Capítulo 4

La farola de gas del zaguán no funcionaba -tal vez le hiciera falta una nueva cubierta-, pero Lydia no se dio cuenta. Tras franquear la puerta, avanzaba deprisa por el pasillo, intentando no pisar los huecos en el linóleo. Dejó los paquetes que llevaba al pie de la escalera y llamó a la puerta de la salita de la señora Zarya.

– ¿Quién es?

– Soy yo, Lydia.

La puerta se abrió y una mujer alta, de mediana edad, observó a Lydia con recelo.

– Kakaya sevodnya otgovorkaf.

– Por favor, señora Zarya, sabe muy bien que no hablo ruso.

La mujer se echó a reír, como aceptando que aquella joven acababa de marcarle un tanto, y su carcajada retumbó en las finas paredes. Se trataba de una mujer corpulenta, de rostro ancho y unos senos que evocaban las vastas estepas rusas. A Lydia le inspiraba temor, pues en ocasiones su lengua podía ser tan fiera como sus abrazos, y convenía estar a bien con ella. Olga Petrovna Zarya era su casera, y residía en la planta baja de un edificio pequeño, construido en terrazas. El resto lo alquilaba.

– Entra, gorrioncito, que quiero hablar contigo.

Lydia obedeció. La sala olía a borscht y a cebolla, a pesar de estar abierta la ventana que daba a la estrecha franja de adoquines que ella llamaba «mi patio trasero», y que estaba atestada de pesados muebles, demasiado grandes para un espacio tan pequeño. En un lugar de honor, sobre un tapete bordado que ocultaba las manchas del piano de caoba, destacaba una fotografía enmarcada del general Zarya ataviado con su uniforme blanco del ejército, los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada intensa y acusadora.

Lydia evitaba aquellos ojos color sepia siempre que podía. Algo en ellos la hacía sentirse siempre insignificante.

– Mi paciencia se ha agotado -anunció Olga Zarya, plantándose firmemente delante de Lydia-. Dile a esa perezosa madre tuya que se ha aprovechado de mí, de mi buena fe. Díselo. Que dentro de una semana la echo. Da, a la calle. ¿Qué puedo hacer, si no…?

– ¿Pagar el alquiler? -Lydia depositó un montón de billetes de dólar sobre la mesa, y dio un paso atrás.

La señora Zarya permaneció boquiabierta un segundo, antes de coger el dinero con un movimiento brusco y ponerse a contarlo en ruso.

– Bien. Spasibo. Gracias. -La mujer se acercó a ella, y al hacerlo, su vestido negro, holgado, desprendió aquel olor a naftalina. Sus rostros estaban tan cerca que Lydia distinguió con todo detalle el movimiento de su boca, que añadía con dureza-: Aunque llega con retraso.

– Los dos meses que le debemos y este mes. Está todo ahí.

– Da. Está todo.

– Siento que sea con retraso.

– ¿Has vuelto a jugar para ganarlo?

– Sí.

La casera asintió y levantó un brazo carnoso, como si quisiera abrazarla, pero Lydia, alarmada ante la cercanía de aquel pecho, retrocedió en dirección a la puerta.

– Do svidania, señora Zarya.

– Adiós, gorrión. Dile a esa madre tuya que…

Pero Lydia no oyó nada más. Recogió los paquetes y subió corriendo la escalera. No había alfombra que cubriera los peldaños de madera desnuda, polvorienta, y sus pies repicaban contra ellos, por lo que estaba segura de que su madre la oiría desde casa.

– Hola, señora Yeoman -gritó mientras, a la carrera, dejaba atrás las habitaciones de la primera planta, alquiladas por un misionero baptista retirado y su esposa, que habían decidido gastar su pensión en el país al que habían dedicado su vida, algo del todo inexplicable para Lydia.

– Buenas tardes, Lydia -respondió el señor Yeoman, con su habitual tono entusiasta-. Parece que tienes prisa.

– ¿Está mi madre en casa?

Se hizo una breve pausa, pero la joven estaba demasiado emocionada como para percibirla.

– Sí, creo que sí.

Lvdia enfiló de dos en dos el último tramo de escalones, el que inducía al desván, y abrió la puerta con gran ímpetu.

– Mamá, mira lo que tengo. Mamá, he… -Se interrumpió, y la sonrisa que esbozaba se heló en sus labios.

Cerró la puerta con el pie, y notó que la felicidad de todo el día escapaba de su cuerpo y caía al suelo, junto con la vajilla rota, las flores aplastadas y las miles de plumas de almohada que parecían el resultado del ataque de un cisne. A sus pies se esparcían los pedazos de un espejo roto. En medio de aquel caos, tendida, destacaba la figura de Valentina Ivanova, acurrucada sobre la alfombra, como una gata. Dormía profundamente, y su respiración era rítmica, pausada. Bajo la mesa asomaba una botella de vodka vacía.

Lydia permanecía en su sitio, observándolo todo, y hacía esfuerzos por no perder el control. Dejó en el suelo, de cualquier manera, los paquetes y las bolsas de cartón, y se acercó de puntillas a su madre, como si temiera molestarla, cuando sabía muy bien que sólo lograría despertarla si le arrojaba un cubo de agua encima. Se arrodilló a su lado.

– Hola, mamá -susurró-. Ya estoy aquí. No te preocupes, que yo…

Pero no le salían las palabras. Se le había formado un nudo en la garganta, y le parecía que estaba a punto de estallarle la cabeza.

Alargó una mano, le retiró un mechón de pelo castaño del rostro. Valentina solía recogérselo en un moño elegante, o a veces se lo peinaba hacia atrás, en una cola, como una niña, como la propia Lydia, pero esa tarde estaba esparcido sobre la alfombra descolorida, en ondas largas, sueltas. Lydia se lo acarició, pero Valentina seguía sin moverse. Había algo de rubor en sus mejillas, pero incluso en su estado de embriaguez sus hermosos rasgos lograban mantenerse limpios, elegantes. Sólo llevaba puestos un camisón de seda color ostra y unas medias. Y debajo de las pestañas se apreciaban restos de rimel seco, como si hubiera llorado.

Lydia se sentó sobre sus talones, pero siguió acariciándole el cabello una y otra vez, y fue calmándose a medida que sus dedos se pasaban por él. Mientras lo hacía, iba contándole con todo detalle Como había escapado por los pelos en la ciudad vieja, cómo había conocido a su protector chino, cómo se había asustado al ver aquella repulsiva serpiente.

– Así que ya ves, mamá, he estado a punto de no volver a casa hoy. Podría haber caído en las garras de alguna red de trata de blancas, y podría haber acabado metida en un barco rumbo a Shanghai, para convertirme en Dama de Delicias. -Emitió un sonido que pretendía ser una carcajada-. ¿A que habría sido divertido? ¿No te parece, mamá? Muy divertido, ¿verdad?

Silencio.

La habitación olía a rancio, a humo de cigarrillo y a ceniza. Las ventanas estaban cerradas, y el calor resultaba sofocante. Lydia recogió del suelo la botella vacía de vodka y la estampó contra la pared, al tiempo que dejaba escapar un grito de rabia. El vidrio se hizo añicos.


Tardó más de una hora en limpiar la habitación. En barrer las piezas de porcelana, los cristales, los pétalos y las plumas. Lo peor, con diferencia, fueron las plumas, pues parecían cobrar vida y burlarse de sus intentos de capturarlas, flotando, desafiantes, justo fuera de su alcance. Al terminar, se dio cuenta de que se había cortado la pierna al arrodillarse sobre un trozo de porcelana. Le dolía la espalda de tanto barrer, y tenía el pelo lleno de plumas. Por si fuera poco, sentía tanto calor que se había quitado la ropa, y andaba por la casa en corpiño y braguitas azules.

Valentina no despertó. En un determinado momento su hija le colocó una almohada bajo la nuca, en el suelo, y le besó la mejilla. Las ventanas estaban abiertas, aunque apenas se notaba la diferencia, pues el calor del edificio ascendía y se acumulaba en su mal ventilada buhardilla, bajo el tejado. Su desván lo componía sólo una gran estancia de paredes inclinadas, con dos ventanucos, que los muebles baratos y destartalados no contribuían a realzar. Una alfombra deshilachada, que tal vez en su día luciera algún colorido, pero que por entonces era de un gris desgastado, cubría el centro del suelo de tablones. La estancia la dividía en dos una cortina que, corrida, convertía el espacio en dos dormitorios y lograba dar cierta ilusión de intimidad, aunque los sonidos viajaran sin dificultad de un lado al otro, y viceversa. Así, madre e hija practicaban un silencio cortés.

Lydia desenvolvió los paquetes. Con todo, en ese momento la abundancia de buenos alimentos no la tentaba. Ni pensaba ya en la cena que había decidido preparar. No se veía con ánimo, y su estómago tampoco. Mecánicamente, lavó con agua fría las frutas y las verduras pues los chinos, por desgracia, eran aficionados a abonar los campos con excrementos humanos. Pero luego las dejó en el escurridor, sin pelarlas ni cocinarlas.

Se preparó un vaso de leche con una cucharada de miel, acercó una silla a la ventana, apoyó los codos en el alféizar y se puso a contemplar la calle. Una terraza cochambrosa. Casas estrechas, puertas que daban directamente al empedrado. A ojos de Lydia, nada que resultara agradable, nada que lograra sacarla de la desesperación. El barrio ruso, lo llamaban, atestado de refugiados de esa nacionalidad, atrapados allí sin documentos y sin empleo. Los trabajos peor remunerados eran para los chinos, de modo que, a menos que pudieras ejercer de tragasables en el mercado a cambio de unas monedas, o que tuvieras una esposa dispuesta a hacer la calle, te morías de hambre. Así de simple.

Te morías de hambre, o robabas.

Pero ella seguía mirando, seguía observando. Al señor calvo de bastón blanco que vivía al lado, a las dos hermanas alemanas que paseaban agarradas del brazo, al perro famélico que perseguía una mariposa, al bebé que jugaba con un sonajero junto a su puerta, los coches que pasaban de largo, las bicicletas, e incluso a un hombre con gesto de cansancio que cargaba con un cerdo en una carretilla.

La única persona que alzó la vista y la miró fue un hombre corpulento como un oso, inconfundiblemente ruso, con aquella gran mata de pelo rizado y grasiento que sobresalía bajo el gorro de astracán, y la barba poblada que le cubría la mitad inferior del rostro. Un parche negro sobre un ojo le daba un aspecto siniestro, temible. Como la imagen de Barba Azul, el pirata que aparecía en uno de los libros de la biblioteca, aunque éste no llevara el cuchillo centelleante entre los dientes. Cuando pasó de largo, Lydia se fijó en que las botas altas que calzaba parecían llevar un lobo aullante dibujado en los costados. Ella también habría querido aullar, pero siguió observando con interés a todos los transeúntes. Cualquier cosa era mejor que volver la vista al interior del cuarto, y a lo que le esperaba en él.

El cielo se oscurecía por momentos, pues los nubarrones negros del horizonte se acercaban cada vez más, y el aire había empezado a oler a lluvia. Para mantener la mente alejada de lo único que la ocupaba, se preguntó si en ese instante estaría lloviendo en Inglaterra. Polly aseguraba que en Inglaterra llovía siempre, pero no lo creía. Algún día viajaría hasta allí y lo comprobaría por sí misma, estaba convencida. Le resultaba raro que los europeos escogieran trasladarse a China voluntariamente pues, por lo que había leído, en Europa parecía encontrarse todo lo que era hermoso, sofisticado y deseable. En Londres, en París, en Berlín. Bueno, tal vez en Berlín ya no. No desde la guerra. Pero en Londres sí. El Ritz, el Savoy. El palacio de Buckingham, el Albert Hall. Y los clubes, las tiendas, los teatros.

Regent Street y Piccadilly Circus. Todo. Absolutamente todo lo que podías desear. Entonces, ¿para qué irse de allí?

Suspiró, y un escalofrío recorrió su ser mientras una gota de sudor, como una lágrima, abandonaba su oreja y descendía hasta la barbilla. Dios, no sabía qué hacer. Qué decir. El corazón le latía con fuerza, y lo único en lo que pensaba era en si llovía en Inglaterra. Qué tontería. Apoyó la cabeza sobre los brazos y permaneció inmóvil, hasta que la respiración recuperó su ritmo normal.

– Papá, ¿qué debo hacer por ella? Por favor, papá. Dímelo. Ayúdame.

Nadie sabía que, cuando tenía problemas, Lydia hablaba en susurros con el recuerdo de su padre. No lo sabía ni siquiera Polly. Y, desde luego, mucho menos su madre. Su madre jamás lo mencionaba, y ya ni usaba su apellido.

– Papá -volvió a susurrar, tan sólo para oír aquellas dos sílabas brotar de sus labios.

Finalmente se retiró de la ventana y volvió a encontrarse con la habitación. Se trataba de un lugar deprimente para vivir, con sus techos bajos, en pendiente, su hornillo de parafina y su fregadero de porcelana desconchado, pero su madre había hecho todo lo posible por convertirlo en un lugar soportable. Más que soportable. Le había dado un toque de color, de lujo. El sofá y la butaca, que eran de brocado, horrorosos y con los brazos muy desgastados, quedaban ocultos bajo unas telas de maravillosos tonos púrpura, ámbar y magenta que parecían resplandecer de vida. Y gran cantidad de cojines por todas partes, en diferentes tonos de dorado, conferían a la estancia un aspecto bohemio, informal, que su madre denominaba «visque», pero que Olga Zarya consideraba «lascivo». Sobre la mesa de madera de pino había dispuesto un mantón con flecos del color de los cabellos de Lydia, y en su centro una fuente de latón llena de velas, para que las llamas, al arder, se reflejaran en su superficie brillante, sedosa.

Para Lydia, ése era su hogar. Era todo lo que tenía. Se acercó de nuevo a la figura durmiente. A la luz menguante del ocaso, se sentó sobre la alfombra gris y sostuvo entre sus manos la pálida mano de su madre.


– Cielo. -Valentina levantó la cabeza de la almohada dispuesta en el suelo y parpadeó despacio, como una gata que se estirara-. Mi cielo. Me he quedado dormida. ¿Qué hora es?

– La campana del reloj acaba de dar la una -respondió Lydia sin alzar la vista del libro que apoyaba en la mesa.

– ¿De la madrugada?

– A la una del mediodía no está así de oscuro.

– En ese caso, tú deberías estar ya acostada. ¿Qué estás haciendo?

– Deberes -respondió, aún sin mirar a su madre.

Valentina se desperezó para desentumecer las vértebras, se sentó y se dio cuenta de la almohada en el suelo. Cerró los ojos un instante y se estremeció.

– Cariño, lo siento.

Lydia se encogió de hombros, indiferente, y giró la página de su Esbozos de historia de Inglaterra, aunque las palabras que tenía delante se encabalgaban las unas sobre las otras, sin sentido.

– No te hagas la enfadada, Lydia, que no te va.

– A ti tampoco te va tirarte en el suelo.

– Tal vez si estuviera, no encima, sino debajo, bajo tierra, las dos nos sentiríamos mejor.

– No digas eso, mamá.

Valentina dejó escapar una risita.

– Lo siento, mi pequeña.

– Yo no soy tu pequeña.

– No, tienes razón, ya lo sé. -Posó los ojos castaños, profundos, sobre la cabeza inclinada de su hija, sobre sus piernas inquietas, desnudas-. Ya has crecido. Demasiado.

Se puso en pie y volvió a desperezarse, echando hacia delante primero un pie, después el otro, como una bailarina, y agitó la cabellera, que brilló sobre sus hombros, capturando el reflejo de las velas entre sus mechones oscuros, sedosos. Lydia fingía no darse cuenta, pero en lugar de leer sobre la Ley de Asamblea de 1716, miraba de reojo todos y cada uno de los movimientos de su madre, aliviada y furiosa a partes iguales al ver lo serena y descansada que parecía. Mucho más de lo que debería. ¿Dónde estaban los estragos de tanto dolor? La curvatura irreal de las cejas de Valentina se mostraba más pronunciada que de costumbre, como si su vida entera no fuera más que una broma absurda, que no merecía ser tomada en serio.

Valentina se sentó en el sofá y dio unas palmadas en el cojín que le quedaba más cerca.

– Ven a sentarte conmigo, Lydia.

– Estoy ocupada.

– Es la una. Ya estarás ocupada mañana.

Lydia cerró el libro con un golpe seco y se sentó en el sofá, muy tiesa, manteniendo una distancia prudencial entre su madre y ella. Pero Valentina la suprimió al momento, se acercó mucho a ella y le alborotó el pelo.

– Tranquila, cielo. ¿Qué tiene de malo tomarse unas copas de vez en cuando? A mí me sirve para no volverme loca, así que no te enfades.

– No me enfado -dijo, enfadada.

– Dios mío, qué sed tengo…

– Sólo nos queda una taza, y ni un solo platillo.

Valentina soltó una carcajada y, a pesar de sí misma, Lydia esbozó una sonrisa. Su madre echó un vistazo al suelo y asintió.

– ¿Has recogido todo el estropicio?

– Sí.

– Gracias. Supongo que el señor Yeoman, en el piso de abajo, creía que el mundo se ac… -Se interrumpió, y clavó la vista en la pared que quedaba junto a la puerta-. El espejo se ha…

– Roto. Eso son siete años de mala suerte.

– Oh, no. Olga Petrovna Zarya me matará, y nos cobrará el doble de lo que vale. Pero los siguientes siete años no pueden ser peores que los últimos siete, ¿no? -Lydia no respondió-. Lo siento, cariño -musitó su madre, pero ella ya había oído muchas veces aquellas disculpas-. Al menos las tazas y los platillos eran nuestros. Y, además, siempre había odiado ese espejo. Era tan feo… y me hacía parecer vieja.

– He preparado una jarra de limonada. ¿Te apetece un poco?

Valentina le acarició la mejilla.

– Me encantaría. Tengo la boca seca.

Cada vez que daba un sorbo al refresco, que había tenido que servirse en la única taza de té que había quedado entera -los vasos los habían empeñado hacía tiempo-, se llevaba la mano a la frente, como para sostenerla en su sitio.

– ¿Quedan aspirinas? -preguntó, optimista.

– No.

– Ya me lo parecía.

– Pero te he comprado esto. -Esbozando una sonrisa tímida, Lidia hizo aparecer un cruasán relleno de chocolate y un pañuelo de rojo intenso-. Me ha parecido que te quedaría bien.

Valentina dejó la taza en el suelo, cogió el cruasán con una mano y el pañuelo con la otra.

– Querida -dijo, pronunciando la palabra como si fuera una caricia-. Me malcrías. -Observó un instante más los dos regalos, se rodeó el cuello con el pañuelo, entusiasmada, y dio un gran mordisco al dulce-. Maravilloso -susurró, con la boca llena-. De la pastelería francesa. Gracias, querida hija. -Se echó hacia delante y le plantó un beso en la mejilla.

– He estado trabajando un poco para ayudar al señor Willoughby en la escuela, y hoy me ha pagado -explicó Lydia, aunque demasiado atropelladamente. A pesar de ello, su madre no pareció percatarse.

El diminuto músculo de la frente de Lydia que llevaba toda la noche agarrotado se relajó por vez primera. Las cosas iban a ir bien. Su madre se tranquilizaría. No haría más locuras. No seguiría destrozando su mundo frágil. Levantó la taza del suelo y dio un sorbo de limonada para que la lengua se le despegara del velo del paladar.

– ¿Ha sido Antoine otra vez? -preguntó como sin darle importancia, mirando apenas de reojo a su madre.

Pero no tardó en arrepentirse de haber formulado la pregunta.

– Ese cabrón apestoso, podliy ismennikl -explotó Valentina-. No pronuncies su nombre en mi presencia. Es un sapo francés, un mentiroso, una serpiente rastrera que repta por la hierba. No quiero volver a verlo en mi vida.

Lydia sintió de pronto lástima por Antoine Fourget. Adoraba a su madre. La habría llevado al altar ese mismo día de no haber estado casado con una católica francesa que se negaba a divorciarse con la que tenía cuatro hijos que reclamaban sus atenciones y su apoyo económico. Llevaba a Valentina a bailar todos los viernes por la noche y durante la semana le dedicaba una o dos horas, siempre que lograba escaparse del trabajo, y almorzaban juntos mientras Lydia estaba en la escuela. Y, a pesar de no verlo, ella sabía muy bien cuándo aquel hombre había estado allí. La habitación olía de otro modo, desprendía un aroma más interesante, a cigarrillos y brillantina.

– ¿Qué ha hecho esta vez?

Valentina se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro, sujetándose las manos con la cabeza.

– Es su esposa. Está esperando otro hijo.

– Oh.

– El muy cabrón me había jurado que no pensaba acercarse nunca más a su cama. ¿Cómo ha podido ser tan… infiel?

– Mamá, su esposa es ella.

Valentina irguió la cabeza, indignada, y a continuación cerró los ojos, como si sintiera dolor.

– Sólo oficialmente. Me lo prometió.

– Tal vez ella lo ama.

Valentina abrió los ojos al momento y, con gesto desafiante, se llevó las manos a las caderas. Lydia se fijó en lo delgada que se veía bajo el camisón de seda.

– ¿Y no se te ocurre, Lydia, que tal vez yo también lo ame?

En ese momento fue su hija la que se rió.

– No, mamá, no se me ocurre. A ti te cae bien, te lo pasas bien con él, bailas con él, pero no, no le amas.

Valentina abrió la boca para protestar, pero negó con la cabeza, nerviosa, se dejó caer sobre el sofá y se apoyó en los cojines. Se llevó el antebrazo a la frente.

– Creo que me muero, querida.

– Hoy no.

– Y sí que lo amo un poco, ¿sabes?

– Ya lo sé, mamá.

– Pero… -Valentina levantó un poco el brazo para observar a su hija con los ojos entrecerrados. Se fijó en el rostro, en la nariz rotunda, recta, en sus pómulos escandinavos, en los destellos cobrizos de su pelo…-. Pero el único hombre al que he amado es tu padre.

Volvió a cerrar los ojos con fuerza.

El silencio se apoderó de la habitación. Lydia sintió un escalofrío de placer. Una brisa húmeda, cargada de lluvia, entró por las ventanas abiertas y le refrescó las mejillas, pero nada era capaz de refrescar el delicioso calor que brotaba de su cuerpo, tan seductor como el opio.

– Papá -murmuró, y en su mente oyó la risa grave de su padre que resonaba y resonaba, hasta inundarle el cerebro. Volvió a ver el mundo meciéndose en un caleidoscopio enloquecido, mientras unas manos recias la elevaban por los aires. Si se esforzara más, llegaría a invocar su olor masculino, una mezcla embriagadora a tabaco y gomina, que impregnaba las bufandas que rozaban su barbilla y le hacían cosquillas.

¿O acaso se lo inventaba todo?

Le asustaba tanto perder los pocos retazos que le quedaban de él. Suspiró, se puso en pie y fue apagando todas las velas, antes de acostarse de nuevo, rodeada de cojines, junto a su madre. Y se quedó dormida al momento, como una gatita.


El bocinazo de un coche que pasaba por la calle sobresaltó a Lydia. La pálida luz amarilla que se filtraba a través de las cortinas de su diminuto dormitorio le indicó que ya había amanecido, y que era más tarde de lo que debería ser. Los sábados sólo había medio día de clase, pero aun así debía entrar a las nueve. Se incorporó en la cama y, al hacerlo, para su sorpresa, sintió que se le iba la cabeza. Pero entonces recordó que no había comido nada el día anterior, y el corazón se le encogió al recordar por qué.

Pero el día que comenzaba sería mejor. Era su cumpleaños.

El coche volvió a hacer sonar la bocina. Lydia saltó de la cama y se asomó a la ventana más próxima para ver qué pasaba. La lluvia de la noche había cesado, pero todo estaba húmedo, reluciente, y el aire ya volvía a mostrar signos de calentamiento. Las láminas de pizarra del tejado que quedaba frente a su casa empezaban a desprender vapor. Por encima, el cielo era de un gris anodino, inerte, pero más abajo, en la calle, el estallido de color le alegró el ánimo. Vió un coche deportivo, pequeño, aparcado junto a su puerta. Al volante iba sentado un hombre de pelo negro, con un polo amarillo y un gran ramo de rosas rojas en la mano, que en ese instante alzó la vista y la saludó, agitando las flores.

– Hola, ma chérie -dijo-. ¿Está levantada tu maman?

– Hola, Antoine. -Lydia sonrió y, al momento, se llevó la mano al pecho para cubrirse el corpiño de su camisón viejo-. ¿Es ese tu coche nuevo?

– Sí, lo gané ayer, jugando a las cartas. ¿A que es adorable?

Se besó las yemas de los dedos, componiendo aquel extravagante gesto, tan francés, y se echó a reír, mostrando al hacerlo su blanca y saludable dentadura.

Siempre que lo veía, Lydia pensaba que era el hombre más apuesto que había visto en su vida, aunque no es que conociera a muchos. Aun así, no costaba imaginar lo fácil que sería divertirse con él. Según su madre, tenía más de treinta años, aunque a ella le parecía más joven, y estaba lleno de encanto juvenil.

– Voy a ver si ya está despierta -respondió ella levantando la voz, y entró corriendo en casa a espiar a su madre a través de su cortina.

En fuerte contraste con los colores y la sensualidad del salón, Valentina mantenía el rincón en que dormía oscuro y sencillo. Las paredes blancas, sin adornos, las sábanas también blancas, y un armario pintado del mismo color, de puertas abombadas y muy difíciles de abrir. Las cortinas habían sido un par de sábanas que, con los años, habían amarilleado. Se trataba de una celda sin carácter, austera. En ocasiones, Lydia se preguntaba qué penitencia pretendía cumplir su madre en ella.

– ¿Mamá?

Valentina estaba tendida, hecha un ovillo entre las sábanas, con el pelo enredado sobre la almohada, y profundas ojeras. Mantenía los párpados cerrados, pero su hija no creyó ni por un momento que estuviera dormida. Todo en ella indicaba que había pasado la noche en vela, atormentándose.

– Mamá, Antoine está aquí.

Valentina seguía con los ojos cerrados.

– Dile que se vaya al infierno.

– Pero te ha traído flores. -Lydia se sentó al borde de la cama, algo que normalmente no hacía, a menos que su madre la instara a ello-. Parece muy arrepentido, y… -Pensó rápidamente en algo más para tentarla-, y ha venido con un coche deportivo. -Omitió mencionar que era muy pequeño y de aspecto bastante peculiar.

– Así le será más fácil arrojarse al río.

– Eres demasiado cruel.

Valentina abrió mucho los ojos al oírlo, y la miró, ofendida.

– Y tú eres demasiado benévola con él. Sólo porque es un hombre.

Lydia se ruborizó y se puso en pie. Sabía que con el corpiño desgastado y las bragas, su aspecto no resultaba muy digno, pero aun así levantó mucho la barbilla y dijo:

– Bajaré y le diré que sigues durmiendo.

– Si de verdad quieres serme útil, dile que me traiga un poco de vodka.

Lydia descorrió bruscamente la cortina y salió sin decir nada. Se echó agua fría en las manos y la cara, se frotó los dientes con un dedo empapado en sal, y la frente con el reverso de la mano, para intentar eliminar la marca agarrotada de temor que se le formaba en ella. La palabra vodka había bastado para que el pánico se apoderara de su ser. Se vistió con el uniforme del colegio, cogió la cartera y, para el camino, se llevó un par de buñuelos azucarados. Ya salía por la puerta cuando su madre la llamó con voz más dulce.

– Lydia.

– ¿Sí?

– Ven aquí, tesoro.

A regañadientes, volvió a entrar en el dormitorio blanco, pero se quedó junto a la cortina, mirándose las puntas de los zapatos negros, desgastados. Estaba acostumbrada a que le apretaran, como estaba acostumbrada a que le doliera la cabeza.

– Lydia.

Alzó la cabeza. Su madre seguía tendida, lánguida, con la espalda apoyada en las almohadas, el pelo dispuesto sobre ellas, en abanico, y le sonreía con una mano extendida. Lydia estaba demasiado enfadada, y se limitó a permanecer en su sitio.

– Cielo, no he olvidado qué día es hoy. -Lydia se miró los zapatos con odio-. Feliz cumpleaños, cielo. Sdiniom rozhdenia, dochenka. Lo del vodka no lo he dicho en serio, de veras. Ven y dame un beso, mi amor. Un beso de cumpleaños.

Lydia obedeció, acercando la mejilla tibia a la de su madre, más fresca.

– Siéntate un momento, hija.

– Pero es que Antoine está…

– Al cuerno con Antoine. -Valentina agitó una mano, despectiva-. Quiero decirte algo.

Lydia se sentó en la cama. En ese preciso instante constató que tenía hambre, y le dio un bocado a un buñuelo. Con la lengua fue buscando los granos de azúcar que le habían quedado pegados en los labios.

– Cielo escúchame bien. Me alegro de verte comer algo bueno el día de tu cumpleaños, pero me entristece no haber sido yo quien te lo haya regalado.

Lydia dejó de comer, y el dulzor que inundaba su boca quedó amargado por una vaga sensación de culpa.

– No te preocupes, mamá.

– Sí me preocupo. Me entristece. No tengo dinero para comprarte un regalo, las dos lo sabemos. De modo que te invito esta noche al Club Ulysses, a que me oigas tocar. Me ayudarás a girar las páginas de la partitura.

Lydia dio un grito de alegría, y se colgó del cuello de su madre.

– ¡Oh, mamá, gracias! ¡Es el mejor regalo de cumpleaños!

– ¡Cuidado, que me metes el buñuelo en el pelo!

– ¡Llevaba años deseándolo!

– ¿Qué crees? ¿Que no lo sé? No dejabas de insistir una y otra vez en que te llevara conmigo a los recitales, pero hoy cumples dieciséis años, y creo que ya es momento. Además, así no me agotaré contándote después lo que dijo sir Edward, o lo que replicó el coronel Mortimer, ni las ropas que lucían las damas. Pero por favor, cielo, aparta esas manos pegajosas de mí.

Lydia se puso en pie de un salto y se limpió las manos en la falda.

– Estarás orgullosa de mí, mamá. Si quieres, esta tarde practicamos en el piano de la señora Zarya. Ya sabes que le gusta mucho oírte tocar.

– Eso será si esa vieja dragona no nos echa antes.

– Ah, no, no me acordé de decírtelo. Ayer pagué el alquiler que debíamos. Y el dinero del mes que viene está en el cuenco azul, sobre el estante. Así que ya no tienes que preocuparte por la señora Zarya.

– Esos trabajos que haces para el señor Willoughby debe de pagártelos extraordinariamente bien.

Lydia asintió, incómoda.

– Sí. He corregido los trabajos de los más pequeños, ¿sabes? Casi como si fuera yo su profesora. -Recogió la cartera-. Gracias otra vez, mamá.

Y se dirigió a la puerta a toda velocidad.

La voz de su madre la persiguió.

– ¡Y dile a esa rata embustera del coche de abajo que se meta las flores donde guarda las promesas, en la cloaca, que es donde merecen estar!

Lydia cerró la puerta deprisa, para que el señor y la señora Yeoman no la oyeran.

– Pero si sólo tiene tres ruedas -objetó Lydia.

– Es un Morgan, ¿qué esperabas? -Antoine Fourget dio una palmadita a uno de los guardabarros del vehículo, negro, reluciente-. Ha ganado todas las carreras del mundo.

– ¿Es el mismo modelo en el que iba Isadora Duncan el año pasado cuando se mató?

Non -respondió el al momento, persignándose-. Aquél era un Bugatti. Pero ésta es una damita magnifique. Ayer tuve mucha suerte en las cartas. -Se volvió para contemplar a Lydia, con los ojos llenos de esperanza-. Pero ¿y hoy? ¿Tendré suerte hoy? Eh, bien, ¿qué ha dicho tu madre?

– Nada bueno.

– ¿No quiere verme?

– No, lo siento.

– ¿Y las flores?

Lydia negó con la cabeza.

Antoine se hundió en el asiento del piloto y emitió una especie de gruñido gutural. La joven sintió una necesidad imperiosa de acercarse y acariciarle el pelo negro, revuelto, sentir su suavidad, hacer algo, lo que fuera, para aliviarlo del dolor que su madre le había infligido. Pero no hizo nada.

– ¿Me llevas, Antoine?

No sin esfuerzo, él esbozó una sonrisa.

– Por supuesto, chérie. ¿A la escuela?

– Sí, por favor.

El francés retiró las flores del asiento del copiloto y ella montó al instante, con el sombrero en el regazo.

– Hoy es mi cumpleaños -anunció.

– Ah, bon anniversaire. -Se inclinó sobre ella y le plantó un beso en cada mejilla-. Entonces debes aceptar tú estas flores. De mi parte, por tu cumpleaños.

Le entregó el ramo forzando una reverencia que hizo que Lydia se ruborizara, y acto seguido arrancó el coche. Ella sabía muy bien que su acompañante habría preferido que fuera otra la que viajara a su lado, pero aun así disfrutó del paseo. Lo que no confesó al amante de su madre fue que aquélla era la primera vez que se subía a un coche. El movimiento constante del cambio de marchas y la manipulación de todos aquellos mandos la fascinaban, lo mismo que la distorsión del pavimento, que pasaba volando a toda velocidad, y lo mismo que el viento, que sorteaba el pequeño parabrisas y le azotaba la cara, despeinándola, haciéndola parpadear, casi sin aliento. Cuando el Morgan hizo sonar la bocina al paso de un rickshaw, que se desviaba de su ruta, Lydia sonrió, entusiasmada.

– Lydia.

– ¿Sí?

Las calles se ensanchaban a medida que abandonaban las estrecheces del Barrio Ruso y se acercaban a la zona mejor de la ciudad, donde las tiendas y los cafés empezaban a abrir sus puertas. Policías sijs, tocados con turbantes, se alzaban sobre plataformas en las travesías principales, moviendo las manos enfundadas en sus guantes para dirigir el tráfico. Lydia se apoyó en la portezuela y saludó a uno de ellos por pura diversión.

– Lydia -repitió Antoine, impaciente.

– ¿Sí?

– ¿Crees que me perdonará?

– Oh, Antoine, no lo sé. Ya sabes cómo es. -Él emitió un débil gruñido, y por un momento ella temió que fuera a estrellar el coche, en un gesto galo, grandilocuente, de desesperación, por lo que se apresuró a añadir-: Pero espero que se le pase pronto. Tú dale unos días.

El gran edificio del ayuntamiento, con sus columnas y su bandera británica, quedaron atrás, borrosos, lo mismo que el parque Victoria, invadido por cochecitos de bebé y niñeras. Cuando Antoine pisaba a fondo el acelerador, Lydia sentía que el viento le pellizcaba las mejillas.

– La amo, ¿sabes? -dijo él-. No era mi intención hacerle daño. No debería haberle explicado lo del niño.

– Sí, tal vez haya sido un error.

– ¿Y ella me ama?

– Sí, claro.

– ¿De veras, chérie?

– De veras.

La magnífica sonrisa que esbozó él justificaba por sí sola la mentira. Lydia sintió un cosquilleo que recorrió toda su columna vertebral, hasta los dedos de los pies, y fue entonces cuando se le ocurrió una idea.

– Antoine, ¿sabes lo que creo que podría ayudarte?

– ¿Qué? -Sacó la mano fuera del coche e indicó un giro a la izquierda en Wordsworth Avenue. Al enfilar la cuesta, el motor de dos tiempos del vehículo gruñó.

– Si le regalaras a mi madre algo que realmente quisiera, creo que te perdonaría.

Antoine la miró con el temor dibujado en los ojos.

– No soy rico, ¿sabes? No puedo cubrirla de joyas ni de perfumes, como ella merecería. Y en una ocasión en que le ofrecí una pequeña suma de dinero, sólo para ayudarla, lo rechazó.

Lydia le mostró su sorpresa.

– ¿Por qué?

– Me gritó, me lanzó un libro a la cabeza. Me dijo que ella no era una puta, que no podía comprarla.

Lydia suspiró. «Ah, mamá.» Todo aquel orgullo tenía un precio.

En lo alto de la colina, ya en el sector británico, las casas eran grandes y elegantes, de piedra clara, rodeadas de céspedes bien cortados, y de setos impecables. La escuela apareció ante ellos. Debía darse prisa.

– No, no me refiero a nada caro. Pensaba en algo… que la consuele cuando tú no estés. -Observó a Antoine con cautela-. Cuando estés con tu esposa.

Él frunció el ceño.

– ¿A qué te refieres?

Ella tragó saliva y lo soltó de una vez.

– Un conejo.

– ¿Qué?

– Un conejo blanco, de orejas largas y ojitos rosados.

– ¿Un lapin?

– Exacto. Tenía uno cuando era niña, en San Petersburgo, y siempre ha deseado otro.

Antoine la miró fijamente.

– Me sorprendes.

– Pues es verdad.

– Se lo preguntaré.

– No, no, no lo hagas. Estropearás la sorpresa. -Le sonrió para darle ánimos y, al verlo así, de perfil, pensó en lo hermosa que era aquella nariz romana-. Se acordará de ti cada vez que acaricie su piel sedosa y blanca.

Notaba que el amante de su madre pensaba en ello. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba, y se encogió de hombros, en un gesto elocuente, muy francés, que expresaba mucho más que los encogimientos de hombros de los ingleses.

– Tal vez -dijo al fin-. C'est possible.

– Y un lazo rojo también le gustaría. Para el conejo, quiero decir.

No estaba segura de que él hubiera oído aquel último comentario, porque en ese momento se detuvo delante de un gran Humber negro, desde el que tres muchachas vestidas con el uniforme de la Academia Willoughby la observaban con envidia. Aferrada a su gran ramo de rosas, dio un beso en la mejilla a su apuesto acompañante delante de ellas, y se dirigió a la escuela con parsimonia. El día empezaba bien.

Sólo más tarde, cuando, mientras miraba por la ventana del aula y soñaba despierta, se permitió pensar en la figura delgada y fibrosa que acechaba entre las sombras de los rickshaws aparcados delante, en los ojos negros, chinos, que la habían observado mientras franqueaba las rejas de la escuela.

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