Chang permanecía inmóvil en la oscuridad. Quieto como una piedra. Estaban ahí, todos a su alrededor. Los oía. El rumor de una manga, el roce de un muslo contra el muro, el crujido de un zapato sobre la gravilla. Había sido temerario por su parte presentarse en el funeral. Sabía que ello implicaba que le siguieran la pista. Pero habría sido un deshonor para él haberse perdido el momento final de Yuesheng, pues era su compañero de sangre, y le debía respeto, sobre todo si pensaba que, la noche del ataque del Kuomintang, podría haber sido su propio cuerpo sin vida el que hubiera acabado tendido en el suelo del sótano. Y ahora, en efecto, los Serpientes Negras estaban ahí. La muerte acechaba en las sombras, esperando darse un banquete.
Se encontraba en una calle empedrada de la ciudad vieja, con la espalda pegada a una puerta de roble repujada, encastrada en un arco. Figuras negras pasaban de una calle a otra, agazapadas, veloces, cruzando en todas direcciones. Movimiento en las entradas. Ojos agudos que lo buscaban. Sin luna que iluminara los filos alojados en los puños, aunque no tenía duda de que estaban ahí, sedientos de sangre.
Contó a seis en total, pero oía a más. Uno estaba de pie, muy rígido, apoyado en una pared a no más de diez pasos a su derecha, custodiando la entrada al estrecho hutong, un callejón que se adentraba en el laberinto de calles traseras. Respiraba con cierta dificultad. De un salto silencioso, y levantando el talón, Chang acabó con él, aunque antes de que el cuerpo llegara al suelo, él ya se encontraba en el hutong, corriendo, agazapado y ágil. Sobre él, en la ventana de una primera planta, se encendió una luz, y detrás de él resonó un grito. Pero no se volvió.
Avanzaba más deprisa. Se internaba en una oscuridad mayor. Los pies le resbalaban al contacto con basuras en diversos estados de descomposición. Él los guiaba a través de las calles, frenándolos en su intento de ganar velocidad. Así, cuando el hombre más rápido se encontró en un cruce, veinte pies por delante de sus compañeros, no supo qué era lo que acababa de surgir de entre las sombras y le golpeaba el pecho, partiendo sus costillas como si fueran ramas, hasta que ya era demasiado tarde, y no podía respirar.
Chang siguió avanzando como una exhalación en la oscuridad. Retorciéndose, girando, emboscándose. A otro de los hombres le inutilizó una pierna, y al otro la visión de un ojo. Pero un camión de la basura, con el volquete lleno de excrementos humanos, y un hedor capaz de asfixiar a cualquiera, le impidió el paso, y se vio obligado a girar a la izquierda, por una pendiente que no descendía a ninguna parte.
Una ratonera.
Altos muros a tres lados, una especie de patio. Una vía de acceso. Y la misma, de salida. Seis hombres se abrieron en abanico tras él, respirando entrecortadamente, escupiendo veneno. Tres de ellos llevaban cuchillos, dos blandían espadas, pero uno cargaba un arma de fuego, que apuntaba directamente al pecho de Chang. Pronunció algo con voz gutural y uno de los que llevaban espadas se adelantó. Se acercó a Chang y el largo filo rasgó el aire con un silbido. Chang dejó de respirar, extrajo la energía que circulaba por sus venas y con un movimiento fluido impulsó una pierna bajo su atacante. Una punzada de dolor le atravesó el costado, pero dio tres pasos rápidos y quedó suspendido en el aire, tratando de agarrarse al muro trasero con los dedos. Resbaló, volvió a intentarlo, y entonces sí, subió los talones por encima de la cabeza, describiendo un arco perfecto. Ya había llegado al tejadillo, pero no estaba a salvo. Una bala le pasó rozando la oreja.
Se oyó un rugido colérico en el patio, y el hombre de la pistola se apoderó del sable del espadachín y le asestó a éste un golpe que lo destripó. El hombre, herido, se hincó de rodillas en el suelo, sujetándose los intestinos, que escapaban de su cuerpo, mientras un chillido agudo brotaba de su garganta. El segundo mandoble lo acalló, y la cabeza seccionada rodó hasta la alcantarilla. La pistola apuntó una vez más en dirección al tejado. Pero Chang ya se había esfumado.
Lydia tenía tiempo para pensar. La franja de más de veinte metros, en el centro del campo, empezaba a amarillear, pero a su alrededor la hierba se extendía como un lago verde, resplandeciente. Recortaban el césped con precisión, y lo trataban con un respeto que a ella le escandalizaba un poco, pues los hombres parecían preocuparse más por su bienestar que por el de sus hijos. Pero le encantaba asistir a los partidos de criquet. Le encantaba imaginar que aquella escena tenía lugar en el otro extremo del mundo, en Inglaterra. En ese mismo momento, en todas las ciudades y pueblos, hombres vestidos de blanco tomaban al asalto el fin de semana con sus bates y sus guantes, golpeando sin piedad aquella pelota pequeña y dura. Era algo tan deliciosamente absurdo… Y más con ese calor. Sólo a unas personas sin nada que hacer en todo el día podía habérseles ocurrido algo tan curioso.
Hombres vestidos de blanco.
Para un país el blanco equivale a un juego; para otro, a la muerte. Mundos distintos. Separados por el océano. Pero ¿qué le sucedía a alguien que se viera atrapado en el medio? ¿Se ahogaba?
– ¿Más té, querida? Pareces estar a muchos kilómetros de aquí.
– Gracias, señora Mason. -Lydia aceptó el té, alejó sus pensamientos de Chang An Lo y se sirvió otro sándwich de pepino, que dejó sobre el plato que se sostenía en precario equilibrio sobre el apoyabrazos de la tumbona.
La madre de Polly llevaba gafas de sol de montura aparatosa y un sombrero de paja, de ala ancha, en el que había trenzado varias rosas de su jardín. Pero ninguna de las dos cosas bastaban para ocultar el cardenal que le oscurecía el ojo izquierdo, ni la hinchazón del pómulo.
– Me tropecé con Achules, el gato de Chistopher, que es un perezoso, y me di contra una puerta. Qué tonta soy.
Lydia la oyó reírse al contarlo a las demás mujeres, pero, a juzgar por la expresión de éstas, nadie la creía. Lydia la contemplaba con respeto renovado. Para presentarse en el partido y soportar la humillación sin perder la sonrisa en ningún momento, para servir el té con pulso firme, hacía falta valor.
– Señora Mason -dijo en voz alta-. ¡Qué vestido tan bonito lleva! Le sienta muy bien. -Se trataba de un modelo vaporoso, de estampado floral, muy inglés.
– Gracias, Lydia -respondió Anthea Mason, y por un instante a la joven le pareció que estaba a punto de echarse a llorar. Pero no, lo que hizo fue esbozar una sonrisa, y servirle a Lydia otro sándwich en el plato.
En el campo, Christopher Mason anotó otros cuatro, pero Lydia se negó a sumarse a la ovación generalizada. Junto a ella, Polly irradiaba satisfacción, y acariciaba la cabeza de su cachorro para animarlo. No le gustaba que lo mantuvieran atado con la correa, precisamente allí, donde la pelota le decía: «Persígueme.»
– ¿A que papá es listo, Toby? Hoy va a estar de muy buen humor.
Lydia no quería ni mirarla.
– Al final te matarán, Lyd.
– No seas exagerada. Fue sólo un funeral.
– Pero ¿por qué? Nadie va a los servicios de los chinos. Los nativos se ocupan de sus asuntos, y nosotros hacemos lo mismo. Y así, todos contentos. Tienes que aceptar que no les caemos bien, Lyd, y que son distintos a nosotros. No podemos mezclarnos con ellos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque no podemos. Eso lo sabe todo el mundo.
– Te equivocas. Chang y yo somos… -Lydia buscó una palabra que no escandalizara a Polly- amigos. Hablamos sobre… sobre cosas, y no veo ninguna razón por la que no podamos mezclarnos. Fíjate en todos los niños que tienen niñeras chinas, que los cuidan cuando son pequeños, y los adoran. Entonces, ¿por qué tiene que cambiar cuando esos niños crecen?
– Porque sus reglas son distintas a las nuestras.
– Lo que dices es que la cosa sólo funciona si ellos adoptan nuestras reglas y viven como nosotros.
– Sí.
– Pero son personas, Polly. Como nosotros. Deberías haber visto y oído su pena durante el funeral. Les dolía, lo mismo que nos duele a nosotros. Si se cortan, sangran, lo mismo que nosotros. ¿Qué importan las reglas?
– Oh, Lydia, ese Chang An Lo te está confundiendo. Tienes que olvidarte de él. Aunque debo admitir que al señor Theo parece irle bien con su hermosa china.
– Pero no se ha casado con ella, ¿verdad?
– Precisamente.
– Y cuando Anna Calpin era joven, adoraba a su amah, y ahora, en invierno, la hace sentarse en el retrete diez minutos antes de que ella vaya a usarlo, para que se lo caliente.
– Lo sé. Pero tú nunca has tenido criados chinos, Lydia. Tú no lo entiendes.
– No, Polly, no lo entiendo.
La calle parecía normal. Había un vendedor chino apostado en una esquina, tratando de colocar su mercancía -pipas de girasol y agua caliente-; un niño jugaba a las canicas junto a la acera, y una vieja babushka rusa estaba sentada en una mecedora, junto a la puerta de su casa, desplumando una gallina de Guinea. A sus pies, dos pilluelos muy sucios recogían las plumas al vuelo y rellenaban con ellas una almohada. Las grandes ruedas de un rickshaw traquetearon calle abajo, levantando lodo a su paso.
Lydia trataba de comprender qué era lo que la había llevado a detenerse. Aquélla era su calle. Había caminado por ella un millón de veces. Hacía mucho calor, había polvo por todas partes. El vestido se le pegaba a la piel. Se moría de ganas de beber algo frío. Y se encontraba a apenas veinte metros de su casa. Entonces, ¿qué sucedía?, ¿qué le hacía vacilar?
«Cuidado, Lydia Ivanova. No duermas mientras caminas. Te soltaron una vez, pero no te soltarán dos veces.»
Las palabras de Chang. Pero ella ya tenía cuidado, se mantenía alerta, y sin embargo no veía nada que justificara su nerviosismo. Tal vez Polly tuviera razón y él la estaba confundiendo sin motivo. Reanudó la marcha, más deprisa, impaciente consigo misma, pero mientras metía la llave en la cerradura percibió un movimiento detrás de ella. No es que viera ni oyera nada. Fue más un cambio súbito en el aire, a sus espaldas. No se volvió. Se abalanzó hacia el zaguán y cerró la puerta de golpe. Se apoyó con todas sus fuerzas en ella, sin respirar. Escuchando.
Nada. La bocina de un coche, la risa de un niño, el chillido salvaje de una gaviota que pasaba volando.
Inspiró hondo. ¿Lo habría imaginado?
Esperó, mientras transcurrían los minutos y se sentía el pulso acelerado en los oídos.
– Lydia, moi vorobushek, ven aquí, ven. -Era la señora Zarya, que la llamaba desde un extremo del vestíbulo. Llevaba un kimono azul brillante, y rulos en el pelo-. Tengo un boniato para el señor Sun Yat-sen. Ven, cógelo.
Lydia obedeció, pero le pesaban mucho los pies.
– Muy amable, señora Zarya, a Sun Yat-sen le gustará. -Se acordó del manojo de hierba que había recogido en el club de criquet sin que la vieran, y que llevaba escondido en el puño-. ¿Va a algún lugar especial esta noche?
– Da, sí. A una soirée -respondió, ufana, la señora Zarya-. Una lectura poética en la villa del general Manlikov. Era amigo de mi esposo, y se trata de un hombre decente que no se olvida de la viuda de un viejo camarada.
– Que lo pase muy bien -dijo Lydia, iniciando el ascenso de la escalera-. Y gracias por el boniato. Spasibo.
Fue al completar el último tramo de peldaños cuando oyó las voces que provenían de la buhardilla, y parecieron golpearle el rostro. Una de ellas era la de su madre, grave, intensa. La otra pertenecía a un hombre, que la alzaba en algo parecido a la ira. Hablaban en ruso. Ella abrió la puerta sin hacer ruido, y vio a dos figuras sentadas en el sofá, hablando deprisa, gesticulando mucho. Sintió un escalofrío y, horrorizada, quiso irse, pero era demasiado tarde. El interlocutor de su madre era el hombre de la ronda de reconocimiento a la que asistió en comisaría, el gran oso barbudo de rizos grasientos y parche en el ojo, el de las botas de lobo. Junto a él, Valentina parecía una criatura exótica apoyada en el borde del asiento. El hombre observaba a Lydia con su único ojo oscuro, y la joven se ruborizó.
– Lo siento -se disculpó de entrada-. No fue mi intención que la policía le siguiera como lo hizo, es que…
– Lydia -intervino su madre rápidamente-, Liev Popkov no habla inglés.
– Ah… Bueno, pues dile que me disculpe.
Valentina le dijo algo en ruso, atropelladamente.
El hombre asintió despacio y se puso en pie. Al instante el aire de la buhardilla se llenó con sus hombros, y tuvo que agachar la cabeza para no golpearse con el techo. En ningún momento dejó de observar a Lydia, que no estaba segura de si su gesto era de hostilidad o de curiosidad, pero que en cualquier caso le incomodaba. Con todo, lo que más confusión le causaba era pensar cómo diablos había averiguado dónde vivía. Chyort! Su nerviosismo aumentaba por momentos.
El hombre se desplazó hacia la puerta, junto a la que ella seguía plantada, y se acercó tanto a ella que Lydia temió que fuera a aplastarle la cabeza con sus manazas.
– Lo siento -reiteró, y sin darle tiempo a alargar aquellas garras suyas, le tendió una mano.
Para su sorpresa, el ruso aceptó el saludo, y una de sus manos engulló la de Lydia y la estrechó con suavidad. Sin embargo, aquel ojo único, negro, parecía mirarla con desagrado.
– Do svidania -balbució ella, cortésmente-. Adiós.
El masculló algo y abandonó la buhardilla.
– ¿Qué quería, mamá?
Pero Valentina no la escuchaba, y se dedicaba a servirse un trago. No en taza, como de costumbre, sino en una copa. Lydia supo que se trataba de otra muestra más de la generosidad de Alfred.
Su madre se acercó al espejo, que volvía a colgar de la pared, y contempló su reflejo mientras daba el primer sorbo al vodka.
– Soy vieja -musitó, pasándose la mano por la mejilla y el cuello, por el perfil de los pechos, por las caderas-. Vieja y flaca, como un perro callejero y pulgoso.
– No, mamá, no empieces con eso. Eres hermosa. Todo el mundo lo dice, y sólo tienes treinta y cinco años.
– Este asqueroso clima me destroza la piel. -Acercó más la cara al espejo, y se llevó dos dedos a las comisuras de los párpados.
– El vodka te la destroza aún más deprisa.
Su madre no dijo nada. Echó la cabeza hacia atrás y apuró el trago, tras lo que cerró los ojos un instante.
Lydia se dio la vuelta y se puso a mirar por la ventana. La anciana del balancín se había quedado dormida, y los dos pillos trataban de robarle la gallina a medio desplumar, aunque ella, a pesar del sopor, la sujetaba con fuerza. Lydia se asomó y les regañó a gritos, y los pequeños salieron corriendo por la calle, llevándose la almohada de plumas.
Sobre los tejados, el cielo se teñía de franjas violetas, pues el sol había empezado a alejarse de China. Con todo, Lydia no lograba distraerse.
– ¿Qué quería ese hombre, mamá?
Valentina se había acercado a la mesa, y llenaba la copa por segunda vez.
– Dinero. ¿Acaso no es eso lo que quiere todo el mundo?
– No se lo habrás dado.
– ¿Cómo iba a dárselo, si no lo tengo?
Lydia se planteó la posibilidad de arrancarle la botella de las manos y arrojarla por la ventana, pero ya lo había intentado en una ocasión, y sabía que no funcionaba, que era como agitar un avispero con un palo, que de ese modo sólo lograría que las cosas empeoraran.
– Creía que esta noche ibas a trabajar en el hotel.
Valentina la miró de un modo que no dejaba lugar a dudas sobre lo que pensaba del trabajo y los hoteles.
– Esta noche no, cielo. Pueden meterse el trabajo por donde les quepa. Estoy harta. Harta y más que harta de esas manos que todo lo soban, y de esas caderas que se restriegan contra mí. Querría cortarlos a todos en pedacitos, y hacer con ellos un steak tartare.
– Es sólo un trabajo, mamá. En realidad no lo odias.
– Sí, lo odio. Esos hombres sudan. Apestan. Me ponen la mano donde no deben, y donde no se atreverían a ponérmela si fuera de los suyos. Lo que quieren es follarme.
– ¡Mamá!
– Y Alfred también. Eso es lo que él quiere también.
– Creía que él iba contigo y compraba todos tus bailes para protegerte de los demás.
– Lo hace cuando puede. -Dio otro trago al vodka. Aquella segunda copa estaba más llena que la primera-. Pero muchas veces tiene que quedarse trabajando hasta tarde en el despacho, debe entregar sus trabajos a tiempo. -Agitó las manos en el aire-. Lo que esa gente escribe es basura. Como si esta colonia fuera el centro del universo.
– ¿Y cómo supo el hombre ruso dónde encontrarme?
Su madre se encogió de hombros.
– ¿Y cómo voy a saberlo yo, querida? Piensa un poco. Se lo dirían en la policía, supongo.
Valentina llevaba un vestido viejo de algodón, que no soportaba pero que aceptaba ponerse en casa, para que los demás, los que reservaba para las ocasiones especiales, le duraran más. Aquel vestido siempre la ponía de mal humor, y Lydia se juró que al día siguíente lo tiraría a la basura. Se acercó a la cocina y empezó a cortar el boniato en pedazos.
– Dochenka, hoy he pensado una cosa.
– ¿Qué? ¿Qué el vodka va a matarte?
– No seas insolente. No, he pensado que no sé de dónde salió el dinero con el que recuperaste el reloj de Alfred de la casa de empeños. Cuéntame de dónde lo sacaste.
Lydia vaciló, y dejó el boniato a medio cortar, el cuchillo suspendido en el aire.
– La verdad, Lydia, no me cuentes más mentiras.
Lydia soltó el cuchillo y miró a su madre, que había regresado frente al espejo y se observaba atentamente y, por lo que se veía, sin obtener la menor satisfacción.
– Sucedió cuando pasaba junto a la casa quemada de Melidan Road -dijo Lydia sin dar importancia a sus palabras-. Había dos personas gritándose, un hombre y una mujer.
– ¿Y? ¿Te dieron el dinero esas personas?
– Más o menos. La mujer le arrojó un puñado de monedas de plata al hombre. Luego se gritaron un rato más, y se fueron. Entonces yo me acerqué y las recogí del suelo. Eso no es robar. Estaban ahí para el que quisiera llevárselas.
Valentina, incrédula, entornó los ojos.
– ¿Es eso cierto?
– De verdad.
– Muy bien. Pero no estuvo nada bien robarle el reloj.
– Lo sé, mamá. Lo siento.
Valentina se volvió y estudió a su hija durante unos largos momentos, antes de menear la cabeza en señal de desaprobación.
– Estás hecha un desastre. Tienes un aspecto horrible. ¿En qué has estado metida hoy?
– He ido a un funeral.
– ¿Con ese aspecto?
– No, me han prestado ropa.
– ¿Y de quién era el funeral? -le preguntó, ya sin tanto interés, regresando al espejo.
– Del amigo de un amigo. No lo conocías.
Lydia terminó de cortar el boniato y lo envolvió en un pedazo de papel encerado. Se llevó entonces un gran cuenco de agua a su dormitorio y se quitó el vestido húmedo y los zapatos viejos. Se lavó a conciencia y se cepilló el pelo hasta estar segura de haberse desprendido de la última mota de polvo y barro. Debía esforzarse más en cuidar de su aspecto, o Chang An Lo jamás la miraría como había mirado a la muchacha china de rasgos finos y pelo corto con la que se había encontrado ese mismo día durante el funeral. Habían unido las cabezas. Como amantes.
– ¿Mejor?
– Estás guapísima, cielo.
Lydia se había puesto el vestido y los zapatos del concierto. No sabía bien por qué.
– ¿Ya no tengo un aspecto horrible?
– No, cariño, te ves preciosa.
Valentina llevaba sólo su combinación de seda color ostra, y el pelo, suelto, le caía sobre los hombros desnudos. Dejó el vaso vacío sobre la mesa, y se acercó a Lydia. Incluso así, medio bebida, se movía con elegancia. Pero tenía los ojos sospechosamente enrojecidos, como si hubiera estado llorando en silencio mientras Lydia se encontraba tras la cortina, aunque también podía ser que hubiera seguido bebiendo vodka. Sostuvo la cara de su hija entre las manos y la observó atentamente. Frunció la nariz, y al hacerlo una arruga asomó entre las cejas.
– Un día te verás bonita de verdad.
– No seas tonta, mamá. Tú siempre serás la guapa de la familia.
Valentina sonrió, y Lydia supo que había acertado de lleno con el comentario.
– Te alegrará saber, pequeña mía, que esta noche he decidido crearme de nuevo, crear a una Valentina moderna.
Su madre le soltó la cara y se acercó al cajón que había junto a los fogones ennegrecidos. Lydia sintió una súbita e imprecisa incomodidad; ahí era donde guardaban los cuchillos. Pero lo que su madre extrajo de él no fue ningún cuchillo, sino unas largas tijeras.
– No, mamá, por favor, no. Mañana lo verás todo distinto. Es la bebida la que…
Valentina se plantó frente al espejo, se sujetó un buen mechón de pelo oscuro y lo cortó a la altura de la barbilla.
Ninguna de las dos dijo nada. Ambas estaban asombradas ante la imagen que les devolvía el espejo. Brutal. Asimétrica, salvaje. El reflejo de una mujer atrapada perdida entre dos mundos.
Lydia se recuperó primero.
– Déjame que te lo termine yo, que tú no vas a poder cortar
telo recto. Ya verás que te haré un corte elegantísimo, muy chic.
Despacio, separó las tijeras de la mano rígida de su madre y empezó a cortar. Cada mechón que caía era como una traición a su padre. Valentina siempre le había contado que él adoraba sus cabellos largos, y le había descrito el ritual al que se entregaban cada noche, antes de acostarse: él se plantaba tras ella y se lo cepillaba hasta dejarlo como una cortina de seda, con unos movimientos prolongados y lentos que lo electrificaban y le hacían saltar chispas. Como estrellas fugaces en el cielo nocturno, decía él. Ahora, las suaves ondas caían a sus pies como aves muertas. Cuando la operación terminó, Lydia recogió los cabellos, los envolvió en un pañuelo blanco de su madre y escondió el bulto ligero bajo su almohada. Merecía un funeral adecuado.
Para su sorpresa, vio que su madre sonreía.
– Mejor -dijo. Valentina meneaba la cabeza de un lado a otro, y el pelo oscilaba, juguetón, se curvaba sobre la nuca y hacía que resaltara aún más su largo cuello blanco-. Mucho mejor -reiteró-. Y éste es sólo el principio de la nueva Valentina.
Cogió entonces la botella medio vacía de vodka ruso, se acercó a la ventana abierta, desde la que el cielo del atardecer parecía incendiarse sobre los tejados de pizarra gris, y vertió su contenido en la calle, sin molestarse siquiera en mirar abajo.
Lydia observaba.
– ¿Contenta? -le preguntó su madre.
– Sí.
– Bien.
– Y se acabó eso de ser bailarina.
– Pero necesitamos dinero para pagar el alquiler. No…
– No. Ya lo he decidido.
Lydia empezaba a asustarse de veras.
– Tal vez podría hacerlo yo. Que me contraten a mí como compañera de baile, quiero decir.
– No seas ridicula, dochenka. Eres demasiado joven.
– Podría decirles que tengo más de dieciséis años. Y ya sabes que bailo bien. Me enseñaste tú.
– No, no permitiré que los hombres te toquen.
– Vamos, mamá, no seas tonta. Sé cuidar de mí misma.
Valentina soltó una carcajada estridente. Soltó la botella, que cayó al suelo, y sujetó a su hija por el brazo, zarandeándola con fuerza.
– No sabes nada de los hombres, Lydia Ivanova, nada de nada, y así pretendo que siga siendo. De modo que ni hablar de ese trabajo.
La miró con ojos enojados, y Lydia no comprendió por qué.
– Está bien, mamá, está bien. Cálmate. -Se liberó como pudo de la mano de su madre-. Pero tal vez sí podría encontrar algún otro trabajo -añadió, titubeante.
– No, eso ya lo hablamos hace tiempo. Debes terminar los estudios.
– Lo sé, y los terminaré. Pero…
– Nada de peros.
– Escúchame, mamá, ya sé que dijimos que la única manera de salir de este hueco apestoso pasa por que yo consiga un buen trabajo, y tenga una carrera como Dios manda, pero hasta que eso pase, ¿cómo vamos a…?
– Ésa no es la única manera.
– ¿A qué te refieres?
– Me refiero a que hay otra manera.
– ¿Cuál?
– Alfred Parker.
Lydia parpadeó, y sintió en la boca un regusto amargo.
– No -logró articular, aunque en poco más que un susurro.
– Sí. -Su madre se llevó la mano al pelo recién cortado-. Ya lo he decidido.
– No, mamá. Por favor, no lo hagas. -Lydia sentía la boca seca-. No es lo bastante bueno para ti.
– No seas tonta, cielo. Seguro que sus amigos dirán que yo no soy lo bastante buena para él.
– Eso es una tontería.
– ¿Ah, sí? Escúchame bien, Lydia. Es un buen hombre. A ti nunca te molestó lo de Antoine. ¿Por qué te opones entonces a Alfred?
– Con Antoine nunca fuiste en serio.
– Bien, me alegro de que te des cuenta de que pretendo ir en serio con Alfred. -Lo dijo en tono cariñoso, pasándole una mano por el pelo, como para recordar cómo era el tacto de un cabello largo-. Quiero que seas amable con él.
– Mamá, no puedo -respondió Lydia, negando con la cabeza-. No puedo porque…
– ¿Por qué, Lydia?
Lydia empezó a mover de un lado a otro la punta de un zapato.
– Porque no es papá.
Valentina dejó escapar una especie de gemido raro.
– No, Lydia, no empieces. Aquella época terminó. Y esto es ahora.
Lydia agarró a su madre por el brazo.
– Conseguiré trabajo, ya lo verás -dijo con vehemencia-. Saldremos de este desastre, te lo prometo. No necesitas a Alfred, no lo quiero en casa. Es pretencioso y tonto, y se toca las orejas, y nos mete su Biblia hasta en la sopa, y…
Se detuvo para tomar aliento.
– No pares ahora, dochenka, sácalo todo.
– Lleva gafas, y aun así no ve que lo manejas a tu antojo, como si fuera de paja.
Valentina se encogió de hombros, altiva.
– Cállate, querida, no sigas. Dale tiempo. Te acostumbrarás a él.
– No quiero acostumbrarme a él.
– ¿Es que no quieres verme feliz?
– Ya sabes que sí, mamá, pero no con él.
– Es un inglés decente.
– No. Es demasiado… demasiado corriente para ti. Y lo cambiará todo, nos convertirá en personas tan corrientes como él.
Valentina se puso en pie.
– Eso que dices es insultante, Lydia, y yo…
– ¿Es que no ves -la interrumpió Lydia- que si le devolví su estúpido reloj fue para librarme de él? -Hablaba en voz cada vez más alta-. Si me gasté todo ese dinero que tanta falta nos hacía fue porque me pareció que de ese modo me odiaría tanto que se largaría y no aparecería nunca más por aquí. ¿Es que no lo ves?
Valentina se quedó inmóvil, mirando fijamente a su hija, muy pálida. En ese instante, el aire de la habitación habría podido cortarse con un cuchillo.
– Me subestimas -dijo su madre al fin-. No se largará.
– No lo hagas, mamá. No nos hagas esto.
– Ya lo he decidido, Lydia.
La joven sintió de pronto que no soportaba la idea de seguir compartiendo el mismo espacio con esa «nueva» Valentina. Cogió el paquete con el boniato y salió de la buhardilla dando un portazo.
– Gorrioncito, ¿qué haces aquí sola, a oscuras?
Era la señora Zarya, que llevaba una capa larga, de terciopelo, y se tocaba con un sombrero recargado y rematado con una pluma negra de avestruz. Los brillantes de los pendientes reflejaban la luz de la ventana y resplandecían como luciérnagas. Lydia apenas la reconocía.
– Le doy de comer a Sun Yat-sen -musitó.
– Llevas mucho rato dándole de comer.
Lydia no respondió. El conejo se acurrucaba en sus brazos, y ella sentía en el pecho los latidos acelerados de su corazón.
– ¿Le ha gustado el boniato?
– Sí, gracias.
Se hizo el silencio, pues ninguna de las dos sabía qué decir. En la calle, un cerdo emitió un chillido que era como el de un diablo nocturno.
– Está muy guapa -dijo Lydia al fin.
– Gracias. Me voy ahora mismo a la velada que organiza el general Manlikov. Una velada rusa. Seguro que será más divertido que quedarme en mi cuarto.
– ¿Puedo ir con usted, señora Zarya? -le preguntó Lydia educadamente-. Hoy llevo puesto el vestido elegante.
El rostro altivo, distante y ajado de la rusa se suavizó al instante, y esbozó una sonrisa.
– Da, sí. Tienes que venir -respondió, encantada-. Tal vez aprendas algo sobre el gran país que te vio nacer. Da.
– Spasibo -dijo Lydia-. Gracias.