Capítulo 64

Lydia esperó en el cobertizo todo el día, envuelta en su edredón. Alfred había acudido a su despacho, en la redacción del periódico, y a ella le admiraba que siguiera actuando como si la tierra no se hubiera abierto bajo sus pies y la vida no se le hubiera ido al infierno. Con todo, al mismo tiempo, una parte de ella deseaba verlo gritar. Gritar su ira. Lamentarse por las calles vestido con tela de saco, cubierto de cenizas, mostrarle al mundo que la vida sin Valentina le resultaba insoportable. Pero no. Él era inglés. Los ingleses no creían en telas de saco ni en cenizas. Un traje negro. Una banda negra en el brazo. Eso bastaba.

Lydia había optado por ponerse uno de los vestidos blancos de su madre. Era liso y se abotonaba por delante, hasta el cuello, grande y de encaje del mismo color. Sabía que no le quedaba bien, pero no le importaba; aliviaba una pequeña porción de su dolor.

Mientras seguía sentada en el cobertizo se obligó a estudiar las manchas de sangre seca que salpicaban las paredes de madera y el suelo, y aunque pensó que podía limpiarlas, finalmente decidió que no lo haría. Eso sería como eliminar a Sun Yat-sen, y no estaba dispuesta a consentirlo. Pero sí tendió en el suelo las mismas mantas que había tendido antes, y se sentó sobre ellas, contemplando la luz del sol sobre su cabeza. Aunque las horas pasaban, lentas, y no sucedía nada, aunque la luz menguaba, ella seguía pronunciando su nombre en voz baja.

– Chang An Lo. Chang An Lo. Chang An Lo.

Si se hubiera interrumpido, algo en ella habría muerto. Así de sencillo.

Empezó a erizársele el vello de los brazos, y supo que él se acercaba. Sobre ella, la luz del día había dejado paso a una oscuridad de tumba, y a su lado una vela ardía con llama parpadeante, que proyectaba sombras móviles en la pared.

Se dijo que era el viento, que se colaba por las rendijas y bajo la puerta. Habría querido creerlo. Pero oía sus respiraciones. Los espíritus.

Congregándose.


Estaba ahí. En el quicio de la puerta. El pelo negro alborotado por el viento, con aspecto indómito, la manta verde, sucia, sobre los hombros, en lugar de abrigo. Sus ojos llenos de deseo por ella.

– Chang An Lo -susurró ella, y se arrojó a sus brazos.

Él se echó a reír, cerró la puerta de una patada y la llevó hasta las mantas. No necesitaron palabras, ni preguntarse cómo, cuándo, o qué habría sucedido si… Sólo se necesitaban el uno al otro. Sus cuerpos tan hambrientos que les dolía. Los labios se saborearon de nuevo, buscando los recodos y los lugares dulces que hacían brotar gemidos de placer de sus gargantas, mientas sus miembros se entrelazaban.

Las manos de Lydia resucitaban a medida que recorría una vez más el cuerpo flaco de Chang An Lo, y se deleitaba en las largas líneas de los muslos, en las anchas planicies de su pecho. Con las yemas de los dedos reseguía las cicatrices conocidas, así como los nuevos moratones que hacían que se le encogiera el estómago y que de su boca salieran maldiciones dedicadas a Po Chu y al Kuomintang.

Unas maldiciones tan vehementes que Chang se echó a reír. Hasta que le vio los senos. Entonces fue él quien habló, con palabras ininteligibles para ella, pronunciadas en un mandarín áspero, y tras la furia de sus ojos negros había algo duro y vengativo, algo que antes no existía.

– Lamento que dispararas a Po Chu en la cara, Lydia -dijo al fin, cubriéndole el seno con la mano con gesto protector.

– ¿Por qué? Ese cabrón se lo merecía. Que se pudra en el infierno.

– Porque me habría encantado hacerlo a mí -respondió él airado-. Pero sólo después de arrancarle sus pelotas estériles y metérselas en su boca de lombriz.

Ella le besó el pecho, sintió que el corazón le latía con fuerza bajo sus labios. Le pasó la mano por los prominentes huesos de las caderas, y descendió por la mata negra y espesa del vello púbico. Él bajó la cabeza y con la lengua trazó una línea en su vientre pálido, hasta llegar al recodo en el que se unía a la piel blanquísima del muslo. El cuerpo de Lydia se arqueó contra el suyo cuando él la acarició y la acunó, la rozó y le hizo cosquillas, y así, cuando al fin penetró en ella, el fuego que los abrasaba los fundió en un solo cuerpo. Una unidad perfecta. Dos mitades fundidas en una. Permanecieron juntos, tendidos, largo rato después, el calor de su aliento acariciando la piel desnuda del otro, los latidos del corazón adaptándose al ritmo del otro.

– Lydia.

Ella sonrió. Oír su voz pronunciando su nombre era una alegría inmensa. Pero, a la vez, en su pecho empezaba a anidar un dolor intenso. Se acurrucó contra la curva de su brazo, apoyó la cabeza en su clavícula y entrelazó una pierna con la de Chang. Aspiraba su aliento, se empapaba de su olor, y así se mantuvo, con los ojos cerrados, un largo minuto, grabando para siempre el instante en su cerebro.

Abrió los ojos.

– Ya lo sé, mi amor. Ya sé qué es lo que tienes que decirme.

– Debo irme de Junchow.

– Sí.

La abrazó con fuerza, y un escalofrío recorrió sus venas.

– Y debo dejarte aquí, luz de mi alma. Dejarte a salvo.

– Lo sé.

Chang le besó la frente, y sus labios se demoraron en su piel.

– No puedo llevarte conmigo, mi amor.

– Lo sé. -A Lydia se le formó un nudo en la garganta, y el dolor en el pecho le dolía más que una herida de puñal-. Cuando me capturó esa rata de Po Chu, lo comprendí. Aquellos hombres no serían distintos de los combatientes comunistas del campamento. Para ellos, yo siempre sería un forastero, un recordatorio venenoso de todo lo que luchaban por derrotar. Y mientras estuviera a tu lado, tú estarías en peligro. Y eso no podía soportarlo. El enemigo me usaría a mí para mutilarte a ti.

Él le acarició el rostro, sellándole los labios con los dedos, tiernamente.

Pero ella se obligó a seguir.

– Para ti yo sería peor que unas cadenas. De modo que sé bien que debes partir tú solo.

– Lo único que tú me encadenas es el corazón. Y juro que regresaré a por ti.

Los ojos le brillaban a la luz de la vela. Sin fiebre. Ella vio en ellos la verdad de la promesa que acababa de pronunciar, pero también la impaciencia por lo que se extendía ante él, y el puñal que seguía clavado en su pecho se hundió en él un poco más.

– Más te vale -replicó ella riendo. Echó la cabeza hacia atrás y le mostró los dientes-. O seré yo la que atacaré las montañas para atraparte.

Chang le besó el cuello.

– Tanto los comunistas como el Kuomintang huirían despavoridos al verte aparecer, con tu espíritu de zorro.

– Te he preparado un paquete. -Señaló una bolsa de cuero con hebilla y cinta larga colocada sobre unos sacos, junto a la pared-. Es ropa y comida. También hay algo de dinero.

– ¿Y un puñal?

– Claro. Y de los buenos.

Chang asintió, satisfecho.

– Gracias, amor mío. ¿Tu padre se ha vuelto más generoso?

– Mi padre… -dijo con voz áspera. Tragó saliva y prosiguió-. Mi padrastro tiene otras cosas en la cabeza.

Fue entonces cuando se lo contó. Lo de su madre. Lo de la carta. Lo de Alexei Serov. Él la abrazó con fuerza, y ella derramó lágrimas por primera vez desde la muerte de su madre. Un nudo tenso, sólido, se soltó dentro de ella.

– ¿Volverán a por ti las tropas del Kuomintang? -le preguntó al fin.

– Como lobos que olisquean la sangre recién derramada -respondió él.

– ¿Y Alexei?

– Cuando descubran que ha dado orden de que me liberen, los rusos tendrán que responder ante ellos.

Lydia asintió.

Durante un momento, la mirada de Chang se clavó en la suya, en silencio, y entonces abrió mucho los ojos. Con un movimiento fluido se apoyó en el codo y, sujetándole la barbilla con la mano, le zarandeó la cabeza suavemente. Lydia se dio cuenta de que la herida del dedo amputado estaba casi curada.

– Lo has planeado todo muy bien -dijo él-. Y, en cierto modo, así contribuyes a la causa comunista.

Ella asintió.

– El Kuomintang perderá a su asesor militar en Junchow. -Hablaba con serenidad, pero se veía muy pálido-. Y tú… no, Lydia. No. Tú te meterás en la boca del dragón.

Ella sonrió, mirándole a los ojos, negros, intensos, y con un dedo recorrió el perfil afilado de su mandíbula.

– Amor mío, de ti he aprendido a retorcer la cola del dragón.

Él le acarició el pelo, impaciente, como si al hacerlo quisiera acariciarle los pensamientos.

– Vuelves a Rusia.

– Sí.

– Será peligroso.

– Estoy bien preparada. Te lo prometo.

– Por los dioses, el tuyo va a ser un viaje más duro que el mío. Pero te juro que, en tu bolsillo, contigo, viajará mi alma.

Lydia sintió que la embargaba una gran emoción, y le besó los párpados.

– Gracias, amor mío, por comprender. Lo mismo que tú debes luchar por aquello en lo que crees, yo también tengo que hacer esto.

– Oigo tus palabras, pero el miedo me muerde los huesos.

– No temas. Los dos lo superaremos. Yo creía que la supervivencia lo era todo. Durante toda mi vida he luchado por comer y respirar en este mundo apestoso, como una gata de callejón, que era como me llamaba mi madre. Pero he aprendido. De ti. Del anodino Alfred. E incluso de la salvajada que viví en la Caja. Hay que sobrevivir por una causa.

Chang An Lo se incorporó y la rodeó con sus brazos, le besó el hombro como si quisiera devorarlo.

– Oh, mi Lydia, el viento de la vida sopla con tal fuerza en tu interior…

– Amor -prosiguió ella-. Y lealtad. Ésas son mis causas. Y merece la pena sobrevivir por ellas. Él es mi padre, Chang An Lo. Deseo saber qué razón lo ha mantenido con vida diez años en ese terrorífico campo de prisioneros ruso.

– En el corazón del hombre, el hierro proviene de su mente.

– Y en el de la mujer, también.

Chang sonrió, aunque con pesar. Alargó la mano en dirección a su ropa, hecha un ovillo en el suelo.

– Tengo algo para ti.

Sacó una bolsa de cuero y, de ella, extrajo un colgante pequeño, rosado, que le colocó en la palma de la mano.

– Se trata de un poderoso símbolo chino. Un símbolo de amor.

Ella lo estudió con detenimiento.

– Un dragón.

Su forma era exquisita. Enroscado como un gatito.

– Sí, tallado en cuarzo rosa. Llévalo siempre contigo. Te protegerá y te guardará de los malos espíritus hasta mi regreso.

– Es muy bonito. Gracias.

Le besó, y volvieron a hacer el amor, despacio, demorándose, saboreando cada caricia, cada sabor, y luego, en los momentos finales, con fiereza, convirtiéndose el uno en parte del otro. En el instante último de temblor y abandono, algo cambió en él. Ella lo notó, y a él el instinto le llevó a cubrirle la boca con la mano y a susurrarle al oído.

– Escucha.

Ella lo hizo, pero no oyó nada. Excepto el viento entre los árboles. Pero su corazón y su estómago parecían a punto de colisionar.

– Vas a necesitar ese cuchillo.


Las bisagras gimieron, y la puerta se abrió de golpe y rebotó contra la pared con estruendo. Un oficial del ejército británico irrumpió en el cobertizo húmedo, los ojos veloces, astutos. Tras él, los uniformes grises del Kuomintang acechaban como perros atados con correas.

Lydia se puso en pie de un salto, envuelta en una manta.

– ¡Salgan de aquí! ¿Cómo se atreven a entrar de este modo? Esto es propiedad privada.

– Traemos una orden judicial. -El oficial blandió un papel y se lo acercó groseramente a la cara-. No se haga la inocente, señorita. ¿Dónde está?

Varias manos rebuscaban entre las mantas, entre cajas, telarañas y latas viejas, como si su presa pudiera ocultarse en una de ellas.

Cuando apartaron los sacos de la pared trasera, el capitán chino de rostro pétreo lanzó una maldición y ordenó a sus hombres que buscaran fuera. Tras aquellos sacos se adivinaba un hueco en la pared. Alguien había serrado limpiamente unos tablones y los había arrancado. La larga espera de Lydia, aquella tarde, no había resultado del todo ociosa.

– ¿Dónde está, señorita? -reiteró el oficial inglés.

– Se ha ido -respondió. Y volvió a decirlo, esta vez en un susurro, para sus adentros-. Se ha ido.

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