de cobre, que brillaban tanto que le quemaban el barro de los ojos. De las orejas. Oía cantar a ese pájaro. Un único sonido. Repetido una y otra vez en su mente.
«Por favor.»