Aquella noche Elias no me encontró precisamente alegre. Nos reunimos en otra taberna en la que ninguno de los dos había estado anteriormente. El lugar era más ruidoso de lo que hubiera querido, lleno de borrachos vociferantes -diría que en su mayoría tenderos- a los que les encantaba reírse escandalosamente por nada, cantar desentonando y hacer bailar a la mujer del tendero, una señora rolliza y entrada en años. Elias y yo nos encorvamos sobre nuestra mesa, como si tratáramos de mantenernos debajo de la nube de humo que pendía sobre el local.
– La rosa blanca -dijo él-. Eso no puede ser bueno.
– ¿Por qué iban a querer atacarme los jacobitas?
– Dudo que sean ellos. Lo más probable es que alguien quiera hacerte creer eso. A los jacobitas no les interesan los juegos. Actúan en silencio y atacan manteniéndose a cubierto. Reconozco un engaño en cuanto lo veo.
– A menos que sean los jacobitas y hayan dejado la rosa para que piense que es un engaño y no sospeche de ellos.
Él asintió.
– Siempre existe esa posibilidad.
– Entonces sigo sin saber nada, a menos que no haya nada que saber.
Él meneó la cabeza.
– ¿Y qué si hubiera algo que saber? ¿Te serviría de algo?
– Quizá vuelva a visitar a Rowley. Si le corto la otra oreja, a lo mejor esta vez me dice la verdad.
– Eso sería muy peligroso, y no podrás hacerlo. He oído que se ha retirado al campo para recuperarse. Rowley está fuera de tu alcance.
– Y seguro que está bien protegido.
– Sin duda. Todo esto es un lío. Ojalá hubiéramos sabido desde el principio que ese Ufford era jacobita. Te hubiera aconsejado que no te metieras.
Me encogí de hombros.
– Con rosa o sin ella, sigo sin entender nada. Por lo que parece, la mitad de la gente del país es jacobita. Uno más o menos no cambia nada.
– No estamos hablando de un ladrón de casas que alza su copa por el rey… -Y al decir esto agitó la mano sobre su vaso, el código escocés que los jacobitas utilizaban para brindar por el Pretendiente cuando sospechaban que había espías de los de Hanover cerca. El gesto significaba «El rey del otro lado del mar»-. Weaver, Ufford es un cura de la Iglesia anglicana. Si es jacobita, es muy probable que tenga muy buenos contactos, que esté actuando desde dentro.
– Pero ¿cómo puede haber jacobitas en la Iglesia anglicana? ¿No es ese el gran temor de la resistencia inglesa al Pretendiente? ¿Que convierta la nación en católica?
– Sí, pero en la Iglesia hay quien tiene tendencias papistas, y no cree que tengan derecho a elegir al monarca. Hubo muchos que se negaron a jurar lealtad al nuevo rey cuando el padre del Pretendiente huyó. Tienen un poderoso legado en la Iglesia, y están convencidos de que solo el Pretendiente puede devolverles su poder.
– A pesar de sus simpatías, North parece pensar que Ufford no tiene nada que ofrecer, solo palabras. No es probable que los jacobitas confíen en alguien así.
– Es difícil decirlo. Quizá tiene algo que ellos necesitan. O puede que North odie tanto a Ufford que solo ve debilidad donde se esconde una gran fuerza. Los jacobitas no han sobrevivido dándose publicidad precisamente. Por eso recelo de esa rosa. Esos hombres son como los jesuitas. Se ocultan. Se mueven en silencio. Se infiltran.
Yo me reí.
– Ya tengo bastantes preocupaciones. Lo que menos falta me hace es tener que andar mirando por encima del hombro por si me siguen sigilosos jesuitas.
– Pues tendría que preocuparte.
– No, lo que me preocupa es limpiar mi nombre, no quién intriga contra quién o quién será nuestro rey el año próximo. Esta investigación me resulta cada vez más frustrante.
Él meneó la cabeza.
– Mira, si quieres que hablemos de ello lo hablamos, pero me temo que no te gustará lo que voy a decirte. He pensado mucho en todo esto, y no creo que vayas a llegar muy lejos con ese planteamiento.
– ¿No? -pregunté secamente. Elias me había encontrado ensangrentado y había elegido ponerme sal en las heridas.
Por la forma en que arqueó la ceja supe que se había dado cuenta de mi descontento, pero no estaba dispuesto a callar.
– Escucha, Weaver. Estás acostumbrado a examinar detenidamente los asuntos para descubrir la verdad. Quieres saber quién robó algo, o quién hirió a alguien, y cuando lo averiguas, cuando puedes demostrar lo que sabes, ya está. Pero en este caso la verdad no te sirve. Digamos que puedes demostrar que Dennis Dogmill está detrás de la muerte de Walter Yate. Y qué. Los tribunales ya han demostrado que no les interesa la verdad. ¿Contarás tu historia a los periódicos? Solo los periódicos de los tories la publicarían, y nadie que de antemano no se sienta inclinado a creerte lo hará solo porque lo diga un periódico partidista. Llevas todo el día pateando las calles con la esperanza de descubrir algo que no te servirá de nada. Lo único que has conseguido ha sido poner en peligro tu vida, nada más.
Meneé la cabeza.
– Si piensas volver a aconsejarme que huya, no pienso hacerlo.
– Te lo diría, pero sé que no serviría de nada. Lo que quería era proponerte un plan. Dado que en este caso descubrir y demostrar la verdad no será suficiente, debes encontrar la forma de utilizar lo que descubras. No vencerás demostrando únicamente que no mataste a Yate, porque eso ya lo has hecho y no te ha servido de nada. No vencerás demostrando quién ha matado a Yate, porque los que tienen el poder han demostrado que les importa un comino la verdad. No, tienes que lograr que Dennis Dogmill necesite que seas exculpado, y entonces puedes estar seguro de que él se encargará de todo.
Me sentía reacio a abandonar mi mal humor, pero confieso que Elias me había intrigado.
– Y eso ¿cómo lo hago?
– Descubriendo lo que no quiere que se descubra y llegando a un acuerdo con él.
Ahí tenía algo positivo; me gustaba.
– ¿Estás hablando de extorsión?
– Yo no lo diría así exactamente, pero sí, es eso. Debes darle la opción de deshacer lo que ha hecho o enfrentarse a la ruina.
– ¿Propones que le amenace?
– Ya lo has visto. No creo que cortándole una oreja logres que un hombre tan violento ceda a tus exigencias. Debes descubrir a qué tiene miedo. Preocúpate menos por el motivo que le llevó a matar a Yate y más por saber por qué quería que te culparan a ti. Seguramente sabes, o él cree que sabes, algo que puede perjudicarle. Ahora tienes que averiguar qué es y utilizarlo en su contra.
– No creo que lo que propones sea tan distinto de lo que estoy haciendo.
– Puede. Pero tus métodos te ponen en un grave peligro. ¿Cuánto tiempo podrás seguir llevando esa librea de lacayo? Sin duda el señor North contará lo que ha visto.
– Tendré que conseguir ropas nuevas.
– Estoy de acuerdo -dijo con toda la intención-. Pero ¿qué clase de ropa?
Suspiré con impaciencia.
– Sospecho que tú tienes la respuesta.
– Sí, es evidente, ¿verdad? -dijo, feliz-. Verás, me temo que, por la forma en que estás llevando tus asuntos, solo es cuestión de tiempo que te reconozcan y te apresen. Pero creo que he descubierto cómo evitar tan desafortunado desenlace. -Hizo una pausa para tomar un sorbo con dramatismo-. ¿Te acuerdas del año pasado, cuando vimos el espectáculo de un hombre llamado Isaac Watt en la feria de Bartholomew?
Volvió a mi memoria aquel día de alcohol, cuando estábamos estúpidamente entre una multitud maloliente, observando a un hombrecito muy diestro que hacía trucos asombrosos ante una chusma entusiasta y borracha.
– ¿El que hacía desaparecer monedas y aparecer pollos y ese tipo de cosas? ¿Qué le pasa? ¿A quién le importa en estos momentos un feriante?
– Escucha un momento. Después de ver su espectáculo, me interesé por conocer los misterios de la prestidigitación. No me interesaban los secretos que había detrás de los distintos trucos… no tenía ningún interés en hacer juegos de manos. No, lo que me interesaba eran los principios que hacen que los trucos funcionen. A raíz de mis lecturas he descubierto que todo se basa en el principio de la distracción. El señor Watt actúa de tal forma que tienes que mirar lo que hace su mano derecha. Y eso le permite utilizar la izquierda con libertad. Nadie mira esa mano, así que puede hacer lo que quiera con ella sin que nadie se fije, aunque esté al descubierto.
– Muy interesante, y de no ser porque el grueso de las fuerzas del rey me buscan para acabar con mi vida, compartiría tu entusiasmo por este tema. Pero en estos momentos no acabo de ver en qué puede ayudarme.
– Creo que debemos ocultarte utilizando el principio de la distracción. Utilizaremos esas cuatrocientas libras que has conseguido para comprarte ropa nueva y pelucas y buscarte un bonito lugar donde vivir. Elegirás un nuevo nombre, y entonces podrás moverte entre la élite de la ciudad sin que te molesten, porque a nadie se le ocurriría buscar ahí a Benjamin Weaver. Podrías encontrarte con gente que te ha visto una docena de veces y lo único que pensará es que le resultas familiar.
– ¿Y si me veo en la necesidad de hacer algún interrogatorio algo brusco? ¿Esta versión tan blanda de mí mismo vacilará a la hora de abofetear a un hombre?
– Yo diría que sí. Esa es la razón por la que tú, tu verdadero yo, aparecerá de vez en cuando, pero en Smithfield, en Saint Giles, en Covent Garden y en Wapping, los lugares más miserables de la ciudad. La clase de lugar donde se espera que se esconda un hombre desesperado.
Reconozco que había empezado a perder interés en lo que me pareció otro de los caprichos filosóficos de Elias, pero en este punto abrí mucho los ojos.
– Estarán tan ocupados mirando mi mano derecha que no se les ocurrirá mirar lo que hago con la izquierda.
Él asintió sabiamente.
– Veo que lo has entendido.
– ¡Ajá! -grité, y di un golpe en la mesa-. Elias, te has ganado tu bebida -le dije, cogiendo su mano y estrechándola con gran entusiasmo-. Creo que has encontrado la solución.
– Bueno, yo también lo creo, pero me alegra oírtelo decir. ¿Qué vas a hacer?
– De momento cogeré habitación aquí.
Pedí pluma y papel y juntos hicimos una lista con unas doce tabernas que conocíamos de nombre pero donde nadie nos conocía. Quedamos en que nos encontraríamos cada tres días a esa hora en una de aquellas tabernas, por el orden en que aparecían en la lista. Por supuesto, cada vez Elias tendría que asegurarse de que no lo seguían.
– En cuanto a mañana -le dije-, reúnete conmigo debajo del cartel del Cordero Durmiente, en Little Carter Line.
– ¿Qué hay allí?
– La mano derecha. Ya veremos qué guante le ponemos.
Le había pedido a Elias que se reuniera conmigo en un taller donde un sastre llamado Swan ejercía su oficio. Hacía ya unos años que lo consideraba un hombre competente y amable (es decir, que no insistía más de lo necesario cuando quería cobrar); un día acudió a mí -tal vez año y medio antes de los sucesos que narro- porque necesitaba de mis servicios. Al parecer, su hijo había estado divirtiéndose ni más ni menos que en Wapping, cerca del muelle, y había bebido demasiado, razón por la que no se mostró tan dócil como sus compañeros cuando la patrulla de enganche cayó sobre ellos. Habían puesto al hijo de Swan al servicio de la Marina de su majestad.
Como bien sabe el lector, un joven de clase media, aprendiz de comerciante, no es el tipo de persona que buscan las patrullas de enganche, así que el señor Swan hizo todo lo posible por que soltaran a su hijo, pero no recibía más que negativas y desprecios. No podían hacer nada, le decían. Lo cual siempre es mentira. En realidad lo que querían decir es que no podían hacer nada porque no valía la pena molestarse por salvar al hijo de un sastre de servir a su país en el mar. De haber sido Swan un caballero con quinientas o seiscientas libras de renta anuales, habrían podido hacer mucho más. Pero el caso es que lo despacharon con impaciencia y le aseguraron que no podían encontrar al chico, pero que seguramente estaría mucho mejor a bordo de un barco.
Sin embargo, cuando el apenado padre acudió a mí, descubrí que podían hacerse muchas cosas, entre ellas contactar con un caballero que conocía yo en la autoridad portuaria; en una ocasión me contrató para que recuperara ciertos objetos de plata que habían robado en su casa. Fue lo bastante amable para preguntar. Localizaron al chico y lo soltaron unas horas antes de que su barco zarpara.
Unos seis meses después visité al señor Swan para que me hiciera un traje nuevo y lo encontré más servil que de costumbre. Puso especial atención y cuidado en tomar las medidas, insistió en utilizar los mejores tejidos y se aseguró de que estuviera bien comido y bebido mientras me atendía. Cuando volví para recoger el traje, me anunció que no tenía que pagarle nada.
– Tanta generosidad es innecesaria -le dije-. Ya me pagasteis por mis servicios, no hay ninguna deuda entre nosotros.
– Sí la hay -dijo él-, porque recientemente he sabido que el barco en el que mi hijo debía partir se perdió en una tormenta. Nuestra deuda con vos es mucho más grande de lo que imagináis.
Esta gratitud que el hombre sentía por mí me inclinaba a confiar en él. Como cualquier otro hombre, sin duda el señor Swan también preferiría tener ciento cincuenta libras -como las que se ofrecían por mi cabeza- a no tenerlas, pero ya me había demostrado que valoraba la lealtad más que el dinero y que se sentía en deuda conmigo. Así que pensé que si en alguien podía confiar era en él.
Había enviado una nota a Swan avisándole de mi llegada, así que salió a recibirme a la puerta y me hizo pasar. Mi sastre era un hombre bajito que se acercaba peligrosamente a la vejez, delgado, con largas pestañas y unos labios grandes que parecían aplanados después de años de sujetar alfileres. Aunque su trabajo era irreprochable, no demostraba interés por su aspecto, solo por el de sus clientes; llevaba siempre chaquetas viejas y pantalones rotos.
– Vuestro amigo ya ha llegado -me dijo-. Debéis pedirle que deje de hablar con mi hija.
Asentí y reprimí una sonrisa.
– De nuevo debo daros las gracias por acceder a ayudarme en este asunto, señor. No sé qué habría hecho si os hubierais negado.
– Jamás haría una cosa tan traicionera. Haré todo lo que esté en mi mano por ayudaros a recuperar vuestro buen nombre, señor Weaver. Solo tenéis que decirlo. Corren tiempos difíciles, no lo negaré. Desde que la South Sea se vino abajo, los hombres ya no compran ropa como solían, pero nunca son tan difíciles como para que uno no pueda ayudar a un amigo de verdad.
– Sois demasiado bueno.
– Sí, sí, pero está ese asunto de mi hija.
Entramos en su taller y vi a Elias sentado a una mesa, tomando un vino y charlando sobre ópera con la hermosa hija de quince años de Swan, una joven de cabellos y ojos oscuros, con el rostro tan redondo y rojo como una manzana.
– Un espectáculo tan maravilloso… -decía Elias en ese momento-. Los cantantes italianos haciendo gorgoritos, el impresionante escenario, los trajes maravillosos. Oh, algún día tendríais que verlo.
– Estoy seguro de que lo hará -dije- y no quisiera que le estropearas la sorpresa, Elias. Así que deja de contarle óperas.
Él me miró muy serio, pero me entendió perfectamente. Yo sabía que no insistiría.
– Bien. -Se restregó las manos-. Ahora que estamos todos, podríamos empezar.
Swan despachó a su hija y cerró la puerta.
– Solo tenéis que indicarme qué queréis y lo haré. -Cogió con desagrado mi librea de lacayo con sus dedos inusualmente largos y delgados.
– Esto es lo que queremos -dijo Elias. Se puso en pie y empezó a andar por la habitación-. Tras meditar el asunto detenidamente, he decidido que el señor Weaver se haga pasar por una persona acaudalada que ha regresado recientemente a las islas procedente de las Indias Occidentales, donde posee una plantación. Su padre siempre ha participado activamente en política, digamos, y ahora que él ha vuelto a su tierra, de la que no sabe apenas nada, ha decidido que le gustaría ser político.
Yo asentí con gesto de aprobación.
– Parece un buen disfraz -dije, pensando que el hecho de que no conociera las islas explicaría mi torpeza en sociedad-. ¿Y la ropa?
Elias dio una palmada.
– Esa es la cuestión, Weaver. Nuestro querido señor Swan debe actuar con sumo cuidado. Si hacéis esto bien, Swan, os prometo que en el futuro os encargaré siempre mi ropa.
– No se me ocurre ningún incentivo mejor -comenté- que los encargos de un caballero que nunca paga sus facturas.
Elias frunció los labios, pero por lo demás no me hizo caso.
– Si queremos que no reconozcan a Weaver, debemos lograr que en él no haya nada que llame la atención. Así pues, sus ropas deben ser elegantes y corresponderse con su supuesto estatus, pero no deben ser llamativas en modo alguno. Quiero que cuando alguien mire a Weaver, piense que ha visto a cientos de individuos como él y no se fije más. ¿Entendéis lo que quiero decir, Swan?
– Perfectamente, señor. Soy vuestro hombre.
– Me alegra oírlo -exclamó Elias-. Podemos utilizar los mismos principios de los juegos de manos para ocultar al señor Weaver aun estando a la vista. Aunque lo mire una persona que lo haya visto en incontables ocasiones, no lo reconocerá. En cuanto al resto de la gente, que lo busca partiendo de una descripción… bueno, estos no lo mirarán una segunda vez.
Swan asintió.
– Tenéis razón, señor. Mucha razón, pues en mi oficio hace tiempo que he aprendido que cuando conocemos a una persona lo que vemos son sus ropas, su peluca y el aderezo, y nos formamos una opinión sin fijarnos apenas en la cara. Pero no será fácil elegir las ropas para lo que os proponéis. O, mejor dicho, no será fácil dar en el blanco. Creo que debemos ser cautos.
Y en este punto los dos se enzarzaron en una conversación que yo apenas comprendía. Hablaban de telas, corte, tramas y botones. Swan sacaba muestras de telas que Elias descartaba con desdén, hasta que encontró lo que buscaba. Examinó hilos, encajes, hebillas; rebuscó entre montones de botones. Elias demostró ser tan experto en tales asuntos como Swan; hablaron en su jerga particular durante casi una hora antes de que la orientación de mi guardarropa quedara finalmente decidida. ¿Sería más apropiado una chaqueta de seda o de lana? ¿De color azul o negro? Azul, por supuesto, pero ¿qué tono? Terciopelo, ¡pero no este terciopelo! Por supuesto, ese terciopelo no (aunque a mí me pareció exactamente igual que el que sí podían usar). Y en cuanto a los encajes… bueno, pues que si tenían que ser así y asá. Creo que Elias disfrutó tanto encargando mi ropa nueva como si fuera para él.
– Bien, por lo que se refiere a las pelucas -anunció Elias, cuando toda la ropa estuvo decidida al gusto de ambos-. Ese es otro asunto que requiere especial atención.
– El hermano de mi esposa hace pelucas, señor -dijo Swan-. Él puede encargarse.
– ¿Podemos confiar en él?
– Totalmente, señor. Pueden confiar en él totalmente, aunque no hay necesidad. No tiene por qué saber quién es el señor Weaver o si hay algo inusual en él.
– Me temo que sí, porque las pelucas que necesitamos tienen una función muy particular: la de ocultar el verdadero pelo del señor Weaver.
– ¿No sería más sencillo si me limito a afeitarme la cabeza? -pregunté. Aunque no soy ningún Sansón, reconozco que sentía cierto apego por mis rizos, que me parecían muy masculinos. Sin embargo, sentía más apego por mi vida, y no veía razón para cargar con la soga del verdugo si podía apañarme con las tijeras del barbero.
– Eso no puede ser -dijo Elias-, porque tendrás que hacer algunas apariciones como Benjamin Weaver; si apareces con una peluca o con la cabeza afeitada todos sabrán que te disfrazas, y los que te persiguen buscarán a un hombre con peluca. Lo mejor es que te exhibas descaradamente, y así a nadie se le ocurrirá mirar bajo el sombrero de un plantador de las Indias Occidentales.
Acepté su razonamiento y coincidimos en que no nos quedaba más remedio que confiar en el cuñado de Swan.
El señor Swan empezó a tomarme las medidas mientras Elias seguía charlando sobre cómo pensaba poner en práctica su plan.
– Tendrás que elegir un nombre, por supuesto. Algo que suene a cristiano, pero no demasiado.
– ¿Michael? -propuse, pensando en la versión inglesa del nombre de mi tío.
– Demasiado hebreo -dijo Elias negando con la mano-. Hay un Miguel en vuestras escrituras judías.
– ¿Qué tal Jesús? Eso sería bastante antihebreo.
– Yo había pensado en Mateo. Matthew Evans. No es un nombre ni inusual ni demasiado común. Justo lo que necesitamos.
No puse objeciones, así que en aquel instante mi identidad como Matthew Evans salió al mundo a través del vientre de la mente de Elias. No era una forma especialmente agradable de nacer, pero seguramente las alternativas hubieran sido peores.
Swan me informó de que hasta dentro de unos días mi primer traje no estaría listo, pero, mientras esperaba, podía dejarme un traje sencillo y discreto de los que yo llevaba normalmente (estaba trabajando en un traje para otro cliente y solo tuvo que hacer unos retoques para adaptarlo a mí). Ahora ya podía prescindir de mi disfraz de lacayo, pero al hacerlo me arriesgaba a que me reconocieran, pues con aquellas ropas me parecía más a mí mismo de lo que hubiera querido.
El sastre nos llevó al taller de su cuñado, donde encargué dos elegantes pelucas. El hombre se ofreció a cortarme un poco el pelo para que me quedaran mejor, aunque no lo bastante para que un observador circunstancial se diera cuenta de que me habían retocado el pelo. También él dijo que trabajaría día y noche para que mis pelucas estuvieran listas lo antes posible. Matthew Evans no tendría que esperar mucho para hacer su primera aparición pública.
Entretanto, tenía que buscar un lugar donde alojarme, pues me pareció que lo mejor era no quedarme en una misma posada más de un día o dos. Así que busqué un nuevo alojamiento, y aunque el posadero pareció receloso al ver que no llevaba equipaje, inventé una historia sobre un traslado y un equipaje perdido que le pareció suficientemente satisfactoria cuando prometí que pagaría cada noche por adelantado, y por las comidas.
Así, de nuevo con un techo tolerable sobre mi cabeza, inicié mis estudios sobre política, programa que inicié con una visita a Fleet Street para comprar algunos de los periódicos habituales. Aprendí menos de política que de mí mismo, pues descubrí que no había tema más comentado que el de Benjamin Weaver. No hay cosa que nuestros periódicos sigan con más ardor que una buena causa, y ningún escritor mercenario quiere ser tan poco original como para tener el mismo pensamiento que otro, así que no hubiera debido sorprenderme que utilizaran mi nombre continuamente. En el pasado había visto estas erupciones periodísticas en numerosas ocasiones. Sin embargo, me desconcertaba ver mi nombre utilizado tan libremente y con tan poco apego por la verdad. Es una cosa extraña que lo conviertan a uno en metáfora.
Para cada uno de aquellos escritores yo no era más que una representación de sus ideas políticas. Los periódicos whigs lamentaban que un criminal tan peligroso como yo hubiera escapado, y maldecían a los perversos jacobitas y papistas que me habían ayudado. Me describían como un rebelde que conspiraba con el Pretendiente para matar al rey, aunque los detalles que se daban eran extremadamente imprecisos. Incluso yo, ingenuo como pocos en asuntos de política, me daba cuenta de que los whigs solo querían convertir un motivo de vergüenza en un arma política.
Y lo mismo sucedía con los tories, cuyos periódicos defendían que yo era un héroe que había tratado de demostrar su inocencia ante un corrupto tribunal whig. Merecía que me elogiaran por haber tomado el asunto en mis manos cuando el gobierno me había traicionado. Y, puesto que a los whigs se los conocía por su relativa tolerancia con los judíos (una consecuencia de su mayor laxitud en cuestiones de religión), y a los tories por su intolerancia, me pareció curioso que ni los unos ni los otros mencionaran que yo pertenezco a la nación hebrea.
Sin embargo, nada de todo esto me pareció tan interesante como un anuncio que encontré en el Postboy. Decía:
El señor Jonathan Wild anuncia que está en posesión de una caja de lienzo desaparecido y quería devolverlo a su verdadero dueño. Si el tal caballero tiene a bien personarse en la taberna El Jabalí Azul este lunes a las cinco, y se asegura de venir por el lado de la mano derecha, descubrirá que muchas de sus preguntas más apremiantes han encontrado respuesta.
Sin duda ahí había un mensaje secreto, puesto que el verdadero nombre de mi familia era Lienzo, y en hebreo mi nombre significa «hijo de la mano derecha». Entendí el mensaje enseguida. Wild, mi antiguo enemigo, el mayor criminal de la historia de la ciudad y el hombre que, contrariamente a lo que esperaba, me había defendido en mi juicio, ese hombre quería reunirse conmigo.
Pensaba descubrir sus intenciones, desde luego, pero no tenía intención de presentarme indefenso en su guarida. No, tomaría un camino muy distinto.