Capítulo 42

Fue consciente del calor. Pero al estirarse como una gata, al sol de la mañana, al instante se dio cuenta de que estaba tendida. En su cama. Abrió los ojos y se encontró con su rostro a apenas unos centímetros del suyo, observándola. Otra vez.

– Buenos días -le dijo él en voz muy baja.

– Hola, ¿cómo he llegado hasta aquí?

– Te hacía falta dormir, y no en una silla. ¿Te sientes mejor?

– Mucho mejor. ¿Y tú? ¿Has dormido bien?

– Sí.

Lydia sabía que le estaba mintiendo, pero le parecía tan raro mantener aquella conversación ahí, boca arriba en la cama con él, que optó por no contradecirlo. Él se acercó aún más y le rozó una oreja durante un instante brevísimo. Lydia notó que la hinchazón de sus dedos era mucho menor, y deseó que volviera a acariciarle la oreja. La oreja, la cara, lo que él quisiera. Desde tan cerca le veía el bozo de la mandíbula, aunque no tan cerrado como el de Alfred. No tenía ni un pelo en el pecho, y al constatarlo supo que le gustaba así, que le gustaba aquella suavidad.

Permanecieron en silencio, mirándose. No se trataba de un silencio incómodo, tenso, interminable, y parecía tan natural como la luz del sol que se colaba bajo la cortina, de modo que cuando ella, al cabo de un rato, se inclinó sobre él y le besó los labios, no existió el menor rubor, sino sólo una sensación de plenitud. Y un deseo imperioso de más. El deseo era tan fuerte que el cuerpo le dolía. Pero cuando menos lo esperaba, él cerró los ojos y la rechazó. Su decepción fue tal que tuvo que tragar saliva, pero se recordó a sí misma que estaba enfermo, gravemente enfermo, y que necesitaba reposo. Cuando se levantó de la cama, él no trató de impedírselo.

Permaneció tendido, respirando profundamente, como si le doliera el pecho, la cabeza oscura e inmóvil sobre la almohada que todavía conservaba la huella de la suya.

Recogió deprisa algo de ropa limpia y se metió en el baño. «Gospodi!» Debía de apestar. Llenó la bañera y vertió en ella un chorro del baño de espuma de su madre, de un color verde intenso. Se metió dentro y se frotó con fuerza. Para quitarse el dolor. Después se envolvió el pelo húmedo en una toalla y se puso el vestido limpio y el cardigan de lana nuevo que Valentina le había comprado, muy suave y de un amarillo pálido.

Se miró en el espejo colocado sobre el lavabo, intentando ver lo que Chang vería, pero no pudo. Sus huesos se habían recubierto de algo de carne, lo que era una mejora. Y le parecía que su madre tenía razón, porque en los últimos meses, la buena alimentación, que se debía a Alfred, no sólo le había redondeado la cara, sino también los pechos. No los tenía tan bonitos como los de Polly. Todavía no.

Sonrió. Mirándose al espejo. Y lo que vio le causó sorpresa. Era una sonrisa nueva por completo.


Cuando sonó el timbre esa vez, a Lydia no le sorprendió del todo. Casi lo esperaba.

– Será Polly -dijo, y bajó a abrir la puerta principal.

– Hola, Lyd, he venido a ver cómo te va. ¿No te sientes sola?

– Oh, Polly, la verdad es que ahora no me viene muy bien. Estaba…

– Hola, Lydia, cielo, te ves muy bien, hazme caso. La verdad es que estás radiante. Y ese color te sienta de maravilla.

– Gracias, señora Mason. No tienen por qué venir a ver cómo estoy, de veras. Me va muy bien.

– Sólo quería asegurarme de que te defiendes bien sola, como le prometí al señor Parker. Temíamos que la bomba te hubiera asustado ayer. ¿Verdad, Polly?

– Yo no me asusté. A mí me pareció emocionante -dijo Polly sonriendo-. Y le dije a mamá que tú tampoco te asustarías.

– ¿Tienes tiempo para tus favoritos? -Anthea Mason le alargó los dulces que sostenía y esbozó una sonrisa pícara-. Son macaroons.

Lydia no estaba precisamente de humor para macaroons.

– Mamá los ha hecho especialmente para ti -comentó Polly, y se le iluminó el rostro al ver que su amiga se retiraba para dejarlas entrar en el vestíbulo. Las sentó en el salón.

– ¡Qué habitación tan bonita! Los colores son adorables -comentó Anthea Mason con voz alegre. Lydia le echó un vistazo.

– Los colores los eligió mamá, y los muebles son del señor Parker.

El mueble bar y el chesterfield de cuero eran algo oscuros y siniestros para su gusto, pero su madre ya había empezado a suavizar su impacto aportando sus toques personales, con cojines y cortinas de telas cálidas. Con todo, en ese momento, la cabeza de Lydia estaba en otra parte. Se había quedado de pie, al borde de la gruesa alfombra china.

– ¿Cómo está Sun Yat-sen?

– Bien.

– ¿Y el cocinero? ¿Te cuida bien?

– Sí.

– Así que comes como Dios manda.

– Sí.

– Pero estoy segura que te quedará algo de sitio para éstos, ¿verdad, querida?

– Sí, gracias.

– ¿Una taza de té, tal vez?

– Está bien. Iré a prepararlo.

– Pídele al cocinero que lo prepare, querida. Ya sé que has dado fiesta al criado, aunque sigo sin entender por qué.

– No tardaré.

Se dirigió rápidamente a la cocina, preparó el té de cualquier manera, lo puso en una bandeja negra y lo llevó al salón. Y al entrar quedó petrificada.

– ¿Dónde está Polly?

– Oh, creo que ha subido a tu dormitorio a echarle un vistazo, cielo. No te importa, ¿verdad?

Lydia soltó la bandeja y salió corriendo.


Pero ya era demasiado tarde. Polly estaba en el dormitorio. Tenía las mejillas muy coloradas y estaba absolutamente rígida, observando a Chang An Lo. Él, tendido en la cama, sostenía el cuchillo.

– Maldita sea, Polly, deberías haber esperado. -Lydia sostuvo a su amiga por el hombro y la giró hacia sí-. Escúchame bien. No puedes contar nada. ¿Me oyes? No puedes decírselo a nadie. Ni siquiera a tu madre.

Polly volvió a fijarse en Chang, al que miraba como habría mirado a un tigre que hubiera encontrado en la cama de su amiga.

– ¿Quién es?

– Un amigo.

Polly abrió mucho los ojos.

– No será el del callejón. El comunista.

– Sí.

– ¿Y qué está haciendo aquí?

– Está herido. Polly, si se lo cuentas a alguien, será muy peligroso para él. Debes guardar silencio, si no lo pillarán y lo matarán.

Polly ahogó un grito y, con gesto brusco, automático, se levantó el flequillo, dejando al descubierto un cardenal muy feo que tenía en la frente. Al verlo, Lydia se enfureció.

– Y no le digas nada a tu padre sobre Chang An Lo, ¿de acuerdo? Prométemelo. -La abrazó-. Tranquila, no te preocupes, que no hemos hecho nada malo.

Polly la miró, incrédula.

– ¿No te parece que meter a un chino en tu cama mientras tu madre está de viaje está mal?

– No, me limito a cuidar de él, eso es todo, y no hay nada malo en ello. Además, se irá tan pronto como se sienta mejor, te lo juro. -Lydia miró a Polly fijamente a los ojos, y en ellos vio algo que hizo que el alma se le cayera a los pies.

– Sigo pensando que está mal -insistió Polly en voz baja.

– Por favor, Polly.

– Pero si se lo contara a mi madre…

– No, no se lo digas a nadie. Debes mantener silencio sobre lo que has visto. -Rodeó la muñeca de su amiga con la mano, y le dio un ligero apretón-. Hazlo por mí. -Le dio un beso en la mejilla-. Por favor, Polly, hazlo por mí.


– He estado pensando -dijo Lydia mientras servía de apoyo a Chang An Lo, que avanzaba con dificultad por la habitación-. Ya se me ha ocurrido qué vamos a hacer el sábado.

Chang sudaba copiosamente. El esfuerzo le estaba matando, pero no se detenía.

– El sábado me voy.

A ella se le hizo un nudo en la garganta. Era la primera vez que lo verbalizaba.

– No, a eso me refería. No hace falta que te vayas. Puedes quedarte.

El volvió la cabeza y la miró, esbozando una sonrisa burlona.

– Sí, claro. Tu madre y tu nuevo padre me darán encantados la bienvenida a su casa en calidad de invitado.

– Quiero que te quedes.

Él la atrajo más hacia sí con el brazo que se apoyaba en sus hombros, aunque sin dejar de caminar.

– Verás, he pensado que puedes quedarte en el cobertizo, el que ahora ocupa Sun Yat-sen. Le he puesto un candado, de modo que nadie podrá entrar en él, excepto yo. No sabrán que tú estás dentro. Alfred y mi madre estarán tan ocupados el uno con el otro que no se fijarán, y he trasladado todos los utensilios del jardinero al garaje, y así…

Él ahogó una risita, un sonido malicioso y alegre y tan lleno de vida que a Lydia se le aceleró el pulso de emoción.

– Te adoro, Lydia Ivanova. -Volvió a reírse-. Ni los dioses pueden detenerte.


No había dicho que no. Eso era lo que importaba. No había dicho que sí, pero tampoco que no. Y a eso se aferraba.

Por la noche estaba agotado, y pareció sumirse en un sueño profundo e inquieto. Gemía y balbucía cosas en sus pesadillas, pero hablaba en mandarín. A los dos les había alterado sobremanera la intromisión de Polly, pero Lydia le había asegurado que su amiga no diría nada. Ella se alegró de que su propia voz sonara tan convincente, y le habría gustado creer en sus propias palabras. El asombro de Polly había sido mayúsculo, y no sabía cómo reaccionaría cuando tuviera tiempo para reflexionar sobre lo sucedido.

«Polly -murmuró para sus adentros-, no me decepciones.»

La noche se acercaba, y miró por la ventana antes de correr las cortinas. A pesar de la situación precaria en la que se encontraba, se sentía extraordinariamente a salvo. Sabía que se trataba de algo absurdo, tanto que no pudo reprimir una carcajada. Tenía en su cama a un conocido comunista, su madre estaba a punto de regresar acompañada de su nuevo padrastro, un hombre quisquilloso que pondría su mundo patas arriba… Y sin embargo… se sentía bien.

Observó a un faisán moteado que avanzaba sobre la nieve, en el jardín trasero, picoteando en busca de gusanos, y por primera vez en su vida pensó en la importancia de contar con un refugio. De haber dejado de ser una criatura hambrienta, a la intemperie. Apartó la mirada de la escena invernal y se concentró en la habitación. Estaba caldeada, y su iluminación tenue provenía de la lámpara verde. Sobre la bandeja quedaba algo de comida, y un camisón blanco aguardaba doblado en una silla. Se suponía que así era como debía vivir la gente. Pero ella sabía que no era el camisón ni la bandeja lo que hacía que se sintiera tan bien.

Era tener a Chang An Lo en la cama.


Él la despertó en plena noche.

Lydia estaba tendida en la cama. Como la noche anterior, bajo el edredón, pero encima de la manta. Se había cepillado los dientes, se había puesto el camisón y ocupado su posición, junto a él, que ya dormía. La lámpara estaba apagada, y entre la mezcla de sombras silenciosas que ocupaban el dormitorio, sus sentidos se aguzaron. Oía la respiración de Chang, y hasta ella llegaba el olor masculino de su piel. No tenía prisa por quedarse dormida.

– Lydia -susurró él, agarrándola del brazo con fuerza.

Ella despertó al instante.

– ¿Qué sucede? ¿Te duele más?

Chang estaba temblando. Lydia oía el castañetear de sus dientes. Se incorporó en la cama.

– No -respondió él-. Es sólo el dolor de los sueños.

Ella se tendió a su lado y le pasó el brazo por el pecho, abrazándolo con fuerza. Incluso a través de la manta sentía los latidos de su corazón. Él apoyó su mejilla húmeda en la frente de Lydia, aspiró hondo y soltó el aire muy despacio. Durante un largo rato, permanecieron en esa posición.

– Nunca me lo has preguntado -dijo él al fin, envuelto en la oscuridad de la habitación.

– ¿Preguntado qué?

– Qué sucedió.

– Creía que, si querías que lo supiera, me lo contarías tú.

Él asintió.

– Pero, tal vez, si me lo cuentas ahora, te liberarás, y dejarás de tener pesadillas.

Chang volvió a aspirar hondo, y cuando habló lo hizo con voz dura, grave.

– No hay mucho que contar. Fue muy sencillo. Me desnudaron y me metieron en un baúl de metal. Sobreviví. Tres meses, tal vez más. No lo recuerdo bien. Era una caja con agujeros para que entrara el aire. De la longitud de un brazo, y de la misma altura. Me alimentaban cuando les parecía, es decir, casi nunca. Sólo me sacaban del baúl para divertirse. Para cortarme los dedos, o el pecho. Y otras cosas. No quiero que tus oídos lo oigan.

Lydia levantó una mano y le acarició la mejilla, el cuello… caricias largas, lentas. Pero no dijo nada.

– Un día se descuidaron. Dejaron los puñales demasiado cerca mientras jugaban a sus jueguecitos conmigo. Creían que era un muerto viviente. Que no suponía la menor amenaza para ellos. Pero se equivocaban. Mi mano aún sabía cómo se clavaba un filo en una barriga bien alimentada.

Se detuvo. Había dejado de temblar. Lydia sentía que su ira era como una capa de acero bajo la piel.

– Escapé. Pero no podía acudir a ningún amigo en busca de ayuda. Habría sido demasiado peligroso.

– De modo que recurriste a Tan Wah.

– Sí. No lo conocía nadie. Las cabañas las usan los adictos al opio. Nadie más va hasta allí. Pensé que era un lugar seguro. -Dejó escapar un gemido grave-. Me equivocaba.

– No, Chang An Lo, no, tenías razón. Si murió fue por mi culpa. Por culpa de mi estúpido abrigo, y por la avaricia de otra persona. Lo siento.

– Los dos lo sentimos; Tan Wah -susurró él.

El silencio duró poco, porque ahora era Lydia la que sentía que su ira luchaba por salir a la superficie.

– ¿Quién te hizo esas cosas? ¿Quiénes son «ellos»? ¿Los Serpientes Negras? ¿El Kuomintang? Dímelo.

Chang movió la cabeza sobre la almohada y la miró. La oscuridad le impedía distinguir la expresión de su rostro, pero Lydia le tocó la cara y descubrió, asombrada, que sus labios se curvaban componiendo una sonrisa.

– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Vas a salir a matarlos para vengarte en mi nombre?

– Eso es lo que merecen.

Chang se rió en voz baja y se acercó más a ella.

– ¿Es difícil matar a alguien? -le preguntó Lydia en un susurro.

– Lydia, si no tuvieras más remedio, matarías a un hombre.

Y entonces la besó, y esa vez no fue un beso tierno, sino fiero, ávido, un beso que recorrió todo su cuerpo, como un dolor.

– ¿Quién fue? -volvió a preguntar ella cuando recobró el aliento.

– Nunca te rindes.

– ¿Quién?

– Fue Feng Po Chu. Su padre, Feng Tu Hong, es el jefe de las Serpientes Negras y el presidente del Consejo.

– ¿Po Chu? ¿El que robó los explosivos? ¿Y por qué te hizo esto?

– Porque yo hice algo que le hizo perder autoridad.

– ¿Qué hiciste?

Chang permaneció en silencio unos momentos, y ella pensó que iba a mantener el secreto, pero al poco, muy despacio, retomó la conversación.

– Lo llevé desnudo y atado en presencia de su padre y le hice suplicar. Creía que contaba con la protección de Feng Tu Hong, pero… -Se detuvo, y resiguió la línea de su oreja con el dedo- estaba equivocado.

Lydia recordó entonces que el señor Theo le había hablado del pacto que Chang había alcanzado con Feng, y asintió.

– Gracias. Ahora ya lo sé.

Tras reflexionar unos instantes, Lydia se apartó de él, se levantó, se acercó a la lámpara verde y la encendió. Cuando regresó a la cama, permaneció inmóvil unos instantes, observándolo fijamente. Entonces, lentamente, se quitó el camisón.

Y vio que los ojos negros de Chang se llenaban de deseo.


Lydia levantó la sábana y se tendió en la cama, junto a su cuerpo desnudo. Estaba caliente. Como la seda, y rozaba un costado entero de su piel. Le acarició la mano vendada, suavemente, las costillas, las caderas. Conocía aquel cuerpo a la perfección, cada hueso, cada músculo.

Pero de pronto, tontamente, se sintió incómoda. No sabía cómo seguir. El corazón le latía con fuerza, y temía que él lo oyera, pero cuando ya pensaba que estaba haciendo el ridículo más espantoso al meterse en la cama como si fuese una vulgar puta, él se dio la vuelta y, apoyado en un codo, le estudió el rostro con gesto oscuro, serio, tan intenso que ahuyentó todos sus temores.

Despacio, los labios de Chang encontraron los suyos. Tímidamente al principio. Besos pequeños y demorados en la boca, en la punta de la barbilla, en las comisuras de los ojos, sobre los pómulos. Aquellos besos hicieron que todo su cuerpo se llenara de algo que era casi un dolor, de un calor furioso y muy intenso. Brotaba en sus labios, en las puntas de sus pechos, y le descendía por las piernas. Le dolían los pezones. Se oyó gemir con una especie de maullido que no había oído antes.

– Lydia -murmuró él, que volvía a tomar posesión de su boca y le acariciaba los pechos desnudos, y en círculos lentos y juguetones buscaba la curva de su vientre.

Fue como si su piel se convirtiera en otra cosa. Tan viva que escapaba a su control, muy pegada al cuerpo de Chang. Sus caderas se encajaban a las suyas, y ella también tocaba, buscaba, acariciaba cada uno de los huesos de su espalda, las clavículas planas, la curva de las nalgas. Sus labios se abrían al contacto de sus labios, y la sensación inesperada de las lenguas entrelazadas le hicieron estremecerse de delicia y asombro, tanto que él se detuvo, alzó la cabeza y la miró, preocupado.

Pero ella se echó a reír, una risa que era casi como un ronroneo, y le rodeó el cuello con los brazos, atrayéndolo hacia sí una vez más. Los labios de Chang exploraban su cuello con unos besos abiertos, como si quisiera comérsela, y con la lengua empezó a lamerle los pechos, saboreándola, descubriéndola, haciendo que las líneas de su cuerpo se fundieran hasta encajar a la perfección con las suyas. Lydia se asombraba al sentir que dos cuerpos fueran capaces de aquello, de convertirse en uno solo.

Mientras él hundía la cabeza sobre sus pechos, ella le pasaba la lengua por la nuca, mordisqueando el vello corto, las primeras vértebras, la piel. Olía a hierbas. Pero el sabor salado la excitó en lo más íntimo. Cuando Chang se metió un pezón en la boca, su temperatura interior alcanzó una cota casi irresistible. Bajó la mano hasta donde notaba que el pene de él se apretaba con fuerza contra su muslo. Pero, al envolverlo con sus dedos, se sobresaltó. Ése no era el pene que reconocía, el que había acunado en su mano anteriormente. Era distinto. Demasiado grande. ¿Cómo podía ser tan suave algo tan duro?

Apenas lo rozó con la mano, a él se le escapó un gemido. El miembro saltó entre sus dedos, como si unas descargas eléctricas recorrieran sus venas azuladas, y ella misma sintió unos deseos irrefrenables de sostenerlo, de cuidarlo, de protegerlo, de poseerlo para siempre. Fue como si fuera parte de ella. Como si todo él fuera una parte de ella.

De pronto supo que no podía esperar más. Le cogió una mano y se la colocó entre las piernas. Al instante él alzó la cabeza para que la boca y la lengua se fundieran con las de ella, y con los dedos empezó a acariciar el núcleo húmedo que ocultaba entre los muslos, suavemente al principio, con más firmeza después. Ella gemía, y por debajo de sus gemidos oía un gruñido grave, ahogado, que era él. Perdió la noción del tiempo. Un minuto, una hora, no lo sabía. Le pasó una pierna por la cadera, y sintió que el pene se apretaba mucho contra su hendidura, caliente, vibrante, ávido.

Y de pronto él estaba encima, besándole los párpados hasta que ella abrió los ojos y se topó con su mirada oscura, que la contemplaba con tanta ternura, con tanto anhelo, que ella supo que recordaría aquellos ojos hasta el día de su muerte. Sus bocas se unieron una vez más.

– Mi dulce amor -susurró él-. Dime que esto es lo que quieres.

A modo de respuesta, ella levantó mucho las caderas, para que la punta de su ser entrara en ella, y oyó que él aspiraba muy hondo. Le mordió un labio y despacio, suavemente, con extremo cuidado, penetró en ella. Durante un instante un dolor agudo la hizo gritar, pero él la atrajo hacia sí, murmurando, susurrando, besándola.

Lydia apenas podía respirar. Todo pensamiento cesó. Todo su mundo se convirtió en ese instante. Un calor agudo que recorría todo su cuerpo y que, ardiente, abría nuevos senderos en su carne. Y en la carne de él. En la carne de los dos. Que convertía sus dos carnes en una sola. Y cuando el clímax final y tembloroso los desgarró a los dos, ella creyó que moría, literalmente. Y que los dioses de Chang An Lo se la llevaban a un nuevo más allá.


No hubo pesadillas. Esa noche no. Ella se las había llevado.

Chang An Lo no podía apartar los ojos de ella, a pesar de la oscuridad. Lydia había apoyado la cabeza en su hombro, y mientras dormía él apretaba la mejilla contra su pelo, para sentirlo otra vez, para acariciar sus llamas. Su mente se adelantaba, se retorcía, trataba de verle la cara oculta al futuro, pero él la hacía regresar. Al presente. A ese momento. A ese ahora. A ese punto perfecto de tiempo.

Se esforzaba por centrarse. Por aclarar sus sentidos. Pero sólo sentía la alegría de estar con ella, la maravilla física de ella, su olor dulce. Su muchacha-zorro. Revivía mentalmente cada segundo ahí tendido, en las horas previas al alba. Volvía a oír los débiles grititos de placer. Sentía sus dientes apretados contra su cuello. Los músculos fuertes en su interior. Ese momento de certeza en el que…

No. Apartó su mente y se obligó a regresar al presente. No en lo que había sucedido. Ni en lo que estaba por venir. En el ahora. Respirar cada bocanada de aire por completo, sin pensar en la siguiente. Los dioses le habían proporcionado un tesoro al que pocos se acercaban a lo largo de una vida. Y no pensaba malgastarlo temiendo que viniera algún ladrón y se lo robara mañana, o pasado mañana. Le rozó la frente con los labios, y los dejó ahí, apoyados contra su piel, tibia y olorosa de sueño. Clavó los ojos en la mata oscura de su pelo, y escuchó su respiración. Debía aclararse las ideas. Pensar qué era lo mejor para ella.


– ¿Estás cansado?

Unos ojos enormes. Unos pozos inmensos de luz ambarina.

– No. -Chang le sonrió en la oscuridad, tendido a su lado, con la cabeza apoyada en la almohada-. Me siento mejor. Mucho mejor. Fuerte por dentro una vez más.

– Bien.

Él le besó la oreja.

– Tienes unas orejas perfectas. Dos valiosos rizos de porcelana.

Ella se echó a reír y le pasó la pierna por encima. Chang se excitó al instante. Le acarició el pecho y sintió que sus músculos, bajo la piel, volvían a la vida. En esa ocasión ella le facilitó las cosas. Se sentó a horcajadas sobre él y se meció con ritmo acelerado, mientras él, con la mano, le acariciaba los pechos hinchados, firmes, duros, que eran una invitación constante para su lengua. Le observaba el rostro móvil, expresivo, que decía tantas cosas. Fijó en su mente aquella imagen, como un pintor que pintara un delicado plato de porcelana.

La libertad de su pasión, su manera de echar el pelo hacia delante, de pegar sus labios a los suyos, de arquearse sobre él con franco deseo, eran cosas nuevas para él, y despertaban su anhelo de ella más y más. Pero también le conmovían, llegaban a un punto de su ser al que nadie había llegado. Y se preguntaba, mientras le acariciaba los costados y la veía temblar, si no sería él el virgen.

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