Chang An Lo abrió los ojos y vio su rostro. Durante un instante tuvo la certeza de que se trataba de otro de los sueños que los dioses le permitían tener sobre ella cuando dormía, pero entonces sintió su mano, rodeándole la muñeca con firmeza, y el cosquilleo del pelo que le rozaba la piel de las mejillas al inclinarse sobre él.
– Eres real -susurró.
Ella esbozó una sonrisa, su sonrisa amplia, hermosa, la que le había robado el corazón, y al instante supo que no se trataba de ningún sueño. Lydia se inclinó todavía más y le besó la boca con sus labios suaves, acogedores.
– Eso para demostrarte que sí, que soy real -le susurró.
Él la atrajo hacia sí un momento, sintió su mejilla fresca contra su rostro caliente, aspiró el aroma de la calle en su pelo y en su piel, oyó la sangre que palpitaba en sus oídos. Tan viva, tan llena de fuego. Perderla sería como ahogarse en el lodo.
– ¿Cómo te sientes?
– Mejor.
– Parece que tienes fiebre.
– Por dentro estoy mejor. -Se incorporó un poco para acariciarle el pelo en llamas-. Cuando te veo, la fiebre se asusta y se va.
Ella se rió, acercó más a su pecho la cabellera y la dejó reposar ahí. Él se la acarició, sedosa, suelta, tan distinta a la de las muchachas chinas, que se la habrían untado con aceite y alisado con pasadores, o atado con nudos prietos. Le encantaba la libertad de aquel cabello.
– Lydia -dijo con voz pausada.
Ella alzó la cabeza.
– No disponemos de mucho tiempo -le susurró ella, mirando en dirección a la puerta.
Estaba abierta, y la figura alta y elegante del director, ataviado con sus ropas académicas, se apoyaba en ella, pero les daba la espalda, y sostenía uno de sus apestosos cigarrillos con una mano, y un libro de ejercicios con la otra. Lo leía ostensiblemente, para dar a entender que tenía los oídos sellados. A pesar de ello, la pareja hablaba en voz muy baja.
– ¿Y tus padres?
– Me han prohibido que te vea más de dos veces mientras estés aquí. Pero no hemos hablado de qué sucederá cuando salgas. -Sus ojos ambarinos estaban llenos de luz-. Tengo una idea.
De pronto, se mostró tímida. Pero excitada.
Algo de su luz alzó el velo oscuro que cubría a Chang. Sabía que no podían hacer planes. Le acarició una ceja, y la oreja.
– ¿Qué es lo que hace latir con tanta fuerza tus palabras?
Ella se acercó más a él, clavando los ojos en los suyos.
– Podríamos irnos juntos.
– Te burlas de mí.
Pero la esperanza se alojó en su garganta, e insufló vida a sus miembros.
– No, no, lo digo en serio -insistió ella en un susurro-. Lo tengo todo pensado. Tú dijiste que debías abandonar Junchow. Y yo me iré contigo. Todavía me queda algo de dinero, y tal vez logre conseguir más. Alcanzaría para contratar un barco de remos que nos lleve al otro lado del río, cuando sea de noche, y luego podríamos…
– No.
– Sí. Si viajáramos de noche y durmiéramos de día, sería seguro. Sé que tardaríamos más, pero podríamos alejarnos de aquí, llegar a alguna aldea china, y yo me pondría una túnica china, y un sombrero ancho como el del funeral, y así nadie se daría cuenta, y aprendería mandarín, y…
– No.
– Escúchame, amor mío, es nuestra única salida. Lo he pensado todo. Tú no puedes quedarte aquí, de modo que no hay otra solución.
– Lydia, no lo hagas. Lydia.
– No estoy loca. No sería para siempre. Sé que cuando mejores y recobres fuerzas, querrás regresar a uno de los campamentos comunistas para seguir con la lucha contra Chiang Kai-Chek. Eso ya lo sé, claro. Pero -y él se fijó en la pincelada rosa que teñía su mejilla, como el destello del ala de un flamenco- también entonces iré contigo. Sé que hay mujeres que se entrenan y combaten en el ejército de Mao Tse-Tung, de modo que no hay razón por la que no pueda convertirme en una combatiente comunista por la libertad. ¿O sí la hay?
Al salir de clase, tenía muchas cosas que hacer. En primer lugar, el vestido. Lydia cruzó la ciudad a toda prisa para acudir al taller de madame Camellia.
– Gracias, madame Camellia. Parece nuevo otra vez.
La modista le hizo una reverencia, moviendo con elegancia la melena corta.
– De nada. Pero procure que no vuelva a mojársele.
– Por favor, apúntelo en la cuenta de mi padrastro.
– Cómo no, señorita Parker.
«¿Señorita Parker? ¿Señorita Parker?»
Lydia se echó a reír y meneó la cabeza apenas salió en dirección a casa de los Mason, en Walnut Road. Polly no había ido a clase, y Lydia quería asegurarse de que no estuviera enferma. La tensión que habían vivido la última vez que se vieron, por culpa de Chang An Lo, seguía viva, y por eso era incluso más importante que fuera a verla y descartara que su amiga no quería verla más, y por eso la rehuía. Porque eso sería horrible. Walnut Road quedaba lejos, pero al menos la tarde era luminosa y limpia. El cielo había adquirido una tonalidad azul celeste muy intensa que hacía que el mundo pareciera más grande, y aunque el viento era frío, el sol daba a Junchow un resplandor que convertía la aversión que Lydia solía sentir por la ciudad en algo parecido al afecto. Tal vez se debiera a sus intenciones de abandonarla.
Como defensora del comunismo. Lydia Ivanova. Combatiente por la libertad. Lo dijo en voz alta, y le gustó cómo sonaba. Incluso dejó vagar su mente un segundo y se recreó en el sonido de Lydia Chang, o Chang Lydia, que es como lo dirían en China. Dejó que las sílabas reverberaran en las ondas de su mente, pero eso era adentrarse demasiado en lo desconocido. Todavía no estaba preparada para ello. Chang An Lo le había dicho que no. Claro. Ella sabía que diría eso. Le preocupaba su seguridad. Pero había visto la expresión de su rostro. Su boca apretada, para que de ella no escaparan las palabras que lo delatarían. Las pupilas dilatadas de asombro. Había visto que algo en su interior estallaba y cuando lo estrechó entre sus brazos, sintió los rápidos latidos de su corazón.
Había dicho que no. Pero había querido decir que sí.
Tomó un atajo a través de uno de los distritos más pobres del Asentamiento Internacional, descendió por un sendero cubierto de nieve que pasaba por detrás de la iglesia de San Salvador, y cruzó un pequeño parque. En realidad, se trataba más de un parterre que de un parque, que contaba con unos pocos columpios oxidados y con demasiadas malas hierbas. Fue allí, mientras trataba de avanzar por el sendero, donde vio el coche. Aparcado bajo una hilera de árboles que flanqueaban el extremo opuesto, lejos de la sucesión de casas baratas. Lydia lo reconoció al instante. Un Buick grande, reluciente. Era el automóvil del padre de Polly, un sedán negro y crema de parachoques anchos, que con el sol de la tarde resplandecía sobre la nieve grisácea.
Lydia no tenía la menor idea de qué podía estar haciendo ahí, pero si Mason se dirigía a su casa, tal vez pudiera llevarla con él, y de paso contarle qué le ocurría a Polly. Se acercó a él. Estaba aparcado dándole la espalda, de modo que lo que veía era la gran rueda de repuesto plantada bajo la ventanilla trasera. Parecía estar vacío, pero al echar un vistazo al interior creyó ver movimiento. Se adelantó un poco para ver mejor. Para ver mejor algo que habría preferido no ver. Christopher Mason en mangas de camisa. Estaba tumbado boca abajo, en el asiento delantero, y su cabeza subía y bajaba. Sus manos se movían sobre algo que tenía debajo.
Era Valentina.
Lydia dio media vuelta y echó a correr.
– Hola, Lyd. -Polly no parecía enferma. Ni contenta de ver a Lydia en la puerta-. Hoy no has ido a clase.
– No, me encontraba mal.
– Lo siento.
– Algo que comí.
– Claro.
Hubo una pausa incómoda. Lydia empezaba a temer que su amiga no la invitara a entrar.
– Te he traído el horario del nuevo trimestre, para que lo copies. Y unos mapas que hemos estudiado hoy en geografía.
Lydia abrió la cartera y se puso a rebuscar en su interior.
– Ah… gracias. -Polly dio un paso atrás, apartando sus inmensos ojos de Lydia-. Pero entra. ¿Quieres un chocolate caliente? Mamá está en su club de bridge, pero ha preparado café de jengibre, por si te apetece.
– Sí, por favor.
Polly la condujo hasta la cocina. Las cocinas, casi siempre, eran lugares lúgubres, en los que sólo entraba el servicio, pero como a Anthea Mason le gustaba tanto preparar souflés, pasteles y bollos, la suya era moderna y reluciente. Linóleo en el suelo, paredes azulejadas y una cocina esmaltada, mucho más elegante que las habituales en color negro. En la cámara contigua a la cocina, Lydia oyó a dos criadas trabajando y conversando en voz baja, en chino. Polly estaba concentrada en calentar la leche y en servir el chocolate, y no decía nada.
Lydia, por su parte, se dedicaba a llenar el silencio conversando sobre el primer día de clase, sobre la escayola con la que había aparecido James Malkin tras caerse del tejado del garaje cuando intentaba rescatar a un gatito. Polly le dedicó una sonrisa. Cuando las dos daban ya sorbos al chocolate, Lydia sintió que la sangre regresaba a sus dedos helados, pero su mente seguía aturdida por la sorpresa.
Valentina. En el Buick.
¿Por qué?
Pero Polly seguía evitándola. Mantenía la vista fija en la espuma del vaso, y soplaba un poco para enfriar la bebida.
– Polly, se ha ido -le dijo Lydia.
Al fin, la mirada recelosa de su amiga se encontró con la suya.
– ¿Quién?
– Ya sabes quién. Chang An Lo.
– ¿Adónde ha ido?
– No lo sé.
– ¿Se lo han llevado los soldados?
– No. Escapó. De modo que no tienes que preocuparte más por lo que… bueno, por lo que viste.
Polly soltó un sonoro suspiro de alivio.
– Me alegro.
– Yo también.
Se sonrieron en silencio, y entonces Lydia dejó la taza sobre la mesa, se acercó a Polly y la abrazó. Al momento, toda la tensión acumulada abandonó el cuerpo de Polly, y le devolvió el abrazo a Lydia, con todas sus fuerzas. Las dos se echaron a reír, sintiendo que la confianza que existía entre las dos regresaba paulatinamente. Trascurrido un momento, las dos cogieron sus tazas y se trasladaron al salón.
– Espérame aquí, Lydia, que subo a mi habitación a copiar los mapas. Bajo enseguida. Cómete la tarta.
Apenas su amiga se ausentó, Lydia abandonó el salón, cruzó el vestíbulo de puntillas y comprobó si la puerta del despacho estaba abierta. En efecto, lo estaba. No sabía por qué, pero aquello le supuso cierta decepción. Si alguien deja una puerta abierta, es que no tiene nada que ocultar, ¿no es cierto? Se coló dentro y la cerró. La estancia estaba en penumbra, pues las persianas estaban medio cerradas, y los altos estantes llenos de libros que forraban las paredes le resultaban… amenazadores. Se sentía como atrapada, enclaustrada. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, y meneó la cabeza para ahuyentar aquellas ideas absurdas.
La mesa. Por ahí era por donde debía empezar. Se inclinó sobre ella y encontró el diario encuadernado de Mason correspondiente al año 1929 colocado en el centro de la superficie. Hojeó las páginas del mes de enero, y ahí lo encontró, en letras negras, grandes. «Lunes, tres treinta. VP.» Ya no era VI. Ahora era Valentina Parker. Lydia habría querido arrojar por la ventana aquel maldito diario.
Sin dilación, revisó los cajones de la mesa, pero no encontró nada de interés, salvo un arma. En el primer cajón derecho, bajo una gamuza amarilla, aguardaba, como una advertencia. Lydia la sostuvo con la mano. Era una pistola del ejército, un revólver, que pesaba más de lo que ella pensaba, y que olía a grasa. Cerró un ojo, apuntó en dirección a la puerta, quitó el seguro y volvió a activarlo, aunque no se atrevió a apretar el gatillo. La dejó en su sitio. Rebuscó un poco más, pero sólo encontró facturas, material de papelería, dos estilográficas de oro, que tres meses atrás tal vez habría robado, y algunas cartas enviadas desde Inglaterra. Nada que pudiera servirle: informaciones intrascendentes sobre una mujer llamada Jennifer y un hombre llamado Gaylord. Un pisapapeles de jade. Una caja de puros. Un cortaúñas. Y, en el último cajón, una fotografía de su gato, Achules. Decepcionante.
Un ruido repentino paralizó a Lydia, que escuchó con atención. Pasos de un criado en el vestíbulo. Respiró, aliviada, cerró el cajón y buscó en otros rincones. En uno de ellos se alzaba una cómoda, con grandes asas de latón. Los primeros tres cajones contenían botellas de lo que, por el olor, parecían productos químicos de alguna clase, una resma de papel fotográfico, una caja de cartón llena de rollos y rollos de negativos, sobre la que reposaba una petaca de plata. Parecía que Mason era un aficionado a la fotografía, que revelaba sus propias creaciones. Aquello encajaba con la vez que lo encontró en la biblioteca, consultando un libro sobre ese arte.
Fue el último cajón el que le proporcionó algo de esperanza. Estaba cerrado con llave. Algo que ocultar.
Ahí estaba. Dedicó un momento, serenamente, a echar un vistazo a la habitación. Sobre la mesa no había llaves. Si ese despacho fuera suyo, ella las habría escondido… ¿dónde? En la librería. Tenía que ser ahí. Aguzó el oído por si le llegaban los pasos de Polly desde la escalera. Nada. Pasó los dedos rápidamente por los libros y los estantes. Tal vez algún volumen estuviera vacío y contuviera alguna llave secreta. Si era así, no albergaba la menor esperanza de encontrarla. Ninguna. Decidió subirse a la butaca de cuero de Mason y palpar la parte más alta de la librería. Pero ahí no había nada, excepto una fina capa de polvo y una araña muerta. Acercó más la butaca, volvió a tantear, y esta vez sus dedos rozaron un objeto metálico.
– ¿Lydia?
Era la voz de Polly, que seguía arriba.
Se bajó de la silla a toda velocidad y entreabrió la puerta.
– ¿Sí?
– Ya casi estoy.
– Tranquila, no tengas prisa.
– No tardaré.
Lydia volvió a cerrar la puerta, se subió de nuevo a la silla y alcanzó el objeto. Era una llave. La sostuvo en la palma de la mano. Tenía la boca seca. No estaba segura de querer saber qué se ocultaba en ese cajón. La mente ya empezaba a llenársele de sospechas. Aspiró hondo, como le había enseñado a hacer Chang An Lo, expulsó el aire despacio, se acercó a la cajonera y se agachó frente al cajón más bajo. La llave encajaba a la perfección, y al girarla el cajón se abrió sin dificultad, como si se usara a menudo.
Estaba lleno de fotografías. Montones bien ordenados, unidos con gomas elásticas. Las hojeó rápidamente. En cada una aparecía una mujer desnuda. A Lydia le pareció que su obligación era avergonzarse, pero no disponía de tiempo para ello. La visión de una muchacha negra montada por un galgo negro le hizo estremecer, pero no se detuvo, y siguió observando con atención los rostros de aquellas mujeres. Casi todos eran duros, y aparecían muy maquillados. Supuso que se trataba de prostitutas. Había visto caras como ésas en las calles, montando guardia junto a los bares de los muelles. Fue en el quinto fajo de retratos donde la encontró. La imagen lasciva de una mujer blanca, delgada, tumbada desnuda sobre una piel de oso, un brazo posado sobre la cabeza, la mano aferrada al pelo largo, los pechos al aire. Los pezones habían sido pintados de un color oscuro. Las piernas aparecían algo separadas, y un dedo se adentraba por entre la espesa mata de vello, entre el que se adivinaba algo pálido y brillante. La mujer esbozaba una sonrisa con los labios, pero sus ojos parecían muertos. Valentina.
Lydia no pudo reprimir un sollozo, y la ira que sintió estuvo a punto de ahogarla. Una ira seguida de una avalancha de vergüenza. Apretó mucho los dientes, y sintió que le ardían las mejillas.
Siguió revisando las fotografías. Había cuatro más de Valentina. Veinte de Anthea Mason. Dos de Polly.
Lydia habría querido gritar.
Metió los retratos en su cartera.
– Ya estoy -gritó Polly desde lo alto de la escalera.
Con un último impulso, Lydia quitó los libros de la cartera y metió en ella los rollos de negativos. Metió la llave en el cajón, lo cerró de una patada y, con los libros bajo un brazo y la cartera bajo el otro, abandonó el despacho.
– No te importa, ¿verdad, cielo?
– No, por supuesto que no. Tengo que hacer los deberes.
Lydia no dejaba de observar a su madre, de concentrarse en todos los movimientos de su dedo -de ese dedo-, mientras ella hojeaba el último número de la revista Paris World, así como en los movimientos de su pelo, ahora que encendía otro cigarrillo. ¿Por qué? Una y otra vez le asaltaba la pregunta. ¿Por qué lo hacía Valentina? Maldita sea. Maldita sea. ¿Por qué?
Su madre se dirigió a Alfred.
– No tardaremos, ¿verdad, ángel mío?
Él intercambió una mirada fugaz con Lydia. Aquella mañana la había llevado en coche al colegio camino del trabajo, y ella le había comentado que veía a Valentina algo tensa desde lo de Chang An Lo y los soldados. Tal vez fuera buena idea que la sacara esa noche. ¿Una cena en el club? ¿Un baile en el Flamingo? Alfred se había mostrado más que de acuerdo.
– Bien, no sé exactamente a qué hora regresaremos -respondió, contemplando a su esposa con admiración. Estaba espectacular. Llevaba un vestido largo, blanco y negro, de escote bajo, que permitía apreciar plenamente la curva de sus senos. A Lydia le resultaba imposible mirarlos. Ya no podía. No después de lo que había visto.
Alfred le alargó a su mujer los manguitos de visón, y le ayudó a ponerse el abrigo.
– Pasadlo bien -les dijo Lydia sonriente.
Y apenas oyó que el coche se alejaba, subió la escalera a toda prisa y sacó del armario el vestido verde.
– Pequeño gorrión, moi vorobushek, creía que te habías olvidado de esta vieja dama.
– No, nyet, aquí estoy. Cuento incluso con una invitación oficial -añadió Lydia mostrándole la tarjeta gruesa, grabada.
– Qué maravilla -declaró la señora Zarya, ahogando una risita de emoción, que hizo que su gran delantera se acercara peligrosamente a ella. Pasó un brazo por debajo del de Lydia-. Y qué guapa estás. Se te ve tan mayor con tu vestido verde…
– ¿Lo bastante como para bailar?
La señora Zarya agitó los faldones de su gran vestido de tafetán con gesto coqueto.
– Tal vez, vozmozhno. Debes esperar a que te lo pidan.
La villa Serov, situada al final de la Rué Lamarque, en el Barrio Francés, era incluso más lujosa de lo que Lydia había imaginado, con columnatas y porches, así como con un largo camino de acceso atestado de automóviles y chóferes. Las salas de recepción aparecían iluminadas por hileras de candelabros resplandecientes, y rebosantes de cientos de invitados ataviados con sus ropas de gala.
A su alrededor, por todas partes, escuchaba palabras rusas: Dobriy vecher, «Buenas noches». Kak vi pozbivayete, «¿Cómo está usted?» Kak torgovlia, «¿Cómo van los negocios?»
Se acordó de decir «Ocbyenpriatno», «Encantada de conocerle», cuando la señora Zarya le presentaba a alguien, pero no prestaba atención a los nombres. Había acudido al baile con intención de buscar a una sola persona. Y esa persona no se veía por ninguna parte. Aún no. Al principio permaneció junto a la señora Zarya, pues en medio de aquel mundo nuevo, la figura corpulenta que desprendía ese olor conocido a naftalina le resultaba tranquilizadora. Viejos caballeros de gruesas patillas y barbas que emulaban la del zar Nicolás se acercaban a flirtear con la señora Zarya y besaban la mano a Lydia, mientras que mujeres con guantes largos, blancos, recorrían las estancias, luciendo sus joyas y su temperamento ruso. Lydia perdió la cuenta de la cantidad de diademas de brillantes que había visto pasar.
Se preguntaba qué haría Chang An Lo con todo aquello. Cuántas armas podría comprar con uno solo de aquellos diamantes. Cuántos estómagos podrían llenarse con lo que costaba uno sólo de los pendientes de oro de esa señora gorda. Aquellos pensamientos la pillaron por sorpresa, pues eran propios de Chang An Lo, aunque brotaran de su cabeza. Y le gustó que así fuera. Le gustó poder mirar a su alrededor, observar toda esa riqueza y no verla como algo deseable, sino como medio para enderezar una sociedad desequilibrada. Porque eso era algo nuevo para ella. Equilibrio. Eso era lo que, según Chang, hacía falta. Pero ella vio a un hombre con la barriga de un cerdo bien alimentado y con los dedos rechonchos llenos de sellos de oro que levantaba una copa de champán de una bandeja de plata sin mirar siquiera al criado chino que se la servía. El rostro de éste era famélico, de mirada sumisa. ¿Dónde, en esa situación, se encontraba el equilibrio?
Una oleada de asombro recorrió el cuerpo de Lydia. No era sólo que tuviera nuevas ideas, sino que también miraba con ojos nuevos. Le parecía que se estaba convirtiendo en comunista.
– Lydia Ivanova, me alegra inmensamente que hayas podido venir. -Era la condesa Serova, regia como siempre, con un vestido de raso color crema, de escote alto y falda hasta los pies, con bordado de perlas-. Y veo que esta noche llevas otra indumentaria. Empezaba a pensar que sólo disponías de un vestido. Qué bien te sienta el verde.
Aquella mezcla de insulto y alabanza desconcertó a Lydia.
– Gracias por invitarme, condesa. -En esa ocasión, se negó a hacerle una reverencia. ¿Por qué iba a hacerlo?-. ¿Se encuentra aquí su hijo?
La condesa Serova observó detenidamente a Lydia, y sin responder se volvió en dirección a la señora Zarya.
– Olga Petrovna Zarya, kak molodo vi vigliaditye, qué joven se te ve esta noche.
La señora Zarya se hinchió de orgullo y, ella sí, le hizo una reverencia, pero Lydia no oyó nada más, pues en ese instante una mujer joven, vestida de negro, que aguardaba tras la condesa, y que sin duda era alguna asistente, se acercó a Lydia y, en ruso, le susurró:
– Está en el salón de baile.
Lydia se excusó y siguió el sonido de la música.
La mujer resplandecía. Llevaba un vestido con escote de bañera, de lentejuelas, y estaba sentada a un piano instalado en un extremo de la sala. Las uñas, de un rojo muy vivo, resaltaban contra las teclas de marfil. En ese momento tocaba una pieza moderna que Lydia reconoció al instante. Era algo de Shostakovich, algo decadente. La pianista mecía sus cabellos rubios, sedosos, al compás de la música. Y a Lydia le desagradó al instante aquella manera exagerada de interpretar. ¿Por qué no había invitado la condesa a Valentina para que tocara? Se volvió, porque cada vez que pensaba en Valentina, los retratos del cajón asomaban a su mente, y se sentía enferma. Y decidió mirar a su alrededor.
El salón era precioso. En los altos techos, héroes musculosos y diosas nebulosas que desde las alturas contemplaban los suelos claros de abedul. Inmensos retratos familiares ricamente enmarcados, personas de nariz alargada y expresión arrogante, pensados para amedrentar a los invitados de poco brío. Espejos que reflejaban los miles de puntos de luz de los candelabros y la proyectaban sobre la sala, para iluminar aún más a los danzantes, que se deslizaban, sonrientes, de un extremo al otro. Pero los ojos de Lydia no tardaron en concentrarse en otro punto, en el que un corrillo de hombres conversaba acaloradamente frente a uno de los largos cortinajes verdes. Uno de ellos, alto, de espalda recta, impecablemente vestido con traje de gala, y con el pelo cortado a cepillo, hizo que a Lydia se le pusiera la piel de gallina.
Y se fue derecha hacia él.
– Alexei Serov -le dijo fríamente-. Quisiera hablar con usted -añadió, tocándole el hombro.
Él se volvió al instante, y la amplia sonrisa con que la recibió sólo logró que Lydia se enfureciera más. Sentía unos deseos imperiosos de abofetearlo.
– Buenas noches, señorita Ivanova, qué alegría que pueda acompañarnos esta noche. -Llamó a un criado de librea morada chasqueando los dedos-. Una copa para mi invitada.
– No quiero tomar nada, gracias. No voy a quedarme.
La frialdad de su tono logró que Alexei Serov frunciera el ceño, y la miró fijamente, tanto que Lydia le veía las motas doradas que salpicaban el iris verde.
– ¿Sucede algo? -Se pasó una mano por el pelo, y la deslizó hasta la nuca. Era la primera vez que le veía mostrar un mínimo atisbo de incomodidad.
– Me gustaría hablar con usted. En privado, por favor.
Él echó la cabeza hacia atrás y la miró, esbozando una media sonrisa. Ella no se fijó en su modo de entrecerrar los ojos, en las pestañas negras que formaban una barrera que los mantenía alejados. Otro hombre con algo que ocultar.
– Cómo no, señorita Ivanova.
Le plantó la mano firme bajo el codo y la condujo sin esfuerzo entre los danzantes hasta lo que parecía un espejo con hojas de parra labradas en el marco, pero que resultó ser una puerta. Más juegos de manos y entraron en un pequeño aposento sin ventanas que no contenía más que una chaise longue verde pálido y un bosque de cabezas de animales disecados en las paredes. Un jabalí con colmillos de veinte centímetros observaba a Lydia desde las alturas. Ella apartó la mirada y se liberó de la mano de Alexei.
– Alexei Serov, es usted un mentiroso malnacido.
La compostura de su interlocutor se tambaleó, pero supo disimularlo bien. Se llevó despacio la mano a la mandíbula, y al hacerlo mostró unos gemelos de oro con forma de escarabajo.
– Me insulta usted, señorita Ivanova.
– No, es usted el que me insulta a mí si cree que no sé quién envió las tropas del Kuomintang a mi casa.
– ¿Tropas?
– Sí, y los dos sabemos por qué.
– Lo siento, pero no entiendo de qué…
– No se moleste. No gaste saliva negándolo. Sus mentiras venenosas salen de las cloacas, y lo único que consigue es insultarme más. Por su culpa yo podría encontrarme en prisión ahora mismo. ¿Es consciente de ello? Y mi… mi amigo podría estar muerto. De modo que he venido aquí esta noche para decirle… -Notaba que estaba perdiendo el control de su voz, que le abandonaba la frialdad que había planeado- para decirle que su plan ha fallado, y que creo que es usted lo más rastrero entre lo rastrero. Un asqueroso sicario de Chiang Kai-Chek y sus diablos grises. Finge ser mi amigo, y sin embargo…
– No siga, Lydia.
– Sí, sí voy a seguir, malnacido. Usted me ha traicionado.
Él la sujetó por los brazos y la zarandeó.
– Pare.
Acercó mucho la cara a la de ella. Los dos se miraron fijamente. Lydia vio que él tragaba saliva, tratando de aplacar su ira.
– Suélteme -dijo.
Él retiró las manos.
– Adiós -zanjó ella, tratando de pronunciar aquella única palabra con toda la frialdad de que pudo hacer acopio. Y, muy erguida, se dirigió a la puerta.
– Lydia Ivanova, por el amor de Dios, ¿qué bicho le ha picado? ¿Cómo se atreve a entrar aquí cargada de acusaciones, y luego se niega a escuchar mi respuesta? ¿Quién se ha creído que es? -Lydia se detuvo, con una mano plantada ya en el tirador de latón, pero no se volvió para mirarlo, pues la mera idea de volver a ver a aquel malnacido embustero le repugnaba. Se hizo un momento de silencio, y las criaturas disecadas que poblaban la habitación los miraron con sus ojos de cristal. Lydia oía los latidos desbocados de su propio corazón-. Escuche, pues, lo que tengo que decirle -prosiguió él con voz asombrosamente pausada-. Yo no sé nada de esos soldados en su casa.
– Al infierno con sus mentiras.
– Yo no la he traicionado. Ni a usted ni a su comunista chino herido. No conté a nadie lo que vi en su casa, le doy mi palabra de ello.
– La palabra de un embustero no vale nada.
Él aspiró hondo, colérico, y a ella le gustó saber que se alteraba.
– Estoy diciendo la verdad -añadió secamente, y ella supo que, de haber sido un hombre, él le habría golpeado.
– ¿Por qué debería creerlo?
– ¿Y por qué no habría de hacerlo?
Lydia se volvió al fin.
– Porque nadie más podía enviar a los soldados a detener a Chang An Lo. Sólo usted lo sabía.
– Eso es absurdo. ¿Qué me dice de su cocinero?
– ¿Wai?
– ¿Acaso cree que él no lo sabía? Señorita Ivanova, tiene usted mucho que aprender de los criados, si es tan ingenua que cree que no están al corriente de todo lo que sucede en una casa.
Lydia tragó saliva.
– ¿Wai?
Alexei Serov había vuelto a hacerse con el control de la situación. La tensión abandonó su cuerpo, y su gesto vago, al señalar en dirección a los aposentos de sus propios criados, era de nuevo el gesto de alguien sin miedo.
– Tienen unos ojos que les permiten ver más allá de las puertas cerradas, y unos oídos con los que oyen nuestros pensamientos.
– Pero ¿por qué habría Wai…?
– Por dinero, claro. Le pagarían bien a cambio de la información.
– Maldita sea.
El abatimiento se apoderó de Lydia al instante, y se hundió de hombros. Se refugió observando las orejas peludas de un lince, erguidas, alerta, impacientes por escuchar sus disculpas.
– Maldita sea -repitió.
– Le juro que no fui yo quien lo delaté. Y tampoco la delaté a usted -insistió Alexei en voz baja.
Ella se obligó a mirarlo a la cara, aunque le resultó difícil. La ira no le costaba demasiado. Pero las disculpas le resultaban más difíciles.
– Lo siento.
Lo único que quería era salir por donde había entrado. Que le diera el aire frío pronto, porque si no se iba a derretir y a convertirse en un charco sucio de vergüenza sobre el elegante suelo de mármol. No sabía qué decir. No le salían las palabras.
– Le pido disculpas, Alexei Serov.
Él no sonrió. Como seguía con los ojos entrecerrados, ella no era capaz de adivinar qué estaba pensando, y en realidad no estaba segura de querer saberlo.
– Acepto sus disculpas, señorita Ivanova -dijo al fin, antes de dedicarle una leve reverencia.
El chasquido leve de sus talones al unirse asustó a Lydia. Era la clase de sonido que se esperaría de un verdugo antes de la ejecución. Alexei le ofreció el brazo.
– ¿Puedo acompañarla de nuevo a la fiesta? Esta conversación ha terminado. -Ella vaciló-. Y, como muestra de nuestra renovada amistad, espero que me haga el honor de concederme un baile.
Ahora sí esbozó una sonrisa lenta y pícara, como si supiera bien lo que le costaría a ella aceptar.
– La última vez me dijo que era demasiado joven para bailar conmigo -objetó ella. Ya sólo había una persona en cuyos brazos deseara flotar.
– De eso hace seis meses. En ese momento era usted una niña. Pero ahora me parece usted una hermosa joven, en todos los aspectos. -Arqueó una ceja-. A pesar de que no se comporte usted como tal.
Ella se echó a reír, sin poder evitarlo.
– Dios, Alexei, siento no haber controlado mis palabras. Puedo ser bastante respetable cuando me lo propongo, pero, no sé cómo, usted siempre se las arregla para ver mi peor cara.
– «Asqueroso sicario de Chiang Kai-Chek.» Eso me ha impresionado bastante.
Ella se apoyó en su brazo.
– Bailemos.
Cuanto antes terminara con todo aquello, mucho mejor.