Cuando anochece, Londres no es lugar para el débil, por no hablar de alguien que va desnudo, pero había escapado de la prisión más temible del reino, y di gracias porque aún tenía mis zapatos conmigo. De otro modo, además de humillante, mi situación hubiera sido insalubre, pues me dirigí hacia el sur y, en consecuencia, pasé cerca de Fleet Ditch. Por estas calles es frecuente andar pisando bostas, o los miembros putrefactos de un perro muerto o un tumor que algún cirujano ha extirpado y luego desecha. Sin embargo, después de escapar de la cárcel y estar a punto de morir en una angosta tumba, no era cosa de hacerse el escrupuloso porque algún pedazo de carne de perro o alguna carne amputada me rozara las piernas, sobre todo con aquella lluvia gélida tan purificadora. En cuanto a mi desnudez, aunque hacía frío y llovía, también estaba oscuro -sin duda la mejor de las circunstancias para escapar de una prisión-, y no dudaba que en aquella ciudad, que tan bien conocía, sabría moverme entre las sombras.
Pero no eternamente. Tenía que conseguir ropa, y deprisa, pues, aunque la alegría de haber conseguido mi libertad me corría por las venas haciéndome estar tan despierto como si me hubiera tomado una docena de cafés, notaba una inquietante sensación de frío y empezaba a notarme las manos entumecidas. Los dientes me castañeteaban, y temblaba con tanta fuerza que temí perder el equilibrio y caer al suelo. No me entusiasmaba la perspectiva de arrebatar a otro lo que deseaba para mí, pero la necesidad venció cualquier recelo. Además, no tenía intención de quitarle a nadie toda su ropa y dejarlo como su madre lo trajo al mundo. Solo necesitaba convencerle, por los medios que fuera, para que compartiera conmigo una pequeña parte de sus bienes.
Hay algo en el hecho de haber estado en prisión, y más incluso en el de haber escapado de ella, que hace que un hombre vea las cosas que conoce con otros ojos. Mientras me dirigía hacia el sudoeste, reparé en el hedor del Fleet como si fuera un presuntuoso recién llegado del campo. Oía los extraños gritos de los vendedores de pasteles, los polleros, las mozas que vendían camarones. «¡Camarones, camarones, camarones!» gritaban una y otra vez como aves de los trópicos. Las palabras deslavazadas que la gente garabateaba en las paredes y en las que nunca había reparado -WALPOLE VETE AL CUERNO O JENNY KING ES UN PUTA Y UNA PERRA O VEN A VER LA SENIORITA ROSE Y EL PECADO DE LOS DOS OBISPOS- se me antojaban ahora los garabatos de un alfabeto misterioso. Pero aquella extrañeza con que veía la ciudad apenas aplacaba la sensación de frío; el hambre, tanta que me mareaba, y los gritos de los vendedores de pastel, pescado en salmuera y nabos asados me alteraban grandemente.
Mis andanzas por esta parte más desagradable de la ciudad adoptaron los tintes sombríos e inconexos de una pesadilla. De vez en cuando algún mozo de linterna o algún mendigo me veía y silbaba, pero, para bien o para mal, en una ciudad como aquella, donde la pobreza campa a sus anchas, no es raro ver a algún pobre desgraciado sin vestimenta, y me tomaron simplemente por alguna víctima desesperada de la pobreza que asolaba a la nación. Pasé ante algunos mendigos, que se abstuvieron de pedirme limosna, pero por la mirada vacía de sus ojos vi que sabían que estaba bien comido y por tanto tenía más suerte que ellos. Unas cuantas damas de virtud fácil me ofrecieron sus servicios, pero les expliqué que, en aquellos momentos, no llevaba dinero.
Cerca de Holborn vi a la clase de hombre que necesitaba. Un borracho de clase media que había dejado a sus amigos en alguna taberna de cerveza y había salido a buscar carne barata. Para un hombre ebrio y tambaleante -esto es, que no se muestra excesivamente exigente-, es fácil encontrar carne barata, sobre todo porque, en su estado, es una presa fácil para la mujer que pone el ojo en su bolsa, su reloj o su peluca.
Este individuo de mediana edad, abotagado y calado hasta los huesos, fue dando tumbos hacia una mujer de pelo oscuro que podría describirse en términos tristemente similares. En cierto modo, pensé, le haría un favor si evitaba que intimara con aquella criatura, muy inferior a la que hubiera buscado estando sobrio… una criatura que sin duda le quitaría lo que no le habían ofrecido y le dejaría algún regalo indeseado. Salí de las sombras, le eché las manos a los hombros y lo arrastré al callejón donde había estado ocultándome.
– Dios santo, ayúdame -gritó el sujeto antes de que me diera tiempo a taparle la boca.
– Calla, necio borracho -susurré-. ¿No ves que estoy tratando de ayudarte?
Mis palabras tuvieron el efecto que yo quería, pues el hombre se detuvo a considerar en qué podía querer ayudarle un desconocido que iba desnudo. Mientras él consideraba mis intenciones, yo me hice con su abrigo, su sombrero y su peluca.
– ¡Un momento! -gritó, pero no le sirvió de nada. Se incorporó, probablemente para salir en mi persecución, pero resbaló con alguna porquería del suelo y cayó. Y así fue como huí, en mitad de la noche, desnudo, pero con mi botín bien cogido bajo el brazo. Sin embargo, solo tendría que utilizar aquellas ropas durante un breve espacio de tiempo, pues era mi intención robar las ropas a otro hombre, y esta vez con un propósito muy concreto.
Media hora más tarde, por fin me encontré bajo techo, agradablemente cerca de una estufa encendida, enzarzado en una conversación teñida de violencia.
– O haces lo que te digo o te dejo tirado en el suelo -le decía yo a un fornido lacayo que no tendría más de dieciocho años.
El mozo miró al otro lado de la habitación, donde el cuerpo del mayordomo yacía boca abajo, flácido, con un hilo de sangre saliendo de la oreja. Le había hecho la misma propuesta, y el hombre no había sabido tomar la decisión más sabia.
– No llevo trabajando aquí ni dos semanas -me dijo, con un marcado acento del norte-. Me habían dicho que hay rufianes que entran en las casas sin pedir permiso. He visto a hombres furiosos en la puerta, mendigando las sobras, muy furiosos, pero jamás había pensado que vería a un intruso.
Debía de tener un aspecto horrible, con aquel abrigo, una peluca que apenas me cubría el pelo y un sombrero colocado precariamente encima… y empapado, por añadidura. Lo de la peluca se me ocurrió porque, en caso de descubrirse mi fuga, buscarían a un hombre con cabellos oscuros naturales, no a un caballero con peluca. Aunque lo cierto es que me parecía tanto a un caballero como un africano encadenado recién llegado a Liverpool.
– Si no haces lo que te digo te voy a dejar sin sentido, chico. -Tendría que haberme acercado más a él, para resultar más amenazador. Pero preferí retroceder un poco para notar más el calorcillo de la estufa.
Sin embargo, él no se dio cuenta de nada.
– No tengo motivos para dejar que me hieran estando a su servicio -dijo el lacayo, señalando con un gesto otra habitación de la casa.
– Pues entonces dame tus ropas.
– Pero es que las llevo puestas.
– Entonces quizá podrías empezar quitándotelas -propuse.
El mozo me miró, esperando alguna aclaración posterior, pero como vio que la aclaración no llegaba, suspiró, algo confuso, me miró como si yo fuera su padre y le hubiera pedido que diera de comer a los cerdos y empezó a desabrocharse los botones y desatar los cordones. Sin dejar de morderse el labio, se quitó sus ropas, salvo la camisa, y las arrojó en un montón delante de mí. A cambio yo le di mi abrigo recién adquirido, que pesaba mucho porque estaba empapado, y me puse su librea… agradablemente seca, aunque con más piojos de los que hubiera deseado.
Mi objetivo no era engañar a su señor; sabía que solo podría engañarlo un instante. Sin embargo, estaba convencido de que, si me veía con la vestimenta de su sirviente, se sentiría lo bastante confuso para mostrarse más dócil. Además, cuando saliera de la casa, la librea sería un buen disfraz.
Cuando el lacayo se puso mi abrigo lo até con una cuerda que hallé en la cocina.
– ¿Hay otros criados en la casa? -le pregunté, echando mano de media hogaza de pan y mordiéndola con frenesí. Era del día anterior, y estaba dura, pero me supo maravillosamente.
– Solo la moza que se ocupa de la limpieza -dijo-. Pero es una mujer virtuosa, sí, y no he hecho nada con ella que pueda manchar su honor.
Levanté una ceja.
– ¿Dónde está ahora? -pregunté con la boca llena.
– Es su noche libre. Ha ido a ver a su madre, que cuida a los hijos de una gran dama que vive cerca de Saint James. No creo que vuelva al menos hasta dentro de dos horas.
Consideré la posibilidad de que estuviera mintiendo -sobre la hora en que volvía la moza, no sobre su virtud- y llegué a la conclusión de que no era lo bastante astuto para engañarme. No deseando separarme del pan, lo sujeté entre los dientes mientras cogía un trapo y amordazaba al joven. Entonces le dije que durante unos días hojeara el periódico por si alguien ponía un anuncio pidiendo su abrigo, la peluca y el sombrero. Lo más correcto sería devolverlos a su propietario.
Terminé el pan rápidamente, encontré un par de manzanas -una me la comí, la otra me la guardé en el bolsillo- y decidí que ya era hora de ponerse manos a la obra. Aquella casa no era especialmente grande ni tenía una distribución especial, así que no me costó dar con mi hombre.
Encontré al juez Piers Rowley en un estudio muy iluminado y con cortinas rojas, cojines rojos y una alfombra turca roja. El propio Rowley vestía bata y gorro rojo a juego; apenas lo reconocí sin su aparatosa indumentaria de juez. Esto me pareció buena señal. Quizá también yo sería irreconocible con mi disfraz… al menos durante el tiempo que necesitaba para sorprenderlo. El hombre estaba sentado casi de espaldas a mí, ladeado, para que el fuego de la chimenea iluminara en lo posible una mesa cubierta de papeles. En la habitación había algunas velas encendidas, y le habían preparado una bandeja con peras y manzanas y un decantador que contenía un vino tinto de color muy vivo… oporto, a juzgar por el olor. Personalmente, no me hubieran ido mal uno o dos vasos, pero no podía arriesgarme a que la bebida alterara mis sentidos.
Al acercarme, vi que Rowley sujetaba un voluminoso libro contra el pecho. Se había quedado dormido. Confieso que sentí la tentación de vengarme en aquel momento. Cogerlo del cuello y dejar que despertara a la pesadilla de su propia muerte. La crueldad de semejante experiencia me atraía y, desde luego, era lo que merecía. Pero, por muy satisfactorio que pudiera resultarme, era consciente de que su asesinato me serviría de muy poco.
Me planté ante él y carraspeé hasta que el hombre empezó a despertarse. Sus párpados carnosos parpadearon, y sus mandíbulas interpretaron la danza del despertar. Se limpió la baba de los labios con el dorso de la manga y alargó la mano para coger su vaso de vino.
– ¿Qué pasa, Daws? -preguntó en tono ausente, pero cuando el borde plateado del vaso tocó sus labios, sus ojos me enfocaron por primera vez y supo que yo no era Daws. Se sentó muy derecho y el vino le cayó sobre el regazo-. Weaver -susurró.
– El señor Daws está incapacitado -le dije-, y vuestro mayordomo, cuyo nombre no he llegado a saber, tiene la cabeza rota.
Rowley volvió a recostarse en la silla.
– Habéis logrado escapar -observó, con una leve sonrisa.
No tenía sentido que confirmara lo obvio.
– Estabais decidido a que el jurado me condenara -dije-. ¿Por qué?
– Eso debéis discutirlo con el jurado -contestó él, encogiéndose contra el respaldo de su silla. La presión hizo que sus mandíbulas se desplegaran como alas. Parecía la máscara de un disfraz en lugar de un hombre.
– No, eso debo discutirlo con vos. No manifestasteis ningún interés por descubrir la verdad sobre la muerte de Yate. Solo os preocupasteis por hacer que me condenaran, y no vacilasteis en condenarme a la horca. Quiero saber por qué.
– El asesinato es un crimen terrible -dijo él muy suave-. Debe ser castigado.
– También el intento de asesinato, pues no puedo interpretar el trato que me dispensasteis de otro modo.
Rowley dejó de encogerse, como si hubiera decidido mostrarse osado.
– Podéis pensar lo que queráis. Vuestras opiniones son vuestras, pero no me hagáis responsable de ellas.
Di un paso hacia él.
– Permitid que diga algo evidente: solo me pueden ahorcar una vez. El veredicto ha sido pronunciado. Si me atrapan, sin duda me espera un horrible destino, independientemente de lo que suceda ahora entre nosotros. Debéis entender que en este momento la ley no puede reprimir mis actos. -Me incliné hacia él-. En vuestros esfuerzos por hacer que la ley me castigara, me habéis colocado más allá de ella, y tengo muy poco que perder si me dejo llevar por mis impulsos violentos. Así que dejad que lo pregunte otra vez. ¿Por qué queríais que me condenaran?
– Porque creía que erais culpable -dijo él volviendo el rostro.
– No os creo ni por un momento. Oísteis a los testigos confesar que cobraron por decir que vieron lo que no habían visto, puesto que no había pasado. Pero preferisteis no hacer caso de la falsedad de los testimonios. Prácticamente ordenasteis al jurado que no hiciera caso de la falsedad de los testimonios. Exijo saber por qué. -Anticipando cierta resistencia por parte de su señoría, había cogido un cuchillo de la cocina. Se lo mostré y, en lugar de esperar a que decidiera si me creía capaz de usarlo o no, le hice un corte bajo el ojo izquierdo. Nada serio, solo para que supiera que no soy de los que hablan mucho pero luego no hacen nada.
El hombre se echó las manos al ojo para taparse la herida, que, debo decir, era bastante insignificante. Sangraba un poco, pero he sufrido heridas más graves en la cara a manos de mi barbero.
– ¡Me habéis dejado ciego! -gritó.
– No, no lo he hecho -repliqué-, pero veo que la idea de quedaros ciego os resulta perturbadora. No dudaré en rebanaros un ojo si no decís lo que sabéis. Tal vez no se os haya ocurrido, pero no puedo perder mucho tiempo. Espero que me perdonaréis si me impaciento un poco.
– Que el diablo os lleve, Weaver. No tenía elección. Hice lo que pude por vos. -Rowley permaneció encogido, presionándose la herida con ambas manos, como si fuera a desangrarse si no ponía sus diez dedos en acción.
– ¿Por qué no teníais elección?
– Maldita sea -musitó, pero no me lo decía a mí. Parecía como si le hablara al aire. Entonces me miró una vez más-. Escuchad, Weaver, habéis escapado. Eso tendría que bastaros. Si sois listo, no perderéis el tiempo y desapareceréis. No os conviene hacer enfadar a esa gente.
– ¿Qué gente? ¿Quién os dijo que pusierais al jurado en mi contra? -exigí.
Silencio. Pero entonces levanté el cuchillo y Rowley reconsideró su posición.
– ¡Caramba! No pienso dejar que me mutilen por él. No lo aprecio tanto como para eso. Maldito el día que me dejé implicar en todo esto. Pero tenemos unas elecciones generales encima y ningún hombre puede permitirse ser neutral.
– ¿Qué? ¿Qué tienen que ver las elecciones con esto?
– Fue Griffin Melbury -dijo-. Griffin Melbury me dijo que lo hiciera, pero os suplico que no digáis que os lo he dicho. Ese hombre es un enemigo muy peligroso, y no me gustaría que la tomara conmigo.
Sus palabras me sorprendieron tanto que casi se me cae el cuchillo. Pero conseguí sujetarlo, y lo apreté con tanta fuerza que los dedos se me pusieron blancos.
Griffin Melbury, el candidato tory que se presentaba para Westminster. El hombre que se había casado con Miriam.
– Contádmelo todo -dije-. Y no os saltéis nada.
– Melbury me pidió que me reuniera con él en cuanto salió vuestro juicio. Me dijo que era imprescindible que se os declarara culpable, que se os ahorcara. Todos los valores que defienden los tories (una Iglesia fuerte, una monarquía fuerte, controlar la nueva riqueza y a los pensadores liberales), todo dependía de ese veredicto. Dejó muy claro que si no cumplía con mi deber en este asunto, después de las elecciones seguramente descubriría que había más tories en el poder de los que hacían falta para que perdiera mi puesto.
Yo sabía que la mayoría de los jueces son criaturas políticas y deben lealtad a uno de los dos partidos. También sabía que no les importaba dejarse influir en sus resoluciones. Sin embargo, no acababa de entender por qué querían los tories que se me condenara por aquel crimen. ¿Qué relación podía tener mi destino con la causa tory? A menos, claro está, que Melbury se hubiera inventado todo aquello y para él fuera un asunto de honor. Sin embargo, no conocía a Griffin Melbury, nunca le había contrariado o enfurecido, y me resultaba difícil creer que pudiera odiarme tanto solo porque en otro tiempo había cortejado a la mujer que se había convertido en su esposa.
– ¿Por qué? -pregunté.
– No lo sé -espetó, como si yo fuera su hijo y le hubiera preguntado por qué el cielo es azul-. No lo sé. No me lo dijo; no quiso decirlo. Se lo pregunté, pero él me contestó con amenazas. Debéis saber que no me ha producido ninguna satisfacción hacer esto. Pero no tenía elección.
– ¿Y qué tengo que ver yo con esto? ¿Qué influencia puedo tener en la causa tory?
– ¿Cómo voy a saberlo si Melbury no me dijo nada? Seguramente vos podéis contestar a eso mejor que yo. De haber podido evitar lo sucedido hoy en el tribunal, lo hubiera hecho. No me complace que mi reputación quede manchada por vuestra causa… he actuado como lo he hecho porque no podía hacer otra cosa.
Durante un buen rato permanecí inmóvil, sin oír nada… ni el chisporroteo del fuego ni el tictac del reloj ni la pesada respiración de Piers Rowley, cuyas manos habían dejado de rascar la herida, que ya había dejado de sangrar, y habían pasado a sostener su rostro lloroso.
Me pareció un personaje patético.
– Quiero ver vuestros billetes -dije.
Rowley se quitó las manos del rostro. Se había contentado con encogerse y temblar cuando solo amenazaba su vida, pero ahora que buscaba su dinero, despertó el león que llevaba dentro.
– Os tenía por una persona demasiado honorable para convertiros en ladrón -dijo con firmeza. Su voz había adquirido cierta compostura, y pensé que, o bien amaba muchísimo su dinero o la cobardía de antes solo había sido una estratagema para ahorrarse golpes.
– Se me ha condenado por un delito grave -dije-. Estoy seguro de que el jurado no habrá perdido el tiempo y habrá corrido a mi casa para confiscar mis pertenencias. Ahora no tengo ni casa ni dinero pero, puesto que vos habéis sido el artífice de mi condena, lo justo es que me compenséis por las pérdidas. Y bien, ¿vuestros billetes?
– No pienso decirlo, Weaver. No permitiré que me robéis.
«No pienso decirlo.» Sin duda había perdido el juicio. Mejor hubiera hecho en decir que no tenía dinero. Esgrimí el cuchillo, pero Rowley se mostró desafiante.
– Creo que la herida que me habéis provocado demuestra que no sois hombre dado a la violencia gratuita -dijo-. Podíais haberme hecho mucho más daño.
En aquel momento oí cierto revuelo en la cocina. Y luego el grito de una mujer. La sirvienta cuya virtud estaba a salvo con el lacayo había vuelto temprano y se había encontrado a sus compañeros del servicio en una situación apurada. No podía demorarme mucho más en casa del juez.
– Los billetes. Ahora.
El hombre se aventuró a esbozar una leve sonrisa.
– Me parece que no. -Me di cuenta de que su ego se hinchaba por momentos mientras se concentraba en desafiarme-. Veréis, Weaver, vuestra reputación os ha perjudicado. Quizá podáis esgrimir espadas y pistolas, y hasta puede que las utilicéis cuando os amenazan u os enfrentáis a peligrosos delincuentes, pero yo no soy más que un viejo juez. Dudo que hagáis daño a una criatura tan indefensa. Ya me he cansado de vuestras amenazas. Os he dicho lo que queríais, a pesar de que corro un gran riesgo. Ahora marchaos si podéis, porque no pienso daros ni un penique, ni siquiera un cuarto de penique. Si creéis que merecéis una compensación, debéis solucionar el asunto con Griffin Melbury.
Consideré sus palabras un momento y luego actué con una rapidez que a mí mismo me sorprendió. Con una mano cogí su oreja derecha y con la otra empleé mi cuchillo para rebanarle una buena parte de ella. Sostuve aquella cosa sanguinolenta entre los dedos y se la mostré antes de arrojarla encima de su mesa, donde aterrizó sobre un montón de correspondencia con un ruido sordo. Rowley, que estaba demasiado perplejo para gritar o aun moverse, se quedó mirando los pequeños pedazos de carne.
– ¿Dónde guardáis el dinero? -volví a preguntar.
Para mi regocijo, descubrí que el señor Rowley tenía más de cuatrocientas libras de billetes negociables, además de otras veintitantas en efectivo; pude reunirías todas y abandonar la casa antes de que la moza regresara con quien fuera que había ido a buscar. Aunque era una flaca recompensa por el daño que me había hecho, me satisfizo arrebatarle tan elevada suma.
No tenía una idea muy clara de qué hacer con la información que Rowley me había dado, qué camino seguir, ni dónde encontraría un lugar seguro donde esconderme. Sin embargo, sabía adónde quería ir a continuación.