Capítulo 60

– Mamá.

– ¿Qué tienes, cielo?

– No hace falta que te quedes ahí sentada toda la noche.

– Shhh, duérmete.

– Estoy bien, que lo sepas.

– Claro que estás bien. Ahora cierra los ojos y que tengas dulces sueños.

Valentina estaba sentada en una silla baja, junto a la cama de Lydia. Apoyaba los codos en el colchón, y la barbilla en las manos, sin apartar los ojos del rostro de su hija. Parecía muy cansada, y alrededor de sus ojos y su boca unas arrugas muy finas tejían su tela de araña. Por primera vez Lydia imaginó cuál sería su aspecto cuando fuera vieja y tuviera el pelo cano. Esbozó una sonrisa fugaz mirando a su madre. Las dos sabían que los sueños eran cualquier cosa menos dulces. En el hospital, los médicos la habían mantenido drogada con algo que había amortiguado el dolor y el cerebro, pero que permitía el libre desarrollo de las pesadillas, de modo que ahora que estaba en casa se negaba a tomar pastillas, y permanecía despierta.

Su madre llevaba tres noches a su lado, tres noches en las que estaba ahí cada vez que Lydia abría los ojos. Cuando oyó que Valentina canturreaba la obertura de Romeo y Julieta a primera hora de una mañana, se echó a llorar.

– ¿Dónde está, mamá?

– ¿Quién?

Lydia alargó una mano y la posó en la de su madre.

– Ya sabes quién.

La lámpara verde estaba en un rincón del dormitorio, pero Valentina la había cubierto con un fular color rubí, para amortiguar su luz, que recordaba a un atardecer de invierno, suficiente, con todo, para verle los ojos a su madre.

Valentina le giró la mano y, con un dedo fino, recorrió la línea de la vida hasta llegar a la muñeca.

– Está preso.

– ¿Dónde?

– ¿Cómo voy a saberlo, dochenka?

– ¿Quién lo tiene?

– Los chinos, claro. Ya sabes cómo son, siempre se están peleando los unos con los otros.

– ¿Te refieres al Kuomintang?

– Sí, supongo, esos que llevan esos uniformes de campesino horrorosos.

– ¿Está vivo?

Valentina suspiró con parsimonia, y el gesto de su boca se relajó.

– Sí. Tu malvado comunista sigue vivo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Le pedí a Alfred que lo averiguara. No te alegres tanto, Lydia. No es para ti. Debes olvidarlo.

– Lo olvidaré el día que me olvide de respirar.

– Dochenka! Ya has sufrido bastante. Pon fin a esta locura.

– Le quiero, mamá.

– Pues deja de quererle.

– No puedo. Y ahora menos que nunca.

Valentina se incorporó, posó la mano suavemente en el edredón, se arregló el kimono y se cruzó de brazos.

– Está bien, cielo. Dime, ¿qué es entonces lo que tu alma testaruda quiere? ¿Qué planes has urdido en tu retorcida cabecita?

Se hizo un largo silencio. En la planta baja, el reloj de pared dio las tres. Lydia oía la respiración de su madre.

– Mamá, estuve a punto de morir en ese baúl -dijo en voz baja.

– No, cielo, no.

– Siempre me había parecido que bastaba con sobrevivir. Pero no basta.


Eran las siete y media y empezaba a clarear cuando Lydia bajó. Valentina estaba en el baño, y, a juzgar por el perfume de las sales y los aceites que se colaban por la rendija de la puerta, pensaba pasar ahí un buen rato, de modo de Lydia y Alfred estarían solos, sin protección.

– Hola.

– Dios santo, Lydia, me has asustado. -Alfred estaba sentado a la mesa, enfrascado en la lectura del periódico, con un cuenco de gachas humeantes frente a él-. ¿No deberías estar durmiendo, querida?

Ella se sentó en la silla que quedaba frente a la suya.

– Necesito tu consejo.

Alfred apartó el periódico y le dedicó toda su atención. -Cualquier cosa que pueda hacer para ayudarte… sólo tienes que pedírmelo.

– Mamá me ha contado que has hecho averiguaciones sobre Chang An Lo.

– Así es.

– Tengo que verlo. De modo que…

– No, Lydia.

– Alfred, si no fuera por él, estaría muerta.

– Bien, a mí me parece que fue más bien ese joven caballero ruso el que…

– No, fue Chang An Lo. Fue él el que hizo que los soldados chinos empezaran a buscarme. Me lo dijo el propio Alexei Serov en el bosque. De modo que, ya ves, tengo que hablar con él.

Alfred parecía incómodo. Levantó la cuchara y revolvió las gachas; les añadió una pizca de azúcar mientras meneaba la cabeza de un lado a otro, con expresión triste.

– Lo siento, Lydia, no puedo ayudarte. A Chang An Lo no le están permitidas las visitas.

– ¿Dónde está?

– En la cárcel de Chou Dong, que está junto al río. Pero escúchame bien -añadió, alargándole las tostadas, que ella le aceptó, pues sabía que intentaba ayudarla-. Todo este asunto de tu secuestro ha causado bastante revuelo, con la policía investigando la muerte de Po Chu y demás.

Ella levantó la cabeza, alarmada.

– Creía que habían dicho que yo no tendría problemas. Que había sido en defensa propia.

– Eso es cierto. -Alfred alargó la mano y le dio una palmadita en el brazo, pero ella se dio cuenta de que estaba alterado-. Veras, sir Edward Carlisle cree que cuanto antes se tranquilice todo, mucho mejor, porque lo cierto es que ha creado muchas tensiones entre los chinos y nosotros. Si vas por ahí quejándote y pidiendo ver a ese comunista que está encarcelado, bueno… las cosas se pondrán más difíciles. De modo que, si quieres que te dé un consejo, te sugiero que te mantengas al margen. Vuelve a la cama y quédate ahí hasta que todo haya pasado. Lo siento mucho, Lydia, sé que es duro, pero es lo mejor, querida.

Lydia extendió mantequilla sobre la tostada, y sobre ella vertió un hilo de miel, antes de cortarla en dos mitades.

– ¿Mejor para quién? -preguntó.

– Mejor para ti.

Ella lo miró fijamente, y constató que, tras los lentes, su mirada expresaba una honda preocupación.

– ¿Podrías llevarme hoy a la mansión de los Serov cuando vayas a trabajar?

– No hace falta.

– ¿A qué te refieres?

– Alexei Serov se pasa por aquí todas las mañanas. A las nueve y media, ni un minuto más, ni un minuto menos, llama a nuestra puerta para interesarse por tu estado.

– Chyort! ¿Por qué no me lo ha dicho nadie?

– Vamos, Lydia, ya sabes lo que tu madre piensa de él. Seguramente me va a regañar sólo por habértelo dicho.

Lydia se permitió abrir una pequeña ventana a la esperanza.


– Alexei, cuénteme qué sucedió. Por favor. Necesito saberlo.

El joven ruso pareció aliviado, y Lydia se dio cuenta de que había temido una pregunta más difícil.

Estaba sentado en el sofá de cuero, con las piernas cruzadas, los guantes pulcramente doblados junto a él, tan relajado como siempre, vestido con un traje oscuro, de corte impecable. Sin embargo, su gesto era de tensión.

– Tiene usted mucho mejor aspecto, señorita Ivanova.

Era mentira, pero a la vez un halago, de modo que no se molestó en negarlo. Hasta ese momento, sus comentarios se habían intercalado con silencios incómodos. Las palabras que solían intervenir en las conversaciones educadas parecían no bastar entre ellos. Ya no.

– Cuénteme -insistió ella- cómo me encontró.

– No me resultó difícil. Pero -y dejó escapar una risita- no se lo cuente a sir Edward. Me considera un héroe.

Lydia sonrió.

– Yo también.

– No. Recurrí a mis contactos. Nada de heroicidades.

– Pero ¿por qué Chang fue a verle precisamente a usted?

Él se echó hacia delante, y la expresión de sus ojos verdes se tornó dura de pronto. Ella vio entonces al militar que llevaba dentro.

– Supo de la ruptura entre Feng y Po Chu, oyó el rumor de que éste se había alineado con el Kuomintang, por ir en contra de su padre. Y ello implicaba que sus espías sabrían exactamente dónde se ocultaba. De modo que nuestro comunista recurrió a su inteligencia. ¿Quién era la única persona que la conocía y que, a la vez, ejercía alguna influencia sobre los chinos? -Se encogió de hombros y extendió las manos-. Yo. Y el único modo de encontrarme rápidamente era a través del Kuomintang.

– Pero ahora Chang An Lo está en la cárcel.

Alexei Serov la observó fijamente.

– Sí.

– ¿Y no puede hacer nada? Por favor, sáquelo de ahí.

– Lydia, no sea tonta. Esto no es ningún juego. Chiang Kai-Chek y el ejército del Kuomintang están en guerra con los comunistas. Se matan los unos a los otros todos los días, y en ocasiones se producen centenares de bajas. Chang lo sabía perfectamente cuando se entregó al capitán Wah. De modo que no, no puedo sacarlo de ahí.

– Pero, Alexei, él nunca ha hecho más que colgar unos cuantos carteles, eso es todo. Eso no puede costarle la…

Él soltó una risotada burlona.

– No sea ridícula. Es un avezado espía, sabe bien cómo descodificar informaciones secretas. Uno de los mejores. Por eso el Kuomintang lo está interrogando antes de que… -Se detuvo.

El silencio que siguió en la habitación fue tan cristalino que hasta ellos llegaron los pasos de Valentina, que caminaba frente a la puerta como un animal enjaulado. Había costado mucho convencerla de que Lydia le debía al ruso ese encuentro de cortesía.

– Alexei.

– No sé qué es lo que quiere, pero la respuesta es no.

– Ocupa usted una posición de poder.

Él se puso en pie al momento y recogió los guantes.

– Se me ha hecho tarde. Debo marcharme.


Las paredes del despacho de Alexei Serov estaban pintadas de amarillo chillón en su mitad superior, y de verde oliva en la inferior. La mesa era de metal gris, y el suelo estaba forrado con unos sencillos tablones de madera. Lydia lo observaba todo con disgusto mientras permanecía sentada en silencio, sobre una silla de madera dispuesta en un rincón y observaba a Alexei repasar una montaña de documentos. Se dio cuenta de que el pelo castaño, a pesar de llevarlo corto, empezaba a rizársele tras las orejas, y le llamó la atención la rapidez con que hojeaba cada papel. Pero seguía irritada con el ruso: ¿cómo podía estar tranquilamente sentado ahí cuando en ese mismo edificio, en alguna otra parte, Chang An Lo estaba…? ¿Estaba qué?

¿Sufriendo? ¿En un potro de tortura? ¿Encadenado?

¿Muerto?

Lo interrumpió en dos ocasiones.

– ¿Va a venir?

Y las dos veces Alexei suspiró, alzó la cabeza y la miró, censurándola.

– He dado la orden de que lo traigan a mi despacho. Eso sólo ya es una extralimitación de mis funciones. No puedo hacer más. Esto es China. Tenga paciencia.

Permaneció ahí sentada dos horas y cuarenta minutos. Transcurrido ese tiempo, la puerta se abrió.


El rostro de Lydia insufló vida en el corazón de Chang An Lo. Su sonrisa inundó la pequeña oficina. Sus cabellos incendiaron el aire. Debería haber supuesto que vendría, que de algún modo llegaría hasta él. Debería haber tenido fe.

Ella se lanzó a sus pies, pero Alexei, desde la mesa, le dedicó una mirada de advertencia. De modo que se puso en pie y permaneció en el rincón, los ojos color miel clavados en el rostro de Chang, tirándose de los botones del abrigo como si quisiera romperlos. Tras él, dos soldados chinos se mantenían firmes, y él sabía que si daba la menor excusa a aquellos dos gusanos de vientre amarillo, le golpearían encantados la espalda con las culatas de sus rifles, añadiendo nuevas marcas a las que ya tenía. Pero también estaba convencido de que, campesinos como eran, no hablarían más que en chino.

– Chang An Lo -dijo Alexei en tono oficial-. He ordenado que te trajeran para que respondas algunas preguntas.

Chang mantenía la mirada fija en el ruso, y no tardó en responder.

– Verte trae dicha a mi corazón y hace que la sangre vuelva a circular por mis venas.

El ruso parpadeó. Lydia no pudo reprimir un gritito, pero los guardias, tras él, permanecieron inmóviles.

– No sé cuánto tiempo me permitirán quedarme aquí, de modo que hay palabras que debo decirte: que para mí eres la luna y las estrellas, y el aire que respiro. Que amarte es vivir, y que si muero… -otro gruñido de Lydia- seguiré vivo en ti.

El ruso no lo soportó más.

– Por el amor de Dios, ya basta -zanjó.

Pero Chang apenas era consciente de que, en aquel despacho, hubiera alguien además de Lydia. Lentamente, desplazó la mirada hasta el rincón. Los ojos de Lydia se clavaron en los suyos, y sintió tal oleada de deseo por ella que al instante supo que aún no estaba listo para morir.

Bruscamente, Alexei ordenó a los guardias que abandonaran la oficina y, acompañándolos, él mismo salió de allí.

– Disponen de dos minutos, ni uno más -declaró secamente.

Chang An Lo se acercó a Lydia, separó los brazos, y ella se hundió en su pecho.

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