Cuando el juez Rowley pronunció la sentencia, supe que no se me permitiría regresar a la relativa comodidad de mi celda en la zona para los ricos, un privilegio que había costado sus buenos dineros pero que me había permitido estar alejado de la peligrosa chusma de la prisión. Pero, por mucho dinero que tenga, un hombre condenado a la horca debe permanecer en la parte destinada a esos infortunados, a cuyas filas pasé a incorporarme. Si bien sabía que no podría disfrutar de un alojamiento precisamente confortable, no tenía motivos para imaginar la seriedad de las intenciones del juez con respecto a mí. Cuando llegamos a la celda, en la oscuridad del infernal sótano de Newgate, uno de los guardas me ordenó que estirara los brazos para esposarme.
– ¿Por qué razón? -exigí.
– Por la razón de evitar que te escapes. El juez lo ha ordenado, así que hay que hacerlo.
– ¿Cuánto tiempo voy a permanecer esposado?
– Me parece que hasta que te ahorquen.
– Eso es dentro de seis semanas. ¿No es una crueldad tener a un hombre esposado seis semanas sin motivo?
– Eso tendrías que haberlo pensado antes de matar a ese tipo -me dijo.
– Yo no he matado a nadie.
– Pues entonces tendrías que haberlo pensado antes de dejar que te arrestaran por algo que no has hecho. Venga, las manos. No hace falta que estés consciente para que te espose como Dios manda. Y tengo intención de golpearte si no haces lo que digo, así podré decir a mis chicos que me he peleado con Ben Weaver.
– Si su intención es empezar un intercambio de golpes -me ofrecí-, acepto gustoso la oferta. Pero tengo la impresión de que no está pensando en un intercambio justo. -Con los regalos que me había hecho mi bella desconocida bien sujetos en el puño, tendí los dos brazos y dejé que aquel matón me esposara. A continuación me obligaron a sentarme en una silla de madera en el centro de la celda y me ataron las piernas de forma parecida, aunque las esposas estaban sujetas por una cadena a una argolla que salía del suelo. Solo disponía de unos metros para desplazarme.
Cuando los guardas me dejaron solo, tuve ocasión de examinar la celda. No era excesivamente pequeña; tendría metro y medio de ancho por tres de largo. Solo había la silla donde estaba sentado; un colchón basto, al que apenas llegaba tirando de la cadena; un orinal bastante grande para mis necesidades (por el tamaño deduje que no lo vendrían a vaciar con frecuencia); una mesa y una pequeña chimenea, que estaba apagada a pesar del frío. En lo alto de una de las paredes había una ventana pequeña y muy estrecha que daba unos centímetros por encima del nivel de la calle. Dejaba entrar algunos escasos rayos de luz, pero difícilmente podía considerarse una vía de escape, pues ni siquiera un gato hubiera podido escurrirse por aquellas estrechas ranuras. Había dos ventanas más grandes que daban al corredor, pero seguían sin ser lo bastante anchas para que un hombre pasara por ahí.
Respiré hondo para suspirar, pero me arrepentí al instante, pues el aire era malsano y hedía a causa de la proximidad de los cuerpos de otros condenados, y de otros que ya hacía tiempo que se habían ido. Olía a orinales que tenían que vaciarse y limpiarse. Y a vómitos, a sangre, a sudor.
Los sonidos tampoco eran consuelo. Oía muy cerca las patas de las ratas sobre el suelo de piedra, y el trasiego de los piojos, que se instalaron sobre mi persona sin darme tiempo a que me acostumbrara a mi nuevo entorno. A lo lejos, una mujer sollozaba y, algo más cerca tal vez, se oía una risa histérica. En resumen, que mi cuchitril era un lugar oscuro y desolador. No hacía más de uno o dos minutos que los guardas me habían dejado solo, y ya estaba yo tramando mi fuga.
No soy ningún genio de las fugas, pero en mis años mozos me colé en un buen número de casas, cuando mi carrera de púgil se vio truncada por una lesión en una pierna. Por tanto, sabía un par de cosillas sobre el uso de una ganzúa. Abrí el puño y observé el artilugio que la bella desconocida me había puesto en la mano, como si su peso pudiera decirme algo sobre su utilidad. No fue así, pero estaba decidido a que los esfuerzos de la dama no fueran en vano. Cierto, no tenía ni idea de quién podía ser o por qué había querido ayudarme, pero ya pensaría en eso cuando estuviera libre.
Así pues, me puse a la tarea de hurgar en la cerradura de mis esposas. Con las muñecas tan juntas no tenía la destreza de un ladrón de casas, pero tampoco temía que me sorprendieran, así que, con cuidado y esmero, logré introducir la ganzúa en la cerradura y tantear el mecanismo. Me tomó cierto tiempo encontrar el muelle, y algo más activarlo, pero conseguí soltar el cierre en menos de un cuarto de hora. Qué glorioso era el sonido sordo de metal contra metal, ¡la música de las cadenas sueltas! Mis manos estaban libres; tras frotármelas disfrutando unos momentos de mi nueva libertad, empecé a trabajar en los pies.
Aquello fue un poco más difícil, por el ángulo, porque en solo quince minutos la poca luz que entraba en la celda empezó a apagarse y porque mis dedos habían empezado a resentirse por la precisión que requería aquella labor. Pero no tardé en quedar totalmente libre de mis cadenas.
Sin embargo, no tenía muchos motivos para alegrarme. Ahora podía moverme libremente por la celda, pero no podía ir a ninguna parte, y si descubrían que me había soltado, sin duda acabaría en una posición mucho peor que al principio. Tenía que actuar deprisa. Miré a mi alrededor en aquella oscuridad creciente. La llegada de la noche sería una ventaja, por supuesto, pues ocultaría mis acciones, pero acentuó la sensación de melancolía.
¿Por qué había tenido que pasarme aquello? ¿Cómo era posible que me hubieran condenado a la horca por un crimen que no había cometido? Me senté y oculté el rostro entre las manos; estaba al borde de las lágrimas, pero enseguida me reprendí por ceder a la desesperación. Me había librado de las cadenas, tenía herramientas y tenía fuerza. Aquella prisión, me dije con falsa determinación, no me retendría mucho tiempo.
– ¿Quién hace tanto ruido? -Oí que decía una voz espesa y distorsionada a través de los muros.
– Soy nuevo -dije.
– Ya lo sé que eres nuevo. Te oí llegar, ¿no? Te pregunto quién eres, no si estás fresco. ¿Acaso eres un pez? Cuando tu mamá te ponía un pastel humeante delante le preguntabas si era de alcaravea o de ciruela, no cuándo lo había hecho, ¿verdad?
– Me llamo Weaver -dije.
– ¿Y por qué te han traído?
– Por un asesinato en el que no he tenido nada que ver.
– Ah, bueno, eso pasa siempre. Solo los inocentes acaban aquí. Nunca han condenado a alguien que haya hecho lo que decían que había hecho. Excepto a mí. Yo lo hice, y lo reconozco abiertamente porque soy un hombre honrado.
– ¿Y a ti por qué te han condenado?
– Por negarme a vivir según las leyes de un extranjero usurpador, por eso. Ese falso rey que hay en el trono me quitó el pan de la boca, eso hizo, y cuando traté de recuperarlo, van y me meten en la cárcel y me condenan a la horca.
– ¿Y cómo te quitó el rey el pan de la boca? -pregunté, aunque lo cierto es que me interesaba bien poco.
– Yo estaba en el ejército, al servicio de la reina Ana, pero cuando el alemán usurpó el trono, consideró que nuestra compañía era demasiado tory para su gusto y la disolvió. No conozco más oficio que el de soldado, y no podía imaginar otra forma de ganarme la vida. Así que cuando dejé de ser soldado, tuve que buscar otra cosa.
– ¿Que fue…?
– Salir a los caminos y robar a los que apoyan al de Hanover.
– ¿Y te asegurabas de robar solo a los que apoyan al rey Jorge?
El hombre rió.
– Quizá no fui tan cuidadoso como debiera, pero reconozco el carruaje de un whig cuando lo veo. Y no es que no tratara de ganarme la vida de una forma más honrada. Pero no hay trabajo; la gente muere de hambre en las calles. No tenía intención de dejar que me pasara a mí también. El caso es que me pillaron con un reloj robado en el bolsillo y ahora van a ahorcarme.
– Es un delito pequeño. Quizá se muestren indulgentes.
– No conmigo. Cometí el error de dejarme atrapar en una pequeña taberna en la que sirven ginebra, y el policía que me detuvo me oyó brindar por el verdadero rey antes de llevarme preso.
– No fue un gesto muy prudente.
– Además, la taberna se llamaba la Rosa Blanca.
Todo el mundo sabía que la rosa blanca era el símbolo de los jacobitas. Era el peor lugar donde te podían arrestar, pero los hombres que violan la ley con frecuencia actúan de forma absurda.
Yo sabía que el apoyo al Pretendiente era algo habitual entre los ladrones y los pobres… Muchas veces había estado en compañía de hombres de baja estofa que levantaban alegremente una copa llena en honor al hijo del rey depuesto… pero tales brindis no podían tomarse muy en serio. Individuos como aquel, que habían perdido su posición en el ejército, con frecuencia se dedicaban a robar en los caminos y al contrabando, o se incorporaban a bandas de otros ladrones jacobitas que justificaban sus actos diciendo que eran justicia revolucionaria.
Mientras escribo esto, muchos años después de los sucesos que narro, sé que algunos lectores quizá sean demasiado jóvenes para recordar la rebelión del cuarenta y cinco, cuando el nieto del monarca expulsado estuvo a punto de marchar sobre Londres. Ahora la amenaza de los jacobitas no da más miedo que la del coco o la del hombre del saco, pero mis jóvenes lectores deben saber que, en los días sobre los que estoy escribiendo, el Pretendiente era mucho más que un cuento para asustar a los críos. Había lanzado una osada invasión en 1715, y desde entonces se habían urdido numerosos planes para devolverlo al trono o incitar una rebelión contra el rey. Cuando yo entré en prisión, se acercaban unas elecciones generales, las primeras desde que Jorge I había accedido al trono, y la opinión general era que las elecciones aclararían hasta qué punto los ingleses amaban u odiaban a su monarca alemán. Por tanto, nos parecía muy probable que en cualquier momento hubiera una invasión en la que el Pretendiente tomara las armas para reclamar el trono de su padre.
Por primera vez en siete años, los jacobitas, los seguidores del hijo del depuesto Jacobo II, veían una ocasión inmejorable para recuperar el trono para su señor. La indignación hacia el ministerio y, menos abiertamente, hacia el rey, había ido en aumento desde el colapso de la South Sea en otoño de 1720. Y con la caída de la compañía cayeron los incontables proyectos que habían arraigado en el terreno aparentemente fértil de hinchar los precios en la Bolsa. En un instante, no solo se hundió una compañía, sino un ejército entero de compañías.
Mientras la ruina financiera se extendía en nuestro país, mientras los disturbios a causa de la escasez de alimentos y los bajos salarios prendían como la hierba en tiempo de sequía, mientras hombres de fortuna perdían sus riquezas en un soplo, el descontento contra el gobierno de nuestro rey extranjero no dejaba de aumentar. Más adelante se dijo que en los meses que siguieron al escándalo de la South Sea, el Pretendiente podría haber entrado en Londres sin ejército y haber sido coronado sin necesidad de que se derramara una gota de sangre. Ignoro si hubiera podido ocurrir así, pero puedo asegurar a mis lectores que jamás he visto un odio tan explosivo hacia el gobierno como el de aquellos tiempos. Ávidos parlamentarios se apresuraban a proteger a los responsables de la South Sea -para proteger los beneficios que ellos mismos habían logrado con el fraude de la empresa-, y la chusma estaba cada vez más indignada y enfervorecida. En el verano de 1721, una multitud se concentró ante el Parlamento para exigir justicia, una masa desordenada que no se dispersó hasta que se leyó tres veces el acta contra disturbios. Con las elecciones a la vuelta de la esquina, los whigs, que controlaban el ministerio, se dieron cuenta de que estaban perdiendo el control sobre el gobierno; la opinión general era que si los tories recuperaban la mayoría el rey Jorge no sería nuestro monarca por mucho tiempo.
Escribo ahora con un conocimiento de la política que no poseía entonces, aunque sabía lo suficiente del descontento del pueblo hacia el rey y sus ministros whigs para entender por qué sus inclinaciones políticas habían resultado tan perjudiciales a aquel ladrón. Los ladrones, los contrabandistas y los hombres que habían caído en la pobreza tendían a inclinarse hacia la causa de los jacobitas, a quienes veían como unos parias tan osados como ellos. Tras el escándalo de la South Sea había más hombres que nunca luchando por ganarse el pan, y el número de ladrones y bandoleros aumentó enormemente.
– Es muy duro -le dije- que un hombre sea ahorcado por decir lo que los hombres siempre han dicho.
– Yo también lo pienso. Yo no he matado a nadie, como tú.
– Yo tampoco he matado a nadie -repuse-. O al menos no a la persona de cuyo asesinato se me acusa.
Al oír esto el hombre rió.
– Mi nombre es Nate Lowth. ¿Cómo has dicho que te llamas?
En ese momento me puse en pie. Con tanta cháchara, el tal Lowth me ayudó a encontrar el empuje que necesitaba para moverme. Me acerqué a las ventanas que daban al corredor. Tenían barrotes, por supuesto. Examiné cada uno de ellos para ver si alguno estaba suelto.
– Weaver -dije-. Benjamin Weaver.
– ¡Que me aspen! -exclamó él-. Benjamin Weaver, el luchador, en la celda de al lado. ¡Qué suerte más negra la mía!
– ¿Por qué?
– Pues porque el día de los ahorcamientos, que es cuando un hombre podría disfrutar de su minuto de gloria, nadie dará una higa por el pobre Nate Lowth. Todos irán a ver cómo ahorcan a Weaver. Yo solo seré un pequeño refrigerio para que vayan abriendo boca.
– No tengo intención de hacerme notar -le dije.
– Aprecio tu gesto de compañerismo, pero no es algo que esté en tus manos. Habrán oído la noticia, y será tu muerte la que querrán ver.
Ninguno de los barrotes estaba tan flojo como hubiera querido, así que cogí la lima que me había dado la mujer y volví a examinar el metal que me cerraba el paso. Los barrotes eran demasiado gruesos. Serrarlos me hubiera tomado al menos toda la noche, no tenía intención de estar en aquella celda cuando el sol saliera. Así que me puse a arrancar la piedra que rodeaba la base de los barrotes. La lima era lo bastante fuerte para no doblarse ni partirse. Utilicé una sábana para amortiguar el ruido lo mejor que pude, pero el frío sonido del metal contra la piedra seguía resonado por el corredor.
– ¿Qué es ese ruido? -preguntó Nate Lowth.
– No sé -le dije entre golpe y golpe-. Yo también lo oigo.
– Pagano mentiroso. Estás intentando escaparte, ¿a que sí?
– Por supuesto que no. Por encima de todo yo respeto la ley. Mi deber es dejar que me cuelguen si así lo dicta. -Ya había despejado unos tres centímetros de piedra en la base de uno de los barrotes; estaba bastante suelto, aunque todavía no sabía si se adentraba mucho en la piedra ni cuánto tiempo tendría que prolongarse mi labor.
– No tienes que preocuparte por mí -dijo-. No daré la voz de alarma. Te lo he dicho… personalmente, preferiría que no estuvieras el día de los ahorcamientos.
– Bueno, espero estar ausente, pero no es probable.
– Ahora entiendo qué eran esos ruidos.
– Puedes creer lo que quieras -le dije-. No me importa en absoluto.
– No te pongas antipático. Solo trato de darte conversación.
Di un buen tirón al barrote y la piedra de la base empezó a agrietarse. Volví a tirar e hice girar el barrote con un movimiento circular, ensanchando la zona donde encajaba en la base. Una lluvia de polvo cayó de la parte de arriba, y se pegó a mis manos, que estaban pegajosas por el sudor. Me las limpié en los pantalones y me puse de nuevo con los barrotes.
– ¿Sigues ahí o ya te has ido, Weaver?
– Sigo aquí -dije, gimiendo mientras hablaba-. ¿Adónde quieres que vaya? -Di un fuerte tirón al barrote y la piedra de la base se agrietó ligeramente. Uno o dos tirones más y estaría libre.
– ¿Puedes mandarme algo bueno cuando salgas? Vino y unas ostras.
– Estoy aquí, ya te lo he dicho.
– Bueno, pues digamos que si por casualidad salieras, me gustaría que me mandaras algo. Después de todo, no he llamado a los guardas, como harían muchos por despecho. Ni te estoy amenazando. Solo digo que soy un buen amigo.
– Si por casualidad salgo fuera de estos muros, te mandaré vino y ostias.
– Y una ramera -dijo.
– Y una ramera. -Otro tirón. Más piedrecillas.
– Una ramera muy voluntariosa, si no te importa.
– Me aseguraré de examinar a las candidatas con atención -dije-. Solo la más entusiasta conseguirá mi aprobación. -Contuve la respiración y tiré con todas mis fuerzas. La piedra de la base se resquebrajó totalmente y pude soltar el barrote. Tendría unos sesenta centímetros de largo; sabía muy bien para qué lo iba a utilizar.
– Fingiré que no he oído nada -dijo Nate Lowth.
Caminé hasta la chimenea y la examiné. Era estrecha, pero parecía manejable.
– Ahora voy a dormir -le grité a Lowth-. No más conversación, por favor.
– Que duermas bien, amigo -me dijo-. Y no te olvides de mi ramera.
Me incliné y me metí en la chimenea. Dentro hacía frío, y faltaba el aire; no tardé en notar que mis pulmones se llenaban de hollín. Volví a salir y, ayudándome con la lima, desgarré un trozo de sábana de la cama, me lo sujeté sobre la nariz y la boca y entré de nuevo en la chimenea.
Cuando palpé el interior con las manos, encontré un reborde lo suficientemente ancho para sujetarme y permitirme impulsarme ligeramente hacia arriba. No más de cincuenta o sesenta centímetros, pero algo es algo. El interior de aquella chimenea era más estrecho de lo que había pensado, y desplazarse requería una interminable cantidad de tiempo. En aquellos momentos tenía los brazos levantados; sujetaba con uno de ellos el barrote, pero no tenía suficiente espacio para bajarlos. Sentía la presión de la piedra contra mi pecho, y el borde irregular de un saliente que traspasó la ropa y la piel. El pedazo de sábana que me había colocado sobre la nariz y la boca me asfixiaba.
¿Y si no puedo salir?, pensé. Por la mañana vendrán y pensarán que me he fugado; mientras, mi cuerpo empezará a pudrirse atrapado en la chimenea.
Sacudí la cabeza, en parte para ahuyentar aquel pensamiento, y en parte para hacer caer la mordaza. Mejor respirar polvo que no respirar nada, pensé. El pequeño nudo que había hecho no tardó en aflojarse, pero enseguida me arrepentí, porque en cuanto la mordaza se cayó, la boca y la garganta se me llenaron de polvo y noté que respiraba peor que antes. Tosí con tanta violencia que pensé que iba a vomitar los pulmones; el sonido resonó por el conducto de la chimenea y sin duda también por la prisión.
Aun así, no tenía más remedio que seguir. Tanteé la pared con la mano; encontré otro saliente y me impulsé otros cincuenta o sesenta centímetros más. Mi sudor se mezclaba con el hollín y había formado un fango repugnante que me cubría las manos y el rostro y me taponaba la nariz. Un pequeño grumo se había instalado cerca de una de las fosas nasales, y cometí el error de tratar de quitarlo restregando la nariz contra la pared. Con esto lo único que conseguí fue que me entrara más porquería en la nariz. No podía respirar.
No puedo hacerlo, pensé cuando una piedra me cayó contra el pecho. Al menos no ahora. Mejor será que vuelva atrás, me asee como pueda y me plantee la huida de otra forma. Pero cuando traté de bajar, me di cuenta de que no podía. No tenía donde ejercer presión para impulsarme hacia abajo. Cortantes fragmentos de ladrillo parecían materializarse debajo de mí y me laceraban brazos y piernas. No podía ver el motivo, ni volver la cabeza para escudriñar el camino. No tenía más remedio que seguir avanzando, pero cuando tanteé con la mano, me di cuenta de que tampoco podía subir. Encontré un saliente, pero no pude impulsarme.
Estaba realmente atascado.
El pánico empezó a dominarme. Remolinos de terror bailaban ante mis ojos como fuegos de artificio. Aquel era mi espantoso destino, más espantoso que el que la justicia de su majestad quería para mí el día de los ahorcamientos. Me retorcí, empujé y tiré, pero únicamente lograba moverme dos o tres centímetros.
No me quedó más remedio que utilizar el barrote de metal. Haría mucho más ruido de lo que me convenía, pero no estaba dispuesto a quedarme esperando el rescate de mi carcelero. Con el escaso espacio que tenía, empecé a golpear la pared de la chimenea. Mi mano estaba por encima de mi cabeza, así que una lluvia de polvo y piedras me cayó en la cara. Me giré cuanto pude y volví a golpear. Y otra vez.
¿Estuve dando golpes cinco minutos, una hora, dos horas? No sabría decirlo. Me movía perdido en un frenesí de pánico. Golpeé la pared con la barra de hierro, una y otra vez. Tosía hollín, fango y polvo de ladrillo. Cerré los ojos con fuerza, golpeé con el puño y noté que la barra vibraba en mi mano. Recé para que no se me cayera.
Por fin, noté el aliento del aire fresco; cuando me atreví a abrir los ojos, vi que había hecho un pequeño agujero, del tamaño de una manzana, aunque sería suficiente. El aire olía a estancado, pero a mí me pareció el aroma más delicioso del mundo, porque creí que ya no volvería a respirar; golpeé con más energía.
No tardé en tener un agujero lo bastante grande para meterme por él, aunque lo hice muy despacio, pues la habitación donde iba a entrar estaba tan negra como la chimenea. Cuando salí de mi agujero, descubrí que solo estaba a unos treinta centímetros por encima del suelo. De haber golpeado con la barra de hierro un poco más abajo no hubiera podido escapar.
Newgate es una vieja prisión, con muchas secciones en desuso. Evidentemente, aquella era una de ellas. La estancia era bastante grande, como tres veces mi celda tal vez, y había grandes montones de mobiliario roto que en algunos lugares casi llegaban al techo. Bajo mis pies notaba desechos que hacía ya mucho se habían convertido prácticamente en polvo. Cada movimiento traía a mis ojos, mi boca y mi nariz una nueva maraña de telarañas.
Tras unos momentos, mis ojos se adaptaron a la oscuridad y vi que aquella habitación sin ventanas tenía una puerta con un candado que dio muy poco trabajo a mi querida barra de metal. Salí a otra habitación y, aunque tenía barrotes en el otro extremo, después de examinarla unos minutos, descubrí una escalera que subía.
En la planta de arriba, mi huida se vio frenada por más barrotes. Cuando pasé por la puerta me encontré con otro tramo de escalera. Así que subí, volví a subir. No podía alegrarme de estar alejándome tanto del nivel de la calle, pero al menos también estaba alejándome de mi celda.
Finalmente, me encontré en una gran estancia, oscura y abandonada. Sin embargo, pude ver una luz a lo lejos y, tras avanzar con tiento hacia ella, me encontré una ventana con barrotes. Normalmente, aquello hubiera hecho desesperar a cualquiera, pero había llegado tan lejos que, para mí, una ventana con barrotes no era distinta de una sin ellos tras la que hubiera una bella jovencita para ayudarme a pasar. Los barrotes eran viejos y estaban muy oxidados, así que en una hora ya los había roto y pude deslizarme entre ellos y salir al tejado de un edificio vecino.
Caía una lluvia fría, casi helada, y me estremecí en la oscuridad mientras el agua gélida se encharcaba en torno a mis pies. Pero fue agradable que el agua limpiara el fango de mi cuerpo. Levanté la mirada hacia la oscura masa de nubes y dejé que el agua se llevara el hollín de mi piel y liberara mis narices del hedor de la prisión.
Sí, mi cuerpo era libre. Pero no podía bajar hasta la calle. Tras recorrer varias veces el tejado, descubrí que no había forma de bajar, y si saltaba desde tan gran altura no era probable que sobreviviera… como poco me habría roto las piernas. Había logrado escapar de la fortaleza, pero no había manera de salvar aquellos tres pisos de forma segura.
Sabía que no debía demorarme mucho tiempo. Si se descubría mi ausencia mientras estaba en el tejado, me capturarían sin esfuerzo. Así que llegué a una conclusión muy poco ortodoxa. Aunque por naturaleza soy una persona pudorosa, me quité todas mis ropas y con ellas hice una cuerda. Las sujeté a un clavo que sobresalía del tejado y me descolgué por ella hasta quedar a unos dos metros sobre la calle. Salté y caí sobre los pies (aún llevaba los zapatos); noté el gélido aguijón de la nieve. Me dolía terriblemente la pierna izquierda, que me había roto en mis tiempos de luchador, pero por lo demás estaba ileso, y era totalmente libre.
Así pues, eché a andar cojeando y desnudo en la fría noche londinense.