Capítulo 44

– ¿Conoce usted la pena por dar cobijo a un conocido fugitivo?

– Un momento, ¿qué le hace pensar que se trata de un fugitivo? Es un amigo mío que está herido y necesita ayuda, eso es todo.

– ¿En un cobertizo? -El tono de Alexei Serov era de escepticismo.

– En realidad, no me parece que eso sea asunto suyo -dijo ella secamente. Se encontraban de pie, en el centro del salón, pero a ella no le apetecía comentar nada más. Quería que se fuera. No le había invitado a sentarse, ni a quitarse el abrigo gris, inmaculado, y la bufanda de seda-. Además, ¿qué hacía usted espiando en mi cobertizo?

Apenas pronunció aquellas palabras, supo que podría haber escogido otras más adecuadas.

– ¿Espiando? Señorita Ivanova, eso debo tomarlo como un insulto. -Echó hacia atrás los hombros, muy tenso, y el pelo corto se le movió-. He llamado a su puerta, y ha sido su criado el que me ha informado de que se encontraba en el cobertizo, con su conejo. Ha sido él quien me ha sugerido que me acercara hasta ahí.

Wai, el cocinero. Maldito haragán.

– En ese caso le pido disculpas. No pretendía insultarle. Me ha parecido que usted…

– ¿Me había colado en su casa?

– Sí.

Él la miró con expresión fría, misteriosa, y dio un paso al frente, dando palmaditas, impaciente, en la solapa de su abrigo. Habló en voz baja.

– Creo que está asumiendo usted un gran riesgo. Una vez más. Vivimos tiempos violentos, señorita Ivanova, y debería usted andarse con mucho cuidado. Las bombas que explotan, las intrigas que se urden tras cualquier acuerdo, los peligros que representan para cualquiera que no sepa en qué se mete… ésas son cosas de las que usted lo ignora todo. Todos los días matan a gente por hacer menos de lo que usted está haciendo.

Parte de la seguridad de Lydia se esfumó en ese instante, y debió de verse en su cara, pues, en tono algo más agradable, Alexei prosiguió:

– No se preocupe, que no muerdo.

Ella sonrió, fingiendo serenidad.

– Gracias por su consejo, pero no va conmigo.

– ¿Qué está diciendo?

Sabía muy bien qué era lo que estaba diciendo.

– Que nada de todo eso tiene que ver conmigo. Por supuesto que me entero un poco de lo que sucede aquí, en Junchow, pero…

– Pero ¿no está usted implicada?

– No.

– ¿Y ese hombre que tiene en el cobertizo no es comunista?

– No.

Serov se echó a reír, echó la cabeza hacia atrás y emitió un bufido de burla, mostrando sus dientes blancos.

– No se le da demasiado bien mentir, señorita Ivanova.

Aquello le dolió. Siempre había sido muy buena embustera.

– Lo que a mí me gustaría saber -zanjó ella- es qué le ha traído a mi casa. ¿Por qué ha venido a visitarme?

– Ah, sí. -Alexei Serov hizo una breve reverencia, se metió la mano en el bolsillo del abrigo y extrajo una tarjeta, que le alargó-. De puño y letra de mi querida madre, la condesa Serova.

Lydia aceptó la tarjeta, gruesa, color marfil, con un escudo de armas grabado en lo alto, un águila con las alas extendidas sobre un escudo cuartelado. No costaba adivinar que se trataba del emblema de la familia Serov. Sobre la tarjeta estaba escrita la invitación al baile nocturno y a la velada que se celebraría en la villa de la familia, situada en la Rué Lamarque, el lunes a las ocho.

¿El lunes? Para el lunes faltaban siglos. Demasiado tiempo como para comprometerse. Antes debía conseguir que Chang An Lo y ella misma llegaran sanos y salvos al fin de semana.

– Es sólo para que conste formalmente -prosiguió él, amistoso, aunque con su sonrisa de superioridad.

– Gracias, lo pensaré, aunque no estaré segura de mis planes para la próxima semana hasta que mi madre regrese mañana.

Una oleada de sorpresa invadió el rostro de su interlocutor, como si no estuviera acostumbrado a que le rechazaran las invitaciones, pero disimuló hábilmente.

– Por supuesto. Lo comprendo.

Lo acompañó hasta la puerta, y cuando él salió a la calle, el viento le arrancó la bufanda. Con todo, ignoró el hecho y se volvió para mirarla. Sus ojos verdes se clavaron en los de Lydia, y durante un largo rato la observó en silencio.

– No olvide mi consejo -le dijo al fin.

Pero Lydia no estaba dispuesta a consentirle aquellas libertades.

– Alexei Serov, ¿por qué no se limita a meterse en sus asuntos y me deja a mí que me ocupe de los míos?

Cerró la puerta y, al hacerlo, pensó que, en conjunto, las cosas no habían ido demasiado bien.


– ¡Cielo! ¡Sorpresa!

Lydia se quedó helada. Estaba en su dormitorio, acababa de subir a toda prisa para recoger un suéter más antes de volver al cobertizo para contarle a Chang An Lo cómo habían ido las cosas con Alexei Serov.

– Lydia, ya estamos en casa.

– Mamá.

Bajó la escalera y los encontró en el vestíbulo, rodeados de maletas y paquetes. Sacudiéndose los abrigos, riendo y pateando el suelo, llenando de ruido y bullicio la casa que llevaba una semana en silencio.

– ¡Cielo! -Su madre abrió mucho los brazos, y Lydia corrió hacia ellos.

Algo sucedió entonces, y Lydia no estaba en absoluto preparada para ello. Valentina la abrazó con mucha fuerza, como si no fuera a soltarla nunca, y su figura elegante se estremeció ligeramente mientras besaba a su hija en la mejilla. De pronto, a Lydia se le formó un nudo en la garganta, un nudo que le dolía como si se hubiera tragado varios anzuelos.

– ¿Me has echado de menos, cielo?

– Pero ¿has llegado a irte? No me he dado ni cuenta.

– ¡Niña mala! -Valentina rió, abrazando a Lydia con más fuerza.

Alfred se acercó a ellas y, algo incómodo, le dio unas palmaditas en la espalda a su hijastra.

– Me alegro de verte tan bien, querida, pero ¿dónde está Deng?

– ¿El mozo? -preguntó, sin despegarse de su madre, aspirando hondo para impregnarse de su perfume-. Le di la semana libre.

– ¿Por qué diablos…? En fin, no importa. Subiré las maletas yo solo. El ejercicio me hará bien.

Los pasos resonaron con fuerza en los peldaños, y sintió el aliento rápido de su madre en su oído.

– Lydia -fue todo lo que dijo Valentina-. Lydia.

– Mamá.

Y permanecieron de ese modo, de pie, en el vestíbulo. Sin querer despegarse la una de la otra.


– Te habría encantado, Lydia. -Alfred le sonreía, y dio una chupada a su pipa humeante, enviando una voluta hacia el techo.

Lydia prefería el perfume aromático de aquel tabaco al olor fuerte de los cigarrillos de su madre. Estaban los tres sentados en el salón, tras el delicioso almuerzo, que había consistido en filete de cerdo seguido de crema de piña. Wai exhibía sus mejores dotes culinarias ahora que su amo había regresado. Como el mozo no estaba, Alfred había tenido que encender la chimenea del salón, pero lo había hecho sin dejar de silbar en ningún momento. A Lydia no le pasó por alto el marcado cambio de humor que había experimentado.

Los silencios, los movimientos nerviosos de pie, habían dejado paso a toda una variedad de sonidos: canturreaba, silbaba o hablaba sin parar. Como si la felicidad que anidaba en su interior brotara de él en forma de sonido.

– Algún día, Lydia -insistió Alfred, mientras arrojaba una cerilla a las brasas-, te llevaré a los templos de Yungang, excavados en la roca, para que veas con tus propios ojos lo asombrosos que son, y qué extraordinarias habilidades constructivas poseían los chinos hace casi dos mil años. Dios santo, en Inglaterra no tenemos nada que pueda comparársele. Bastante impresionante.

– Sí, me gustaría.

– Oh, dochenka, tienes que ver el Buda sentado. Es asombroso. Tiene una altura de treinta metros, y está excavado en un acantilado de piedra amarilla. Nunca había visto a nadie tan grande. -Sentada junto a Alfred, en el chesterfield, rió, burlona.

La radio sonaba de fondo, se oía una pieza nueva de jazz sincopado, y Alfred volvía a canturrear. Lydia daba sorbos a su zumo de lima con hielo, y se esforzaba por participar en la conversación, pero su mente se encontraba fuera, rodeada de frío.

Debía cambiarle la bolsa de agua caliente, y las cataplasmas de las quemaduras. La siguiente dosis de infusión le tocaba ya, y…

– Querida, escucha. Pareces estar a muchos kilómetros de aquí. Te estaba hablando del sistema que tienen para sus templos, sus tumbas y demás. Se llama feng sui. Llevan usándolo más de dos mil años. Sirve para asegurarse de que los lugares son… ¿cuál era la palabra que usaban, cariño?

– ¿Propicios? -aventuró Alfred.

– Exacto. Que tienen la ubicación propicia.

Valentina parecía muy animada, como si se hubiera desprendido de la capa de indiferencia cultivada que siempre llevaba consigo y hubiera optado por un entusiasmo general. A Lydia le resultaba raro, y no sabía si se trataba de un sentimiento auténtico o si era más bien un barniz. Pero no había duda de que Alfred estaba extasiado con ella.

– Ya conozco el feng shui, mama. El problema es que los europeos no se han molestado nunca por conocerlo. Tendemos vías de tren sobre lugares espirituales, y los misioneros construyen iglesias que proyectan su sombra sobre tumbas ancestrales chinas, lo que perturba a sus difuntos. No te rías, mamá, para ellos es muy importante. Y creen que las agujas de nuestras basílicas rasgan los cielos con sus formas afiladas, e impiden que los buenos espíritus regresen a la tierra. Feng Shui significa «viento y agua».

– ¿En serio? Qué lista eres, cielo. ¿Verdad que tengo una hija muy lista, Alfred?

– Sí, muy lista -dijo, y volvió a sonreírle.

Pero ella sabía que si Valentina le hubiera preguntado si su hija era de color verde intenso y con topos rosas, él habría asentido con la misma disposición. Lydia aprovechó la ocasión: se desperezó, aparentando indiferencia, y se puso en pie.

– Me alegro de teneros de vuelta en casa, pero creo que, si no os importa, voy a acostarme.

– ¿Tan pronto?

– Mmmm, tengo sueño. -Dedicó una sonrisa a su padrastro-. Será por el calor de esta maravillosa chimenea. Pero creo que me acercaré a ver cómo está Sun Yat-sen antes de subir a mi cuarto.

– Creo que no es buena idea -respondió Alfred con firmeza-. No quiero que salgas a pasear por ahí con esta oscuridad.

– Pero si hay luna. No está tan oscuro.

– No, querida, vete a la cama ahora. Al conejo ya lo verás mañana. -Alfred sonrió, aunque sus ojos se mantenían serios, y Lydia recordó entonces el pacto al que había llegado con él a cambio de los doscientos dólares.

Se le vino el mundo encima. Miró a su madre, en busca de su complicidad, pero Valentina se había acercado al mueble bar para servirse un vaso de vodka, y en ese momento llenaba una copa de coñac para su esposo.

– Por favor, Alfred -suplicó ella, zalamera.

– Esta noche no, querida. Métete en la cama ahora y deja al conejito para mañana. Sé buena. Eso es. Y que descanses.

Lydia asintió.

– Buenas noches, mamá -dijo, dándole un beso en la mejilla. Acto seguido, hizo lo mismo con Alfred, cuidándose de no chocar con sus gafas.

Una vez arriba, dibujó una gran letra A en una hoja de papel y empezó a clavarle alfileres.


Estaban tendidos, entre mantas, sobre el suelo polvoriento. Suave, dulcemente, él le acariciaba un pezón con el pulgar. Juntos observaban la luna que avanzaba despacio por el cielo, sobre sus cabezas. Lydia anhelaba que estuviera llena, que formara un disco completo, mágico, para poder pedirle un deseo, pero al menos faltaba una semana para ello, y la realidad manchaba su perfección. Apoyaba la cabeza en el hombro de Chang, y tenían los brazos y las piernas tan enredados que no sabía dónde empezaban los suyos y dónde los de él. La piel de su amado formaba parte de su piel. Y su aliento se fundía con el suyo.

– ¿Lydia?

– ¿Mmmm?

Llevaban un buen rato en silencio, acurrucados, juntos. El rectángulo limpio de luz traslúcida que la luna proyectaba sobre ellos teñía de plata su piel desnuda, y hacía que las sombras saltaran de un rostro a otro cada vez que sus labios se rozaban. Antes habían hecho el amor, y había sido distinto. Más fiero. Más ávido. Como si sus cuerpos supieran que se les acababa el tiempo. Lydia había aguardado con impaciencia en su habitación hasta que estuvo segura de que su madre y Alfred se habían dormido, y entonces bajó de puntillas hasta la puerta y atravesó el jardín a la carrera. La escarcha crujía bajo sus pies. Los árboles la acechaban con sus sombras alargadas, y un murciélago voló bajo sobre su cabeza en el momento en que metía la llave en el candado.

– ¿Estás bien? -le preguntó él al instante. Estaba de pie, a un lado de la puerta, con una manta sobre los hombros.

– No, no estoy bien. No estoy nada bien.

Él la besó en la boca.

– Mi madre ha regresado antes de hora, exactamente como tú dijiste, y por eso he tenido que quedarme en casa, muy preocupada por ti y por lo que estarías pensando en relación con los movimientos de Alexei Serov. Maldito sea ese hombre. ¿Por qué ha tenido que venir? Aunque, sinceramente, no creo que nos delate. Ya me ha ayudado otras veces. Sé que a veces puede ser un cerdo arrogante de mucho cuidado, pero en el fondo no es tan malo. El peligro es que se sienta muy comprometido con el Kuomintang y que…

– Calla, calla, amor mío…

Los ojos oscuros de Chang buscaron los de ella, y su expresión ahuyentó todas las palabras de su mente. La estrechó entre sus brazos, la cubrió con la manta, y por primera vez en horas, ella volvió a sentirse de nuevo a salvo. En medio de un cobertizo viejo y destartalado, con un frío gélido y toda una serie de desastres acechándolos.

Aun así, se sentía a salvo. Y feliz. Le bastaba con mirarlo y se sentía feliz. Y cuando no estaba en su compañía, sólo tenía que pensar en él para que todo su cuerpo se derritiera de deseo.

– Tengo que irme mañana -le dijo.

– No.

Él le besó el pelo, y ella sintió su respiración profunda. Lydia sabía que debía ponerle las cosas fáciles. Ya notaba que el cuerpo de Chang ardía de nuevo. El ejercicio del día había sido excesivo para su frágil estado, pero aun así él no se había dejado curar esa noche, y apenas había aceptado beberse la infusión de la fiebre. Lydia sabía que no debía ponérselo más difícil. No debía.

– Separarme de ti, Lydia, me partirá el corazón en mil pedazos. Pero no puedo quedarme más tiempo. Es peligroso para ti. Te amo demasiado como para exponerte a ese riesgo.

Ella lo abrazó con fuerza. No dijo nada. Temía que de su boca salieran palabras inoportunas.

Chang le acarició la oreja con las yemas de los dedos.

– Debo irme de Junchow…

Un dolor intenso invadió las entrañas de Lydia.

– … pero será duro. Las tropas del Kuomintang controlan las carreteras. Y ello implica que debo encontrar otro sitio en el que ocultarme…

Lydia aspiró hondo.

– … hasta que haya recobrado las fuerzas y pueda nadar en el río.

Ella cerró los ojos.

– Bésame -susurró.

Los labios de Chang se unieron al instante a su boca, y sus lenguas se encontraron, blandas, sensuales.

Él movió la mano en dirección a sus piernas, y le acarició el muslo, íntimo, sedoso. No se dieron prisa, se tomaron su tiempo. A la luz de la luna.


Acordaron que partiría antes del amanecer. Ella le había llevado lo que sobraba de los doscientos dólares, y escondió parte del dinero en el zurrón de cuero.

El resto, envuelto en vendas, lo llevaba en el muslo y metido dentro de una bota.

– Nada de rickshaw -le advirtió él.

– ¿Por qué no?

– Los porteadores tienen la lengua muy larga. Están al servicio de quien les paga. Los Serpientes Negras podrían seguirme la pista. Y a ti. Iré a pie.

– Iré a buscar a Liev -replicó ella al instante.

– No, amor mío. No quiero la ayuda de nadie que pueda conducir a ti. ¿No lo entiendes? Escapé de las garras de Po Chu. La vergüenza que siente ha de ser peor que una cuchillada en el vientre, y hará todo lo posible por destruir a cualquiera que…

Ella le cubrió los labios con un dedo, y se acercó más a él, bajo las mantas.

– Duerme -le susurró-. Todavía no amanece. Duerme. Recobra fuerzas.

Sus cuerpos se abrazaron con fuerza.

Pero cuando la primera pincelada de gris tiñó el cielo, Lydia supo que Chang no iría a ninguna parte ese día: la fiebre había regresado.

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