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Sé que es una descortesía dejar al lector en suspenso mientras recorro las calles de Londres desnudo, muerto de frío y acosado por las fuerzas de la ley, pero una vez más debo volver atrás si deseo que el lector comprenda exactamente cómo fue que me encontré en un juicio por la muerte de Yate.

Mi intención era valerme del obsequioso John Littleton, el estibador a quien Ufford me había presentado para que me ayudara, pero antes de seguir tan valiosa pista, decidí investigar por mi cuenta. Littleton había mencionado al señor Dennis Dogmill, el comerciante de tabaco cuya avaricia le había llevado a manipular a los estibadores y dividirlos en bandas rivales. Si Ufford utilizaba sus sermones para hablar en favor de los estibadores y trataba de provocar disturbios, lo más lógico era que Dogmill lo supiera. No creía que él hubiera escrito aquella nota, pero intuía que, o bien tenía algo que ver en aquella extorsión, o se había propuesto averiguar quién lo había hecho para poder defender su inocencia.

En mis andanzas por la ciudad, yo había descubierto que los comerciantes de tabaco frecuentaban el café de Moore, cerca de los muelles, y, dado que en el pasado había hecho ciertos trabajos para el señor Moore, supuse que podría contar con su ayuda en este asunto. Le mandé una nota preguntando si Dogmill frecuentaba su local. Él contestó casi enseguida: sí, ciertamente Dogmill tenía por costumbre visitar su negocio, aunque últimamente se le veía menos por allí porque era el representante del candidato whig para Westminster. Sin embargo, esa tarde Dogmill iría para reunirse con unos socios.

Así pues, fui al café de Moore y me acerqué al propietario, que era muy joven para ser dueño de nada y había heredado el negocio de su padre haría unos dos años. No tendría más de veintitrés o veinticuatro; sin embargo, tenía una perspicacia para el negocio poco común a sus años, y sabía supeditar siempre sus deseos a los de sus clientes. Abría temprano y cerraba tarde, limpiaba las espitas con sus propias manos y supervisaba la preparación del café, la adquisición de la cerveza o la preparación de las pastas. Aunque vestía un traje oscuro de buena calidad, propio de un próspero comerciante, sus ropas estaban arrugadas y manchadas, y su rostro se veía cubierto de sudor.

– Buenos días, señor Weaver -dijo, cogiendo mi mano con cordialidad-. Siempre es un placer ayudaros… después de todo lo que habéis hecho por mí.

Todo lo que yo había hecho por él era encontrar a la gente que le debía dinero y obligarles a pagar… quedándome un generoso porcentaje. Yo no lo veía como un favor, sino como un negocio, pero no tenía intención de explicárselo a Moore.

– Sé que estáis muy ocupado, así que, si queréis señalarme al sujeto, dejaré que sigáis con vuestros asuntos.

– Es aquel. -Moore apuntó su dedo hacia un hombre enorme sentado de espaldas a mí-. El grandullón.

Describir a aquel hombre como «el grandullón» era como llamar a Fleet Ditch «la apestosa». * Era una mole e, incluso de espaldas, me di cuenta de que toda aquella carne era más músculo que grasa. Sus brazos y su espalda eran tan anchos que la tela de la chaqueta le quedaba muy tensa. Tenía el cuello grueso como mi muslo.

Debo recordar al lector que había pasado unos años ganándome la vida como pugilista, luchando para comer. En los tiempos sobre los que escribo, ya me había retirado del combate, pero no era un hombre menudo. Sin embargo aquel tipo hizo que me sintiera enclenque y escuchimizado. Estaba sentado solo, inclinado sobre unos papeles, y aferraba su pluma con tanta fuerza que parecía que quería partirla.

Yo permanecí en pie unos instantes, esperando que reparara en mí, pero como vi que no lo hacía, carraspeé.

– Perdonad que os moleste, señor Dogmill. Mi nombre es Benjamin Weaver y me preguntaba si podría hablar con vos en relación a cierto asunto sobre los estibadores de los muelles de Wapping.

Dogmill dejó de escribir y levantó ligeramente la cabeza, aunque no me miró. Tenía el rostro ancho y redondo. El mismo rostro que había visto en muchos hombres que consiguen una fuerza extraordinaria mediante el ejercicio y por tanto necesitan una cantidad ingente de comida para saciarse. Pero, aunque sus cuerpos se ven recios, sus rostros suelen ser blandos y regordetes.

No supe cómo interpretar su rígido silencio, así que decidí lanzarme.

– El señor Ufford, un cura, ha solicitado mis servicios porque ha recibido una serie de amenazas por sus palabras a favor de mejorar las condiciones de los estibadores de Wapping. Dado que cierto número de estos hombres están a vuestro servicio, he pensado que tal vez sabríais algo del asunto.

Sin cruzar sus ojos con los míos ni por un momento, Dogmill se dio la vuelta.

– ¡Moore! -llamó, como un amo que desea reprender a un siervo.

El propietario del local, que en ese momento estaba sacando lustre a unos platos, dejó el trapo y el vaso enseguida y acudió a toda prisa.

– Sí, señor Dogmill.

– Aquí hay un necio que me molesta. -Y puso una moneda en la mano de Moore-. Échalo a la calle y enséñale a no ser tan impertinente con sus superiores.

Dogmill volvió a sus papeles. Moore se quedó con la moneda en la mano un momento, como si fuera una hermosa mariposa que no sabía si aplastar o espantar. Al cabo, cerró la mano y me aferró del brazo.

– Vamos -dijo, y me llevó a rastras.

– Ah, Moore -dijo Dogmill, sin levantar la vista-. Por favor, explícale a ese individuo que si vuelve a dirigirse a mí, saltaré sobre sus manos hasta que estén tan destrozadas que no tengan salvación. Asegúrate de que lo entiende.

Moore, viendo que el discurso había terminado, volvió a tirar de mí. Tuve el impulso de decirle a Dogmill que podía intentar aquello cuando quisiera, pero me contuve. Hablar no hubiera servido de nada, y no quería poner a Moore en un compromiso. Él solo quería guardar las apariencias ante su cliente y, tras considerar el riesgo de contrariarme a mí o contrariar a Dogmill, sin duda tomó la decisión adecuada. Podía disculparse ante mí sabiendo que yo no se lo tendría en cuenta. Me pareció que Dogmill no era de esa clase de hombres con los que conviene equivocarse.

Una vez salimos, reparé en el rostro enrojecido de Moore.

– Lo siento de verdad, señor Weaver, pero no tenía ni idea de que le ibais a gustar tan poco. Cuando al señor Dogmill no le gusta alguien, puede ser muy desagradable.

– Por lo de saltar encima de mis manos y eso.

– No es broma, os lo juro. Una vez lo hizo con un agiotista que le había engañado. Ahora el tipo no puede ni coger una pluma. Y no siempre reserva su mal genio para quienes le atacan deliberadamente. Una vez le vi darle un puñetazo a una puta por toquetear sus pantalones aunque él le había dicho que lo dejara en paz. En toda la cara; ya habéis visto esas manos que tiene. Pobre zorra. Murió, ¿sabéis?

– Entonces supongo que puedo considerarme afortunado.

El otro negó con la cabeza.

– Ojalá me hubierais dicho que queríais hablarle de un asunto que no iba a gustarle. Os hubiera aconsejado que no perdierais el tiempo o, cuando menos, que lo hicierais en el café de otro. Dogmill es monstruoso y brutal, pero paga sus deudas puntualmente, y trae clientes.

– Entiendo. Entonces ya buscaré otro momento para hablar con él.

Moore me tendió la moneda.

– No puedo quedarme esto con la conciencia tranquila.

Me reí.

– Os lo habéis ganado. No me quedaré con vuestro dinero.

– ¿Estáis seguro?

– Por favor, Moore. Habéis hecho lo que habéis podido por servirme.

El hombre asintió con el gesto y entonces se acercó a un charco de fango y porquería que había allí mismo, se acuclilló y se embadurnó bien. Se puso en pie y se volvió hacia mí con una sonrisa, con las ropas manchadas y el rostro sucio y asqueroso.

– No creo ni que haya oído vuestro nombre ni que os haya mirado a la cara, pero si lo ha hecho, no puedo esperar que crea que he hecho desaparecer a Benjamin Weaver sin que se me note desmejorado. Buenos días tengáis, señor.


No había terminado con Dogmill, desde luego, pero decidí utilizar métodos más sutiles mientras consideraba cómo reiniciar mis intentos con el comerciante. Así que fui a reunirme con John Littleton. Aunque siempre he preferido la ropa sencilla, reconozco que me gustan las telas de calidad y el buen trabajo de un sastre, pero antes de que fuéramos en busca de Greenbill Billy, Littleton observó que mis ropas destacarían demasiado en los muelles. Así pues, me puse unos pantalones viejos, una camisa manchada y una vieja chaqueta de lana. Oculté mi pelo bajo un viejo sombrero, ancho de ala y de copa, y hasta me apliqué un poco de pintura para oscurecer una tez que, para los estándares de los británicos, ya era más bien oscura. Al mirarme en el espejo, me felicité porque casi no me reconocía: era la viva imagen de un marinero de Wapping.

Quedamos en que me reuniría con Littleton en su casa, una decrépita habitación que tenía alquilada en Bostwick Street, y desde allí fuimos andando hasta El Ganso y la Rueda. Yo solo lo había visto en la mesa de la casa de Ufford, así que cuando se reunió conmigo en la puerta, me sorprendió ver que era más alto de lo que pensaba, y más ancho de hombros. Me había parecido un tipo endeble en sus últimos años de vida, pero ahora lo vi más curtido, uno de esos tipos duros que se aferran tenazmente a su juventud.

– No me entusiasma la idea de hacer esto -dijo Littleton mientras nos abríamos paso entre los mendigos y borrachos que estaban sentados al fresco. Un hombre pasó dando empujones, vendía un pastel de carne recién hecho que humeaba desaforadamente en la fría tarde.

Littleton iba con los hombros muy tiesos y los levantaba hacia los oídos como si estuviera encogido.

– Sé que soy yo quien lo ha propuesto, pero El Ganso y la Rueda es territorio de Greenbill, si alguno de sus matones me reconoce, no les va a gustar nada. Voy a salir muy malparado.

– No es necesario que entréis -dije-. Me habéis sido de tanta ayuda como el señor Ufford hubiera podido desear. Me habéis indicado la dirección que creéis adecuada; a partir de aquí puedo seguir yo solo.

El hombre puso cara de niño petulante.

– Iré. No quiero dejaros solo ahí dentro. Pero he estado pensando. Le habéis pedido cinco libras al cura. Eso es mucho arroz para un pollo, y para un hombre solo. Y si lo piensa uno, lo único que habéis hecho para ganar esa pasta es preguntarme a mí y dejar que le lleve en la dirección adecuada. Un chelín aquí y otro allá no está mal, pero ya que soy vuestro amigo, ¿no creéis que lo justo sería darme la mitad de lo que vais a ganar?

– Creo que deberíais estar más que contento con lo que os han dado y os han prometido.

– Y lo estoy -dijo el otro, y sonrió para demostrarlo-. Solo que sería más feliz si me dieran lo que es justo.

– ¿Cómo podéis saber lo que es justo hasta que el asunto esté resuelto?

– Bueno, si todo sale bien, creo que deberíais darme dos libras y media. Eso es todo.

– Digamos que hablo con Greenbill y decido que es nuestro hombre. ¿Qué debo hacer entonces? ¿Cómo vais a ganaros vuestras dos libras y media?

Littleton dejó escapar una risa despectiva… para disimular su confusión.

– Ya veremos.

En aquel momento, pasamos ante un callejón a oscuras. Yo me giré hacia él, lo agarré y lo arrastré al interior del callejón. Cuando el hombre dio un traspié, aproveché para sacar una pistola de mi bolsillo y le apunté, apenas a cinco centímetros de la cara.

– Se me paga por lo que hago porque, si es necesario, no vacilaré en descargar mi plomo en el cuerpo de Greenbill. Quizá tenga qué estrangularlo, o destrozarle los pies, o ponerle la mano en el fuego. ¿Haréis vos esas cosas, señor Littleton?

Para mi sorpresa, no pareció asustado ni horrorizado, solo algo desconcertado.

– Señor Weaver, debo decir que sabéis haceros entender. Me quedaré con mi chelín y muy contento de no tener que poner a nadie a asar.

Devolví la pistola a mi bolsillo y seguimos caminando. Littleton pareció olvidar instantáneamente nuestro pequeño intercambio. Era como un perro que un cuarto de hora después de recibir un palo de su amo se echa satisfecho a sus pies.

– Si queréis mi opinión, Ufford se ha buscado esto -me dijo-. Con el cuento ese de la política y demás.

Noté que me ponía tenso.

– ¿Y qué tiene que ver la política en esto?

– No creeréis que de repente se ha interesado por el bienestar de los pobres porque sí, ¿no? Las elecciones están cerca, y él hace lo que puede por los tories.

Aquello era nuevo. Yo pensaba que se trataba solamente de un cura de buen corazón que estaba metiendo las narices donde no debía. Sin embargo, si los problemas de Ufford tenían relación con las elecciones, las cosas seguramente eran más complicadas de lo que había imaginado.

– Explicadme la relación que hay entre los estibadores y las elecciones -dije. Yo sabía muy poco de tales asuntos; únicamente que los whigs eran el partido de los nuevos ricos, hombres sin títulos ni historia, y que no querían que la Iglesia o la Corona les gobernaran. Los tories eran el partido de las antiguas familias y los tradicionalistas, los que querían que la Iglesia recuperara su antigua fuerza, que el poder de la Corona se reforzara y que el Parlamento se debilitara. Los tories decían querer destruir la corrupción de los nuevos ricos, pero muchos creían que lo que en realidad querían era que los nuevos ricos desaparecieran para que su dinero pudiera volver a las familias más antiguas. Yo tendía a confundir los partidos hasta que mi buen amigo Elias me explicó, con su cinismo habitual, que los whigs eran unos gusanos y los tories unos tiranos.

Sin embargo, me sorprendía el apoyo que encontraban los tories entre los pobres y los descontentos. Puede que los whigs ofrecieran al trabajador el sueño de prosperar. Los whigs habían luchado por eliminar las restricciones al progreso, habían modificado los juramentos de lealtad para ocupar cargos gubernamentales o municipales y, gracias a eso, ahora cualquier protestante podía ocupar esos cargos, no solo los miembros de la Iglesia anglicana. Debilitaron el poder de la Iglesia y de los tribunales eclesiásticos para que los religiosos ya no pudieran controlar a los comerciantes. Pero los tories seguían siendo el baluarte de la tradición frente a la marea del cambio. Promovían el regreso a unos tiempos más sencillos y benevolentes en que los hombres con poder protegían al débil. Hacían la vista gorda ante viejas creencias y supercherías, o ideas como que el rey podía curar la escrófula con su mano. Sí, los whigs podían hacer que un hombre pensara que podía ser algo más, pero los tories hacían que se sintiera feliz por ser inglés.

Por la expresión de Littleton, no estaba muy seguro de que entendiera estas cosas.

– Bueno, si tengo que seros sincero, no conozco muy bien los intereses de Ufford -me dijo-. Para mí los estibadores son estibadores y los hombres del tabaco son hombres del tabaco, pero para Ufford todo es política. Le he oído decir que quiere que los tories recuperen Westminster y que preferiría enfrentarse al diablo que ver a los whigs ganar. Ya sabéis cómo son estos de la Iglesia. Los tories les han prometido que les devolverán el poder, que tendrán el derecho de decirnos cuándo podemos mear o cagar. No hay cosa que le guste más a un cura que la causa de los tories.

Yo escupí. Uno de los tories que se presentaban en Westminster era Griffin Melbury, el marido de Miriam. Poco me preocupaban los detalles políticos y, puesto que no vivía en las proximidades de Westminster, las elecciones me interesaban menos aún, pero una cosa sabía: deseaba que Melbury fracasara. ¿Por qué se había casado Miriam con él? ¿Por qué había abandonado a su nación -y a mí- por un hombre que la había obligado a cambiar de religión? Si los esfuerzos de Ufford por ayudar a los trabajadores ayudaban a que Melbury saliera elegido, prefería mil veces ver a Ufford acosado y a los pobres depauperados.

Todavía pestañeaba cuando me imaginaba a Miriam casada con ese hombre. Nunca había hablado con él, ni le había visto, pero tenía una imagen muy definida en mi cabeza: alto, bien proporcionado, rostro elegante, pantorrillas fuertes. Encantador y desenvuelto a la manera de los ingleses. Sabía algunas cosas de él: procedía de una antigua familia de tories propietarios de tierras, su padre y sus tíos siempre habían tenido un escaño en el Parlamento, y tenía dos hermanos en la Iglesia. Anteriormente había ocupado un puesto en un burgo donde se compraban los votos y, dado que tenía buena relación con ciertos obispos de la Iglesia anglicana con influencia en Westminster, le animaron a que se presentara por un escaño en aquel burgo… quizá el más importante de la nación.

Debía de ser encantador, sin duda. Había logrado convencer a Miriam para que se convirtiera a su Iglesia. Ella se había casado muy joven con el hijo de mi tío Miguel, un crío muy austero que murió en el mar sin haber conocido apenas a su esposa. Yo la había tratado bastante cuando intentaba aclarar los sucesos que llevaron a la muerte de mi padre, y ciertamente creía que ella sentía por mí el mismo cariño que yo sentía por ella. Pero, a pesar de lo que digan los escritores, vivimos en un mundo más inclinado a las acciones prácticas que a los ideales novelescos. Podemos sentarnos con nuestros pequeños libros e imaginar un amor dichoso en una casita en el campo, pero tales ideas no son más que quimeras. No podemos realizarlas. Al contrario, debemos comer y vestir y convivir con compañeras que sean de nuestro agrado. Y, a ser posible, sin miedo a que te asalten los acreedores.

Aun sabiendo todo esto, pedí a Miriam que se casara conmigo, pero ella me dijo que nuestras vidas no eran compatibles. Yo sabía que tenía razón, lo cual no impidió que volviera a pedírselo. Después del tercer intento me rendí, convencido de que si insistía solo conseguiría quedar como un necio ante ella y sentirme humillado.

De todos modos, Miriam y yo nos habíamos acostumbrado a estar juntos. Yo había dejado de pedir su mano, pero el deseo seguía ahí, sin articular pero palpable. Ella lo sabía -tenía que saberlo-, y a pesar de ello buscaba mi compañía. Una tarde, vino a casa de mi tío para la havdalah, la clausura del sabbat. Yo sentía que había algo distinto en las atenciones que me dedicaba y, a la luz de la vela trenzada, con la cabeza embriagada por el dulce aroma del especiero, noté el calor de su mirada en mi rostro.

Miriam estaba hermosísima con su vestido azul y su sombrero, bajo el que se derramaban un millar de oscuros rizos. Era una mujer bien proporcionada, con un bello rostro de rasgos íberos y ojos de color esmeralda, pero muy necio hubiera tenido que ser para admirarla solo por su belleza, pues en Londres había una cantidad sin par de mujeres bellas y asequibles. No, yo admiraba a Miriam por su audacia, su sentido del humor y su vitalidad. El destino había sido muy cruel con ella: la casaron muy joven con un chico introvertido al que apenas conocía y me atrevo a decir que no amaba. Él murió a los pocos meses de la boda, pero ella siguió bajo la tutela de mi tío y, si bien era un hombre benévolo, ella ansiaba ser libre.

Aunque no fue culpa suya, Miriam se vio envuelta en el embrollo de la South Sea Company al que yo había vinculado la muerte de mi padre. Sin embargo, a ella le fue mucho mejor, y la compañía le pagó bien por su silencio. Ese dinero le aseguró su independencia, aunque durante un tiempo mantuvo una fuerte lealtad hacia los padres de su difunto marido.

Aquella noche, poco a poco la habitación fue quedando vacía: mi tía, los invitados y, finalmente, mi tío, que sabía muy bien lo que hacía y tenía tantas ganas de verme casado con Miriam como yo. Nos dejó solos como si no hubiera nada extraño en ello. Miriam hubiera podido quejarse. Hubiera podido excusarse, pero no lo hizo. Se quedó. Pidió más vino.

Habíamos iniciado aquella velada sentados cada uno en un extremo de la habitación, pero de alguna forma acabamos sentados en el mismo sofá. De alguna forma, digo, aunque miento, pues cada pequeño movimiento mío fue fruto de una estrategia perfectamente estudiada. Me levantaba para coger algo y me sentaba un poco más cerca. Dejaba caer un botón, me levantaba para cogerlo y me acercaba más. Con cada paso, yo estudiaba su reacción, y en ningún momento vi un gesto de desaprobación.

Y así hasta que nos besamos. Aquella noche yo había bebido demasiado, pero recuerdo bien cómo ocurrió. Estábamos sentados muy juntos, apenas a unos centímetros, y ella hablaba de un libro que estaba leyendo y le interesaba mucho. Yo solo escuchaba a medias, porque el vino y el deseo resonaban con fuerza en mis oídos. Al final, cuando no pude aguantar más, estiré el brazo y le puse la mano en la mejilla.

Ella no la apartó, al contrario, se acercó más, olisqueándome como si fuera una gata, así que me incliné y la besé.

Solo fue un momento, porque entonces ella se levantó y se apartó de mí.

– ¿Qué hacéis? -me preguntó susurrando tan fuerte como era posible.

Yo preferí seguir sentado, para que viera que no compartía su sensación de alarma.

– Os estaba besando.

– Pues no deberíais. Y vos lo sabéis. ¿Tengo que decíroslo otra vez?

– Miriam -dije-, poned vuestra petición por escrito.

Ella abrió la boca para azuzarme con algún cruel comentario, pero se contuvo; permaneció inmóvil durante lo que pareció una eternidad. Yo escuchaba el sonido de mi respiración y de los carruajes que pasaban por la calle como si fueran lo más interesante del mundo.

– Tenéis razón -dijo en un susurro, tan flojo que ni siquiera estaba seguro de que fuera eso lo que había dicho-. Tenéis razón, y lo siento… debo irme -añadió bruscamente, y se dirigió hacia la puerta.

Yo me levanté de un salto y la cogí del brazo. No con fuerza, por supuesto, pero no podía permitir que se fuera. No entonces. No todavía.

– ¿Por qué corréis? No queréis huir, ¿por qué lo hacéis?

Ella meneó la cabeza con la vista gacha. Supe entonces que no iba a quedarse. Así que la solté.

– Corro -dijo por fin- porque no quiero correr. -Respiró hondo-. Benjamin, ¿cuándo fue la última vez que alguien trató de mataros?

Yo no esperaba aquella pregunta, y me reí.

– Hace solo dos semanas -dije, pues un ladrón a quien seguía se enfrentó a mí con un cuchillo. De no haber estado alerta, me hubiera herido gravemente, o peor.

– Hay tantas cosas que quiero en mi vida… y sé que vos me las daríais -dijo-. Sé que no me trataríais como si fuera un objeto, o una sirvienta. Sé la clase de hombre que sois, Benjamin. Pero vos herís y matáis y siempre estáis en peligro de que os hieran u os maten.

Calló, pero yo nada podía decir en mi defensa, así que durante unos largos minutos estuvimos en silencio.

– Yo no puedo vivir de esa forma -me dijo al fin-. No puedo vivir con un esposo que en cualquier momento puede ser asesinado o ahorcado o deportado. ¿Queréis casaros conmigo? ¿Tener hijos? Una mujer debe tener un marido. Los hijos necesitan un padre, Benjamin. Yo no puedo vivir así.

Y yo no tenía ningún argumento para convencerla de lo contrario.


Tres semanas después, recibí una nota suya donde me pedía que la visitara en su casa en Anne's Court. Nunca antes me había enviado un mensaje semejante y, por un rato, me sentí halagado; pensé que, con insinuaciones de dama, pretendía decirme que había cambiado de opinión, que había meditado debidamente el asunto y había desechado sus prejuicios. Sin embargo, aunque me dejé llevar por la imaginación, en ningún momento llegué a creer realmente que me diría lo que yo tanto deseaba escuchar.

Aunque tampoco había previsto que me daría la noticia que yo más temía. Cuando su sirvienta me hizo pasar a la sala de recibir, la vi en pie, nerviosa, pasando las páginas de un libro cuyo nombre, sospechaba yo, no hubiera sabido decirme si le hubiera preguntado. Lo dejó y me dedicó la misma sonrisa forzada que un cirujano cuando prepara una operación dolorosa. Sus ojos verdes parecían más hundidos de lo que yo recordaba.

– ¿Un vaso de vino? -preguntó, aunque sabía perfectamente que yo aceptaría. Todas mis ilusiones se desvanecieron al ver su expresión angustiada. Tomé el vino de su mano temblorosa, esperando que me diera ánimos.

»Aún no he informado a vuestro tío -me dijo cuando los dos estuvimos sentados-, pues deseaba decíroslo a vos primero. No quería que lo supierais por terceras personas.

No tenía ni idea de qué quería decirme, aunque en el fondo debía de saberlo, pues recuerdo que me aferré a los brazos de la silla, medio incorporándome, y volví a sentarme otra vez.

– Voy a casarme -anunció. Sus labios estaban entreabiertos, en una cruel imitación del pavor. Y entonces, controlándose, esbozó otra sonrisa forzada. Cuando me la imagino casada, siempre la veo con esa sonrisa.

Durante unos eternos minutos, no dije nada. Tenía la mirada clavada en el frente. ¿A quién había encontrado que fuera más digno que yo? Pensaba en todos los momentos que habíamos compartido -como amigos, por supuesto- y en lo feliz que me sentía siempre cerca de ella, el placer que me producía su compañía. En la emoción de sentir a cada instante que tal vez lograría hacer que cambiara de opinión. Ahora todo había acabado.

– Espero que seáis muy feliz -dije al fin. Hablé en tono neutro y uniforme, pensando que era lo más digno… y lo más cruel.

– Temo que vuestro tío pueda mostrarse disgustado -dijo muy deprisa, como si lo tuviera ensayado-. Veréis, el hombre con quien voy a casarme es inglés, y su familia apoya desde hace mucho las tendencias de la Alta Iglesia. Por el bien de los dos, he decidido convertirme a su Iglesia.

Yo di un sorbo a mi vino y lo tragué demasiado deprisa. Sentí un ligero mareo.

– ¿Vais a convertiros?

– Sí.

Ignoro qué esperaba Miriam de mí… que me enfadara y la aleccionara y divagara, que exigiera que me explicara lo que supiera de ese hombre y utilizara mis habilidades de cazador de ladrones para averiguar lo que pudiera. Abrí la boca para hablar, pero solo conseguí proferir un sonido ahogado y humillante. Me aclaré la garganta y volví a empezar.

– ¿Por qué? -dije muy serio.

– ¿Cómo podéis preguntarme eso?

– ¿Cómo? ¿Y cómo podría no hacerlo? ¿Creéis lo mismo que él? ¿Su fe es la vuestra?

– Me conocéis desde hace el tiempo suficiente para saber que no tomaría una decisión como esta por mis creencias. De haber querido convertirme al cristianismo por convicción, lo habría hecho hace mucho tiempo.

– Entonces, ¿por qué? -Mi tono era más alto y agresivo de lo que pretendía.

Miriam cerró los ojos un momento.

– Se trata de la felicidad.

Oh, cuánto me hubiera complacido poder destruir sus argumentos, pero ¿con qué podía rebatir sus palabras? ¿Qué podía decir de su felicidad… la felicidad que le proporcionaba un hombre al que no conocía? Hubiera debido irme en ese momento, lo sé, pero, puesto que iba a pasar medio año torturándome, no había razón para no empezar allí mismo.

– ¿Lo amáis?

Ella apartó la mirada.

– ¿Cómo podéis preguntar eso? ¿Por qué queréis trastornarnos a los dos con semejantes preguntas?

– Porque debo saberlo. ¿Lo amáis?

Ella seguía sin mirarme.

– Sí -susurró dándose la vuelta.

Me hubiera gustado creer que mentía, pero no pude. Y no sabía si el motivo estaba en sus palabras o en mi corazón. Solo sabía que ya no teníamos nada de qué hablar. Miriam había disparado el tiro fatal, el que pone fin a la batalla. Había llegado el momento de enterrar a los muertos.

Me puse en pie, apuré mi vaso y lo dejé.

– Os deseo que seáis muy feliz -dije una vez más, y partí.

Más adelante conocí el nombre de aquel hombre: Griffin Melbury. Se casaron unas dos semanas después de nuestra conversación en una ceremonia privada a la que no se me invitó. No había visto a Miriam desde entonces. Al enterarse, mi tío se rasgó las vestiduras. Y más tarde mi tía me dijo en un aparte que jamás volviera a pronunciar el nombre de Miriam ante ellos. El mundo se reorganizaría como si Miriam jamás hubiera existido. O esa era la idea.

Una idea que fracasó, pues había empezado a comprender que durante las elecciones no podría dar dos pasos seguidos sin oír el nombre de su marido, y no podía oír ese nombre sin desear retorcerle el pescuezo hasta que cayera sin vida en mis manos.


El Ganso y la Rueda era más grande de lo que esperaba, una larga sala con docenas de mesas y una barra en la parte de atrás. Y estaba lleno. Había allí trabajadores de toda especie y condición, por supuesto, pero también negros africanos, morenos de las Indias Orientales, y gitanos, que era por lo que yo quería hacerme pasar. El aire apestaba a ginebra, cerveza y carne hervida, a tabaco barato y a orines, y se oía una mezcla escandalosa de gritos, cantos y risas. Yo había estado preguntándome por qué tenía Littleton tantas ganas de ir a una taberna donde sabía que no sería bien recibido, pero al entrar vi que el riesgo era mínimo. El Ganso y la Rueda utilizaba el sebo lo justo para las funciones más básicas del negocio, y los propietarios lo tenían de forma permanente en penumbra. Las pipas sobrepasaban en mucho el número de ventanas del local, que estaba oscuro y lleno de humo, apenas podía ver tres metros delante de mis narices. El extremo más alejado, donde los hombres se sentaban a fumar, parecía un cielo estrellado visto a través de una fina capa de nubes.

Littleton me hizo saber que lo que necesitaba en esos momentos para calmar su ansiedad era una buena pinta de ginebra. A mi entender hubiera sido más prudente que se mantuviera lúcido, pero no estaba allí para hacerle de madre, así que le di el veneno que me pedía… cosa que me obligó a pasar por encima de los cuerpos de unos cuantos tipos inconscientes que habían bebido demasiado. Cuando le pedí al de la espita una cerveza pequeña para mí, casi se echa a reír, como si nadie le hubiera pedido nunca algo tan flojo. Lo más que podía ofrecerme era cerveza de ave, esa perniciosa sopa hecha con cerveza y pollo.

El hombre me sirvió una jarra del citado brebaje y me miró con enfado.

– Si es demasiado fuerte para tu gusto, puedes mearte dentro.

Pensé en contestarle adecuadamente, pero contuve mi lengua, pues preferí no meterme en líos hasta haber solucionado mis asuntos. Así que le di las gracias por su amabilidad y volví con Littleton, que se había calado la gorra sobre los ojos para pasar inadvertido.

– ¿Qué más sabéis de las dimensiones políticas de este asunto? -le pregunté cuando le di su pinta-. Nadie me había dicho nada de política y partidos, y temo que eso complique bastante las cosas.

Él se encogió de hombros.

– Yo de eso no sé nada. Yo no tengo voto, y los partidos o los candidatos para mí no significan nada. Iré a verlo por si cae algo de comer o beber, y puede que alguna moza bonita me dé un beso si cree que tengo derecho a voto, pero para mí tories y whigs son lo mismo. Los dos creen que saben cómo ponernos a los pobres en nuestro sitio. No saben una mierda, eso es lo que yo creo. Nosotros tenemos otras cosas de que preocuparnos.

– ¿Como por ejemplo?

– Como que estamos en febrero y no hay trabajo en los muelles. Solo las barcazas de carbón. Y hasta primavera no hay nada más. Estamos acostumbrados a que nos paguen más que a los otros estibadores; eso nos ayuda a pasar los meses malos, pero ahora que las bandas están a la que saltan y se pelean por el poco trabajo que hay, no sacamos más de lo que sacaríamos llevando cajas de manzanas en un puesto de frutas. Y nuestro trabajo es más peligroso. La semana pasada uno que conozco murió aplastado porque se le cayó un tonel de carbón encima. Le aplastó las piernas, sí señor. Se murió dos días después, y el pobre no dejaba de gritar.

– ¿Y Ufford cómo espera mejorar las cosas?

– No sé. He oído sus sermones, pero no los entiendo muy bien. Dice que había un tiempo cuando el rico cuidaba del pobre, y que los pobres trabajaban mucho pero se ganaban bien la vida y eran felices. Y dice que a los whigs les da igual cómo eran las cosas antes, que solo les importa su dinero, y que prefieren matar a los pobres a trabajar antes que darles un buen salario.

– ¿Y quiere que creáis que los tories serán unos amos amables porque están acostumbrados a mandar y los whigs serán malos porque no están acostumbrados al poder?

– Más o menos.

– ¿Y es verdad?

Littleton se encogió de hombros.

– Dennis Dogmill es whig, dicen, y la mayoría del trabajo que hacemos es para él. Puedo aseguraros que si cada uno de sus hombres la palmara después de descargar, a él plim, siempre que haya otros para hacer el trabajo. ¿Tiene el corazón negro porque es whig o es porque ha salido así y ya está? Para mí, que la política no tiene nada que ver.

Littleton se encasquetó más la gorra, una clara señal de que quería menos cháchara y más ginebra. Por tanto me entretuve observando a la gente durante casi una hora, hasta que empezó el jaleo cerca de la parte de atrás. Alguien encendió unas cuantas velas mientras un hombre subía a un barril. Era de mediana estatura, corpulento, de unos cuarenta años tal vez, con la cara muy fina y unos ojos muy separados que le daban un aire de sorpresa o confusión. Dio unos golpes con los pies y el ruido de la sala empezó a apagarse.

Littleton despertó de su sopor.

– Ahí está. Ese es Billy.

El hombre del barril levantó en alto una jarra.

– Un brindis -exclamó- por Danny Roberts el Sucio, que se murió la semana pasada porque un barril de carbón se descalabró sobre su persona. Era uno de los chicos de Yate. -Entre la multitud se oyeron murmullos de desprecio, así que Greenbill levantó la voz-. Sí, puede que fuera uno de los chicos de Yate, pero no por eso dejaba de ser un estibador, y tenemos algo en común con esos chicos, por mucho que estén a las órdenes de un enemigo. Que sea el último que nos deja.

No hace falta insistir mucho para que un local lleno de estibadores se echen el vaso al coleto. Tras unos instantes de alboroto, ignoro si porque estaban de acuerdo o porque no, Greenbill continuó.

– He convocado aquí una reunión de nuestra banda porque hay una cosa que tenéis que saber, chicos. ¿Os digo qué es? La semana que viene llega un cargamento de carbón y Yate y sus chicos os lo quieren quitar.

En este punto, hubo muchos gruñidos y gritos, así que Greenbill tuvo que hacer una pausa.

– Veréis, está ese canalla que se llama Dennis Dogmill, un jefe del tabaco del que seguro que habéis oído hablar -Esperó a que se calmaran las risas y los insultos-. Pues es el que tuvo la idea de que los estibadores nos peleáramos entre nosotros, y le ha salido tan bien que ahora todos los patrones de los barcos hacen lo mismo. «¿Quién ofrece el precio más bajo?» Eso es lo que todos preguntan. Así que fui y le dije a Yate que lo mejor era que trabajáramos unidos. Que no fuéramos diferentes bandas. Convirtámonos en una sola banda y haremos subir los salarios de los estibadores. Y Yate me dijo, y estas son sus palabras, chicos, me dijo: «Antes me quemaría en el infierno que alternar con los de tu calaña. Los de tu banda no son más que rateros y matones». Eso dijo, y tuve que contenerme para no matarlo allí mismo por hablar mal de los que son como vosotros.

– Eso es una sucia mentira, Billy, y tú lo sabes.

Entre donde nosotros estábamos y donde estaba Billy, un hombre se levantó y subió a su mesa. Tendría treinta y pocos, pero su rostro aún se veía joven. Llevaba su pelo natural, que era oscuro y corto, con una cola corta y, aunque era de baja estatura, se veía que era fuerte.

– ¡Mirad esto, chicos! -exclamó Greenbill-. Es Walter Yate. Tiene que haber perdido la chaveta para venir aquí. O eso o es que le gustan tanto las mentiras que las diría donde sea.

Littleton se quedó boquiabierto y se puso muy derecho. Se llevó una mano a la cabeza y se echó la gorra hacia atrás.

– ¿Qué está haciendo? -susurró, aunque hablaba más para sí mismo que para mí-. Va a conseguir que se lo carguen.

– ¡Siéntate! -le gritó un hombre a Yate-. Tú aquí no pintas nada.

– Y Greenbill Billy no pinta nada diciéndoos tantas mentiras -replicó Yate-. No soy vuestro enemigo. El enemigo es Dermis Dogmill y los que son como él, que quieren ponernos unos en contra de los otros. Todos tenemos que comer y por eso trabajamos por una miseria, porque es mejor que nada. Guárdate tus insultos para Dogmill y sus amigos whigs, que quieren mataros a trabajar y luego se olvidan de vosotros. En vez de enfrentarnos entre nosotros tendríamos que tratar que el señor Melbury consiga su escaño en el Parlamento. Él nos ayudará. Protegerá los derechos que tenemos por tradición.

Noté que mis músculos se tensaban. Ahí estaba otra vez, Melbury, y no lo quería cerca de mí.

– Vaya, ¿no me digas que Melbury te ha pagado para que vengas a hacer campaña? -apuntó Greenbill-. Nosotros no podemos votar, y si en vez de venir a dártelas de gran señor fueras uno de los nuestros lo sabrías. Griffin Melbury. Si no tiene un barco para descargar me importan un comino él y la puta que lo parió.

– Pues tendría que importarte -dijo Yate-. Él nos ayudaría a derribar a Dogmill y a poner un bocado de comida en la boca de nuestros hijos.

– Como no te calles lo que te voy a poner en la boca es un montón de estiércol -le gritó alguien a Yate.

– Tus palabras apestan más que el conejo de una puta -ladró otro-. Apuesto a que el Papa te ha mandado a que nos digas todas esas mentiras.

Entonces, alguien le arrojó una pinta de cerveza. Yate se echó a un lado ágilmente y el vaso golpeó a Greenbill en el pecho.

¡Oh, menudo ultraje! ¿Cómo se atrevía Yate a evitar un proyectil y permitir que ensuciara a su amado cabecilla? Hubo un momento de silencio, de calma tensa. Entonces alguien agarró a Yate y lo bajó de la mesa; el hombre desapareció bajo una marea de puños. Por encima del griterío, oía el sonido sordo de los puños contra la carne. Algunos formaron un corrillo alrededor de los agresores y se dedicaron a dar patadas a los que estaban más cerca de la víctima. Otros se limitaban a dar puñetazos al aire en una inquietante parodia de violencia reprimida. Pero esa clase de placeres no permiten una participación masiva y, si bien algunos estibadores se quedaron esperando por si tenían la oportunidad de golpear a Yate, otros parecieron olvidar la causa real de aquel alboroto y se dispersaron por la taberna, buscando algo que romper o robar, o salieron a la calle para tener más espacio donde hacer destrozos.

Entonces noté que me tiraban del brazo. Era Littleton.

– Hora de irse -dijo-. Buscad la salida como podáis -me aconsejó, y desapareció entre la multitud.

Hubiera debido seguir su consejo, pero en medio de aquel caos mi cabeza no discurría con claridad. La mayor parte de la gente había salido, pero dentro aún había hombres destrozando cosas, las paredes, los barriles de cerveza, los cubos de ginebra. En la sala resonaban los golpes sordos, los gruñidos, el sonido del peltre contra la piedra. Por el suelo había lámparas de aceite rotas, aunque afortunadamente las bebidas rebajadas con agua habían apagado las llamas.

Y estaba el pobre Walter Yate, tirado en el suelo, sobre la espalda, como una tortuga panza arriba. Un hombre le sujetaba los brazos mientras otro levantaba una silla dispuesto a estrellarla contra su cabeza. Había otros tres a un lado, animando, dando golpes al aire en apoyo a sus hermanos y mirando hacia la puerta, pensando ya en la acción que sabían que encontrarían fuera.

Bien es cierto que la cuestión de qué trabajo conseguía cada estibador a mí poco me importaba, y más cierto aún que, en parte, Yate merecía que le partieran la crisma por haber hablado bien de Melbury, pero no podía quedarme cruzado de brazos viendo cómo lo asesinaban. Así que me acerqué rápidamente, eché a un lado al hombre que sujetaba a Yate y lo aparté a tiempo para que la silla golpeara el suelo, donde se rompió en pedazos.

Al ver que acudía en ayuda de la víctima, los estibadores se dispersaron. Ayudé a Yate a ponerse en pie. Aunque se lo veía desorientado y algo magullado, no parecía haber sufrido daños graves.

– Gracias -me dijo, dirigiéndome hacia la puerta-. No esperaba encontrar amigos entre los chicos de Greenbill.

– No soy uno de los chicos de Greenbill. Y aunque yo tampoco esperaba encontraros aquí, hablaré con vos de todos modos. De poca utilidad me seríais con la cabeza rota. -Volqué una mesa que había cerca de la puerta para protegernos de la media docena de hombres que debían de quedar allá adentro. Aparte de los dos que habían intentado matar a Yate, los otros estaban descubriendo las maravillas de estar en una taberna sin tabernero. O lo que es lo mismo, estaban poniéndose morados de ginebra y se llenaban los bolsillos de cuchillos y pequeños platos. En los minutos siguientes, sabríamos si caían redondos o se ponían más peleones.

Los otros dos nos observaban a nosotros y miraban a los hombres que bebían ginebra. Estaban tratando de decidirse.

– Me llamo Weaver -le dije apresuradamente a Yate-. Estoy al servicio de un cura llamado Ufford que me ha contratado para descubrir al autor de unas notas amenazadoras. Está convencido de que vos podríais saber algo del asunto… que podría tener relación con vuestros problemas con Dogmill.

– Dogmill tendría que irse al infierno, y Ufford con él. Ojalá no me hubiera metido en esto. No hay más que maquinaciones y secretos. Pero siempre acaban pagando los estibadores.

Hubiera querido preguntarle a qué maquinaciones y secretos se refería, pero vi que la violencia había ganado la partida al sueño. Cuatro hombres que se habían puesto morados de ginebra cargaron contra nosotros como toros furiosos.

Yate comprendió enseguida que había llegado el momento de largarse. Abrió la puerta de la taberna de un empujón y me di cuenta de que la conversación tendría que esperar, pues fuera no había donde ocultarse. Había docenas de hombres en la calle, cientos tal vez, peleando entre sí, con los desconocidos, derribando puertas y mujeres. Un hombre había conseguido una linterna y la arrojó contra el edificio del otro lado de la calle. Por suerte, se quedó algo corto y la lámpara se estrelló contra los escalones de piedra, donde solo prendió fuego a un compañero alborotador.

No nos habríamos alejado más de medio metro de la taberna cuando dos hombres volvieron a atacar a Walter Yate. Me hubiera parecido estúpido salvarlo una vez de la muerte y luego dejarlo a su suerte, así que intervine y propiné un buen swing a uno de sus atacantes. Mi puño golpeó con fuerza un lado de su cabeza y vi con cierto regocijo cómo caía, pero entonces otros dos hombres se unieron a la escaramuza y me encontré bloqueando y golpeando solo para evitar los golpes.

Hubo un momento en que, al levantar la mirada, vi un ladrillo agarrado con fuerza por unos dedos blancos que venía directo contra mi cabeza. De no haber levantado Yate su brazo para hacer caer el ladrillo, exponiéndose a los golpes del hombre con el que estaba luchando, no sé si hubiera podido evitar el impacto, sin duda fatal. Derribé a aquel bestia de un puñetazo en la cara, y le di las gracias con un gruñido a Yate, a quien empezaba a ver con otros ojos. Aunque hablaba maravillas del esposo de Miriam -la peor ofensa imaginable-, ahora él y yo estábamos unidos por la hermandad del combate.

Yo aún tenía la habilidad de un púgil, aunque la herida de la pierna que acabó con mis días de boxeador empezó a dolerme mientras brincaba de un lado a otro defendiéndome y tratando de encontrar una salida por donde pudiéramos huir. Pero no había salida. Alguien se me plantaba delante con los puños en alto, y yo repelía su ataque, o lo derribaba o lo esquivaba, solo para encontrar un nuevo atacante detrás. Yate, por su parte, luchaba bien, pero, al igual que yo, lo único que podía hacer era esquivar los golpes.

Aunque estaba muy ocupado protegiendo mi vida, me daba cuenta de que la refriega estaba tomando un giro extrañamente político. Ahora había grupos de estibadores que coreaban «¡Fuera jacobitas! ¡Fuera tories! ¡Fuera papistas!», dirigidos por el rival de Yates, Greenbill Billy. Era frecuente que las refriegas adoptaran un tono de protesta, sobre todo en época de elecciones, pero me pareció curioso que en aquella ocasión hubiera sucedido tan deprisa.

Sin embargo, tenía otras preocupaciones en la cabeza, pues, aunque muchos de los estibadores estaban ocupados coreando consignas y rompiendo ventanas, otros muchos manifestaban una notable afición por pelearse… sobre todo con nosotros. No sabría decir cuánto tiempo estuvimos peleando. Más de media hora, supongo. Yo daba y recibía puñetazos. Mi rostro estaba cubierto de sudor y de sangre. Y seguía luchando. Si alguna vez veía un espacio libre, allá que saltaba, pero enseguida recibía nuevos ataques. Durante los primeros minutos, miraba continuamente para ver cómo le iba a mi compañero, pero no tardé en quedarme sin energías. Lo único que podía hacer era protegerme a mí mismo. Hubo un instante en que conseguí reunir la fuerza para volverme y me sorprendió comprobar que Yate no estaba. O había escapado o la chusma nos había ido separando sin que nos diéramos cuenta. Supuse que sería más bien esto último y, aunque no sabría decir por qué, este pensamiento me llenó de temor. Yo había salvado a Yate y él me había salvado a mí. Su bienestar me preocupaba. Cambié de posición para poder ver mejor, pero no había rastro de él. Noté una extraña sensación de pánico, como si hubiera perdido a un niño pequeño que hubiesen dejado a mi cargo.

– ¡Yate! -grité por encima del alboroto de gruñidos, vítores y el ruido de los puños contra la carne. No hubo respuesta.

Y entonces se acabó. Hacía un momento estaba luchando, llamando a gritos a Yate, y al siguiente se hizo un terrible silencio y me encontré dando golpes al aire, girando como un loco en busca del siguiente atacante anónimo. A mi alrededor se congregó una multitud, dejando un espacio de un par de metros. Me sentía como un animal atrapado, peligroso, enajenado. Me quedé allí, respirando con dificultad, medio inclinado, esperando a reunir la fuerza necesaria para preguntar por qué me miraban así.

Entonces, dos guardias se adelantaron y me cogieron de los brazos.

Yo les dejé hacer. No me resistí. Me incliné hacia delante para descansar mientras me tenían sujeto y, en mi agotamiento, oí una voz que no reconocí que decía:

– Ese es. Ese. Ese es el sucio gitano que ha matado a Walter Yate.

Tras esto, me llevaron a la oficina del magistrado.

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