Había más coches en las calles. O tal vez fuera sólo que Lydia se fijaba más en ellos. Y de colores más variados, al parecer. En todo caso eso era lo que aseguraba Alfred, que solía hablar de coches, de motores con nombres como Lanchester y Bean. A ella le molestaba que su madre siempre pareciera impresionada con sus comentarios. En una ocasión, llegó incluso a preguntarle qué era una barra de torsión. Lydia se quedó boquiabierta. Estaba en la acera, en el exterior del salón de té Tusón, apoyándose primero en un pie, después en el otro, haciendo esfuerzos por no congelarse, y había empezado a contar los automóviles de color marrón que pasaban por delante.
– Hola, jovencita, llegas puntual, por lo que veo. Me gusta.
– Hola, señor Parker.
Todavía no habían encontrado un modo cómodo de saludarse. Un beso resultaba muy íntimo -demasiado íntimo-, y un apretón de manos, demasiado formal. Habitualmente él le daba una palmadita en el brazo, y ella asentía. De ese modo sorteaban, más o menos, la incomodidad del momento.
– Entremos, pues -sugirió él, empujando la puerta-. Hace mucho frío aquí fuera.
Llevaba una bufanda de lana y un grueso abrigo de tweed, y mientras le sostenía la puerta abierta para que ella entrara primero, se fijó en que Lydia se miraba su propia ropa, perfectamente consciente del poco abrigo que le proporcionaba, así como del hecho de que no llevaba guantes. Con todo, le gustó el sonido de la campana que anunciaba su llegada, y que se activó apenas puso los pies en la estera de fibra de coco.
– Y bien Lydia, ¿de qué se trata?
Ella se estaba comiendo la tarte au citron, y su acidez le hacía cosquillas en la lengua. Los ojos de Parker, color caramelo, la observaban atrincherados tras sus gafas redondas de metal, y lo hacían con cierta dureza, con una desconfianza que no mostraban cuando se encontraba en presencia de Valentina. Al pensarlo, a Lydia se le encogió el estómago, y apartó la tarta. Aquello iba a ser más difícil de lo que había imaginado.
– Señor Parker -le dijo ella con estudiada cortesía-, le he pedido si podíamos reunimos hoy… -aspiró hondo-, porque quería pedirle que me prestara un poco de dinero.
– Querida niña -dijo él entre risas, limpiándose las migas de éclair de la boca con la ayuda de la servilleta-, me encanta que te sientas lo bastante cómoda conmigo como para pedirme algo así, como si fueras… -Llegado a ese punto se detuvo y se limpió los lentes con un pañuelo.
¿Como qué? Como una hija. A eso se refería. Eso era lo que había querido decir, pero se había reprimido a tiempo. Lydia le sonrió, y constató que él ya extraía la cartera del bolsillo, la misma cartera que ella le había robado. Sin las gafas puestas parecía casi atractivo, aunque no se acercara ni remotamente a Antoine en ese aspecto. Además, su coche era un Armstrong Siddeley de lo más vulgar, y no aquel deportivo pequeño y rápido de su predecesor. Deliberadamente, apartó todas aquellas ideas de su mente. El dinero. Debía concentrarse en el dinero.
Él se inclinaba hacia ella, propiciando la confidencia, sin dejar de reír entre dientes.
– ¿Para qué es? ¿Para darte un caprichito? ¿O tal vez es para tu madre? Puedes contármelo, ¿sabes?
– Es para alguien con quien tengo amistad.
– ¿Para un regalo, tal vez?
– Sí, algo así.
– Perfectamente comprensible. ¿Y cuánto dinero necesitas? ¿Te basta con veinte dólares?
– Necesito doscientos dólares.
– ¿Qué?
– Doscientos dólares.
Alfred no dijo nada, pero arqueó mucho las pobladas cejas, y apretó los labios hasta formar con ellos una línea fina. Cualquiera diría que lo había insultado.
– Por favor, señor Parker. Lo necesito, es por amistad.
Él levantó la taza, dio un sorbo al té y miró por la ventana, a la multitud que pasaba cargada con bolsas de los grandes almacenes Churston, o de Llewellyn's Haberdashery, con los cuellos de piel de los abrigos subidos hasta las orejas. A Lydia le pareció que él habría preferido encontrarse ahí fuera, con el resto de gente. Cuando volvió a mirarla, supo cuál sería su respuesta antes de que la verbalizara.
– Lo siento, Lydia, pero la respuesta a tu petición es no. No puedo darte tanto dinero, a menos que me digas para quién es, y por qué lo necesitas.
– Por favor, diga que sí. -Lo dijo con voz implorante, y alargó la mano en dirección a él, dejando un rastro en el mantel.
Alfred negó con la cabeza.
– Es algo muy importante para mí -insistió ella.
– Mira, Lydia, ¿por qué no me dices quién es esa persona y para qué necesita el dinero?
– Porque es… -estuvo a punto de decir que era peligroso, pero sabía que de ese modo lo único que lograría era que la billetera saliera intacta por la puerta- un secreto -aventuró al fin.
– En ese caso no puedo ayudarte.
– Podría mentirle, contarle una historia inventada.
– Preferiría que no lo hicieras.
– Estoy siendo sincera. He venido a verle con la verdad por delante, abiertamente. Usted es el hombre que pronto se casará con mi madre, y yo he acudido a usted en busca de ayuda. -Se tragó el poco orgullo que aún le quedaba y añadió-: Como si fuera su hija.
Durante una fracción de segundo, le pareció que lo lograría. Algo parecido a la satisfacción cruzó fugazmente sus ojos marrones. Pero al momento desapareció.
– No, de ninguna manera. Debes comprender, Lydia, que sería mi deber negarme a darle tanto dinero a una hija mía que no me contara para qué lo necesita. El dinero hay que ganarlo, ¿sabes?, y yo trabajo duro como periodista para hacerlo, por tanto, yo…
– En ese caso, también yo me lo ganaré.
Alfred suspiró, y volvió a mirar por la ventana, como si quisiera escapar de allí. En la mesa contigua, dos mujeres con sombreros de plumas se rieron, traviesas, cuando la camarera les trajo sus tortitas con mantequilla, y Parker volvió a limpiarse las gafas. Lydia había constatado que se trataba de un gesto que repetía en momentos de tensión.
– ¿Y cómo vas a ganártelo? -le preguntó él muy serio.
– Podría ayudarle en el periódico. Puedo preparar el té y llevarlo a los empleados, y…
– No.
– Pero…
– No. Ya contamos con mucha gente para eso, y además tu madre se enfadaría conmigo si consintiera que te distrajeras de tus estudios.
– Hablaré con ella. Puedo convencerla para que…
– No. No se hable más.
Permanecieron un instante mirándose a los ojos. Ninguno de los dos estaba dispuesto a bajar la mirada.
– Hay otra manera -dijo Lydia al fin- de que me gane los doscientos dólares.
Por su tono al decirlo, Parker se puso a la defensiva al momento. Se apoyó en el respaldo de la silla y se cruzó de brazos. Al hacerlo, las mangas de la chaqueta retrocedieron y se arrugaron.
– No sigamos por ahí. ¿Por qué no nos terminamos los pasteles v hablamos de… -buscó mentalmente algún tema- de la Navidad, por ejemplo, o de la boda? -Le sonrió, suplicante-. ¿De acuerdo?
Ella le devolvió la sonrisa y retiró la mano.
– Está bien. La boda. Va a ser en enero, ¿verdad?
Él asintió, y se le iluminaron los ojos al pensarlo.
– Sí, y espero que tú te alegres tanto como tu madre y como yo.
Ella cogió un terrón de azúcar del cuenco y empezó a chupar el borde. A Parker no le gustó aquel gesto, pero no dijo nada.
– A mí me parece -respondió Lydia- que el inicio de un matrimonio es un momento muy importante. Hay que aprender tantas cosas del otro, ¿verdad?, acostumbrarse a vivir juntos. Aceptar las costumbres del otro y… bueno… sus debilidades.
– Hay algo de verdad en lo que dices -aventuró él, desconfiado.
– Creo -Lydia mordisqueó el terrón de azúcar- que encontrarse con una hija de repente puede multiplicar por dos… las dificultades.
Parker se echó hacia delante, las dos manos extendidas sobre la mesa, y la miró con expresión grave.
– ¿Qué insinúas, Lydia?
– Que a usted le sería de gran ayuda que su hija le prometiera hacer todo lo que usted le ordenara. Sin discusiones, sin desobediencia, digamos que… durante los tres primeros meses de su vida conyugal y sin duda maravillosa.
Él cerró los ojos, y ella se fijó en que abría y cerraba la boca rítmicamente. Cuando volvió a abrirlos, su expresión no era tan amable como a ella le habría gustado.
– Eso se llama extorsión, jovencita.
– No. Es un trato.
– ¿Y si no me avengo a tu trato?
Ella se encogió de hombros y le dio otro mordisco al terrón.
– ¿Me estás amenazando, Lydia?
– No, no, por supuesto que no. -Se echó hacia delante, y prosiguió atropelladamente-. Lo único que le pido es que me dé una oportunidad, una oportunidad justa de ganarme doscientos dólares. Eso es todo.
Él meneó la cabeza, y a ella el azúcar empezó a saberle a ceniza.
– Eres una muchacha retorcida, Lydia Ivanova, pero deberás modificar tu conducta indigna una vez que tu madre y yo nos casemos y tú te conviertas en Lydia Parker. Estoy seguro de que tu madre se escandalizaría si supiera de tu duplicidad. -De pronto, dio tres golpecitos en la mesa con el tenedor de plata-. Tres meses. No quiero oír ni una palabra de más, ni una mirada fuera de lugar en todo ese tiempo. ¿Tengo tu palabra?
– Sí.
Parker se sacó la billetera y la abrió.
En un patio tenuemente iluminado, delimitado por un círculo de balas de paja, al perro que parecía un lobo le estaban desgarrando el cuello. Centímetro a centímetro. En el interior del círculo saltaban pedazos de piel, de carne. La sangre salpicaba a los rostros de los hombres que se acercaban demasiado, mientras el perro blanco, el que parecía un fantasma, agitaba de un lado a otro la cabeza y le arrancaba más y más pedazos de tráquea. Una oreja se le sostenía apenas por un tendón, tenía el hombro en carne viva, pero había herido de muerte al perro-lobo, y la multitud rugía en señal de aprobación.
Lydia observó brevemente la carnicería que tenía lugar en aquel círculo de paja, se fijó en los ojos ávidos de sangre de los hombres y, asqueada, en silencio, siguió su camino en dirección al muro. Se pasó la mano por la boca. Ya había llegado hasta allí, y no pensaba echarse atrás. Durante cinco días había rastreado el Barrio Ruso de Junchow, caminado por sus sórdidas calles al salir de clase, en busca de Liev Popkov. El hombre-oso. El del parche en el ojo y las botas. Cinco días de viento y lluvia.
– Vinye znayetyneya mogu naitee Liev Popkov? -preguntaba una y otra vez-. ¿Sabe dónde puedo encontrar a Liev Popkov?
La miraban con recelo y entrecerraban los ojos. Responder a cualquier pregunta equivalía a meterse en problemas.
– Nyet -decían, encogiéndose de hombros-. No.
Hasta esa noche. Se había armado de valor y se había metido en uno de los bares oscuros y mugrientos, un kabak, que apestaba a tabaco negro y a sudor de hombre. El suyo era el único rostro femenino, pero se mantuvo firme y finalmente, a cambio de medio dólar, un viejo desdentado le sugirió que probara en el patio de las peleas de perros que quedaba tras el establo.
Peleas de perros… Aquello parecía más bien un cementerio de perros.
Ahí se reunían los hombres los viernes por la noche a dar rienda suelta a sus emociones, unas emociones no adulteradas, en estado puro. Peleas de perros. Un fuego recorría sus venas, y se olvidaban de una semana de degradación en sus trabajos duros y miserables. Ahí apostaban quién iba a vivir y quién iba a morir, conscientes de que si ganaban podrían pasar la noche bebiendo vodka y, si la suerte seguía de su parte, en compañía de alguna muchacha.
Liev Popkov, en efecto, estaba ahí. Lydia lo distinguió al momento. Se alzaba sobre la masa compacta de espectadores, cuyo aliento se desplazaba por el aire helado del patio en penumbra, como incienso. Un farolillo pegado a una pared, detrás de Popkov, proyectaba su sombra inmensa sobre el círculo, y cubría los dos perros. No le veía la cara con claridad, pero su corpachón parecía inmóvil, perezoso, y cuando cambiaba de posición lo hacía con los movimientos pesados y lentos de un oso.
Se acercó a él y le tocó el brazo.
Él volvió la cabeza más deprisa de lo que Lydia esperaba. Aunque llevaba un ojo tapado, y la mitad inferior del rostro cubierta por la poblada barba negra, compuso un gesto inequívoco de sorpresa, y abrió mucho la boca, mostrando al hacerlo unos pocos dientes grandes, que destacaban más aún en el páramo de sus encías desoladas.
– Dobriy vecher. Buenas noches, Liev Popkov -le dijo Lydia en ruso, poniendo en práctica lo que había ensayado largo rato-. Quiero hablar con usted.
Tuvo que gritar para hacerse oír entre aquella multitud vociferante, y por un momento no supo si él la había oído siquiera, o si la había entendido, pues todo lo que hizo fue parpadear en silencio y seguir observándola con su único ojo oscuro.
– Seichas -le instó ella-. Ahora.
Él posó la mirada en los perros. Una arteria había sido seccionada, y la sangre canina inundaba el gélido aire nocturno. De su expresión no podía deducirse nada, de modo que Lydia no sabía si iba a salirse con la suya, pero entonces él, sin el menor esfuerzo, se abrió paso entre la masa de hombres que le rodeaban, y se desplazó hasta el muro que cerraba el patio. El lugar estaba muy oscuro, y olía a humedad.
– Hablas nuestra lengua -masculló él.
– La hablo mal -respondió Lydia en ruso.
Él se apoyó en la pared, esperando a que ella siguiera hablando, y ella no pudo evitar imaginar que el muro se derrumbaba bajo su peso. Visto de cerca, parecía aún mayor, y tenía que echar la cabeza hacia atrás para verle la cara. En un primer momento, eso era todo lo que veía: sus descomunales proporciones, que eran precisamente lo que le interesaba de él. Llevaba un sombrero de cosaco, de piel comida por la polilla, que le cubría a medias los rizos negros, y un abrigo largo y acolchado que apestaba a grasa y que le llegaba hasta los pies. Mascaba algo. ¿Qué? ¿Tabaco? ¿Carne seca de perro? No tenía ni idea.
– Necesito tu ayuda.
Las palabras, pronunciadas en ruso, acudieron a su lengua con más facilidad de la que esperaba.
– Pochemu? ¿Por qué?
– Porque estoy buscando a alguien.
Escupió al suelo lo que fuera que estaba mascando.
– Tú eres la dyevochka que me causó problemas. Con la policía. -Se expresaba con voz ronca, despacio. Ella no sabía si era su forma de hablar, o si se esforzaba para que ella lo entendiera en una lengua que todavía le costaba un esfuerzo-. ¿Por qué tendría que ayudarte precisamente a ti?
Ella abrió la mano, y le mostró los doscientos dólares que Alfred le había dado.