Un hombre extraño.
Chang no lograba entender al director de la escuela. Carecía de la sensatez propia de todo intelectual. En ocasiones llevaba ropa occidental, y en ocasiones china. A veces hablaba en mandarín, y a veces en su idioma. Comía comida china y se acostaba con una mujer china, pero Chang lo había visto beber en el Club Ulysses con su amigo fanqui. Tenía libros de poesía de Han Shan en los estantes, y al mismo tiempo exhibía una ira inglesa ante un gato malcarado. Se movía en cualquier dirección. Ni siquiera él sabía hacia dónde se dirigía, colgado en el extremo de un hilo.
Y eso lo hacía peligroso.
Luego estaba el barro extranjero. El opio, que también había convertido al director en una peonza con cuchillas.
Cada vez soñaba más con ella, y sus sueños eran más desbocados. Estaba con ella en una cueva, en las montañas, y los lobos aullaban sin cesar. Las ventiscas penetraban en la cueva, una tras otra. Siempre ruido, y tormenta, y rugido de viento, pero ellos seguían tendidos, abrazados, y las llamaradas de sus cabellos derretían la nieve e iluminaban la oscuridad. Él volvía a tener las manos intactas, y con ellas le quitaba la ropa, pero entonces le veía una cicatriz circular sobre un seno, la marca de un cuchillo, y cuando le sostenía el rostro entre las manos para besar los labios amados, se convertía en un conejo blanco de ojos rosados, con un alambre alrededor del cuello.
– Chang An Lo. -Era Li Mei-. Tómate esto.
Obedeció.
– ¿No ha venido?
– No. -Le aplicó un paño fresco y fragante sobre la frente y le secó el sudor del cuello y de la cara-. Paciencia. Mañana vendrá. La muchacha del pelo de fuego te ama.
Él cerró los ojos y se aferró a la imagen de la boca sonriente de Lydia, y de sus ojos entusiasmados cuando le explicaba su plan para convertirse en combatiente comunista por la libertad. Aquella imagen le insuflaba vida en el pecho, y su corazón latía con una fuerza capaz de despertar a los dioses.
La amaba. La quería a su lado en la lucha. La sentía en el centro de su ser. Estaba en su aliento, y formaba parte de todos sus pensamientos. La piel de Lydia era su piel. La palabra «amor» le quedaba demasiado pequeña. La buscaba con la mente, pero sólo hallaba oscuridad. Frío.
Una idea relampagueó en su mente.
– Li Mei.
– ¿Sí?
– Pídele al director que venga, por favor.
Lydia encontró los respiraderos. Seis. En una esquina, en la parte superior. Por ellos apenas le cabía el dedo meñique. Le sorprendió descubrir que, sobre ellos, por fuera, había algo, algo blando y delgado. Una tela.
La horrible punzada de esperanza que sintió en el estómago le provocó de nuevo náuseas. Trató de mover la tela, de apartarla, pero no lo logró. Si pudiera retirar el tejido, tal vez algo de luz entrara en la celda negra. Luz. La necesitaba. Más aún que el agua. Sin pretenderlo, se descubrió pasándose una mano extendida por delante del rostro, a intervalos, pero no notaba ninguna diferencia. No distinguía siquiera la sombra más débil de un movimiento.
¿Estaba ciega? ¿Le habría privado el golpe de la visión?
La idea le cortó el aliento, y volvió a meter el meñique en uno de los agujeros, atrapando la tela y tratando de apartar una mínima fracción a un lado. Una fracción. Nada más. Un cuarto de centímetro si tenía suerte. Ahí acurrucada, el brazo extendido sobre la rodilla, el dedo ya dolorido, trataba de no albergar ninguna esperanza.
¿Por qué la querían a ella? ¿Para qué estaba ahí? ¿Quién?
¿Los Serpientes Negras? ¿Po Chu? ¿El Kuomintang?
¿Cuándo vendrían a por ella?
¿Qué habían planeado hacer con ella?
¿Le harían preguntas?
¿Cómo?
¿Con cuchillos? ¿Con barras metálicas? ¿Con hierros de marcar? ¿O con látigos? ¿La violarían?
«Chang An Lo, amor mío, dame fuerzas.»
La tela se movía. De pronto, su peso cedió, y ella, sintió que se deslizaba suavemente sobre la punta de su dedo. Pero nada cambió. No había luz. No había penumbra. Ni el menor atisbo del mundo exterior. La decepción se abatió sobre ella, y estalló en sollozos.
«No, eso no. Nada de lágrimas. No debes perder un fluido precioso. Nada de compadecerte a ti misma.»
Se obligó a parar, pero no consiguió detener el vaivén de sus hombros. Le asustaba que unos huecos miserables le importaran tanto. Eran triviales. ¿Cómo iban a afectarle entonces las cosas que estaban por llegar? Las cosas malas. Las verdaderamente malas. Para sobrevivir tenía que mantener el control. Acercó la cara a los agujeros y aspiró hondo. El aire era algo más fresco, aunque no demasiado.
Lamió el metal que rodeaba los agujeros. Sabía a rayos, pero estaba húmedo por la condensación. Humedad. Apenas unas partículas de ella, pero le sirvieron para poner de nuevo la mente en marcha. Por primera vez se le ocurrió la posibilidad de un rescate. Qué tonta. Claro, la echarían de menos cuando no regresara a casa de la escuela. Bueno, tal vez no de inmediato, porque al ver que no volvía supondrían que había ido a casa de Polly, pero al final sí se extrañarían. Cuando cayera la noche.
En realidad, tal vez ya fuera medianoche. A ella, desde luego, le parecía que había estado metida en la Caja mucho tiempo, porque el cuerpo le dolía por culpa de las posturas que se veía obligada a adoptar. De modo que podían estar buscándola ya. En ese preciso instante. Con perros y linternas. Por un momento dejó de temblar y alzó la cabeza. Abrió los ojos. A pesar de su atención, de su mirada fija en la oscuridad, nada cambió, pero al menos sintió que necesitaba estar preparada. Para cuando llegaran.
«Mamá. No te relajes con esto. Esto es importante. Es mi vida. Mamá, haz algo.»
«Haz algo.»
Valentina le plantó una bofetada a Chang An Lo.
– Cerdo asqueroso y sucio, ¿dónde está?
Theo se adelantó para intervenir, pero ella no dejaba de golpear el rostro del joven, y entre los golpes intercalaba las preguntas.
– ¿Qué has hecho con ella?
Bofetada.
– ¿Adónde se la han llevado tus apestosos amigos?
Bofetada.
– Habla, simio secuestrador ávido de dinero. Si le han hecho daño, te juro que…
Alzó la mano para golpearlo una vez más, pero Theo la agarró por la muñeca y la alejó de su lado, en el centro de la habitación.
– Ya es suficiente, señora Parker. Esto no conduce a nada.
Ella maldijo en ruso, y Theo temió que fuera a pegarle a él también, pero se liberó de su mano y dedicó una mirada asesina a los tres hombres que ocupaban el dormitorio como si estuviera a punto de arrancarles los testículos de un mordisco.
– Encuéntrala. -Se pasó las manos por el pelo alborotado, en un gesto de desesperación, y el rostro se le encendió de ira-. Tú, comunista, escúchame bien. Sal de ahí y tráemela. Porque si no lo haces, diré a la policía dónde estás, y te ahorcarán, y…
– Déjele hablar -le instó Theo con voz autoritaria-. Alfred, por el amor de Dios, hombre, dile que se calle. Esta mujer está loca. Chang An Lo no la ha secuestrado. No ha salido de casa en ningún momento y, además, mírelo. -El chino se balanceaba, apenas se tenía en pie. Tenía el rostro muy pálido, salvo por las marcas rojas de los dedos de Valentina en la mejilla-. Pero si está a punto de desplomarse.
– No -insistió Chang-. La señora Parker tiene razón.
– ¿Qué?
– Quiero decir que la búsqueda debe iniciarse ahora mismo.
Lo dijo con voz temblorosa, y Theo no estaba seguro de si era por la fiebre y la sorpresa que le había causado el ataque de Valentina, o por la desaparición de Lydia. Fuera por lo que fuese, su aspecto era lamentable.
– Llama a la policía -dijo Alfred con firmeza. Llevaba un rato de pie junto a la puerta, y hasta ese instante no había abierto la boca-. Ellos sabrán qué es lo que hay que hacer. Están acostumbrados a los secuestros. La encontrarán y darán caza a los malhechores. Si es que los hay, claro está. Que no cunda el pánico aún, amor mío. Tal vez, simplemente, se haya ausentado para dedicarse a alguno de sus asuntos privados, y no te lo haya comunicado. Ya sabes cómo es.
– Gospodi! No hables como si fueras imbécil. -Se volvió hacia Chang-. Dime, comunista, ¿qué ha sucedido?
– Yo no sé nada. Pero sospecho.
– ¿Qué es lo que sospechas?
– Que la tienen los Serpientes Negras.
– ¿Quién diablos son ésos?
– Se trata de una organización secreta -le aclaró Theo-. Pero ¿por qué habrían de querer ellos a Lydia, Chang?
Chang no gastó energía en responder. Ya se estaba poniendo las botas.
– Tiene usted razón, señora Parker. Voy a salir de aquí ahora mismo.
– Tranquilo, amigo -terció Theo al momento-. No te encuentras en un estado que te permita salir a recorrer las calles.
Chang cogió el abrigo acolchado que colgaba tras la puerta y le respondió en tono áspero:
– ¿Y qué me dices del estado en que se encuentra Lydia?
– La policía… -insistió Alfred.
– Si llaman a la policía -dijo Chang, sin dejar de mirar a Valentina-, ésta se mostrará lenta y torpe, y tal vez la maten por ello. Tendrán que decirle que yo estaba aquí, y el director irá a la cárcel. Ayudar a un fugitivo va en contra de sus leyes.
Alfred se acercó a él.
– Mire, joven, esto no es…
Valentina agitó una mano despectiva en el aire.
– Por mí, que el señor Willoughby se pudra en la cárcel el resto de su vida, con tal de recuperar a mi hija. Encuéntrala, comunista.
A Theo no le ofendió el comentario. El amor no era nunca racional. Si lo fuera, él no estaría con Li Mei. Y, en la calle, los métodos de búsqueda de Chang An Lo resultarían más eficaces que los de la policía, siempre que lograra sostenerse en pie.
– Pero primero la policía querrá interrogarlo -prosiguió Alfred sin inmutarse-, para saber qué…
– Estás perdiendo el tiempo, Alfred. -Theo le apoyó la mano en el hombro.
Chang abrió la puerta.
– Dios te acompañe -murmuró Alfred.
Pero Theo confiaba más en el cuchillo que Chang llevaba oculto en la manga.