25

Mi engaño se desbarataba por momentos, así que no tenía más remedio que actuar. Miriam me había dejado muy claro que poco podía esperar de su marido. El recaudador de deudas conocía mi identidad, y no podía contar con que guardara silencio ni siquiera el tiempo que él me había prometido.

Por supuesto, nada de esto fue una sorpresa. Yo sabía que podía ser descubierto antes de asegurar mi libertad, y ya había estado meditando un plan. Así pues, me arriesgué a contactar con Elias y me reuní con él en un café. No le gustó precisamente lo que le pedí, pero finalmente accedió, como yo imaginaba.

Una vez resuelto esto, me puse en contacto con aquellos que debían conocer mi plan. Luego cogí las cartas que Grace me había traído, las que Dogmill había dirigido a personas que habían pasado un tiempo en Jamaica, y escribí la respuesta que mejor servía a mis propósitos.

Aunque de forma pasiva, Grace era fundamental para mis planes, y me reuní con ella en una chocolatería para explicárselo todo. Hasta el momento había demostrado ser una ardiente defensora de mi causa, pero yo iba a actuar en contra de su hermano, y no podía esperar que cooperara sin más.

Grace llegó antes que yo a la chocolatería de Charles Street, radiante con su vestido de color rojo vino y su corsé color marfil. Los otros hombres -y ciertamente también las mujeres- la miraban abiertamente mientras ella bebía su tazón de chocolate.

– Lo siento si me he retrasado -dije.

– Oh, no; simplemente me apetecía tomarme un chocolate.

– Muchas damas vacilarían antes de tomar un chocolate solas en un lugar público.

Ella se encogió de hombros.

– Soy hermana de Dennis Dogmill, y hago lo que quiero.

– ¿Incluso a Dennis Dogmill? -pregunté al tiempo que tomaba asiento.

Ella me miró durante un largo momento y asintió.

– Incluso a él. ¿Seréis muy duro con él?

– No más de lo necesario. Por vos -añadí.

Grace colocó las manos en torno a su plato, pero no lo levantó.

– ¿Vivirá?

Yo me reí, lo cual quizá fuera una descortesía, dada la gravedad de la pregunta, pero no tenía intención de hacer de asesino.

– No soy tan necio como para buscar una justicia perfecta. Quiero recuperar mi nombre y mi libertad. Si es posible castigar al culpable, tanto mejor, pero no me hago ilusiones.

Ella me sonrió.

– No, no lo hacéis. Lo veis todo muy claramente.

– No todo.

Ahora fue ella quien rió. Vi que sus adorables dientes estaban manchados de chocolate.

– Supongo que os referís a mí. Queréis saber qué pasará con Grace Dogmill una vez se haya resuelto todo esto.

– Es una pregunta superflua, pues depende de que consiga escapar a la horca y recupere mi reputación. Sin embargo, os lo pregunto.

– Sería impropio que una mujer de mi posición tuviera amistad con un hombre como vos.

– Entiendo -dije-. Después de todo, he oído esas palabras otras veces.

Ella volvió a sonreírme.

– Pero si descubro que me han robado algo, tal vez necesite vuestra ayuda. Y, desgraciadamente, no soy muy cuidadosa con mis pertenencias.


Sabiendo que la señorita Dogmill estaba deseosa de ayudarme, ahora lo único que podía hacer era esperar a que las notas que había enviado tuvieran respuesta y dar los pasos necesarios. A mi entender, no era prudente esperar demasiado. Veinticuatro horas eran suficientes para provocar la inquietud y la rabia que deseaba. Más de las que podría provocar una acción. Menos hubiera producido una emoción insuficiente. Sin embargo, fueron veinticuatro horas de angustia, y supe que me sentiría mucho más tranquilo si encontraba alguna ocupación con que entretenerme. Por suerte, todavía me quedaba una cosa por hacer y, si bien no era prudente, cuando menos era justificable. Así pues, me vi nuevamente en la necesidad de hacer una visita a Abraham Mendes.

Mendes contestó a mi nota y me reuní con él aquella noche en una taberna próxima a Stanhope Street, cerca de Covent Garden. Cuando me vio, había algo divertido en su rostro. Tal vez pensó que si lograba librarme de mis problemas, jamás volvería a mostrar el mismo desprecio por él o por su amo. Qué poco me conocía… Sin embargo, Mendes me hizo el servicio que yo esperaba y salí de mi reunión con él con la firme esperanza de que todo iría como deseaba.

Como había previsto, al día siguiente recibí una nota, y fue muy de mi agrado.


Evans:

Sé quién sois y lo que sois, y os prometo que no conseguiréis lo que os habéis propuesto. Si ponéis fin a esta mascarada ahora y abandonáis la ciudad, es posible que viváis.

Dogmill


Contesté enseguida, proponiendo que se reuniera conmigo esa misma noche en una taberna cerca de Whitehall. Elegí ese lugar porque sabía que era popular entre los whigs, y pensé que le haría sentirse más cómodo y confiado. Eso era lo que necesitaba. Cuando recibí la contestación confirmando nuestra cita, me ocupé de los preparativos y bebí un vaso de oporto para darme fuerza.

Llegué casi con media hora de retraso, pues deseaba que Dogmill llegara antes que yo. No me cabía duda de que habría llegado temprano, pero no deseaba sorprenderlo y cogerlo desprevenido. Llegué y pregunté al tabernero, quien, como ya esperaba, me dijo que encontraría al señor Dogmill en una de las habitaciones de atrás.

Entré en la habitación y encontré a Dogmill sentado en compañía de Hertcomb. En pie, junto a ellos, con los brazos cruzados, estaba ni más ni menos que el señor Greenbill. Me sorprendió que Dogmill quisiera la presencia de otro hombre propenso a la violencia, pero quizá no quería arriesgarse. Pero sobre todo me sorprendió por las grandes molestias que se había tomado para ocultar su relación con el estibador. Solo cabía pensar que Dogmill no tenía intención de dejar que contara nada de cuanto sabía.

Todos parecían alterados. Sonreí a Dogmill y Hertcomb.

– Buenas noches, caballeros -dije cerrando la puerta a mi espalda.

Dogmill me miró, furibundo.

– Tendréis que andaros con cuidado si no queréis morir esta noche.

– No puedo decir si voy a andar con cuidado o no -le dije. Tomé asiento a la mesa y me serví un vaso de vino. Di un traguito-. Esto está muy bueno. ¿Sabéis? Por el aspecto de este lugar jamás hubiera esperado que tuvieran un clarete de tanta calidad.

Dogmill me arrancó el vaso de la mano y lo arrojó contra la pared. Para su disgusto, no se rompió, en cambio salpicó y manchó al señor Greenbill, que trató de hacer como si su dignidad no hubiera sido atacada.

– ¿Dónde está mi hermana? -exigió Dogmill.

Yo le miré fijamente.

– Vuestra hermana. ¿Cómo queréis que lo sepa?

– Dejad que le pregunte yo, señor Dogmill -dijo Greenbill, dando un paso al frente.

Dogmill no le hizo caso.

– Sé quién sois -me dijo entre dientes-. Me he tomado la libertad de escribir a ciertos caballeros de Jamaica. -Me mostró las cartas que yo le había escrito-. Me han informado de que ya habíais utilizado el nombre de Matthew Evans con anterioridad, aunque no es vuestro verdadero nombre. No, sois un canalla conocido como Jeremiah Baker, un timador que se gana su miserable vida secuestrando a jóvenes damas y pidiendo un rescate para devolverlas sanas y salvas. Uno de estos caballeros, al recibir mi carta, ha cabalgado personalmente hasta Londres para prevenirme contra vos. En cuanto recibí esta información, quise asegurarme del paradero de mi hermana, pero hace más de un día que no sé de ella.

Cogí un vaso que supuse sería de Dogmill y vacié su contenido en el suelo duro y sucio. Acto seguido me serví vino de la botella y bebí.

– Bueno, pues me habéis ahorrado la molestia de informaros de vuestra situación. Ahora podemos llegar a un acuerdo.

Dogmill golpeó la mesa con la palma con tanta fuerza que pensé que iba a romperse.

– No hay ningún acuerdo, aparte de que vais a devolverme a mi hermana y yo os arrancaré la cabeza de los hombros.

Hertcomb se adelantó y le puso una mano en el hombro.

– No veo que le estéis dando a este hombre motivos para negociar de buena fe.

– Bien dicho, Hertcomb.

– No queráis dárosla de amigo conmigo -dijo con petulancia-. Si contengo al señor es por su hermana, no por vos. Habéis traicionado mi confianza.

– Vuestra confianza difícilmente puede considerarse algo tan valioso como para que haya necesidad de tratarla con mimo -repuse yo.

Hertcomb abrió la boca pero no dijo nada. Pensé que iba a echarse a llorar, y confieso que tuve ciertos remordimientos por lo que le había dicho, pero estaba interpretando un papel, y lo haría hasta sus últimas consecuencias.

Dogmill respiró hondo y se volvió hacia mí.

– Baker, creo que tendréis que haceros a la idea de que habéis afrentado al hombre equivocado.

– ¿Es esa vuestra idea de negociar de buena fe? -pregunté. -Lo es, puesto que estoy diciéndoos la verdad. No me sacaréis ni un penique. Ni un cuarto de penique. No consentiré que un individuo de tan baja ralea como vos me obligue a pagar para recuperar a mi hermana. Pero tengo otra oferta. Si me devolvéis a mi hermana sana y salva, os concederé un día de ventaja antes de empezar a perseguiros. En ese tiempo, si sois listo, podéis marcharos y poneros fuera de mi alcance, porque si os atrapo, os haré picadillo. Es la mejor oferta que puedo haceros.

Yo meneé la cabeza.

– Debo decir que no es eso lo que tenía en mente cuando cogí a vuestra hermana, le até las manos a la espalda y le metí un trapo en la boca.

Greenbill, en pie detrás de su amo, reprimió una sonrisa. A pesar de su lealtad, siempre disfrutaba de un poco de violencia con una mujer.

Pensé que Hertcomb tendría que volver a contener a su amigo, pero Dogmill no se movió.

– Quizá esperabais conseguir algo más, pero no será así. Ahora debéis decidir si queréis sacrificar vuestra vida además de vuestras esperanzas de conseguir riqueza.

– La mayoría de los hombres están dispuestos a renunciar a unas pocas libras si con ello pueden salvar la vida de algún ser querido. Y sois vos quien está en peligro, no yo. Es hora de que lo admitáis.

– ¿Acaso pensáis que son solo fanfarronerías? Ya habéis probado una pequeña parte de mi ira, sin duda lo recordaréis. Pero tengo mucha más. -Se volvió hacia Hertcomb-. Que pase el señor Gregor.

Hertcomb se levantó y desapareció un momento, pero enseguida regresó seguido de un caballero alto y delgado. Me sonrió y tomó asiento.

– Creo que conocéis a este caballero, ¿me equivoco?

– Lo conozco -repuse yo, pues el caballero en cuestión era Elias Gordon.

– El señor Gregor está dispuesto a pedir una orden de arresto por el robo de ciertos pagarés que cogisteis de su casa en Jamaica. Así que, como veis, estáis en mis manos.

– ¿Haríais lo que dice, señor Gregor?

Elias estaba nervioso, pero parecía estar disfrutando. Había cierto tono melodramático en aquella actuación, y no podía evitar explayarse.

– Creo que sabéis muy bien lo que estoy dispuesto a hacer -dijo.

Lo sabía, desde luego, pues ya lo había hecho. Había convencido a Dogmill del riesgo que corría su hermana. Yo quería que la situación se resolviera enseguida, así que Elias se había presentado en casa de Dogmill para asegurarse de que sucedía así.

– Como veis, no tenéis alternativa -dijo Dogmill-. Haced lo que os digo, u os destruiré.

– Bien -dije yo-, si las cosas están así, aún podemos llegar a un acuerdo. Dado lo apurado de la situación en que me encuentro, estoy dispuesto a renunciar al dinero. ¿Qué os parecería cambiar a vuestra hermana por cierta información? ¿Os incomodaría en exceso?

Él pestañeó varias veces, como si tratara de desentrañar el sentido de mi propuesta.

– ¿Qué información? -exigió.

– Información relativa a Walter Yate.

En este punto Greenbill se sonrojó y una expresión que no logré dilucidar pasó por el rostro de Dogmill.

– ¿Qué queréis que sepa yo de eso?

Me encogí de hombros.

– Espero que algo, si es que queréis ver a vuestra hermana con vida.

– ¿Por qué queréis esa información?

– Curiosidad -dije dando un sorbito de vino-. Si me explicáis por qué hicisteis que lo mataran y algunos otros detalles, dejaré a vuestra hermana en libertad. Así de simple.

– ¿Que yo hice que lo mataran? -repitió Dogmill-. Estáis loco.

– Tal vez. -Terminé mi vino y dejé el vaso-. Entonces os dejo. Si cambiáis de opinión, podéis dejarme una nota aquí en las próximas cuarenta y ocho horas. Si no, podéis estar seguro de que no volveréis a ver a la señorita Dogmill. -Y dicho esto, me puse en pie y me dirigí hacia la puerta.

Greenbill se adelantó para interceptarme el paso.

– No permitiré que os marchéis -me dijo Dogmill-. No toleraré que mi hermana quede en vuestras manos, y no dejaré que os marchéis si no me decís dónde está. Podéis hablar de las cuarenta y ocho horas que os plazca, pero os juro que esto terminará esta noche, señor.

Le sonreí, con una sonrisa compasiva.

– No cometáis el error de pensar que actúo solo. El señor Gregor le confirmará mi astucia, creo.

– Es muy astuto -dijo Elias-. Será mejor que le hagáis caso.

Dogmill lo miró, furibundo, y se volvió hacia mí. Se mordió el labio, mientras trataba de pensar una forma de obligarme a quedarme en aquella habitación según sus condiciones y no según las mías, pero no se le ocurrió nada. Por el momento, mi plan funcionaba.

– Decidme qué proponéis -dijo al cabo-. Y rezad para que os perdone la vida.

– Muy generoso. Bien, debéis saber que si no regreso a un punto de reunión acordado a una hora determinada, mis socios tienen orden de trasladar a la señorita Dogmill a un lugar del que no me han informado. Si no tienen noticias de mí en un día, librarán a la señorita Dogmill de las miserias de este mundo. Por tanto, podéis torturarme hasta que revele lo que queréis saber, pero me considero lo bastante fuerte para aguantar hasta el primer plazo que he mencionado, y una vez se cumpla ese plazo, no podréis recuperar a vuestra hermana a menos que yo esté libre y os quiera llevar hasta ella. Así que, señor, decidle a vuestro sabueso que se aparte de mi camino. Tratadme como a un hombre ahora o en otra ocasión, pero nada de amenazas.

Greenbill me miraba a mí, y Dogmill, a Hertcomb. Hertcomb se miraba los zapatos.

Finalmente, Dogmill dejó escapar un suspiro.

– Maldito sinvergüenza. Os diré lo que queráis, pero sabed que no os servirá de nada. Si queréis utilizar esa información en mi contra, no os servirá de nada, pues el testimonio de una sola persona no tiene validez ante un tribunal, y en el caso de un hombre como vos, es lo mismo que nada.

– Tal vez -dije, volviendo a tomar asiento-, pero eso es asunto mío, no vuestro. Solo deseo saber qué tenéis que decir en relación a Walter Yate. Tenéis mi palabra de que si me habláis abierta y sinceramente, veréis a vuestra hermana regresar sana y salva esta misma noche.

Al final, Dogmill se sentó, y Hertcomb lo imitó tímidamente. Greenbill, por su parte, siguió apostado ante la puerta, con la expresión de un ganso que espera la llegada de la natividad cristiana.

– Hicisteis que vuestro amigo Billy matara a Walter Yate -dije para empezar-. ¿No es así?

Él sonrió débilmente.

– ¿De dónde habéis sacado una idea semejante?

Yo le devolví la sonrisa.

– De Billy. Hace unas noches, lo derribé, fingí acento irlandés y le hice un par de preguntillas. Se mostró de lo más complaciente.

– No me interesa lo que diga ese matón -terció Hertcomb-. Podéis estar seguro de que los caballeros no participan en asesinatos y engaños. Eso corresponde a los que son como vos.

– Si estáis alterado, Hertcomb, os diré que lamento haber herido vuestro tierno corazón, pero vuestro corazón no tiene nada que ver con esto. Los caballeros son criaturas mucho más bestiales de lo que vos pensáis.

Dogmill, por su parte, miraba a Greenbill con expresión furibunda. Yo sabía perfectamente lo que estaba pasando por su cabeza de whig. ¿Por qué Greenbill no le había dicho nada de aquel interrogatorio nocturno? Al no hacerlo, le había puesto en peligro. Sin duda, no le ofrecería a Billy ninguna protección.

– Ignoro lo que ese canalla os ha dicho, pero os aseguro que poco tuve que ver con el fallecimiento de Yate. Es cierto que me estaba causando problemas, pero yo solo le pedí a Billy que le cerrara la boca. Jamás especifiqué cómo debía hacerlo.

– Sin duda, sabíais que el asesinato era una de las formas.

– Jamás lo pensé. Ni lo sabía ni me importaba, y francamente, sigue sin importarme. No entiendo que a vos os interese.

– Tengo mis motivos, os lo aseguro. ¿Me estáis diciendo que Billy jamás os contó sus acciones?

– Hablamos de ello. ¿Qué os importa eso? ¿Es que esperáis confundir a la gente con una historia que nadie va a creer? ¿Acaso imagináis que si no conseguís sacarme dinero por mi hermana conseguiréis que pague para evitar un escándalo? Sí eso es lo que pensáis es que no me conocéis.

– Os conozco tanto como deseo -dije-. Solo quiero conocer vuestros motivos. ¿Por qué hicisteis que mataran a Yate?

– Le dije a Billy que lo quitara de mi vista -me corrigió- porque ese tipo era un estorbo y un alborotador. Él y su agrupación de trabajadores, con sus ideas liberales, eran demasiado peligrosos para mi negocio.

– Vamos. ¿No había cierto asunto que Yate conocía sobre un espía jacobita entre los whigs?

Por una vez, me pareció realmente sorprendido.

– ¿De dónde habéis sacado eso?

– Vuestro problema, Dogmill, es que no tenéis ninguna consideración por los trabajadores. Los tenéis poco más que como bestias: los dirigís, torturáis y exprimís. Pero, a diferencia de las bestias, estos hombres tienen el don de la palabra, y hablan libremente. Cuando uno los escucha puede aprender muchas cosas.

– Tal vez, pero no pienso escuchar la palabrería igualitarista de un secuestrador de mujeres.

– Prefiero verme como un redistribuidor de riqueza -dije disfrutando enormemente de mi papel-. Pero habéis eludido la pregunta. ¿Creíais que Yate conocía la presencia de un espía jacobita?

– Vino a verme y me lo dijo; quería que le diera dinero a cambio del nombre. En otras palabras, no era más que un vil extorsionista, como vos.

– ¿Llegasteis a un acuerdo con el señor Yate?

– Por supuesto que no. No trato con hombres que recurren a la extorsión.

– ¿No? ¿Ni siquiera cuando se trata de vuestros hombres? ¿No hicisteis que el señor Greenbill mandara notas amenazadoras a un cura llamado Ufford?

Dogmill y Greenbill intercambiaron una mirada.

– Estáis muy bien informado -me dijo Dogmill-, aunque no acierto a imaginar de qué os puede servir esa información a vos. Hice que mandara una o dos notas a ese cura jacobita metomentodo. ¿Y qué?

– Sobre ese particular, no necesitáis preocuparos. Pero volvamos sobre el asunto del conspirador jacobita. ¿Os conformasteis con no descubrir jamás su identidad?

– No creí que Yate supiera nada. Solo quería sacarme dinero.

– Pero hicisteis que lo asesinaran.

– Eso depende de cómo lo interpretéis. Si mandase a un hombre a buscar una nueva cajita de rapé, ¿me pediríais cuentas si el hombre matara a un inocente para robar lo que yo le había mandado a comprar? Bien, ya me habéis preguntado, ahora preguntaré yo. ¿Cuándo veré a mi hermana?

No dije nada.

Él dio un paso al frente.

– Escuchadme bien. Yo he cedido; ahora vos debéis decirme lo que yo quiero saber. ¿Cuándo veré a mi hermana?

Sin duda tardé mucho en contestar, porque Dogmill golpeó la mesa con la palma de la mano.

– Esto es demasiado -dijo-. Si pensáis que voy a dejaros salir de aquí con la esperanza de que me devolváis a mi hermana, estáis muy equivocado. Pensaba sacaros la información a golpes, pero no puedo arriesgarme a algo tan brutal, así que en vez de eso iremos a ver al magistrado. Descubriréis que vais a ganar muy poco guardando silencio.

– Tal vez -dije yo alegremente-. Pero ¿bajo qué cargos pensáis llevarme ante el magistrado? No podéis demostrar que le haya hecho nada a vuestra hermana.

– Tengo estas cartas -dijo él dejándolas con un golpe sobre la mesa.

Pensé que había llegado el momento de poner las cartas al descubierto.

– Esas cartas revelan mucho menos y mucho más de lo que imagináis. -Las cogí y se las mostré a Dogmill-. Examinadlas una vez más, por favor. Confío en que si las miráis las cuatro juntas, veréis algo en lo que no habíais reparado con anterioridad.

Dogmill las miró, luego Hertcomb. Ambos menearon la cabeza. No veían nada.

– Tal vez hice el trabajo mejor de lo que pensaba -dije-. Fijaos en la letra.

Y entonces los ojos de Dogmill se abrieron mucho. Miró una hoja, otra, hasta que hubo examinado las cuatro.

– Están escritas por la misma persona. Está bien disimulado, pero es la misma letra.

– En realidad -dije-, yo escribí las cartas. Son una invención. Los caballeros con los que deseabais contactar jamás recibieron vuestras cartas.

– Tonterías -dijo Dogmill tartamudeando-. El señor Gregor dará fe de ello.

Elias se levantó y se acercó a mí… sin duda para evitar que Dogmill le pegara.

– El señor Gregor -explicó- tampoco es lo que parece, y está aquí para dar fe de algo muy distinto. Así que, como veis, ya hay dos testigos de lo que se ha dicho. Estáis en una situación mucho más apurada de la que pensabais.

Sonreí a Dogmill.

– Vuestra adorable hermana tuvo la amabilidad de entregarme las cartas que escribisteis a vuestros contactos con Jamaica, y mi amigo Gordon tuvo la bondad de hacerse pasar por un jamaicano a quien no conocíais en persona. Por supuesto, la señorita Dogmill no ha sufrido ningún daño y nunca ha estado en peligro. No es mi víctima, sino mi cómplice. Le pedí que se ocultara durante unos días para que yo pudiera perpetrar este engaño. La encontraréis con su prima en Southampton Row. Podéis estar tranquilo, la señorita Dogmill desapareció voluntariamente y sin ser coaccionada. Su único deseo era ayudarme en mis planes.

– ¿Y por qué iba a hacer algo semejante?

– Porque me tiene mucho aprecio -dije.

– Le tiene aprecio a un impostor, aunque ignoro quién sois en realidad. ¿Un espía jacobita? ¿El que llaman Johnson?

Me reí.

– Nada tan notable, os lo aseguro.

– Entonces, decidme quién sois y qué queréis. Estoy cansado de este juego.

Así pues, me incliné ligeramente hacia delante, me quité el sombrero, luego la peluca y dejé que mis cabellos cayeran a mi espalda.

– Utilizasteis vuestra influencia para lograr que me condenaran injustamente. Ahora debo pediros que la utilicéis para que esa condena se retire.

Fue Greenbill quien me reconoció.

– Ya me pareció que os conocía de algo -dijo-. Es Weaver.

Dogmill se quedó boquiabierto.

– Weaver -repitió-. Os hemos tenido delante de las narices todo el tiempo. -Miró a Greenbill, volvió a mirarme a mí, y sonrió-. Bueno, tenéis un pequeño problema, Weaver. Veréis, si lo que buscabais eran pruebas que os exculparan, os falta un testigo, pues no podéis presentaros como testigo en un juicio contra vos mismo. Y el testimonio de vuestro amigo no os servirá de nada si no hay alguien que pueda corroborarlo. Vuestra palabra no cuenta, puesto que estáis implicado, así que hubierais hecho mejor en permanecer alejado de mí. Creo que resolveremos esto esta misma noche presentándonos ante el magistrado, recogiendo una bonita recompensa y olvidándonos de vos. Quizá hayáis seducido a mi hermana, pero sus simpatías no os salvarán de la horca.

Al llegar a este punto, la puerta se abrió y, como habíamos acordado, Mendes entró. No llevaba ningún arma en las manos, pero llevaba dos pistolas bien visibles en los bolsillos. La idea era que hiciera una entrada imponente, y con su mole y su fea cara es justo lo que consiguió.

– No -dijo Mendes-, pero mi palabra sí. He oído cuanto se ha dicho aquí y me temo que tenéis algunos problemas, Dogmill, pues ahora hay dos hombres que corroborarán el testimonio de Weaver, y ni todos los jurados whigs del mundo le negarían justicia.

No pude evitar una sonrisa tonta.

– Vuestra posición no es tan fuerte como pensabais.

– Mendes -escupió Dogmill-. Entonces, ¿todo esto no es más que un ardid de Jonathan Wild?

– El señor Wild no se queja, pero Weaver me pidió que me pasara por aquí y le he hecho un favor.

– Como veis, la situación ha cambiado un poco -dije-. Creo que tendréis un aspecto bastante lastimoso ante el tribunal cuando el señor Wild, cazador general de ladrones, haga salir a su mano derecha para que testifique contra vos.

– Es triste -comentó Mendes-, como en las tragedias del teatro. Una vez se descubra todo esto, el señor Melbury obtendrá la victoria.

Los labios de Greenbill temblaban, pues enseguida supo que él sería sacrificado por los caprichos de su amo.

– ¡Malditos seáis! -exclamó-. Negociaré vuestros pescuezos con mis manos.

– Mira -dije-, empiezo a estar cansado de lo mal que hablas.

Él sonrió.

– Bueno, lo hago a propósito, ¿no? Así despisto a los que son como tú.

– No creo que me hayas despistado -dijo Mendes-. Como podrás comprobar cuando la palmes desagradablemente colgado de una soga.

– Aquí lo único desagradable que veo es tu culo, judío apestoso -dijo, y apuntó a Mendes con una pistola, dispuesto a eliminar a mis testigos. Hertcomb y Dogmill gritaron, y con razón (no conviene disparar un arma en un espacio tan reducido a menos que dé lo mismo a quién le aciertes), y Elias abrió la boca en un gesto de terror. A mi entender, a Greenbill le daba lo mismo, pero a los otros no, así que todos nos echamos al suelo… todos menos Mendes, que parecía completamente indiferente ante la perspectiva de acabar con una bala en el pecho. Sin embargo, el plomo, disparado con precipitación por una mano inestable, erró el blanco por completo y acabó tembloroso en la pared, donde hizo brotar polvo, humo y pedacitos de madera.

Todos suspiramos aliviados, pero aquel duelo aún no había terminado. Viendo que Greenbill había malgastado su oportunidad, Mendes sacó una pistola del bolsillo y devolvió el disparo, con mucho más acierto que su adversario. Greenbill trató de evitar el proyectil, pero Mendes tenía o más puntería o más suerte, y su víctima cayó al suelo. En unos segundos, un charco de sangre empezó a formarse alrededor de su cuello.

El hombre se llevó la mano a la herida.

– Ayudadme -jadeó-. Malditos seáis, llamad a un médico.

Por un momento todos permanecimos inmóviles, pues nadie en aquella estancia apreciaba excesivamente a Greenbill. Desde luego, a Mendes no podía haberle importado menos que un individuo que acababa de dispararle se fuera a reunir con sus padres; Dogmill sin duda pensaba que aquel matón le sería más útil muerto que vivo, y yo, por mi parte, creía que aquel sujeto tenía lo que merecía, ni más ni menos.

– ¿Nadie va a ir a por un médico? -dijo Hertcomb finalmente.

– ¿Para qué? -preguntó Dogmill-. Estará muerto antes de que le dé tiempo a llegar.

En estas Elias ya se había recobrado del susto.

– Yo soy médico -recordó, y corrió junto al caído.

– No. -Dogmill se interpuso entre Elias y Greenbill-. Ya habéis hecho bastante daño por una noche. Atrás.

– Es médico -dijo Mendes con cierto hastío-. No está mintiendo. Dejadle hacer.

– Ya me imagino que no miente -dijo Dogmill-, pero tendrá que pasar por encima de mi cadáver para ayudar a ese hombre.

Elias se volvió hacia mí, pero yo no me sentía muy inclinado a intervenir. Después de todo, aquello era otra prueba más en contra de Dogmill, y por lo que se refiere al estibador… bueno, como he dicho, no merecía nada mejor que lo que le había pasado.

Greenbill, que gemía de dolor, pareció darse cuenta de que Dogmill se interponía entre él y su única posibilidad de salvarse. Trató de decir algo pero no pudo, y su respiración empezó a sonar más débil. Durante tres o cuatro minutos, todos permanecimos en silencio, escuchando la respiración borboteante de Greenbill. Luego nada.

Es algo extraño dejar pasar el tiempo cuando uno espera la muerte de un hombre. Se me ocurrió ofrecerle consuelo. Atormentarlo en sus últimos momentos de vida y decirle que sabía que su mujer le era infiel me pareció desleal. Pero no dije nada y, cuando murió, pensé que tal vez no había sido tan malo como yo creía. Quizá era yo el malo, pues no había hecho nada por salvar su miserable vida.

– Me alegro de que esto se haya solucionado -dijo Dogmill, que obviamente no tenía los mismos pensamientos que yo.

– Todo este asunto, disparos, un muerto… es terrible -comentó Hertcomb-. Dogmill, me dijisteis que no habría alboroto. Y sin duda esto podría calificarse como tal.

– Solo un poco -dijo Dogmill con impaciencia. Miró a su alrededor un momento-. Seamos sinceros -me dijo-. Vos me habéis amenazado, yo os he amenazado, y un tipo de muy baja ralea está muerto a mis pies. Propongo que nos retiremos a otra estancia, en la que a ser posible haya menos muertos, abramos una botella de vino y discutamos cómo resolver este asunto.

¿Qué más se podía decir?

– Estoy completamente de acuerdo.


Puesto que este asunto le afectaba personalmente, envié una nota a Littleton, a quien ya había informado en parte de mis intenciones aquella noche y estaba avisado para que acudiera si se requería su presencia. Era un jugador importante y sin embargo Dogmill no deseaba que interviniera en nuestras negociaciones. No pensaba sentarse con un estibador, dijo. Bastante le costaba tener que sentarse en igualdad de condiciones con un cazador de ladrones y convicto por asesinato. A mí, por mi parte, me resultó muy duro que me echara en cara mi condena el hombre responsable de ese asesinato, pero vi que su posición empezaba a debilitarse y poco podía sacar insistiendo en ello. Finalmente, Dogmill accedió a que el estibador estuviera presente si se quedaba de pie. Littleton no se ofendió por ello, pues tenía la compensación de ver a Dogmill entre la espada y la pared, y hubiera accedido a quedarse incluso boca abajo.

Los demás tomamos asiento y el tabernero, a quien Dogmill había dado dos chelines para que no llamara a la guardia, nos suministró una botella de vino de Canarias. Así pues, nos sentamos como viejos amigos.

– A mi entender -dijo Dogmill para empezar-, el señor Greenbill se ha portado muy mal con el señor Weaver y aunque lamento que todo haya terminado violentamente, me alegro de que la verdad se haya descubierto estando yo presente. La prensa ha adoptado al señor Weaver, y lo correcto sería que todos juntos anunciemos que Greenbill me engañó para que confiara en él e hizo que todos culparan a Weaver por su crimen. Sin duda nos habría matado a todos de no haber actuado Mendes con tanta valentía.

– Eso es -dijo Hertcomb-. Creo que es una buena solución para nuestros problemas. Muy buena.

– Y todo quedará como estaba -escupió Littleton desde el otro lado de la habitación-. A mí no me gusta.

Mendes no dijo nada, pero su mirada se cruzó con la mía y meneó la cabeza, como si yo necesitara alguna indicación… que desde luego no necesitaba.

– Se pueden subir los salarios -le dijo Dogmill refunfuñando-. Esas cosas se pueden arreglar. Y me gustaría que recordaras que sin Dennis Dogmill no hay barcos que descargar, así que no seas demasiado ambicioso con tus ansias de justicia.

– Por mí os podéis ir al diablo, porque Londres seguirá necesitando tabaco. De eso podéis estar seguro, así que no penséis que asustándome vais a conseguir que busque vuestro bienestar.

– Te agradecería que no me insultaras -dijo Dogmill.

– Señor Littleton -dije yo, antes de que el estibador pudiera contestar con más palabras amables-, podéis estar seguro de que habrá justicia para vos y para vuestros hombres antes del final de esta noche. De una forma o de otra.

– Gracias, señor Weaver.

– Permitid que haga una propuesta -le dije a Dogmill-. Acepto que la culpa recaiga sobre el señor Greenbill, quien, después de todo, mató a cuatro hombres más o menos por iniciativa propia. Me gustaría que os ahorcaran a vos también por el papel que tuvisteis en todo esto, pero no soy tan ingenuo para pensar que podré lograrlo fácilmente, y no sé si quiero arriesgarme a intentarlo. Así pues, no os amenazaré con la horca que no hace demasiado tenía yo al cuello. Sin embargo, sí os amenazaré con las elecciones. Una vez mi nombre quede limpio, podré hablar libremente, y puesto que la prensa tory ya ha manifestado su deseo de ser amable conmigo, podéis estar seguros de que se tragarán cualquier información que yo les proporcione.

– ¿Y dejaréis de hacer tal cosa bajo determinadas condiciones?

No me gustaba que el señor Hertcomb volviera a ocupar su puesto, pero tampoco me gustaba que un villano como Melbury llegara a los Comunes… no ahora que sabía cómo trataba a Miriam. Y si Dogmill no podía controlar a Hertcomb, buscaría a otro. No podía hacer gran cosa en aquel círculo de corrupción, pero lo intentaría.

– Guardaré silencio hasta que terminen las elecciones. Después, hablaré si considero que podría ser de interés público, pero no hasta que esta carrera haya quedado sentenciada.

– Inaceptable -dijo él.

Me encogí de hombros.

– No tenéis alternativa, señor. Podéis permitir que guarde silencio ahora o que hable.

Me miró fijamente, pero vi que no era capaz de discutirme lo que acababa de decir. No podía hacer nada para obligarme a callar, salvo matarme, y creo que ya había tenido suficiente en sus intentos por perjudicar a Benjamin Weaver.

– ¿Y a cambio? -preguntó Dogmill.

– A cambio quiero algunas respuestas. Si esas respuestas no llevan al descubrimiento de nuevas fechorías, haré lo que he dicho, y podremos irnos todos esta noche sin temor a que la ley caiga sobre nosotros.

– Muy bien. Preguntad.

– Lo primero y más importante es por qué elegisteis culparme a mí de la muerte de Yate. Sin duda podríais haber encontrado a una víctima más predispuesta. Espero no parecer demasiado vanidoso si digo que la gente sabe, debería saber, que no soy una persona que acepte con resignación la horca. ¿Por qué elegirme a mí como víctima?

Dogmill rió y levantó su vaso en un brindis.

– Yo mismo me he hecho esa pregunta. Pero veréis, fue un accidente. Nada más. Aquella tarde vos estabais en los muelles vestido de gitano, y Greenbill pensó que erais un gitano. Os vio y pensó que erais perfecto para cargaros el muerto. Cuando descubrí quién erais, ya era demasiado tarde para deshacer el entuerto. No teníamos más remedio que seguir adelante y esperar que todo saliera bien.

– Pero hicisteis mucho más que esperar que todo saliera bien. Utilizasteis vuestra influencia para aseguraros de que me condenaran.

Meneó la cabeza.

– Os equivocáis. Que yo sepa, nadie pidió al juez Rowley que fuera tan duro con vos. Si he de seros franco, hubiera preferido que no lo hiciera, pues sus prejuicios eran tan evidentes que solo podían perjudicarnos. Hubiera preferido que se os declarara inocente y poder buscar entonces otro a quien culpar. O, mejor todavía, que se olvidara a la víctima y el asunto se solucionara por sí solo.

– Entonces, ¿por qué lo hizo Rowley?

– No lo sé. Poco después de que le cortarais la oreja, se retiró a sus propiedades en Oxfordshire, y se ha negado a contestar a todas mis cartas. De no estar en período electoral, hubiera ido allí personalmente para arrancarle la respuesta.

No podía creer lo que estaba oyendo.

– ¿Y qué hay de la mujer -dije-, la que me proporcionó la ganzúa?

– Yo no sé nada de ninguna ganzúa.

Rechiné los dientes. ¿Qué podía significar todo aquello? Había iniciado mi búsqueda partiendo de dos suposiciones: que había sido elegido para pagar por aquel asesinato porque ello beneficiaba a alguien y que la persona que me había elegido controlaba las acciones del juez Rowley. Ahora descubría que ambas eran falsas y, si bien estaba a punto de solucionar mis problemas legales, no estaba más cerca que antes de la verdad.

– Si lo que decís es cierto, necesito preguntaros otros detalles. He actuado sobre la premisa de que perjudicasteis a Yate porque conocía a un importante whig con vínculos jacobitas.

– Eso no es ninguna premisa -terció Littleton-. Es la pura verdad.

Dogmill suspiró.

– Yate dijo tener esa información, sí, y le pedí a Greenbill que le cerrara la boca por ese motivo. Pero ignoro si era verdad o no. No me ofreció ninguna prueba; incluso es posible que solo fuera una artimaña para sacarme dinero. Después de todo, ¿dónde iba a conocer un hombre de esa clase a un importante whig y descubrir que era jacobita?

En ese momento me puse muy derecho, pues conocía la respuesta. Era tan evidente que me sorprendió. Había dado demasiadas cosas por sentadas y había pasado por alto muchos hechos que tenía en las mismas narices.

– Podéis estar seguro de que Yate conocía a ese whig -dije- y creo que también yo sé quién es. Cuando terminemos aquí esta noche, creo que voy a dejar Londres por unos días. Cuando regrese, espero que hayáis resuelto los problemas legales que penden sobre mi cabeza. De lo contrario, os aseguro que tendréis motivos para lamentarlo.


Mendes accedió a ponerse en contacto con la guardia, pues al ser uno de los hombres de Jonathan Wild podría utilizar su influencia y ayudarnos a eludir la justicia. Estuvo pavoneándose mientras esperábamos que llegaran los hombres del magistrado. Daba sorbitos a su vino, y comía de un plato de ave fría que había pedido, y sobre todo miraba fijamente a Dogmill. Parecía que Dogmill era un nuevo cuadro que había colgado en su casa.

Finalmente, el comerciante de tabaco no pudo tolerar más aquella descortesía.

– ¿Por qué me miráis de esa forma?

– Debo decir -respondió- que el señor Wild va a quedar muy complacido con este nuevo giro de los acontecimientos. Él y vos habéis sido enemigos desde hace tiempo, pero ahora seréis amigos, y le alegrará tener un amigo como el señor Hertcomb en los Comunes.

– ¿Cómo? -grité-. Mendes, no os pedí vuestra ayuda para que pudierais buscarle a Wild un parlamentario que haga lo que él le dice.

– Quizá no fuera ese vuestro propósito, pero lo habéis hecho. Ahora sabemos algo sobre Dogmill que es muy perjudicial, y Hertcomb es el hombre de Dogmill. Eso convierte al señor Hertcomb en hombre de Wild también. -Se volvió hacia mí-. Y no digáis nada. Os he salvado de la horca, Weaver. No os quejéis porque me tome una o dos cosillas en pago por mis esfuerzos.

Ninguno de nosotros dijo nada. Me había acostumbrado hasta tal punto a pedir ayuda a Mendes que confieso que había olvidado quién y qué era. En aquel momento casi deseé haber pasado el resto de mi vida exiliado y no haber puesto en manos del señor Wild al candidato a Westminster. Había permitido que el hombre más peligroso de Londres se volviera aún más peligroso.

Mendes, intuyendo el horror de la habitación, estaba radiante como una novia enamorada.

– Hay algo más -le dijo a Dogmill-. Hace unos años, tenía un perro que se llamaba Blackie. -Y dicho esto sacó la pistola y golpeó a Dogmill en la cabeza.

El comerciante de tabaco se desplomó. Mendes se volvió hacia Hertcomb.

– Ese desgraciado se enfrentó a mí. Hace tres años, pero no lo he olvidado. ¿Lo veis, tirado en el suelo con la cabeza sangrando? Lo veis, supongo. Pues no lo olvidéis, señor Hertcomb. Eso es lo que le pasa a la gente que se enfrenta a mí.

Esperamos la llegada de los guardias en silencio.

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