Lydia se movía deprisa por el club. Había poco tiempo, y mucho que ver.
– Quédate aquí, no tardaré. Diez minutos, no más -le dijo Valentina-. No te muevas.
Estaban de pie, a un lado de la escalera de caracol, donde un banco de roble antiguo parecía no encajar del todo con la luminosidad de la lámpara de araña, ni con el remate de la barandilla, en forma de bellota gigante. Todo allí parecía construido a una escala enorme: los cuadros, los espejos, incluso los bigotes de los hombres. Todo era mucho más grande de lo que Lydia había visto jamás. Ni siquiera Polly había entrado nunca en el club.
– Y no hables con nadie -añadió Valentina en tono autoritario, mientras miraba a su alrededor y no le pasaban por alto los ojos interesados, los murmullos que los hombres intercambiaban unos con otros-. Con nadie, ¿lo oyes?
– Sí, mamá.
– Tengo que ir a la oficina para que me informen de la organización de la velada. -Observó con ojos disuasorios a un joven vestido con esmoquin y bufanda de seda que ya empezaba a acercarse-. Tal vez sea mejor que te lleve conmigo.
– No, mamá. Estoy bien aquí. Me gusta observar a todo el mundo.
– El problema, Lydochka, es que a ellos también les gusta observarte a ti. -Vaciló, sin terminar de decidirse, pero Lydia se sentó, coqueta, sobre el banco, con las manos en el regazo, de modo que Valentina le acarició el hombro y se alejó por el pasillo de la derecha. Mientras lo hacía, la oyó murmurar-: No debería haberle comprado ese maldito vestido.
El vestido. Lydia acarició la tela de seda color albaricoque con las yemas de los dedos. Amaba aquella prenda más que a su vida. Nunca había poseído algo tan hermoso. Y los zapatos de raso color crema… Levantó un pie para admirarlo. Ese era el momento más perfecto de su vida, sentada en un lugar hermoso, vestida con ropa bonita, mientras mujeres guapas y hombres apuestos la observaban con ojos de admiración. Porque aquellos ojos expresaban admiración, sí. Eso se notaba.
Eso era vida, y no sólo supervivencia. Eso era… eso era estar viva y no medio muerta. Y por primera vez le pareció comprender parte del dolor que se había alojado en el corazón de su madre, quemándolo. Perder todo aquello… Debía de ser como adentrarse ciegamente, a tientas, en una cloaca, y convertirla en tu hogar, un hogar compartido con las ratas. Tu hogar. Por un momento, Lydia sintió que el corazón le latía con más fuerza. Su hogar era aquel desván, pero ¿por cuánto tiempo más? Tomó una porción de tela del vestido entre los dedos y cerró el puño con fuerza. Metió los zapatos tras el asiento, para ocultarlos a las miradas.
«Mira qué te he traído, cielo. Para esta noche. Por tu cumpleaños.»
Cuando Valentina pronunció aquellas palabras tan llenas de encanto, una vez que Lydia hubo regresado de la escuela esa tarde, ella sonrió, esperando encontrarse con un lazo para el pelo, o tal vez su primer par de medias de seda. Pero no eso. No ese vestido, esos zapatos.
Quedó paralizada. Incapaz de articular palabra, de tragar saliva.
– ¡Mamá! -dijo al fin, con la vista clavada en el vestido-. ¿Con qué lo has pagado?
– Con el dinero del cuenco azul del estante.
– ¿Con el dinero del alquiler y la comida?
– Sí, pero…
– ¿Lo has usado todo?
– Por supuesto. Era caro. Pero no te pongas así, no te enfades. -Valentina se rindió al fin y a sus ojos vivaces acudió una mirada de honda preocupación. Acarició a su hija en la mejilla-. No te preocupes tanto, dochenka -dijo en voz muy baja-. A mí van a pagarme el concierto de esta noche, y tal vez me contraten para alguno más, sobre todo si te llevo conmigo, con lo guapa que vas a ir. Considéralo una inversión de futuro. Sonríe, tesoro, ¿No te gusta el vestido?
Lydia asintió con la cabeza, en un movimiento apenas perceptible, pero por más que lo intentó no logró arrancarle una sonrisa a sus labios.
– Nos moriremos de hambre -musitó.
– Eso son tonterías.
– Nos pudriremos en la calle cuando la señora Zarya nos eche de casa.
– Querida, no seas tan melodramática. Toma, pruébatelo. Y los zapatos también. Los he dejado a deber, pero es que son tan bonitos… ¿No te parece?
– Sí -respondió casi sin aliento.
Pero apenas el vestido pasó por su cabeza, se enamoró de él. Dos delicadas hileras de cuentas bordeaban los ojales y el cuello geométrico. En las caderas, dos toques de satén resplandeciente, y un corte atrevido ascendía a un lado, justo por encima de la rodilla. Lydia giró varias veces sobre sí misma, sintiendo cómo se pegaba a su cuerpo, cómo desprendía un ligerísimo perfume a albaricoques. ¿O eran sólo imaginaciones suyas?
– ¿Te gusta, cielo?
– Me encanta.
– Feliz cumpleaños.
– Gracias.
– Y deja ya de estar enfadada conmigo.
– Mamá -dijo Lydia en voz baja-. Estoy asustada.
– No seas tonta. Te compro el primer vestido elegante de tu vida para que estés contenta, y tú me dices que estás asustada. Tener algo bonito no es ningún crimen. -Apoyó su negra cabellera en Lydia y le susurró-: Disfrútalo, hija mía, preciosa, aprende a disfrutar lo que puedas en esta vida.
Pero Lydia no dejaba de negar con la cabeza. Le encantaba el vestido, y a la vez lo odiaba. Y se despreciaba a sí misma por desearlo tanto.
– Me pones enferma, Lydia Ivanova -le dijo entonces su madre con voz acerada-. No te mereces este vestido. Voy a devolverlo.
– ¡No! -gritó sin querer, poniéndose en evidencia.
Sólo más tarde, cuando Valentina terminó de cepillarle el pelo y empezaba a hacerle un sofisticado recogido en un lado, Lydia se dio cuenta de que su madre llevaba unos guantes nuevos.
Un oficial de marina se acercó a ella cuando ya se alejaba del fumador, adonde se había acercado a echar un rápido vistazo desde la puerta. Los más de diez cigarros encendidos, así como otras tantas pipas, llenaban el aire de humo, de una niebla gris que se le metió en la garganta y le hizo estornudar.
– ¿Puedo ayudarla, señorita? Parece perdida, y no soporto ver sufrir a una joven y hermosa damisela. -El oficial le sonrió, seductor con su uniforme blanco rematado con cordón dorado.
– Bien, yo…
– ¿Me permite que la invite a beber algo?
Tenía los ojos tan azules, y la sonrisa tan pícara… Era una invitación que hasta entonces sólo le habían propuesto en sueños. «¿Me permite que la invite a beber algo?» Era por el vestido, lo sabía. El vestido y los sofisticados rizos de su peinado. Estuvo tentada de aceptar, pero en el fondo de su corazón sabía que aquel oficial elegante, con su ristra de dientes perfectos, esperaría algo a cambio del interés que demostraba. A diferencia de su protector chino del día anterior, que no le había pedido nada, lo que la había conmovido de un modo que no terminaba de comprender. Era algo tan… tan ajeno a ella… ¿Por qué querría un halcón chino rescatar a un gorrión fanqui? La pregunta la devoraba por dentro.
Recordó el destello de ira de sus ojos oscuros, y se preguntó qué había tras ella. Habría querido preguntárselo a él. Pero para eso tendría que encontrarlo, y ni siquiera sabía cómo se llamaba.
– ¿Una copa? -insistió el oficial uniformado.
Lydia volvió la cabeza, desdeñosa, y respondió con frialdad:
– He venido con mi madre, la pianista que da el concierto.
Y el militar se esfumó al momento. Lydia sintió una especie de delicioso cosquilleo que recorría su espalda, y se dirigió a la siguiente puerta, situada en un pequeño entrante, junto a la del salón principal. En ella, una placa anunciaba que se trataba del salón de lectura, y la puerta estaba entornada, de modo que terminó de abrirla y entró. El ritmo acelerado de su corazón sólo disminuyó tras constatar que en la estancia no había más de dos personas: un señor mayor que dormitaba en un sillón orejero -se había cubierto la cara con el Times, y cada vez que roncaba, el periódico ascendía y descendía- y otro hombre, sentado junto a la ventana, donde la lluvia golpeaba los cristales oscuros, y era el señor Theo.
Estaba muy rígido, con los ojos cerrados. De sus labios salía un zumbido constante, que repetía una y otra vez, un «um» monótono, similar, en su reiteración, a las escalas musicales que practicaba su madre. Respiraba profundamente, y tenía las palmas de las manos vueltas hacia arriba, como cuencos de mendigos, sobre los apoyabrazos de la butaca. Lydia lo observaba fascinada. Había visto a algunos nativos hacer lo que él hacía, sobre todo los monjes de cabeza rasurada del templo de la Colina del Tigre, pero nunca a un blanco. Miró a su alrededor. La iluminación de la estancia era tenue y una de las paredes la ocupaba una librería de estantes oscuros atestada de libros encuadernados en piel. A intervalos regulares se alineaban unas mesas de caoba, cubiertas de periódicos, revistas y gacetas. Sobre la más próxima a ella Lydia leyó el siguiente titular: «El capitán de Havilland bate nuevo récord aeronáutico con su Gipsy Moth.»
Se acercó de puntillas a una de las mesas. Muy de tarde en tarde encontraba alguna revista abandonada en Victoria Park, y la leía una y otra vez, durante meses, hasta que prácticamente se desintegraba, pero aquéllas eran nuevas, y no podía resistirse a echarles un vistazo. Cogió una que llevaba por fascinante título Una señora en la ciudad, y que, en la ilustración de cubierta, mostraba a una dama esbelta junto a un galgo de largas extremidades. Lydia se la acercó a la cara para aspirar el aroma de los extraños productos químicos que desprendían las hojas tersas, y sólo entonces pasó la primera página. Al instante se sintió cautivada con la fotografía de dos mujeres posando en la escalinata de la National Gallery de Londres, en Trafalgar Square. Se veían tan modernas, con sus gorras de casquete y sus vestidos, parecidos al que ella llevaba esa noche, que no le costó imaginarse metida en aquel retrato. Creía oír las risas de aquellas jóvenes damas, los arrullos de las palomas a sus pies.
– Salga de aquí.
A Lydia casi se le cayó la revista.
– Salga de aquí.
Era el señor Theo, que se había echado hacia delante y la miraba con ojos fijos. Pero aquel señor Theo no se parecía en nada a que estaba acostumbrada a ver. Estuvo a punto de obedecerlo por pura costumbre, porque en la escuela siempre hacía lo que él ordenaba, pero algo en el sonido de su voz le llamó la atención, y le hizo volverse a mirarlo. El dolor que vio en sus ojos le impacto.
– ¿Señor director?
Todo el cuerpo de Theo pareció retorcerse, como si acabara de meter el dedo en una llaga abierta, y se pasó una mano por el pálido rostro. Pero entonces volvió a mirarla, y pareció recobrar el control de la situación.
– ¿Qué quiere, Lydia?
Ella no tenía ni idea de qué decirle, ni de cómo ayudarle. Se sentía insegura, pero sus pies, metidos dentro de aquellos zapatitos de raso, se resistían a llevársela de allí.
– Señor… -dijo, sin saber bien cómo continuar-. ¿Es usted budista?
– Qué pregunta tan extraordinaria. Y tan personal, diría yo. -Echó la cabeza hacia atrás, pegándola al respaldo de la butaca orejera, y de pronto pareció muy fatigado-. Pero no, no soy budista, aunque muchos de los dichos de Buda me tientan a emprender el camino de la paz y la iluminación. Dios sabe que se trata de dos bienes escasos en este lugar de alma ennegrecida.
– ¿De China?
– No, me refiero a este lugar, a nuestro Asentamiento Internacional. -Soltó una sonora carcajada-. En el que nada se «asienta» si no es a través de la avaricia y la corrupción.
La amargura de sus palabras se alojó en las comisuras de los labios de Lydia, como el sabor del áloe. Meneó la cabeza para librarse de él, y dejó la revista sobre la mesa.
– Pero, señor, a mí me parece que para alguien como usted… bueno… usted lo tiene… todo. Entonces, ¿por qué…?
– ¿Todo? ¿Se refiere a la escuela?
– Sí, y a una casa, y a un coche, y a un pasaporte, y a un lugar en la sociedad, y a… -Estuvo a punto de decir «a una amante», a una amante hermosa y exótica, pero se reprimió a tiempo. Tampoco se refirió al dinero. Porque él tenía dinero. Y se limitó a añadir-: Todo lo que cualquier persona desearía.
– Eso -replicó él, poniéndose en pie bruscamente-, eso no es más que barro. Como señala con claridad Buda, su «lodo» mancha el alma humana.
– No, señor, eso no puedo creerlo.
Él la miró fijamente, entrecerrando un poco los ojos, con una expresión que la intimidaba, pero ella se negó a bajar los suyos. Inesperadamente, esbozó una sonrisa breve que, con todo, no alcanzó a su profesor.
– Pequeña Lydia Ivanova, primorosamente vestida con su ropa de gala, que parece un capullo de magnolia a punto de abrirse. Es tan inocente que no tiene la menor idea de las cosas. Tan pura. Éste es un mundo de corrupción, querida. Y usted no sabe nada de él.
– Sé más de lo que usted cree.
Ante aquel comentario, el director se echó a reír.
– De eso estoy seguro. No la considero un lirón dócil, como algunos de sus compañeros. Pero de todos modos es usted joven y aún conserva la capacidad de creer. -Se desplomó en la silla una vez más y apoyó la cabeza en las manos-. Todavía cree.
Lydia se fijó en los dedos largos, atormentados, enterrados en el pelo fino, castaño claro, y sintió que una oleada de rabia le ascendía por la garganta, y moría en la lengua. Se acercó algo más a la butaca, al tiempo que un ronquido amortiguado llegaba desde el otro extremo del salón, y se echó hacia delante, para hablarle casi al oído.
– Señor, sea cual sea el futuro que quiera, yo soy la única que puedo hacer que suceda. Si eso es creer, entonces, sí, creo.
Pronunció aquellas palabras con una especie de silbido fiero.
Theo Willoughby echó hacia atrás la cabeza para verla mejor, y a pesar del ceño, a su rostro asomó un atisbo de admiración.
– Palabras apasionadas, Lydia. Pero huecas. Porque no sabe usted dónde está. Ni qué es lo que hace que giren los engranajes de esta ciudad pequeña y sórdida. Todo es basura y corrupción, el hedor de la cloaca…
– No, señor. -Lydia, vehemente, negó con la cabeza-. Aquí no. -Gesticuló con la mano, señalando los libros encuadernados en piel, el reloj de pared francés que con su tictac indicaba el inexorable avance de sus vidas, la puerta que conducía al elegante mundo presidido por sir Edward Carlisle, donde todo era estable, sereno.
– Lydia, está usted ciega. Esta ciudad nació de la avaricia. Robada a China y llena de hombres ambiciosos. Se lo advierto, por Dios o por Buda: esta ciudad morirá de avaricia.
– No.
– Sí. La corrupción está en su origen. Y usted más que nadie debería saberlo.
– ¿Yo? ¿Por qué yo? -El pánico se apoderó de su pecho por un instante.
– Porque usted asiste a mi escuela, claro.
Lydia parpadeó, perpleja.
– No le entiendo.
Theo se sumió de pronto en el silencio.
– Márchese, Lydia. Llévese sus cabellos brillantes y sus brillantes creencias y lúzcalas ahí fuera. Nos veremos el lunes. Usted llevara puesto el uniforme de la Academia Willoughby, cuyas mangas le quedarán tan cortas como de costumbre, y yo me habré puesto mi guardapolvo de maestro. Y fingiremos no haber mantenido nunca esta conversación. -Agitó una mano, para indicarle se ausentara, se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con una mezcla de quietud y desesperación.
Lydia cerró la puerta, aunque sabía que no olvidaría aquella conversación.
– Lydia, querida, qué guapa estás.
La joven se volvió y vio a la señora Mason, la madre de Polly, que se acercaba a ella. La acompañaba una mujer de unos cuarenta años, alta y elegante, que hacía que Anthea Mason pareciera rechoncha en comparación.
– Condesa, permítame que le presente a Lydia Ivanova. Es la hija de nuestra pianista de esta noche. -Se volvió hacia Lydia-. La condesa Natalia Serova también es rusa, de San Petersburgo, aunque supongo qué debería llamarla señora Charonne.
«Condesa.» Lydia se quedó sin aliento sólo de pensarlo. Su vestido de noche era de organza, de un color borgoña intenso, pero a Lydia le parecía algo anticuado, con su falda hasta los pies y sus mangas abombadas. Su espalda aristocrática se mantenía muy rígida, y echaba la cabeza hacia atrás, luciendo un collar de perlas. Con sus ojos de un azul muy pálido observaba a Lydia con frío interés. Esta no sabía qué se esperaba de ella, de modo que optó por hacerle una ligera reverencia.
– Te han educado muy bien, niña. Devushki ochen redko takie vezhlevie.
Lydia clavó la vista en el suelo, pues no estaba dispuesta a admitir que no había entendido nada.
– No, Lydia no habla ruso -terció Anthea Masón, acudiendo en su rescate.
La condesa arqueó una ceja.
– ¿No habla ruso? ¿Y por qué no?
Lydia deseó que se la tragara la tierra.
– Mi madre me ha enseñado sólo inglés. Y algo de francés -añadió al momento.
– Pues eso está muy mal.
– Oh, condesa, no sea dura con la niña.
– Kakoi koshmar! Debería conocer su lengua materna.
– El inglés es mi lengua materna -insistió Lydia, ruborizándose por momentos-. Me siento orgullosa de hablarla.
– Mejor para ti -terció Anthea Mason-. Apoya al país, querida.
La condesa se acercó más a ella y le levantó la barbilla con un solo dedo.
– Así es como deberías mantenerla -dijo, sonriendo divertida-, si estuvieras en la Corte. -Su acento ruso era más marcado incluso que el de Valentina, y las palabras parecían girar en su boca mientras las pronunciaba. Se encogió ligeramente de hombros, aunque sin dejar de examinar con gran atención a Lydia, que sentía como si la estuvieran pelando, capa a capa-. Sí, eres una niña encantadora, pero… -La condesa Serova le soltó la barbilla y dio un paso atrás-. Pero demasiado delgada para llevar un vestido como ése. Disfruta de la velada.
Y, junto a su acompañante, se alejó de su lado como si se deslizara por el salón.
– Hoy he sabido que Helen Wills ha ganado el torneo de Wimbledon -le contaba Anthea-. ¿No es emocionante? -añadió, moviendo la mano en dirección a Lydia, como disculpándose.
La muchacha permaneció un minuto inmóvil. El salón estaba cada vez más concurrido, pero su madre seguía sin aparecer. Un dolor agudo le oprimía el pecho, y la tristeza había manchado su vestido nuevo. De pronto se daba cuenta de que era todo huesos, de que sus pechos eran demasiado pequeños, de que su pelo debería haber sido de otro color. Demasiado estridente, tanto en su mente como en su cuerpo. Con aquel vestido iba disfrazada, lo mismo que se disfrazaba con su pretensión de ser inglesa. Sí, por supuesto, hablaba la lengua con un acento perfecto, pero ¿a quien pretendía engañar con eso?
Transcurrido un minuto, levantó un poco la barbilla y fue en busca de su madre, porque el concierto debía empezar a las ocho y media.
Dos figuras se hallaban de pie, muy cerca la una de la otra. Demasiado cerca, en opinión de Lydia. Una, pequeña y delgada, con vestido negro, apoyaba la espalda contra la pared del pasillo, y la otra, más corpulenta, más ávida, se inclinaba sobre ella, rozándola con el rostro, como si quisiera comérsela.
Lvdia se quedó helada. Había llegado a la mitad del corredor bien iluminado pero, a la derecha, nacía un pasadizo estrecho que parecía llevar a algo así como las zonas del servicio, o la lavandería. Un lugar apartado. La luz escaseaba, y el aire se notaba caldeado. La palmera de la maceta que ocupaba parte del acceso proyectaba largas sombras que, como dedos, serpenteaban sobre el suelo enlosado. A su madre la reconoció al instante, pero tardó un poco más en darse cuenta de quién era el hombre. Con horror, constató que se trataba del señor Mason, el padre de Polly. Le palpaba todo el cuerpo con las manos, pasándoselas por el vestido de seda azul. Los muslos, las caderas, el cuello, los pechos. Como si la poseyera. Y ella no hacía nada por apartarlo.
Lydia sintió náuseas. Habría querido dar media vuelta, vencer la atracción que la mantenía allí clavada, pero no podía, de modo que allí seguía, sin apartar la vista de la escena. Su madre seguía absolutamente inmóvil, con la espalda, la cabeza y las palmas de las manos apoyadas en la pared, como a punto de traspasarla. Cuando los labios de Mason se apoderaron de los de Valentina, ella lo consintió, pero del mismo modo en que una muñeca deja que le laven la cara. Sin participar del beso, con los ojos abiertos, gélidos. Con las dos manos, Mason atraía hacia él su cuerpo, le pasaba la boca por el cuello, se detenía en el canal que separaba sus senos, y Lydia oía sus gruñidos de placer.
Lydia ahogó un grito sin poder evitarlo. A pesar de lo amortiguado del sonido, bastó para que su madre girara la cabeza. Sus ojos enormes, oscuros, se abrieron más aún al ver a su hija, y separó los labios, aunque no llegó a articular palabra. Al fin, a Lydia le respondieron las piernas, dio un paso atrás y desapareció en el pasillo, por el que inició una carrera que la llevó a doblar primero una esquina y después otra. Tras ella oía la voz de su madre que la llamaba: «¡Lydia, Lydia!»
Fue entonces cuando vio a alguien conocido, a un hombre que estaba segura de haber visto antes. Se dirigía a la salida principal, pero volvió la cabeza en dirección a Lydia. Se trataba del señor al que había robado el reloj de bolsillo en el mercado, el día antes. Sin pensarlo dos veces, abrió a toda prisa la primera puerta que encontró y la cerró tras ella. El espacio al que acababa de acceder era pequeño y silencioso, un armario grande lleno de abrigos y estolas, capas y saharianas, así como de hileras de sombreros de copa y bastones. A un lado se intuía un arco pequeño que daba acceso a una zona separada, donde un empleado atendía al otro lado de un mostrador, para recibir o devolver las prendas de los invitados. En ese momento estaba de espaldas, pero Lydia oyó que hablaba con alguien en mandarín.
Estaba temblando, le flaqueaban las rodillas y le castañeteaban los dientes. Respiró hondo y se acercó a la maravillosa estola de zorro rojo que colgaba junto a ella. Apoyó suavemente la mejilla contra ella y trató de calmarse con el cálido roce de la piel. Pero no sirvió de nada. Se deslizó hasta el suelo y se rodeó las piernas con los brazos, apoyando la frente sobre las rodillas, mientras se esforzaba por comprender lo que estaba sucediendo esa noche.
Todo había salido mal. Todo. No sabía cómo, pero en su mente se había producido un cambio absoluto. Su madre, su escuela, sus planes. Su aspecto. Incluso su manera de hablar. Nada era igual que antes. Y Mason con su madre. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué estaba sucediendo?
Sintió que las lágrimas le quemaban las mejillas, y se las secó, furiosa, con la mano. Ella no lloraba. Nunca. El llanto era para gente como Polly, para gente que podía permitirse el lujo de llorar. Negó con la cabeza, se pasó una mano por la boca, se levantó y se obligó a pensar. Si todo iba mal, entonces le correspondía a ella solucionarlo. Pero ¿cómo?
Con manos aún temblorosas, se alisó las arrugas del vestido y, más por costumbre que por intención, empezó a rebuscar en los bolsillos de los abrigos del guardarropía. Al momento se hizo con unos guantes de piel y un encendedor Dunhill, pero volvió a dejarlos en su sitio, no sin esfuerzo. No tenía dónde escondérselos, no llevaba bolso, ni había bolsillos en su vestido. Con todo, si se llevó un pañuelo calado de señora metido en la ropa interior; podía venderlo fácilmente en el mercado. Revisó luego una gabardina negra, aún mojada de lluvia, y notó un bulto en el bolsillo interior. Lo palpó con los dedos: se trataba de un saquito blando de piel de cabritilla.
«Rápido, antes de que entre alguien.» Desanudó el cordón y lo puso boca abajo, hasta que su mano fue a dar con un collar de rubíes resplandecientes, que se extendieron sobre la palma de su mano como un charco de sangre arrebatada.