Capítulo 45

– Esta habitación huele raro -observó Valentina.

Iba de un lado a otro en el dormitorio de Lydia, levantando cosas, dejándolas de nuevo en su sitio, retirando algunos pelos cobrizos de un cepillo, alisando una cortina con la mano.

– Son hierbas. He probado unas infusiones chinas mientras estabais de viaje.

– ¿Y por qué?

Lydia se encogió de hombros.

– Por nada.

Estaba sentada al borde de la cama, tensa. Su mirada recorría el cuarto una y otra vez, en busca de cualquier señal que pudiera delatarla, pero no lograba encontrar nada. Se preguntaba qué quería su madre. Después de un desayuno en familia bastante formal, Lydia había subido a su habitación, pero su madre había ido tras ella casi de inmediato. Llevaba un vestido de lana rojo que realzaba su figura esbelta y contrastaba de modo espectacular con su media melena negra. En la muñeca lucía una pulsera nueva de marfil labrado. A Lydia le pareció que se veía cansada. Finalmente, su madre se detuvo junto a la ventana y se sentó en el alféizar, observándola. Fuera, volvía a nevar.

– Y dime, ¿quién es él?

– ¿Qué?

– ¿Quién es el afortunado joven?

A Lydia se le aceleró el pulso.

– ¿A qué diablos te refieres, mamá?

– Dochenka, no estoy ciega.

– No tengo ni idea de qué estás hablando.

Valentina metió la mano en un bolsillo del vestido y, durante un agónico segundo, Lydia temió que fuera a sacar alguna prueba irrefutable, pero lo que hizo fue coger una pitillera y un encendedor. Tras abrirla, extrajo un cigarrillo, golpeó un extremo sobre la tapa de carey, lo encendió y exhaló una nube de humo en dirección a Lydia.

– Cielo, ¿te has mirado en un espejo últimamente?

Lydia posó la mirada en el de luna que cubría el armario ropero, pero sólo vio reflejado su camisón sobre la silla. Al momento, con aprensión, pensó que tal vez hubiera alguna mancha de sangre en él.

– Mamá, quiero ir a ver a Sun Yat-sen ahora. ¿Es importante lo que tienes que decirme?

– Ah, qué mentirosa y malvada eres. ¿En qué andabas metida ayer noche? No pongas esa cara. Sé que fuiste al cobertizo.

Lydia sintió que empezaban a sudarle las palmas de las manos, y se las secó en el edredón.

– ¿Cómo?

Valentina se echó a reír.

– Porque no podía dormir. Vine a ver si estabas despierta, como en los viejos tiempos, en la buhardilla, pero tú no estabas, niña mala.

– Oh.

– No te hagas la asombrada. Desobedeciste a Alfred. Fuiste a dar de comer a tu preciosa alimaña cuando creías que estábamos dormidos, ¿no?

– Sí -admitió ella en un susurro.

– Dochenka, ese conejo no se merece el lío en el que puedes meterte con tu padrastro.

Un silencio denso inundó la habitación.

– ¿Verdad que no, Lydia?

– No, claro que no, mamá.

– Bien. -Valentina le dio una calada profunda al cigarrillo y apuntó a Lydia con él-. Dime por quién es que parece que tuvieras una hoguera encendida dentro de ti. Vamos, cielo, cuéntaselo a tu madre.

Lydia sentía que se ruborizaba por momentos.

– No sé de qué me estás ha…

– No seas tonta, Lydia. ¿Crees que no me doy cuenta? ¿Que no tengo ojos? Alfred y tú con la mirada perdida, en la mesa, durante el desayuno. Os ha dado fuerte a los dos. -Meneó la cabeza, moviendo el pelo con gesto infantil-. Menudo par.

– ¿Qué es lo que nos ha dado fuerte?

– El amor.

Lydia estuvo a punto de atragantarse.

– Mamá, no seas absurda.

Su madre compuso una mueca graciosa, burlona.

– ¿Crees que ya no me acuerdo de lo que se siente? Lydia, amor mío, has cambiado.

– ¿Cómo?

– Te brillan los ojos, y la piel, y sonríes sin querer cuando crees que nadie te ve. Hasta caminas distinto. ¿Quién es ese joven? Díselo a tu madre. ¿Es algún muchacho de tu clase que te gusta?

– Por supuesto que no -respondió Lydia, ofendida.

– Entonces, ¿quién?

– Oh, mamá, sólo es alguien a quien he conocido.

Valentina se acercó y se sentó junto a su hija, sobre el edredón color albaricoque. Tomó el rostro de su hija entre sus manos y la miró a los ojos con expresión oscura y solemne.

– Sea quien sea, puedes mantenerlo en secreto si es lo que debes hacer, pero escúchame bien. Nada de tontear con él, ¿lo comprendes? Tienes que terminar la escuela, y tienes que ir a la universidad, tal vez incluso a Oxford si logramos llevarte a Inglaterra a tiempo. Ésos son nuestros planes, ¿recuerdas? De modo que… -le movió la cabeza de un lado a otro- esta vez me obedeces, niña. Nada de tonterías, ni una sola.

– Sí, mamá.

– Bien, me alegro de que lo comprendas.

Lydia esbozó una sonrisa tímida, y Valentina se echó a reír.

– No te asustes, lo dejamos aquí por hoy. Pero dile de mi parte que le arrancaré los ojos con una cuchara oxidada si le hace daño a mi hija.

– No seas tonta, mamá -dijo, y le dio un abrazo breve-. Te he echado de menos.

– Sí, claro, como un gato a un perro.

Lydia sostuvo la mano de su madre en el regazo. Era la derecha, la que no tenía alianza de diamantes, la que prefería.

– ¿Y tú? ¿Estás contenta, mamá? Con Alfred, quiero decir.

Valentina compuso al instante su gesto de entusiasmo.

– Oh, sí, cielo, Alfred es un ángel, el hombre más dulce y bueno que ha existido jamás.

– Y te adora.

– También.

– Quiero que seas feliz.

– Cariño, soy feliz. De veras, mírame -le dijo, demostrando sus palabras con una gran sonrisa. Se veía tan guapa que costaba creer que no estuviera diciendo la verdad. Pero sus ojos negros no brillaban.

– A partir de ahora tendrás toda clase de cosas bonitas. Como tú querías.

– Sí, como yo quería -dijo Valentina, apagando la colilla en un plato de cristal que reposaba sobre la mesilla de noche y encendiendo otro-. Pero hay una cosa que mi querido Alfred quiere que tenga, y que yo no quiero tener.

– ¿Qué?

– Un hijo.

Lydia abrió mucho la boca sin querer.

– Veo que piensas lo mismo que yo, cielo. No te preocupes, no sucederá. Por el amor de Dios, niña, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras?

– Un bebé -susurró Lydia mientras se secaba la cara con el reverso de la mano-. Sería mi hermano. O mi hermana. -Jamás se lo había planteado hasta ese momento, pero su madre era una mujer joven todavía-. Mamá, eso sería maravilloso. Te encantaría. -Intentó besarla, movida por la emoción, pero su madre la apartó.

– ¿Qué? ¿Estás loca, dochenka?

– No. Sería perfecto. Y te ayudaría.

– ¿Qué sabes tú de bebés?

– Nada, pero aprendería. Por favor, mamá, di que sí. Dile a Alfred que sí. Sí. Él pagaría a una amah para que se ocupara del trabajo más pesado, y así no sería tan duro para ti, y yo le cantaría canciones, como hacías tú conmigo cuando yo era…

– Basta. Para ahora mismo, pequeña. -Valentina encerró entre las suyas la mano de Lydia y, con sonrisa forzada, le dijo-: No imaginaba que fueras a reaccionar así. ¿Tan sola te sientes?

– No, pero sería… especial. Tener un hermano o una hermana a quien querer.

– ¿Mejor que tu sucio conejito?

Lydia también sonrió.

– No tanto, pero casi.

– Que Dios me ampare.

Se echaron a reír a la vez, y por un momento Lydia estuvo tentada de contarle la verdad sobre sus visitas al cobertizo. Pero entonces, en un cambio súbito de humor, su madre abrió mucho los ojos, horrorizada. Se puso en pie al momento y, con los brazos en jarras, miró fijamente a su hija.

– No será el joven Serov, ¿verdad?

– ¿Qué?

– Dios santo, pero si lo vi alejarse ayer, cuando llegamos a casa. Dime que no es él quien te tiene moviendo la cola como una perra en celo.

– ¡Mamá! No seas…

– Dímelo.

Valentina agarró a Lydia por la muñeca y le obligó a levantarse.

– Él no, mantente alejada de él.

– ¿Cómo va a ser él? -Apartó la muñeca y se la frotó con la otra mano-. No soporto a Alexei Serov.

Valentina entrecerró los ojos y observó a Lydia con furia.

– Oh, dochenka. Que Dios te pinte la lengua de negro. ¿Cómo sé cuándo debo creerte? Se te da tan bien mentir…

En ese instante sonó el timbre.


Demasiadas voces. Eso fue lo que alarmó a Lydia. No podía tratarse de la visita de algún amigo de Alfred, porque todos creían que seguía de luna de miel. No, era otra cosa. Algo peor. En silencio, se acercó al rellano y se asomó a la barandilla para echar un vistazo al vestíbulo.

Fue entonces cuando le pareció que el corazón estaba a punto de salírsele por la boca. No es que fuera algo peor; era lo peor que podía suceder. El pequeño espacio estaba lleno de uniformes.

– Lo siento, señor Parker -decía un policía inglés que lucía galones en las hombreras-. Comprendo sus objeciones, pero me temo que estamos facultados para registrar su vivienda -añadió, alargándole un papel.

Alfred lo aceptó, pero no lo hojeó siquiera.

– Esto es una indecencia absoluta -se lamentó secamente.

Lydia bajó discretamente la escalera. El pánico le hacía ser rápida, pero era imposible pasar frente a todos ellos sin ser vista. Valentina estaba de pie, detrás de Alfred, y agarró a su hija del brazo.

– ¡Oh, Lydochka, qué emoción! Una jauría entera de ellos. Como lobos.

Había cuatro agentes de policía ingleses ocupando el vestíbulo, figuras corpulentas de modales educados pero con miradas severas. Los copos de nieve se fundían sobre sus hombros. Pero lo que más asustaba a Lydia era lo que aguardaba en el exterior: cinco soldados. Uniformes grises. El sol del Kuomintang bordado en las gorras. Tropas chinas. Aguardando pacientemente bajo la nieve, con rostros fríos, impasibles.

Las voces se solapaban. Debía salir de allí. Ahora. Ahora mismo.

– Mamá, ¿qué están buscando?

– Parece que a un comunista. A un agitador chino. Alguna criatura malintencionada se ha inventado la historia de que se oculta aquí. En nuestra casa, cielo santo. Cómo no íbamos a darnos cuenta de algo así. ¿No es del todo absurdo? -Y empezó a reírse, pero al ver la expresión de su hija, la risa se le heló en los labios, y arrastró a Lydia hasta el fondo del vestíbulo-. No -susurró-. No.

– Mamá -balbució ella, tirando impaciente de la mano de su madre-. Debemos lograr que Alfred los retenga aquí un poco más. Necesito tiempo. -Volvió a apretarle la mano, con más fuerza-. ¿Lo entiendes?

El rostro de Valentina estaba blanco como la nieve de la calle, pero se acercó de nuevo a su esposo y le pasó un brazo por la cintura.

– Ángel -le susurró, seductora-, ¿por qué no invitas a estos apuestos agentes a entrar al… -echó un vistazo al salón, pero para alivio de Lydia pareció recordar a dónde daban los ventanales- comedor, para que se tomen una copa y puedan explicarnos la situación como Dios man…

– No, querida. -La boca de Alfred, muy apretada, formaba una línea recta, airada-. Acabemos cuanto antes con esta irrupción. Que terminen lo antes posible.

– Gracias, señor -respondió el agente con gran formalidad-. Les molestaremos lo menos que podamos.

– No, Alfred, querido. Creo que esto es… inaceptable.

Algo en su tono de voz le llevó a mirar a Valentina. A pesar del pánico que se había apoderado de ella, Lydia estaba impresionada. Alfred vio lo que había en los ojos de su esposa, frunció el ceño y se llevó la mano a las gafas, como si estuviera a punto de limpiárselas, pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue observar a Lydia, toser y volver a dirigirse a los policías de uniformes oscuros.

– Pensándolo mejor, creo que mi esposa tiene razón. ¿Cómo se atreven a entrar en mi casa sin razón alguna? Esto merece más explicaciones.

– Señor, ya le he expuesto las razones. Estamos cooperando con nuestros colegas chinos, pues el Asentamiento Internacional se encuentra fuera de su jurisdicción. En realidad, no hay nada más que explicar.

Alfred se incorporó, tieso como un palo.

– Permítame que disienta, y sepa que abordaré esta cuestión en mi próximo artículo del Daily Herald. -Alargó la mano en dirección a Lydia-. Vete, Lydia. -Y dirigiéndose al agente, añadió, muy digno-: No quiero que mi hija se vea implicada en esta… farsa.

Mentalmente, Lydia arrancó todos los alfileres que había clavado en la A mayúscula que había escrito la noche anterior en aquella hoja de papel. Y, sin mediar palabra, abandonó el vestíbulo.


– Los soldados. Están aquí. Deprisa.

Pero él ya se había puesto en marcha. Había abandonado el calor de las mantas y estaba de pie, luchando por mantener el equilibrio.

Ella se acercó a él y lo besó con urgencia, brevemente.

– Esto es para darte fuerzas -le dijo, sonriendo.

– Mi fuerza eres tú -respondió él, antes de coger la chaqueta. Ya estaba vestido del todo, y se había puesto incluso las botas. Estaba preparado para cuando llegara el momento.

Lydia vio entonces el zurrón que ella misma le había llenado de medicamentos la noche anterior, y le pasó un brazo por la cintura.

– Vamos.

– No. -La fiebre le había nublado la vista, pero no los sentidos-. Borra nuestras pistas -dijo, señalando las mantas.

Ella las cogió al instante, y junto con la bolsa de agua caliente las metió en unos sacos polvorientos que había apoyados en la pared. Cuando lo hubo hecho, cogió un montón de paja del conejo y la echó encima, para disuadir a posibles manos curiosas.

– Gracias, xie xie, Sun Yat-sen -declaró Chang, solemne.

Lydia se habría echado a reír, pero había olvidado cómo se hacía.


La nieve los salvó. Descendía girando en grandes copos ligeros que emborronaban el mundo. Los suelos se volvían traicioneros, y los sonidos se amortiguaban, mientras los coches y la gente aparecían desenfocados, inmersos en aquel mundo blanco, giratorio. Franquearon la puerta del jardín abierta. Salieron a la calle principal. Y corrieron.

Jamás supo cómo lo logró Chang. El frío le laceraba el rostro. No llevaba abrigo, sólo un suéter grueso, pero ésa era la menor de sus preocupaciones. Las tropas del Kuomintang estaban en la casa, y una vez que la encontraran vacía, ¿qué harían? Saldrían a buscar. No dejaba de mirar atrás, pero no distinguía ninguna figura, y se aferraba a la convicción de que, si ella no podía verlos, ellos no podían verla a ella. ¿O no era así? La nieve convertía el aire en una sábana blanca, densa, que impedía la visión más allá de unos pocos metros, y hacía que todo el mundo caminara deprisa, con la cabeza gacha, sin prestar atención a dos personas que se apresuraban por la calle helada.

Tenía que pensar. Lograr que su mente funcionara por los dos.

¿Adónde ir?

Sus pies resonaban en la calle al unísono, veloces, y el corazón de Lydia se movía al mismo ritmo. Había pasado el brazo alrededor de la cintura de Chang, para sostenerlo firmemente a su lado, y sentía que él trataba de no cargar el peso contra ella, pero en una ocasión tropezó. Su mano herida se posó en el suelo con fuerza, pero él no dijo nada; se levantó y siguió corriendo. Cuanto más corrían, inmersos en una huida caótica, más lo amaba ella. Chang tenía tanta fuerza de voluntad… Y había una gran calma en su centro que le permitía controlar el dolor y el agotamiento. Sólo el músculo que temblaba en su mandíbula lo delataba.

Pensar. Pero era difícil pensar cuando todo resbalaba y se desmoronaba en su interior.

Descendieron por Laburnum Road y giraron a la izquierda. Después a la derecha, e inmediatamente a la derecha otra vez, zigzagueando para despistar a quien pudiera perseguirlos. Ella respiraba entrecortadamente, a bocanadas. Cuando arrastraba a Chang An Lo para ayudarle a cruzar la calle, estuvieron a punto de ser atropellados por una bicicleta que surgió de la nada, derrapando sobre la nieve. El corazón le latió con más fuerza al constatar lo cerca que podían estar de ellos los soldados sin que lo supieran.

No se le ocurría ningún lugar al que ir que no fueran los muelles. La vieja cabaña de Tan Wah, si es que seguía en pie. Liev Popkov le había destruido el techo, pero era mejor eso que nada, cualquier cosa era mejor que nada. Pero estaba muy lejos. Chang parecía cada vez más débil, y le fallaban los pies.

– Al muelle -murmuró ella, y su aliento asomó al aire helado en forma de vaho.

Él volvió a asentir. Para no malgastar el aire.

Lydia dejó de correr y empezó a andar deprisa. No iba a permitir que se le muriera ahí mismo. Se dirigieron colina abajo. Ya sólo tenían que superar el gran cruce que formaba la confluencia de Prince Street con Fleet Road, y descender recto hasta los embarcaderos, pero al acercarse a la intersección vio a dos policías en una esquina, justo delante de ellos. Uno llevaba uniforme británico, y el otro era francés. Iban cubiertos con sus capas azul marino, y tenían las cabezas muy juntas.

Sin detenerse, condujo a Chang a través del denso tráfico hasta el otro lado de la calle, alejándose de los uniformes, y creyó que se había librado de ellos. Pero la cabeza del inglés se alzó, y la miró directamente. Acto seguido se fijó en Chang. Le dijo algo a su colega y, al momento, los dos se pusieron en marcha en dirección a ellos, abriéndose paso entre la nieve que no dejaba de caer. Lydia no podía echar a correr, dado el estado de Chang An Lo. Lo que hizo fue tratar de inventar un buen motivo por el que una muchacha blanca pudiera ir dando trompicones junto a un chino que la agarraba por los hombros en plena ventisca.

No lo logró.

Los policías estaban cada vez más cerca, separados sólo por un embotellamiento repentino, cubiertos de blanco. Túnicas mortales. Un nativo que empujaba una carretilla en la que iba montado un niño maldijo al coche de delante, que había reducido la velocidad al acercarse al cruce. El conductor pisó el acelerador, dispuesto a arrancar, y el ruido llevó a Lydia a fijarse en él. La nieve que se acumulaba en el parabrisas apenas le permitía distinguirlo, pero finalmente lo identificó. Entonces, sin pensarlo dos veces, se plantó en medio de la calle, arrastrando consigo a Chang.

Dio unos golpecitos en la ventanilla.

– Señor Theo, soy yo.

La ventanilla descendió, y los ojos grises del señor Theo la observaron, entrecerrados para protegerse del viento helado.

– Dios mío, ¿qué está haciendo en la calle con este tiempo? -Su mirada se dirigió entonces a Chang An Lo-. Maldita sea.

Los policías estaban a punto de alcanzar el vehículo.

– Yo… -Tenía la boca tan seca que se detuvo. Volvió a intentarlo-. Necesito que alguien nos lleve.

Lydia vio que su profesor se fijaba en las dos figuras uniformadas que se acercaban por detrás. Junto a él, Chang An Lo respiraba cada vez con mayor dificultad.

– No estará escapando, ¿verdad?

– No, señor Theo -se apresuró a responder ella-. Por supuesto que no.

Él sabía que le estaba mintiendo. Y ella sabía que él lo sabía.

– Suban.

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