Capítulo 34

Lo encontró. En el interior del tercer amasijo de maderas, trapos y periódicos que, teóricamente, debían proteger de la lluvia, pero que fracasaban estrepitosamente en el empeño. Lo vio tan inmóvil que temió, horrorizada, que hubiera muerto. Tenía la piel tan gris como el agua que empapaba la tierra por debajo de su cuerpo. Se agachó para entrar en la cabaña, pues su techo era demasiado bajo para poder estar de pie en su interior, y se le hizo un nudo en la garganta. Chang estaba envuelto en papeles de periódico, tan empapados por la lluvia que se colaba desde el tejado y por la que encharcaba el suelo que se desintegraba y se congelaba a la vez. Mantenía los párpados cerrados con fuerza, y su rostro estaba cubierto de llagas. Pero no eran pústulas. No era peste. Gracias a Dios.

Lo acarició. Como el hielo. Como un ovillo de hielo. Con los dedos rasgó el papel de periódico, lo apartó de su cuerpo. Y ahogó un grito. Apenas quedaba nada de él. Unos harapos y un montón de huesos. Al verlo en ese estado, se le escapó un grito, y las lágrimas se agolparon en sus ojos. Olía a carne podrida, y era el hedor de la muerte.

No, no, no estaba muerto. Ella no iba a permitir que muriera.

Se quitó el pesado abrigo de Liev y lo extendió sobre la forma inerte de Chang.

– Resiste, amor mío -le dijo, sin reconocer apenas la voz como suya. Se inclinó sobre él, le cubrió la frente fría con una mano, posó sus labios en los suyos y los dejó ahí, insuflándole el calor de su cuerpo y la fuerza de su vida. Sus labios, cuarteados, heridos, temblaron ligerísimamente bajo los suyos. Pero fue suficiente.

– ¡Liev! -gritó ella-. ¡Liev, ven…!

Pero no hizo falta seguir llamando, pues él ya estaba ahí. Con un leve movimiento de mano arrancó lo poco que quedaba del tejadillo de la cabaña, se inclinó hacia delante y se cargó al hombro a Chang. Lydia lo envolvió al momento con el abrigo, para protegerlo de la lluvia.

– Un rickshaw -dijo ella-. Necesitamos un rickshaw.

– Ningún porteador se presta a llevarme a mí. Peso demasiado. Tampoco aceptarán llevar este cuerpo enfermo.

– ¿Puedes cargar con él hasta el Barrio Británico?

El gigante esbozó una sonrisa.

– ¿Puede un tigre atrapar un cervatillo?


El cerrojo de la verja trasera estaba cerrado con llave. Liev sólo tuvo que apoyarse en ella para abrirla, pues al hacerlo los clavos de los goznes se separaron de la madera con un chasquido. Lydia comprobó que el jardín de su nuevo hogar estuviera vacío. Ya casi había oscurecido, y seguía lloviendo, cosa que agradecía; en esas calles elegantes no era fácil pasar desapercibido si ibas cubierto de barro y transportabas un bulto extraño, pero la penumbra gris del crepúsculo les proporcionaba unas sombras propicias para el ocultamiento. Un callejón estrecho recorría los jardines traseros de las casas. A él se sacaban las basuras, y en él se recogían. Lydia ordenó a Liev que se dirigieran hacia allí.

– Deprisa -le susurró, señalándole un cobertizo.

Instantes después, él ya se había colado en el jardín y se agachaba para no darse con la cabeza en el quicio de una puerta estrecha. A Lydia le horrorizaba la posibilidad de que Chang hubiera muerto en brazos del ruso, y le sostenía la cabeza con ternura, mientras aquél dejaba su cuerpo exánime en el suelo polvoriento. Le acarició la mejilla con las yemas de los dedos y se estremeció de alivio, pero también de temor, al comprobar que su piel estaba ardiendo: se estaba quemando por dentro. Las heridas de los labios se habían abierto, y de ellas brotaba la sangre, mezclada con un pus verdoso. Al verlo, Lydia se puso en pie.

– Espere aquí -suplicó a Liev.

Y salió corriendo. Cruzó el césped, tratando de avanzar bajo los árboles, de pensar mientras corría, de enumerar lo que necesitaba: mantas, ropa, comida, bebidas calientes… o hielo, ¿era mejor el hielo para una fiebre tan alta…? Vendajes y medicinas, sí, pero ¿qué medicinas? No lo sabía. Le hacía falta ayuda, le hacía falta… Un momento. Las luces. En la casa había luces encendidas. Las cortinas estaban corridas, pero aun así las ventanas proyectaban franjas amarillas sobre la terraza. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Significaba ello que aún había gente? ¿O que los criados las habían dejado encendidas para ella? ¿Qué significaba? No lo sabía, no lo sabía.

Retrocedió en dirección al extremo más alejado de la casa, hasta la puerta de la cocina y, al accionar el tirador, constató que ésta se abría. La cocina estaba vacía. El cocinero se había retirado a descansar tras el esfuerzo inmenso que le había supuesto el banquete. Apenas cerró la puerta, sintió que el aturdimiento se apoderaba de ella, causado sin duda por la calidez del aire. Llevaba tanto tiempo empapada, pasando frío, que el contraste brusco de temperatura le provocó un escalofrío que alcanzó sus encías. A su paso, dejaba un rastro de agua y barro sobre las baldosas blancas y negras, por lo que decidió quitarse los zapatos y entrar de puntillas en el vestíbulo.

Al hacerlo, sucedieron dos cosas.

La primera de ellas fue que se vio reflejada en el gran espejo que colgaba de la pared, al pie de la escalera, y apenas se reconoció. Era un espantapájaros mojado y sucio. La bufanda negra de Liev se pegaba a su cabeza y a sus hombros, su vestido verde ya no era verde, estaba cubierto de polvo y se pegaba tanto a su cuerpo que resultaba indecente. Tenía los labios azules, temblorosos. Los dedos pálidos, sin sangre. Los ojos demasiado oscuros como para que fueran suyos. Al verse, se asustó.

La segunda fueron las voces, unas voces que provenían del salón. Las voces de su madre y de Alfred.

El corazón empezó a latirle con fuerza. ¿Por qué no se habían ido? ¿A su luna de miel? ¿Por qué no estaban ya en el tren?

– No, Alfred -oyó que decía su madre-. No hasta que la haya visto. No hasta que sepa que está…

Lydia no esperó más. Había maletas junto a la puerta principal, y sobre ellas los abrigos y un paraguas.

Salvó los peldaños a la carrera, de dos en dos. Sin hacer ruido. No debía hacer ruido. Una vez en su cuarto, en su precioso dormitorio nuevo, se quitó el vestido, la ropa interior, y lo echó todo al fondo del armario. Se frotó el pelo y la piel con un suéter viejo hasta que le escoció. Cepillado rápido. Vestido viejo. Cardigan. Y escaleras abajo.

Entró en el salón con la sonrisa ya en el rostro.

– Hola, mamá. No esperaba encontraros aquí.

– ¡Lydia! -exclamó Alfred-. Gracias al Señor que estás en casa. Tu madre estaba muy preocupada. ¿Dónde estabas?

– He salido.

– ¿Has salido? Ésa no es una respuesta, niña. Discúlpate ahora mismo con tu madre.

Valentina estaba de pie, observando a su hija, muy rígida, de espaldas a la chimenea, y con un cigarrillo a medio fumar entre los dedos. Se le veían las mejillas encendidas, como si el calor del fuego se las iluminara. Pero Lydia conocía a su madre, y sabía que aquellas manchas rojas significaban que estaba muy asustada.

– ¡Lydia! -dijo al fin su madre, muy despacio-. ¿Qué ha pasado?

– Nada.

Valentina dio una calada al cigarrillo y soltó el humo emitiendo un débil gruñido, como si alguien le hubiera golpeado el pecho. Todavía llevaba el vestido de chiffon, pero había sustituido el bolero por una chaqueta de gamuza más gruesa. Sus ojeras eran más que visibles.

– Lo siento, mamá, no era mi intención hacer que os retrasarais. He supuesto que ya os habríais ido. Con tantos invitados de los que despediros, no imaginaba que fuerais a echarme de menos siquiera.

– No seas tonta, Lydia -intervino Alfred. Ella notaba que el flamante esposo de su madre hacía esfuerzos por aplacar la ira y mostrarse cortés-. Queríamos despedirnos de ti, los dos. Toma esto -añadió, alargándole un sobre marrón-. Contiene un poco de dinero, por si te surge alguna necesidad antes de nuestro regreso, aunque Wai, el cocinero, se encargará de las comidas, de modo que no tienes mucho de qué preocuparte. Esto es por si quieres ir al cine, o algo así.

Lydia no había ido nunca al cine, y en cualquier otro momento se habría puesto a dar saltos de alegría.

– Gracias.

– ¿Estarás bien aquí sola?

– Sí.

– Anthea Mason se ha ofrecido a venir de vez en cuando para ver si estás bien.

– De veras, estaré bien. ¿Sale algún otro tren a estas horas? Lamentó que por mi culpa hayáis perdido el vuestro, pero si os dais prisa, seguro que llegáis al siguiente. -Miró a su madre-. No soportaría que te perdieras la luna de miel por mí.

– Bueno, en realidad… -empezó a explicar Alfred.

– Sí -terció Valentina arqueando una ceja, molesta-. Podemos cambiar de trenes en Tientsin. Alfred, sé bueno y ve a buscarme un vaso de agua a la cocina, ¿quieres? Aquí dentro hace calor. -Se pasó una muñeca por la frente-. Seguramente será toda la tensión de… -Pero no acabó la frase.

– Claro, amor mío -dijo Alfred mirando a Lydia-. Tranquiliza a tu madre, a ver si se va más tranquila -añadió, antes de abandonar el salón.

Al momento, Valentina echó el cigarrillo a la chimenea y se acercó a Lydia.

– Cuénteme, deprisa, ¿qué ha pasado?

Lydia sintió que una oleada de alivio recorría todo su ser, debilitándola. Podía contárselo todo a ella, su madre sabría qué hacer, dónde comprar medicamentos, contactar con un médico…

Valentina la agarró del brazo.

– Dime qué quería ese sucio lobo.

– ¿Qué?

– Popkov.

– ¿Qué?

Valentina la zarandeó.

– Liev Popkov. Has salido corriendo tras él. ¿Qué te ha dicho?

– Nada.

– Estás mintiendo.

– No. Estaba borracho. Nada más.

Valentina observó a su hija con atención, antes de rodearla con sus brazos y atraerla hacia sí. Lydia aspiró su perfume intenso y se enterró en el abrazo, pero al hacerlo sintió que su cuerpo empezaba a temblar incontrolable.

– Lydochka, amor mío, no. -Valentina le acariciaba el pelo húmedo-. Sólo será una semana. Ya sé que nunca nos hemos separado, pero no estés triste, volveré muy pronto. -Le dio un beso en la mejilla y dio un paso atrás-. ¿Qué? ¿Lágrimas? ¿Lágrimas de la niña que nunca llora? No llores, dochenka.

Valentina se acercó a la bandeja de las bebidas, y tras comprobar que la puerta seguía cerrada, se sirvió un vodka, que se bebió de un trago, y volvió a llenar el vaso, que acercó a su hija.

– Toma. Te hará bien.

Lydia negó con la cabeza. Sin palabras. Sin aliento.

Valentina se encogió de hombros y lo apuró ella, tras lo que devolvió el vaso a su sitio. Las manchas rojas que cubrían sus mejillas empezaban a desaparecer.

– Amor mío -susurró, sosteniéndole la cara entre las manos-. Este matrimonio representa un futuro nuevo para nosotras. Aprenderás a apreciar a Alfred, te lo prometo. Sé feliz. -Sonrió, aunque había algo raro en su sonrisa-. Aprendamos a ser felices tú y yo.

Lydia abrazó a su madre.

– Ve a Datong, mamá. Ve y sé feliz.

– Así me gusta, damas, bésense y arreglen las cosas. No quiero ver a nadie triste, ni hoy ni nunca.

Alfred les sonrió, alargó el vaso de agua a su esposa y dio a Lydia unas palmaditas en la espalda.

– He telefoneado para pedir un coche, que no tardará nada en llegar. ¿Nerviosa? -le preguntó a Valentina.

– Emocionada.

– Bien.

Luego vino el revuelo de abrigos, maletas y últimos abrazos, pero cuando Alfred y Valentina ya salían por la puerta, Lydia les dijo:

– ¿Puedo comprar un candado para el cobertizo de Sun Yat-sen?

– Sí, claro -respondió Alfred, magnánimo-. Pero ¿por qué quieres un candado para tu conejo?

– Para que esté a salvo.


Lo lavó. Con mucho cuidado. Sin tocar apenas la piel dañada, con un paño empapado en agua tibia y desinfectante. Sus harapos estaban infestados de piojos, y ella los arrojó a la lluvia.

La visión de aquel cuerpo resultaba dolorosa. Estaba tan delgado que podían contarse sus huesos. Y marcado. Dos quemaduras con forma de ese. Como serpientes. Seis marcas a fuego incrustadas en el pecho. Las quemaduras eran negras, y no habían cauterizado, pero no eran nada comparadas con las manos. Al desenvolver los retazos de telas infectas que le cubrían los dedos, casi le vinieron arcadas al sentir el olor, y por más cuidado que ponía, con los vendajes se llevaba pedazos de piel y de carne ennegrecida.

Los gusanos eran caso aparte. Criaturas blancas, inquietas, que devoraban a Chang An Lo. Gran cantidad de ellos. Al verlos, Lydia retrocedió, horrorizada.

Liev Popkov levantó la cabeza al oír sus gritos. Se encontraba en el suelo, apoyado contra la pared, junto a la jaula-pagoda de Sun Yat-sen, y todavía sostenía en la mano la botella de vodka que Lydia le había traído.

– Ah, otlichno! ¡Gusanos! -musitó-. Son buenos. Se comen lo malo y limpian la herida. Déjaselos.

Volvió a hundir la cabeza en el pecho y emitió un ronquido profundo y tembloroso que a Lydia, en medio de ese cobertizo frío le resultó extrañamente tranquilizador. Acercó la lámpara de aceite a las manos de Chang y las observó con detalle. Lo que vio era de una brutalidad sin límites. Le habían arrancado los dos meñiques. Las heridas se habían infectado hasta que las dos manos se habían convertido en melones hinchados y putrefactos que se habían abierto, llenos de pus y de gusanos.

Con gran cuidado, fue retirándolos uno por uno. No dejaba de repetirse que no eran peores que las cucarachas y las lombrices. Sólo en una ocasión sintió que estaba a punto de vomitar, y fue cuando al tirar de un espécimen especialmente grueso le reventó entre los dedos. Una vez eliminados todos, echó agua limpia y desinfectante sobre las heridas y, tras un momento de duda, volvió a colocar un gusano, sólo uno, en cada mano. Si Liev Popkov lo decía, por algo sería. El hombre lo había pasado mal, seguramente habría recibido o visto recibir más de un balazo o golpe de sable durante la revolución, de modo que alguna experiencia debía de tener. Pero ¿y si aquellos bichos se abrían camino hasta el cerebro?

Se obligó a apartar la idea de su mente.

Sin dilación, untó algo sobre las heridas abiertas: opodeldoc & laudanum. Lo había encontrado en el botiquín del baño, junto con unas vendas, y supuso que sería mejor que no ponerle nada. A través de la carne viva asomaban pedazos de hueso reluciente. Lydia lo envolvió todo con gasas y vendajes nuevos. Chang An Lo no emitía ni un sonido, aunque en ocasiones un ligero temblor le recorría los párpados. Sólo por eso sabía Lydia que seguía con vida.

Era la primera vez que Lydia veía a un hombre desnudo. Le dio miel disuelta en agua con ayuda de una cuchara, aunque con temor a que se atragantara, por lo que apenas le humedecía los labios cada media hora. En todo momento era consciente de que Chang estaba desnudo.

La visión de su cuerpo la sorprendía. No tenía ni idea de que sus partes fueran tan… tan suaves, tan blandas, ni que estuvieran rodeadas de un vello tan espeso. Y sin embargo, curiosamente, con él no se sentía incómoda. Cuando le quitó los harapos que le cubrían la entrepierna, Liev Popkov había mascullado su desaprobación, pero estaba demasiado ocupado peinando el pelo de su abrigo y aplastando piojos con los dedos como para ir más allá. Era evidente que creía que el chino se estaba muriendo. ¿Y a él que le importaba? Él se estaba comiendo un pedazo de queso que Lydia le había traído de la cocina, y lo regaba con el vodka. Hablar era lo que menos le interesaba en ese momento.

Tras ocuparse de las manos de Chang lo mejor que pudo, y extenderle el linimento por el pecho, le cubrió la mitad superior del cuerpo con una manta para mantenerlo en calor, y se dispuso a atacar la parte inferior. Le lavó las caderas, el vientre… Era como lavar a un esqueleto. ¿Cuándo habría comido por última vez? Huesos y nada más que huesos. ¿Días? ¿Semanas? Ella creía que sabía qué era el hambre, pero nunca había llegado a ese extremo. Nunca. Volvió a enjuagar el paño húmedo y empezó a lavar la mata de vello negro que poblaba la base del vientre, pero tenía incrustado… ¿Qué era? Sangre. Heces. Orina. Más piojos. Una oleada de compasión, de dolor por él, ascendió por las entrañas de Lydia, y con dedos nerviosos, cuidadosos, le levantó el pene.

Su suavidad la sorprendió. Yacía inmóvil en la palma de una mano mientras lo lavaba con la otra, eliminaba la mugre que lo cubría, presionaba la piel delicadamente con una toalla, para secársela. Había algo insoportablemente vulnerable en él. Incluso el entramado de venas azules le confería un aspecto desnudo, expuesto, como si entre él y el mundo hiciera falta aún otra barrera. ¿Era por eso por lo que los hombres deseaban tanto a las mujeres? ¿Para que ellas fueran su barrera? ¿Su protección?

– Yo te protegeré, Chang An Lo, te lo juro -susurró ella-. Como tú me protegiste a mí.

Le lavó las piernas y, por último, los pies. Le pasó un dedo por la cicatriz de la herida que ella misma le había cosido en la Quebrada del Lagarto y, finalmente, tomó unas tijeras y, concentrándose en su entrepierna, le cortó el vello rizado lleno de piojos. Hacerlo fue como arrancarle los secretos.

Durante la primera noche que pasó a su lado, luchó contra la idea que no la abandonaba. Era casi de día cuando reconoció que no podía llevar a Chang An Lo al hospital chino. No podía. Como tampoco podía llamar a un médico.

Era evidente.

Eso se lo habían hecho los Serpientes Negras, y él había preferido morir en la cabaña de Tan Wah a exponerse a ser detenido por buscar ayuda médica. Ni siquiera se había puesto en manos de amigos, pues era conocido entre los comunistas; sabía bien que los Serpientes tenían ojos en todas partes.

– Podrías haber acudido a mí -susurró más de una vez, pasándole el dedo por la línea prominente de sus pómulos.

Ahora tenía que pensar.

Los hechos apuntaban en su contra: ningún adulto le permitiría mantener a Chang ahí. Ya sabía qué le dirían. Pondrían caras raras e insistirían en que no estaba bien que una niña… Escandaloso. Lo llevarían al hospital chino, que era precisamente el lugar en el que le estarían esperando los Serpientes Negras, con sus cuchillos y sus hierros de marcar. No. Nada de adultos bienintencionados. Estaba sola. Apoyó la cabeza en las manos, esforzándose por pensar qué debía hacer. Así permaneció un buen rato, hasta que alzó la vista y contempló al gran oso que seguía hecho un ovillo, en el suelo del cobertizo. No, no estaba sola.

Se acercó a él y le dio unas palmadas en el hombro.

– Liev Popkov -le dijo con voz apresurada-. Despierta.

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