Tal como Elias había prometido, en la London Gazette y otros periódicos importantes apareció la supuesta llegada de Matthew Evans, así que, mientras los periódicos de los whigs acusaban a Benjamin Weaver de asesino y los de los tories lo convertían en una víctima, el comerciante de tabaco tory hacía su debut triunfal. Mientras algún villano asesinaba en mi nombre, yo seguía siendo un fugitivo, y casi me pareció una frivolidad tener que cumplir con las obligaciones que me imponía aquella payasada.
Sin embargo, era el camino que había elegido y no tenía más remedio que seguir adelante. Aquella noche llegué a la asamblea de Hampstead puntualmente a las diez. Era un poco pronto, pero pensé que sería lo mejor.
La sala era deslumbrante, un enorme salón abovedado lleno de arañas doradas centelleantes, mobiliario rojo y llamativo, mesas llenas de comida y un reluciente suelo de baldosas blancas. En el lugar había ya la suficiente gente para que mi presencia no llamara la atención. Cerca de un extremo, los músicos tocaban y los asistentes bailaban alegremente. Una multitud de personas se había congregado en torno a la mesa del bufet, donde se había dispuesto con gran esmero un pastel de pasas, rodajas de pera, camarones con ciruelas pasas y otros bocados exquisitos. Alrededor de otra mesa, los hombres se arracimaban para servirse ponche para ellos y sus damas. En el otro extremo de la sala estaba la entrada a la sala de cartas, donde se solazaban las mujeres de edad que harían de carabina mientras sus hijas o sus pupilos hacían travesuras. Los hombres de edad no necesitaban enclaustrarse, pues ellos ponían tanto empeño en buscar a alguien con quien casarse como los jóvenes, o al menos lo fingían.
Yo ya había dado dos vueltas a la sala cuando oí que alguien me llamaba… por mi falso nombre. No contesté hasta la segunda o tercera vez, pues aún no estaba acostumbrado a que me llamaran así, y me sorprendió. Después de todo, ¿quién me conocía en mi nueva faceta? Cuando me volví, vi que era Griffin Melbury, acompañado por un pequeño grupo de personas.
– Ah, señor Evans -dijo Melbury cogiendo mi mano con gesto cordial. Seguía manifestando esa reserva patricia que noté en nuestro encuentro anterior, pero me pareció que me había ganado su confianza con mi pequeño ardid. Le devolví el saludo y me obligué a ponerme una máscara de placer.
Y tuve que obligarme, ciertamente. El contacto con su mano fría y húmeda me produjo repugnancia. Ahí tenía la mano que tocaba a Miriam… que la tocaba como solo un marido podía hacerlo. Por un momento, pensé en estrujarle la carne, en golpearle, pero sabía que aquel impulso era irracional y muy poco político. Así que seguí sonriendo, aunque la falsedad de mi gesto hizo que sintiera mi piel tensa y pastosa.
– Me alegra volver a veros, señor Melbury.
– Me preguntaba si vendríais. Sé que sois nuevo en la ciudad, así que he pensado que podía presentaros a algunas personas. -Entonces inició una vertiginosa sucesión de presentaciones: curas, miembros de antiguas familias, hijos de condes y duques. Me hubiera sido muy difícil repetir sus nombres cuando acababan de presentármelos, cuánto más ahora que han pasado muchos años. Pero algunas de aquellas personas me parecieron destacables.
En primer lugar, me llevó hasta un extremo y me presentó a un hombre a quien ya conocía.
– Este -me dijo Melbury- es Albert Hertcomb.
Estreché la mano de Hertcomb, y él me sonrió con afabilidad.
– El señor Evans y yo ya nos conocemos. No debéis sorprenderos -me dijo-. El señor Melbury y yo no tenemos por qué mostrarnos incívicos solo porque competimos por el mismo escaño en el Parlamento. Después de todo, podemos ser amigos aunque estemos en partidos distintos.
– Reconozco que el partido no tiene por qué regir la vida de la persona, pero me sorprende veros en términos tan amistosos.
Melbury se rió.
– Me congratula que la situación no sea tan desesperada como para tener que odiar a otro hombre solo porque compite por el mismo premio que yo.
– A fe mía -dijo Hertcomb-, jamás he sentido animosidad por ningún hombre, ni siquiera si es lo que se denomina un enemigo político. En mi opinión, un enemigo es alguien que se opone a mí, nada más.
– ¿Y cómo definiría esa palabra otra persona? -pregunté.
– Oh, con mucha mayor dureza, sin duda. Pero yo no me preocupo por esas cosas. Después de todo, el político no es un doctor en retórica.
– Pero sin duda debéis pronunciar discursos.
– Por supuesto. Los discursos son la esencia de la Cámara de los Comunes, pero no son solo palabras. Detrás de las palabras hay ideas. Eso es lo que importa.
– Un buen consejo -dijo Melbury-. Me aseguraré de recordarlo cuando ocupe mi escaño. Ja, ja.
Entonces Melbury nos disculpó, tiró de mí un poco demasiado fuerte y nos apartamos.
– Qué necio -me dijo en un susurro cuando nos alejábamos-. No he conocido nunca a mayor necio que este. Hay que ser muy idiota para tener a Dogmill de patrocinador.
– Pues a él le habéis dicho palabras muy distintas -dije, un tanto complacido ante la oportunidad de poder reprocharle su hipocresía.
– En verdad, siento cierto aprecio por el señor Hertcomb. Es un hombre sencillo, y seguramente no quiere hacer ningún mal. Quien no me gusta es el señor Dogmill, su agente.
No hubiera podido pedir mejor introducción a un tema de tal importancia.
– Tengo la impresión de que a él tampoco le gusta Dogmill.
– No me sorprende. Jamás he conocido a un hombre menos digno de aprecio. Os lo aseguro, no lo soporto. Deseo servir en los Comunes de Westminster, no lo niego. Soy un patriota, señor Evans, en el verdadero sentido de la palabra. Solo quiero hacer lo mejor para mi reino y mi Iglesia. Solo quiero que los hombres cuyas familias han levantado esta isla -familias antiguas como la nuestra, cuyos padres han derramado su sangre en defensa del reino- conserven el lugar que les corresponde. No me gusta ver que un puñado de judíos, agiotistas y ateos despojan a los verdaderos ingleses de su influencia. Cuando ocupe mi escaño, disfrutaré mucho más porque sabré que habré privado a Dogmill de su poder. Quiero destruirlo, machacarlo y convertirlo en polvo.
No disimulé la sorpresa.
– Os honra vuestro espíritu competitivo, pero ¿no exceden esos sentimientos las relaciones normales de la política?
– Tal vez. Confieso que soy rencoroso. No odio a muchos hombres en este mundo, pero cuando odio a alguien lo hago con toda mi alma… y reconozco que no siempre es por una buena razón. Pero Dogmill… es único. Perdí cierto dinero en el escándalo de la South Sea Company; muchos perdimos dinero, por supuesto. Pero había algunos amigos de la familia de Dogmill en el consejo, y él indicó a Hertcomb que los protegiera, que utilizara su influencia en los Comunes para proteger a esos criminales. Y yo os pregunto, señor, ¿no es despreciable que un hombre utilice el poder del gobierno para proteger los negocios de sus amigos?
– Admiro la fuerza de vuestros sentimientos, señor -dije, aunque estaba seguro de que detrás de tanta animosidad debía de haber más que la implicación de Dogmill en la corrupción de los whigs.
– No sabéis nada de la fuerza de mis sentimientos. Sinceramente, hay días en que estoy cansado de mi trabajo, pero la idea de aplastar las esperanzas de Dogmill me da fuerzas y hace que me sienta como si hubiera dormido diez horas.
– ¿Y esa rabia se debe solo a que Dogmill ordenó a Hertcomb que protegiera a los hombres de la South Sea? -Me costaba creerlo. Debía de haber otro motivo, y descubrirlo podría servir a mi causa.
– Bueno, ¿no os parece suficiente? Es un bellaco de la peor calaña. Creo que preferiría morirme antes que perder frente a él. Tras un momento, dije:
– Vuestra determinación es admirable, señor, y os prometo que haré cuanto pueda para que ocupéis vuestro lugar legítimo.
– Aprecio vuestras palabras, señor Evans, ciertamente. Por el momento, os diré que lo más útil que podéis hacer por mi causa es votar por mí.
– Me temo que no. Me permito recordaros que he llegado a esta isla recientemente.
– Olvidáis que establecisteis vuestra residencia en Londres mucho antes de vuestro viaje y, puesto que habéis pagado suficientes impuestos de residencia, sin duda encontraréis vuestro nombre en el registro de votantes, como debe ser.
Evidentemente, Melbury había utilizado su influencia para incluir mi nombre en los registros. Dudo que yo fuera el único a quien había incluido en las listas ilegalmente. Solo con que hubiera añadido a cien hombres en ese registro podía decantar la balanza a un lado u otro en una carrera igualada.
– ¿Cómo lo habéis hecho? -pregunté.
– Oh, no tiene importancia. Tengo muchos contactos entre quienes se dedican a estas cosas, y puede que a un par de ellos les deba algunas libras. He descubierto que cuando debo a un hombre una pequeña cantidad es más propenso a hacerme favores, pues sabe que con ello yo estaré más predispuesto a saldar mi deuda. Así de sencillo.
– Jamás había oído que las deudas de honor pudieran utilizarse de una forma tan efectiva -le dije-, pero os daré mi voto de corazón.
Él sonrió, me estrechó la mano y me llevó de vuelta a su gente. Hertcomb estaba ahora acompañado por Dennis Dogmill y su hermana, y los tres charlaban. Me halagó ver que el rostro de la señorita Dogmill se iluminaba al verme.
– Vaya, es el señor Evans, nuestro tory del tabaco -dijo.
– El amante de los gansos -dijo el hermano, con una soltura que solo tienen los que han nacido con riqueza. Parecía furioso y tranquilo a la vez-. Para ser tory, se os ve en compañía de whigs con bastante frecuencia.
– En Jamaica no nos preocupamos tanto por los partidos -le expliqué.
– Tantos años al sol explican que tengáis esa piel tan oscura.
Yo reí de buena gana, pues pensé que eso le enfurecería más que si me mostraba irritado. Hasta sentí una afinidad no deseada con Melbury en nuestro común desagrado por aquel bestia.
– Sí, con aquel clima, uno no puede andarse con remilgos por tener que estar al sol. Con frecuencia tenía que inspeccionar mis campos y a los trabajadores bajo un calor que las gentes de este país tan moderado no podrían ni imaginar.
– ¿Y no os cubríais -preguntó la señorita Dogmill-, como he oído que hacen los hombres?
– Las damas siempre se cubren la cabeza -dije-, y muchos hombres también, pero he descubierto que el sol es uno de los pocos placeres que ofrece el clima de aquella isla, y algunas veces recorría mis tierras ataviado solo con los pantalones.
No quisiera que el lector pensara que siempre hablaba con ese descaro ante una dama, pero ella había hecho la pregunta con un inconfundible brillo en los ojos, y supe que deseaba que tomara el pelo a su hermano. Yo no necesitaba que me animaran y, aunque ella se sonrojó, me guiñó un ojo disimuladamente para que supiera que no se había ofendido.
– ¿También os poníais un hueso en la nariz, como los nativos? -me preguntó Dogmill-. He viajado a las colonias las suficientes veces para saber que en aquellos lugares, donde hace tanto calor que se podría freír un huevo en la arena de la playa, con frecuencia no se respetan las normas británicas de decoro. Pero, puesto que aquí sí se respetan, le diré al señor Evans, para que no se ponga en evidencia, que no se considera educado hablar de quitarse la ropa en presencia de una dama.
– No seas mentecato -le dijo la señorita Dogmill dulcemente.
El hermano se sonrojó, y su grueso cuello empezó a tensarse por la ira. Por un momento pensé que iba a golpear a alguien, a mí, a ella, quién sabe… pero en vez de eso sonrió a su hermana.
– Nunca hay que decirle a un hermano que es un mentecato cuando le mueve la preocupación por su hermana. Creo que sé una o dos cosas más que tú sobre el decoro, querida mía, aunque solo sea porque he vivido más años.
Cuando estaba en compañía de Dogmill, mi mente encontraba con rapidez una respuesta hiriente a cualquier cosa que saliera de su boca, pero esta vez tuve que callarme. Había una inesperada bondad en su voz, y supe que, por muy rudo que fuera su comportamiento, por muchos que fueran los crímenes con los que había ensuciado sus manos, por mucho que hubiera matado a Walter Yate cruelmente y me hubiera llevado a mí ante la justicia, se preocupaba realmente por su hermana. Habría estado muy ocupado tratando de decidir cómo aprovechar esta debilidad suya de no ser porque me di cuenta de que también yo me preocupaba por su hermana.
La banda de música se puso a tocar una nueva pieza. La señorita Dogmill miró por encima de mi hombro y vio que la sala estaba llena de bailarines y, si mis ojos no me engañaban, había un destello de deseo en los suyos.
– Quizá os apetezca bailar conmigo… -propuse.
Ella ni siquiera miró a su hermano. Me ofreció su mano y la llevé al centro de la sala.
– Me temo que el señor Dogmill no os tiene mucho aprecio -me dijo mientras nos deslizábamos al ritmo de una agradable pieza.
– Espero que ello no hará que vos me tengáis poco aprecio.
– De momento no -dijo ella alegremente.
– Me alegra saberlo, puesto que siento bastante aprecio por vos.
– Acabamos de conocernos. Espero que no empezaréis a agobiarme con discursos amorosos mientras bailamos.
– ¿Quién ha dicho nada de amor? Ni siquiera os conozco lo bastante para que me gustéis. Aunque desde luego sí para teneros aprecio.
– Una respuesta poco común. Pero debo decir que me gusta. Sois muy sincero, señor Evans.
– Procuro ser siempre sincero -dije sintiéndome culpable, pues no creo que en toda mi vida me hubiera mostrado tan falso ante una mujer a quien admiraba, haciéndome pasar por alguien que no era y con unos medios que no tenía.
– Eso quizá no siempre obre en vuestro favor. Se ha hablado mucho de vos entre las damas. La temporada está ya muy avanzada y la llegada de un nuevo hombre con fortuna siempre despierta interés. Si sois sincero con todas las damas, no haréis muchas amistades.
– Considero que se puede ser sincero sin ser desagradable.
– No conozco a muchos hombres que lo sean.
– Vuestro hermano, por ejemplo, aún no posee esa capacidad.
– En eso tenéis toda la razón. No sé por qué le caéis tan mal, señor, pero os diré que su comportamiento con vos es abominable.
– Si ese comportamiento ha tenido algo que ver en que hayáis aceptado bailar conmigo, entonces con mucho gusto aguantaré las pullas de mil hermanos.
– Empezáis a hablar como un hombre poco sincero, señor.
– Dejémoslo en una docena de hermanos. Más no.
– Estoy convencida de que podríais con todos ellos, señor.
– ¿Hace mucho que vivís con vuestro hermano? -pregunté, tratando de llevar la conversación a cuestiones más materiales.
– Oh, sí. Mi madre murió cuando yo tenía seis años, y mi padre murió unos dos años después.
– Lamento oír eso. Imagino que debió de ser terrible.
– Aun a riesgo de parecer insensible, os diré que me ocasionó menos dolor de lo que podría suponer. Mis padres tenían por costumbre enviarme a internados ya desde muy niña, y antes de esto me dejaban al cuidado de mi niñera noche y día. Cuando murieron, sabía que habían desaparecido dos personas muy próximas materialmente a mí, pero dudo que los conociera mejor de lo que os conozco a vos, señor.
– Vuestro hermano parece bastante mayor. Espero que él fuera mejor padre.
– La ternura no es su punto fuerte, pero siempre ha sido muy bueno conmigo. Yo no sabía lo que era la vida familiar hasta que nuestros padres murieron. Mi hermano siguió mandándome a internados, hasta que fui demasiado mayor para que me aceptaran. Aun así, siempre era bien recibida en casa durante las vacaciones, y Denny se alegraba de verme. Hasta iba a visitarme a la escuela tres o cuatro veces al año. Cuando completé mi educación, me dijo que podía instalarme en mi propia casa si así lo quería, pero que él preferiría que viviera con él. En realidad, una vez fue muy amable conmigo, y nunca lo olvidaré.
– ¿Solo una vez?
– Bueno, particularmente una. Supongo que lo fue muchas veces porque, si he de seros sincera, cuando era niña tenía tendencia a la gordura, y mucha, y las otras jovencitas de mi escuela se mostraban muy crueles conmigo.
Me costaba creerlo, pues ahora tenía una bella figura.
– Sin duda ahora sois vos quien está siendo cruel con la señorita Dogmill.
– No, cuando tenía dieciséis años era una niña inmensa. Entonces enfermé de unas fiebres que me obligaron a guardar cama más de un mes. Cada día el médico temía por mi vida; mi hermano permanecía todo el día sentado junto a mí y me cogía de la mano. Normalmente era incapaz de decir nada, ni siquiera cuando yo le hablaba a él, pero estaba a mi lado.
No podía compartir su admiración por un hombre cuya mayor contribución al mundo había sido sentarse en silencio junto a su hermana moribunda, pero no dije nada.
– Estas situaciones suelen suscitar una gran proximidad -dije debidamente.
– Bueno, al cabo de un tiempo me recuperé, y supongo que todo aquello fue para bien. He descubierto que prefiero tener un tamaño más moderado a comer pastel de alcaravea. Denny se ha mostrado muy protector conmigo desde entonces. No sé si hubiera elegido vivir con él de no ser por aquel mes que pasé en cama.
– ¿Os agrada compartir la casa con él?
– Oh, mucho. Es lo bastante grande para que no tengamos que vernos si no queremos. Y aunque Denny puede ser malvado en los negocios y un cruel adversario en política, es un hermano bueno e indulgente.
– Entonces, ¿no es uno de esos hermanos que intenta casar a su hermana lo antes posible?
– Oh, no. Le daría demasiados quebraderos de cabeza. Trató sin demasiado entusiasmo de casarme con el señor Hertcomb, pero él sabe mejor que nadie lo simple que es el señor Hertcomb y, aunque pensó que podía ser beneficioso políticamente, prefirió no forzar el asunto.
– Solo puedo compadecer al señor Hertcomb: ver que un premio de tanto valor se le escapa entre los dedos…
– No creo que el premio estuviera nunca cerca de sus dedos, pero él cree que está enamorado de mí y de vez en cuando me mortifica con absurdos lamentos que me avergüenzan. No entiendo por qué los hombres siguen insistiendo cuando una dama ha dejado clara su postura. Resulta muy molesto.
Hice una mueca, pues recordé las numerosas propuestas de matrimonio que había hecho a Miriam.
– Quizá un caballero debe insistir porque las damas suelen ser tímidas.
– Señor Evans, creo que os he tocado la fibra sensible. ¿Acaso hay alguna dama que os ha rechazado en diversas ocasiones? ¿Alguna bella mulata, tal vez, que os rechazó bajo un cocotero?
– Solo estoy defendiendo a los de mi sexo ante esa cruel acusación -dije-. ¿Dónde estaríamos los hombres si no nos defendiéramos entre nosotros?
La música terminó y vi que la señorita Dogmill sonreía ante mi comentario.
– Antes de devolveros a vuestras amistades -me aventuré a decir-, quería preguntaros si me permitiríais visitaros en vuestra casa.
– Seréis bienvenido. Haré lo que pueda por hacer que os sintáis a gusto, pero os recuerdo que también es la casa del señor Dogmill y quizá él no estará tan encantado como yo de recibiros.
– Quizá pueda hacer que cambie su opinión sobre mí.
Ella negó con la cabeza y una especie de pesar ensombreció su rostro.
– No -dijo-, no podréis. Él nunca cambia de opinión. Ni por un momento. La testarudez es su mayor defecto.
Cuando regresamos con el pequeño grupo, vi que el señor Melbury estaba de espaldas a mí, charlando con una mujer a la que no podía ver. No le di importancia pero, cuando me acerqué, Melbury se volvió hacia mí y me puso una mano en el hombro.
– Ah, Evans. Hay una persona que quería presentaros. Esta es mi esposa.
Cuando más tarde pensé en todo aquello, no hubiera sabido decir por qué no se me había ocurrido que Miriam pudiera estar en aquella asamblea. Desde luego, lo lógico era que estuviera allí con su esposo. Pero no se me pasó por la cabeza. Estaba tan acostumbrado a no verla que la idea de un cara a cara me hubiera parecido casi absurda.
Miriam me tendió la mano, pero prácticamente ni me miró a la cara, y desde luego no me reconoció. Es posible que jamás lo hubiera hecho, me habría echado un rápido vistazo y habría olvidado mi cara al momento de no ser porque yo la miré a ella de una forma del todo inapropiada, desafiándola prácticamente a que me mirara a los ojos. ¿Por qué hice aquello? ¿Por qué no dejar que el momento pasara? No sabría decirlo. En parte, sé que lo hice porque quería que me viera. Quería que se enfrentara a aquello en lo que me había convertido. Pero creo que también había razones prácticas. Era mucho mejor que me reconociera en aquel momento, cuando yo estaba allí para ver su reacción. ¿Y si despertaba en mitad de la noche y de pronto se daba cuenta de quién era el hombre que engañaba a su marido? Una vez quedara fuera de mi vista y mi control podía convertirse en una grave amenaza para mi plan.
Así que la miré con intensidad y sin pestañear hasta que ella me devolvió la mirada. No pareció notar nada raro, pero entonces, al cabo de un momento, sus labios vacilaron, se entreabrieron. Empezó a decir algo, pero luego se limitó a esbozar una sonrisa torcida.
– Es un placer conoceros, señor Evans. Mi marido me dice que os manejáis muy bien con los rufianes whigs.
Casi me sonrojé por su alusión a mi pequeño montaje. Sin duda Miriam creía que yo había hecho uso de mis habilidades pugilísticas para rescatar a su marido, aunque debió de parecerle mucha coincidencia. Sin embargo, pensé tranquilizándome, Miriam me había visto en más de una ocasión actuar con rapidez cuando las calles de Londres se volvían peligrosas, y no creí que sospechara sobre la autenticidad del incidente.
– Me limité a invitar a unas desagradables personas a que se fueran -dije.
– ¿Qué…? -Se interrumpió y me miró un momento, como si buscara mi ayuda. Pero supo que esa ayuda no llegaría, así que prosiguió-. ¿Qué os parece Inglaterra?
– Me gusta mucho -le aseguré.
– El señor Evans es una extraña criatura -le dijo su marido con una sonrisa de felicidad-, comerciante de tabaco y tory. -Era la sonrisa cálida y dulzona de un hombre que ama a su esposa. Me hubiera gustado golpearle la cara con un martillo.
– Un comerciante de tabaco tory… -repitió ella-. Jamás lo hubiera adivinado.
Se hizo un incómodo silencio. Yo no sabía qué hacer, así que cometí la mayor torpeza imaginable. Me volví hacia Melbury y pregunté:
– Señor, ¿puedo confiar en vuestros buenos sentimientos y pedir a vuestra esposa que baile conmigo?
Él me miró perplejo, pero no podía negarse a mi petición.
– Por supuesto -dijo-, si ella quiere. Hace un rato no se encontraba muy bien. -Se volvió hacia ella-. ¿Te sientes en condiciones de bailar, Mary?
Imaginaba que Melbury se había inventado aquella mentira para ayudar a Miriam a disculparse, pero yo sabía que ella no le seguiría.
– Estoy bien -dijo, tranquila.
Él puso su sonrisa de político.
– Entonces encantado.
Así que entramos en la sala de baile.
No sé cuánto tiempo estuvimos bailando antes de que alguno de los dos encontrara el valor para hablar. Tampoco sabría decir qué significó aquello para ella, pero para mí fue muy extraño tenerla en mis brazos, olería, escuchar su respiración. Por unos instantes, pude convencerme de que aquello no era algo pasajero, sino la vida real, y que Miriam era mía. De pronto, la propuesta de Elias de que huyera me pareció muy atractiva. Llevaría a Miriam conmigo. Iríamos a las Provincias Unidas, donde mi hermano vivía bien como comerciante. Y entonces Miriam y yo podríamos bailar cada día si quisiéramos.
Pero no pude seguir con aquella idea fantástica mucho rato. No huiría del país. Y sabía perfectamente que Miriam no vendría conmigo.
El dolor de no poder aferrarme a aquella ilusión fue mucho más que momentáneo, así que quizá dije algo que no fue precisamente amable.
– ¿Mary?
Ella no me miró.
– Así es como me llama.
– Supongo que Miriam le suena demasiado hebreo.
– No toleraré que me juzguéis -siseó. Y luego con voz algo más amable, añadió-: ¿Qué hacéis aquí?
– Tratar de restituir mi buen nombre -dije.
– ¿Metiéndoos en la vida de mi marido? ¿Por qué?
– Es complicado. Lo mejor es que no os cuente más.
– ¿No vais a decirme más? -repitió ella-. Sabéis que tendré que contarle todo esto, ¿verdad?
Tuve que hacer un gran esfuerzo para seguir bailando, para hacer como si no hubiera pasado nada.
– No podéis decírselo.
– ¿Acaso tengo elección? Se presenta al Parlamento. Me pareció raro que vuestro nombre empezara a aparecer vinculado al suyo en los periódicos del partido, pero ahora veo que todo era uno de vuestros manejos. Podéis intrigar cuanto queráis, pero si vuestro engaño se descubriera, el escándalo lo arruinaría, y no pienso permitirlo. ¿Cómo se os ocurre implicarlo en ese asunto de mutilar a jueces y asesinar a vendedores de pruebas?
– Al juez le hice lo que se merecía. Y espero que me conozcáis lo bastante para saber que yo no he matado a nadie. Y, por lo que se refiere a mi relación con el partido de vuestro esposo, si creéis que lo he arreglado todo para convertirme en un héroe tory, me atribuís mayor mérito del que merezco. Lo hago porque el juez que me condenó sin razón es un whig de cierta importancia. No he hecho nada para avivar esta fama que me persigue, salvo negarme a permanecer en prisión.
– Eso no ayudará al señor Melbury si se descubre que se ha convertido en amigo de un fugitivo.
– Me importan un comino el señor Melbury y sus escándalos. Si le decís quién soy, ¿sabéis qué pasará? Se verá obligado a entregarme al tribunal. No escapé de Newgate porque el alojamiento no fuera de mi agrado. Escapé porque pretendían colgarme, y si vuelven a cogerme eso es exactamente lo que pasará. Os veo muy preocupada por la reputación del señor Melbury, y en cambio veo que mi vida os preocupa muy poco.
Durante unos minutos, no dijo nada.
– No lo había pensado. ¿Por qué me habéis puesto en esta situación? ¿Por qué habéis tenido que venir aquí?
– Nunca he querido causaros problemas. Lo único que quiero es descubrir quién mató a Walter Yate y quién lo arregló todo para que el juez prácticamente ordenara al jurado que me declarara culpable. Una vez que lo descubra y pueda demostrarlo, podré recuperar mi vida. Hasta entonces, haré lo que tenga que hacer.
– No entiendo que lo que tengáis que hacer os obligue a frecuentar la compañía de Melbury.
– No hace falta que lo entendáis.
– Si tratáis de hacerle daño, nunca os lo perdonaré.
– ¿No podríais dejar de pensar en mí con tanto escepticismo? Solo os diré una cosa, para que al menos estéis tranquila. Mi verdadero enemigo es Dennis Dogmill… Lo sé casi con total seguridad. Si puedo utilizar a vuestro marido para conseguir lo que quiero de Dogmill, lo haré. Que él se beneficie de mis actos no será más que una consecuencia. De verdad, no pretendo hacerle ningún daño.
– Os creo. Sin embargo, también me gustaría creer que no permitiréis que le pase nada malo.
– No pondré su seguridad por encima de la mía, Miriam, por muy importante que él sea para vos.
– No me llaméis así. No es apropiado.
– Mary, entonces.
Dejó escapar un suspiro.
– Debéis llamarme señora Melbury.
– No pienso hacer tal cosa. No mientras esté enamorado de vos.
Ella trató de apartarme y, de no ser porque la aferré con fuerza, me hubiera dejado solo en la sala de baile. No podía permitirlo y, tras su resistencia inicial, pareció comprender que irse hecha una furia podía significar mi ruina.
Así que optó por otro enfoque.
– Si volvéis a decir eso me marcharé de aquí y tendréis que dar muchas explicaciones. Ahora estoy casada, señor, no soy la persona apropiada para vuestros afectos. Si me tenéis en alguna estima, lo recordaréis.
– Lo recuerdo, y no os hablaré de cuán profundo es ese respeto mientras lo comprendáis.
– Tengo entendido que también tenéis en mucha estima a la señorita Grace Dogmill.
No pude evitar reír.
– No esperaba que estuvierais celosa.
– No son celos -dijo ella con frialdad-. Solo digo que está muy mal cortejar a una joven, sin preocuparos por su reputación, si vuestros sentimientos no son sinceros.
Preferí no contestar a su reprimenda en relación a la reputación de la señorita Dogmill. Quizá porque sabía que tenía razón: era muy desconsiderado por mi parte cortejarla, por muy frívolo que fuera. ¿Cómo podía ser honesto con aquella dama si ni siquiera podía decirle mi nombre?
– La señorita Dogmill y yo nos entendemos muy bien -dije tratando de parecer menos cruel.
– Algo he oído de su habilidad para entenderse bien con los caballeros.
La música había terminado, y no me quedó más remedio que dar por finalizado nuestro baile. Miriam y yo habíamos cruzado duras palabras. Habíamos discutido y los dos habíamos dicho cosas desagradables. Aunque ella seguía estando casada, me congratulé por lo que consideré un éxito considerable.