La escena que encontré en Covent Garden me resultó poco menos que increíble. Era como volver a estar en Lisboa, en los tiempos de la Inquisición, o en alguna capital medieval, cuando la peste asolaba la tierra. Quería presenciar aquellos hechos por mí mismo, y perdí no poco tiempo tratando de decidir si debía presentarme como Evans o como Weaver. Si bien temía que alguien reconociera a Weaver, me había dado cuenta de que no todo el mundo mira a la cara a su vecino para ver si es un fugitivo. Por otra parte, Evans era un caballero, y eso significa que podía llamar la atención involuntariamente entre los matones de las elecciones, así que ganó Weaver.
Me maravillaba ver que unos pocos hombres y unas pocas monedas pudieran derribar tan fácilmente el monumento de nuestras queridas libertades británicas. Unos pocos votantes aguerridos desafiaron el peligro, pero fue una locura. Si un matón oía a alguien pronunciar el nombre del partido tory en las cabinas electorales, lo apaleaban sin contemplaciones. Y entonces los del bando opuesto intervenían y levantaban sus puños en contra de los ofensores. Los espectadores se congregaban para presenciar los festejos. Entre la chusma había abundancia de vendedoras de ostras, rateros y mendigos, y yo procuré mantenerme a una distancia segura, pues no deseaba convertirme en víctima de las astucias de nadie.
De esta forma, estuve observando a algunos hombres que reconocí de la pandilla de Littleton y llegué a la conclusión de que Melbury había decidido llevar la batalla al terreno de Dogmill. Este descubrimiento me produjo cierta satisfacción. A pesar de sus nobles palabras, Melbury no era mejor que los demás.
Sin embargo, la escena no me resultaba agradable y, cuando un pequeño perro muerto que salió volando por los aires casi me acierta en la cabeza, decidí que había llegado el momento de marcharme. Sin embargo, al darme la vuelta, de lejos vi a un hombre que me resultaba familiar. Supe que lo conocía a él, y a sus compañeros, antes de darme cuenta de quién era. Entonces me vino a la cabeza: eran los guardias aduaneros que habían intentado prenderme en un par de ocasiones.
Por un momento me quedé paralizado por el miedo, pensando que me habían seguido hasta allí y que sabían dónde me alojaba. Pero entonces vi que reían y caminaban con la dejadez de los borrachos. No estaban allí por mí, solo querían divertirse con el espectáculo. A punto estuve de escabullirme, aliviado, porque yo los había visto antes de que ellos me vieran a mí. Pero entonces tuve una idea mejor. Los seguiría.
No fue una tarea difícil. Aquellos tipos se metieron en una taberna cerca de Covent Garden, en Great Earl Street, y se sentaron al fondo, donde pidieron enseguida de beber. Yo, por mi parte, busqué un rincón oscuro desde donde poder verlos y donde era poco probable que ellos me vieran a mí. Llamé al tabernero y le pregunté qué iban a tomar aquellos dos prendas.
– Han pedido vino -me dijo-, pero no querían pagar y al final se han quedado con un clarete que está hecho vinagre desde hace una semana o más.
– Envíales dos botellas del mejor clarete que tengas. Diles que les invita un caballero que les ha oído pedir y que ya se ha marchado.
El tipo me miró con curiosidad.
– Esto me huele mal. ¿No tendrían que saber quién los emborracha? Quizá debería contarles su propuesta y que sean ellos los que decidan.
– Si dices algo de mí, te partiré las piernas -le dije. Y sonreí-. Por otro lado, si no lo haces, te daré un chelín de propina.
Él asintió.
– Bueno. Parece que voy a decir una mentirijilla, ¿eh?
– Hay cosas peores que ser invitado por un desconocido -expliqué, para suavizar sus recelos. Pero fue un derroche. La promesa del chelín ya había hecho todo lo que se podía hacer.
Durante casi dos horas estuve sentado en mi rincón, bebiendo tranquilamente una mala cerveza y comiendo unos panecillos calientes que mandé al tabernero a buscar a la tahona de la esquina. Finalmente, los dos hombres se levantaron tambaleándose. Dieron las gracias a gritos al tabernero y uno de ellos se acercó y le estrechó la mano. Sin duda era el más borracho de los dos, así que me decidí por él.
Me levanté y salí rápidamente para no perderlos, pero no había por qué apresurarse. Los encontré en el exterior de la taberna, dejando caer monedas y volviéndolas a recoger, para dejarlas caer de nuevo y reírse. Aguardé amparado por la penumbra de la entrada durante cinco crispantes minutos mientras ellos seguían con este ritual, hasta que finalmente se despidieron. Uno de ellos se fue, presumiblemente a un lugar seguro. Al otro le esperaba un destino mucho más funesto.
Procuré no demorarme. En cuanto el hombre dejó atrás una calle concurrida, apreté el paso. Con esto me arriesgaba a que me oyera, pero, dado su estado de embriaguez, estaba dispuesto a correr ese riesgo. Sin embargo, el hombre se dio la vuelta, asustado por el sonido de mis pasos. Se detuvo y abrió la boca para decir algo, pero no llegó a decir nada, porque mi puño le hizo tragarse sus palabras.
Cayó sobre el lodo, aunque una rata muerta que sirvió de almohadón a su cabeza amortiguó ligeramente el golpe. Mientras estaba allí tirado y confundido, yo eché mano de las pistolas que tenía en los bolsillos y la espada de su funda. Desde luego, no estaba en condiciones de manejar aquellas armas, pero era mejor quitárselas por si acaso. El hombre me miró. Un delgado hilo de sangre le salía del labio y en la oscuridad parecía negro como la brea.
– ¿Me recuerdas? -le pregunté.
La borrachera se le salía por las orejas.
– Weaver -dijo.
– Exacto.
– No os estaba molestando.
– Esta noche no, pero tal vez recordarás que hace poco has intentado arrestarme una o dos veces.
– Son negocios.
– Esto también. Explícame por qué quieren prenderme los guardias de aduanas. -Yo conocía la respuesta, pero quería oírla de sus labios. Él vaciló un momento, así que lo agarré de los pelos y tiré para animarlo a sentarse-. Dímelo -repetí.
– Porque Dennis Dogmill lo quiere.
– ¿Por qué?
– Yo no hago preguntas. Solo hago lo que me dice.
Y yo pensé, ¿qué he de hacer para sacarle información que pueda serme de utilidad?
– ¿Cómo sabes lo que quiere que hagas? ¿Cómo se pone en contacto contigo?
– Es su hombre -dijo el guardia-. Todos los de aduanas nos juntamos en una taberna que hay cerca de la Torre que se llama La Lámpara Rota, los jueves por la noche. Nos pagan lo que nos debe y si tiene un nuevo trabajillo, nos lo dice. A veces, si es muy urgente, como cuando os escapasteis, nos manda una nota, pero si no siempre es los jueves.
Intuí que me estaba acercando a algo.
– ¿Y quién es su hombre?
Él negó con la cabeza.
– No sé. Nunca ha dicho su nombre. Él nos paga y nada más. Si queréis saberlo, tendréis que ir el jueves.
Buen consejo, pero ¿cómo iba a presentarme si este ya sabía que iba a ir?
– ¿Dónde vives? -le pregunté. Él vaciló, así que le di una buena patada en las costillas-. ¿Dónde vives?
Él gimió.
– En la casa de la señora Trenchard, cerca de Drury Lane.
– Ya sabes que no trabajo solo -le dije-. Mis ayudantes ya te han trincado otras veces y volverán a hacerlo si no dejas la ciudad sin decir una palabra de esto. Puedes volver dentro de unos meses, pero si te veo por aquí antes, o te ve alguno de mis aliados, no dudaremos en quemar la casa de la señora Trenchard contigo dentro. -Le propiné otra patada para dar énfasis a mis palabras, aunque dudo que fuera necesario-. Y ahora lárgate -dije, y lo observé mientras trataba de ponerse en pie.
Luego me alejé tranquilamente, en un esfuerzo por demostrar mi desprecio. No sabría si mis amenazas habían hecho efecto hasta que fuera a la taberna el jueves.
En cuanto a Littleton, quería oír de sus propios labios que Melbury lo había contratado. No puedo decir que aquella información pudiera servir para otra cosa que darme la satisfacción de saber que la mujer a quien amaba estaba casada con un mentiroso, pero me pareció razón suficiente. Aquella mañana le estaba esperando cuando salió de la casa de la señora Yate y, cuando giró una esquina, lo cogí del brazo.
– ¿Qué, vamos a provocar algún alboroto? -pregunté.
Él me dedicó su sonrisa fácil.
– Hace muy buen tiempo para eso, sí. Me parece que ya nos habéis visto usted a mí y los chicos, y lo hacemos igual de bien que los chicos de Dogmill. A lo mejor no los podemos echar, pero al menos estaremos igualados. Tarde o temprano Dogmill aceptará una tregua.
– Ha sido idea de Melbury, ¿verdad?
Él puso mala cara, como si hubiera probado algo amargo.
– Maldito sea Melbury. Ese roñoso no pagaría un buen alboroto ni aunque le fueran las elecciones, y eso que le van.
– ¿Cómo? Si Melbury no os paga, ¿por qué provocáis disturbios? Desde luego, no será por daros el gusto de enfrentaros a Dogmill y Greenbill.
– No diré que no me guste, pero es más que eso. Nos pagan, solo que no es Melbury. Es peligroso, ¿sabéis? Si Dogmill quiere puede mandarnos al infierno por enfrentarnos a Greenbill, pero no creo que lo haga. Si nosotros nos vamos, solo le quedarán los chicos de Greenbill, y entonces podrían pedirle el precio que quisieran. No, así nosotros conseguimos unos chelines para pasar el invierno y de paso nos divertimos un poco.
– ¿Quién os paga?
Él se encogió de hombros.
– Por lo que yo sé, el mismo demonio. Un irlandés muy relamido que se llama Johnson me ofreció dinero si me ponía del lado de Melbury. Era una oferta demasiado buena para rechazarla. De todas formas los chicos estaban inquietos. -Hizo una pausa para mirarme-. Ahora que lo pienso, ¿no preguntó su señor de usted por uno que se llamaba Johnson? ¿Es el mismo?
Yo meneé la cabeza.
– No, no lo creo.
Aquella noche estaba sentado en mi habitación, con la vista clavada en un libro, aunque no leía. La señora Sears llamó a la puerta y me dijo que tenía visita, así que me despabilé y pasé a mi sala de estar, donde me encontré una vez más frente a Johnson. Hizo una reverencia y despachó educadamente a la casera.
– Habéis cogido unas bonitas habitaciones, señor Evans.
Hasta que pronunció mi nombre, no recordé que en nuestro encuentro anterior me había conocido como Weaver. Era evidente que había descubierto mi falsa identidad. Había sido muy cuidadoso al entrar y salir de mis habitaciones, pero no lo suficiente.
– Por favor, tomad asiento -dije, no queriendo demostrar preocupación. Le ofrecí oporto, y él lo aceptó con placer. Luego me serví también para mí y me senté frente a él.
– Seamos sinceros -dije, pues había decidido enfocar el asunto de la forma más directa posible. Después de todo, ahora Johnson, y por tanto también los jacobitas, conocían mi secreto. No llegaría muy lejos con disimulos y recelos-. Habéis descubierto mi disfraz, y queréis que lo sepa. ¿Qué queréis de mí?
Johnson rió afablemente, como si acabara de mencionar alguna anécdota divertida de un pasado común.
– Sois un hombre receloso, señor, aunque no puedo decir que os lo reproche. Estáis en una situación delicada. Por tanto, iré al grano, pues también vos me habéis honrado con vuestra franqueza. Tengo entendido que hoy habéis hecho una visita al señor Littleton.
– Es cierto -dije algo inquieto, pues empezaba a ver por dónde iba.
– Y preguntasteis por mis asuntos.
Sonreí.
– No sabía que eran vuestros asuntos hasta que pregunté.
– Ah -dijo. Hizo girar el vino en su vaso-. Bueno, pues ya lo sabéis.
– Sí, lo sé.
– Os agradecería que no os inmiscuyerais. -Dejó su vaso-. Entiendo que vuestros asuntos son importantes, y no me meteré si no es necesario, pero debéis comprender que no puedo permitir que vayáis preguntando sobre lo que hago o dejo de hacer.
– No estoy seguro de haberos entendido bien. ¿No debo hablar con nadie por si acaso es un conocido vuestro?
– No hay que ponerse melodramático. Os seré franco. Olvidaos de los disturbios, señor. Dejad en paz a Littleton. No es asunto vuestro.
– Quizá no deba inmiscuirme en los disturbios, pero desde luego me gustaría saber más.
– Por supuesto. Como ya he dicho, no tenemos ningún deseo de que se os haga ningún mal o se os capture. Mientras estéis libre y seáis enemigo de Dogmill, ayudáis a nuestra causa tanto como podríamos desear. Lo único que espero es que limpiéis vuestro nombre implicando a Dogmill lo antes posible. Eso nos daría justo lo que necesitamos.
– A mí también me daría justo lo que necesito, os lo aseguro.
Él rió con suavidad.
– Por supuesto, yo hablo de estrategia, vos habláis de vuestra vida.
– Tenéis razón. Y no podéis reprocharme que quiera conocer lo que se esconde detrás de los disturbios. Mis problemas están en relación directa con estas elecciones, y debo hacer cuanto pueda para conocer los mecanismos que trabajan en mi contra.
– Por supuesto. Pero no os pondremos a vos antes que a nuestra causa.
– Ni lo espero. Pero no veo en qué pueden molestaros mis pesquisas. Me guardaré lo que averigüe para mí.
– Por ahora. Dejad que os diga una cosa, señor Weaver. No me gustaría que descubrierais algo que pueda convertiros en nuestro enemigo en el futuro.
Yo asentí. A Johnson le gustaba que fuera por la ciudad poniéndoles las cosas difíciles a los whigs, pero no le gustaba la idea de que demostrara mi inocencia y luego quedara libre de decir lo que sabía de los jacobitas. Ya había manifestado que no deseaba unirme a su causa y Johnson temía que, si limpiaba mi nombre, contaría lo que había descubierto sobre él y sus aliados jacobitas a los whigs.
– Tengo una deuda de honor con vos. Me ayudasteis en el asunto de los guardias de aduanas, y no lo olvidaré.
– ¿Y no diréis nada de nosotros al ministerio cuando estéis a salvo?
Negué con la cabeza.
– Aún no lo sé. ¿Debe un hombre anteponer su honor a una traición a su país?
El comentario no pareció divertirle.
– Entonces veréis que tengo razón. No queráis saber lo que no os conviene. -Se puso en pie bruscamente-. Espero haber sido claro.
Yo también me puse en pie.
– Por el momento sí. Aunque no puedo decir que entienda del todo lo que me estáis pidiendo.
– Os lo diré más claro. No os pido nada, pero debéis comprender que no somos una banda de ladrones a quienes podéis afrontar impunemente. Hasta ahora os hemos dejado en paz, señor, porque habéis logrado cierta popularidad, y actuar en vuestro perjuicio podría acarrearnos ciertas dificultades. Pero, por favor, sabed que si nos amenazáis en la forma que sea, no vacilaremos en destruiros.
El discurso del señor Johnson se quedó poco más que en un bonito sentimentalismo, pues al día siguiente los amigos del señor Dogmill en la ciudad decidieron que no podían seguir haciendo la vista gorda ante la violencia y apostaron soldados en Covent Garden. De haber marchado sobre los alborotadores, sin duda se hubiera producido una batalla campal, pues a aquellos que destruyen, roban y asesinan no les gusta ver sus libertades británicas frenadas por la bestia más venenosa, el ejército. Por suerte, los dragones se desplegaron con una estrategia poco común; se apostaron en la plaza mucho antes del amanecer, así que cuando los porteadores llegaron, y vieron que iban a tener una decepcionante bienvenida, se escabulleron, con la satisfacción de haber cumplido con su deber durante más de media semana.
Durante ese tiempo, el liderazgo de Melbury sufrió un serio revés, pero no cabía duda de que ahora podría recuperarse, pues en Westminster el sentimiento general era de insatisfacción por la influencia de Dogmill. Los disturbios habían sido una apuesta muy arriesgada con la que los whigs esperaban acabar con el liderazgo de los tories. Pero lo único que consiguieron fue fortalecer su causa, y por ello les estaba yo agradecido. Ahora no dudaba de que en cuanto Melbury ocupara su escaño en los Comunes, haría lo que pudiera por mi causa y por arruinar a su viejo enemigo.
Era jueves, así que estuve preparándome para acudir esa noche a la taberna que mencionó el guardia de aduanas. Había cierto riesgo, pues no sabía si el hombre habría seguido mi consejo y habría huido de la ciudad para no provocar mi ira. Sin embargo, pensaba tomar mis precauciones; la más importante era presentarme como Matthew Evans, no como Benjamin Weaver. Si el guardia de aduanas no había mantenido la boca cerrada, estarían esperando a un fugitivo, no a un caballero elegantemente vestido. Por supuesto, dado que me buscaban a mí, siempre cabía la posibilidad de que me reconocieran a pesar del disfraz. Pero estaba dispuesto a arriesgarme.
Sin embargo, a pesar de mi determinación, no estaba del todo convencido de que pudiera descubrir gran cosa yendo a aquella taberna. Ya sabía que Dogmill sobornaba a los funcionarios de aduanas. Todo el mundo lo sabía, y no le importaba. Entonces, ¿qué podía descubrir? Podía descubrir la identidad de la persona que pagaba a los funcionarios de aduanas, que muy bien podía ser la mano derecha de Dogmill, el tipo que ejecutaba las órdenes violentas. Tenía la débil esperanza de descubrir esa misma noche la identidad del hombre que había matado físicamente a Yate.
Me instalé en un rincón oscuro y pedí una jarra de cerveza, intentando llamar la atención lo menos posible. Fue sencillo, pues los guardias estaban ocupados con sus cosas.
Empezaron a llegar a las ocho, como se les había pedido. Era evidente que los utilizaban; aquel era un ardid en el que se hacía caer con frecuencia a los trabajadores. Los sueldos rara vez llegaban a las ocho como les habían prometido, sino a las once, así que mientras esperaban no podían hacer más que comer y beber. Por este favor, el pagador recibía una recompensa del tabernero.
Después de casi dos horas, empecé a impacientarme y hasta consideré la posibilidad de abandonar mi posición, pero mi paciencia iba a ser recompensada. Unos minutos después de las diez, llegó un hombre que fue recibido entre vítores por los de aduanas. Bebieron una jarra entera en su honor, y cuando hubo repartido los salarios, otra más. Hasta le llevaron una bebida y lo trataron como si fuera un rey y no un simple subordinado que hacía un servicio a su señor.
Era Greenbill Billy. El cabecilla del grupo de trabajadores estaba al servicio del mismo hombre a quien decía oponerse.
Mi encuentro anterior con Greenbill empezaba a tener sentido. Me había preguntado qué sabía de la implicación de Dogmill, no porque necesitara la información, sino para ver qué sabía realmente. Me había animado a vengarme de Dogmill, no porque deseara que lo hiciera, sino para poder informar a su amo de mis intenciones.
Lo observé entre los oficiales de aduanas. Tuvo el detalle de dejar que lo invitaran a unas rondas, pero después quiso marcharse enseguida. Se ladeó la gorra y les deseó buenas noches. Yo no perdí el tiempo y salí tras él. Para mi alivio, no tomó un carruaje; pareció que prefería caminar. Podía haberlo seguido para saber adónde iba, y luego según me conviniera. Pero ya había esperado demasiado. No pensaba esperar más.
Cuando Greenbill pasó delante de un callejón, eché a correr y lo golpeé con fuerza en la nuca con las dos manos cruzadas. Reconozco que confié un poco en la suerte. Esperaba que cayera de bruces y no pudiera verme; esta vez los dados me favorecieron. Greenbill cayó sobre los desperdicios del callejón -el contenido de orinales, pedazos de perros muertos roídos por ratas hambrientas, corazones de manzanas y conchas de ostras- y lo empujé contra el suelo con fuerza, haciendo que su cabeza se hundiera en la tierra blanda. Desesperado por mantener mi anonimato, le arranqué la lazada del cuello y se la puse a modo de venda sobre los ojos. Ayudándome con la rodilla para sujetarle los brazos, le até la venda con fuerza y entonces le di la vuelta para sacarle la cara del cieno.
– Parecías muy satisfecho en esa taberna, con los guardias de aduanas -comenté con acento irlandés. Con ello pretendía proteger mi identidad y hacerle creer que el atacante era un agente jacobita-. No pareces igual de satisfecho ahora, ¿eh, amigo?
– Quizá no -dijo-, pero en la taberna no tenía los ojos vendados ni estaba bañándome en mierda. Es difícil sentirse uno satisfecho cuando tienes eso en tu contra.
– Tú nadas en cosas mucho peores que la mierda, amigo, he estado observándote, y conozco tu secreto.
– ¿Y cuál es ese secreto? Tengo tantos que dudo que los hayas descubierto todos.
– Que estás al servicio de Dennis Dogmill. Creo que esa revelación podría arruinar tu reputación entre los estibadores.
– Y lo haría, hombre de la lluvia -reconoció-, pero al menos Dennis Dogmill tendría que darme un puesto más digno. Crees que me asustas diciéndome eso, pero me estarías haciendo un favor. Así que venga, pórtate todo lo mal que puedas, irlandés. Ya veremos quién sale ganando y quién acaba con un miserable plato de avena hervida.
En un movimiento que había aprendido en algunas de mis actuaciones menos honorables como luchador, le di la vuelta, le agarré el brazo y se lo doblé con fuerza a la espalda, hasta que aulló de forma lastimera.
– Son los escoceses los que comen avena -le dije-, no los irlandeses. Y lo de portarme mal, bueno, retorcerte el brazo no es ni remotamente tan malo como lo que tenía pensado. Así que, ahora que ves que no estoy de humor para tonterías, a lo mejor te apetece contestarme unas preguntillas. ¿O necesitas otra demostración? -Y le retorcí más el brazo.
– ¡Qué! -gritó-. ¡Pregunta, maldito seas!
– ¿Quién mató a Walter Yate?
– ¿Tú qué crees, idiota? -gruñó-. Yo lo maté. Le pegué con una barra de metal y lo maté como se merecía.
Estaba perplejo. Llevaba tanto tiempo buscando la respuesta a aquella pregunta que no podía creer lo que acababa de oír. Una confesión. Una confesión de culpabilidad. Los dos sabíamos que no podía hacer nada con ella. Sin dos testigos, la confesión no tendría validez ante un tribunal, y eso suponiendo que pudiera encontrar a un juez honrado. Pero para mí era importante haber descubierto por fin la respuesta a aquella apremiante pregunta.
– ¿Lo hiciste por orden de Dogmill? -pregunté.
– No exactamente. Las cosas no son siempre tan claras.
– No te entiendo.
Tragó aire.
– Dogmill me dijo que me ocupara de él, y yo me ocupé de Yate. No sé si quería que lo matara o no. Ni sé si se enteró de que había muerto. Lo que sabía es que el tipo que quería que le quitara de en medio ya no estaba y eso le bastó. Dogmill es un gran comerciante, y a él le da lo mismo si los que son como nosotros nos morimos o no. Para él no somos personas, solo somos gusanos que puede pisar o apartar del camino… lo que sea. Lo único que le interesa es si lo molestamos.
– Pero mataste a Yate sin remordimientos.
– Eso lo dirás tú que sin remordimiento, pero no lo sabes seguro. Hice lo que tenía que hacer para conservar mi trabajo. Nada más. No puedo decir si hice bien o mal, yo solo sé que me renumeraron.
– ¿Y por qué Benjamin Weaver? -pregunté-. ¿Por qué Dogmill quiso culparle a él?
Si mi pregunta le hizo sospechar que estaba en las manos de Weaver, no se notó.
– Eso no puedo decírtelo. A mí también me pareció raro. Y yo no me hubiera metido con un hombre así por nada. Pero nunca se me ha ocurrido preguntarle a Dogmill. Sus misivos son suyos, así que será mejor que se los preguntes tú mismo.
– ¿Y qué hay de Arthur Groston, el vendedor de pruebas, y los hombres que testificaron en el juicio de Weaver? ¿Los mataste tú también?
– Dogmill me dijo «haz que parezca que el judío está defendiéndose», y eso es lo que hice. Nada más. No tenía nada en contra de esos tipos.
No dije nada. No se oía nada, salvo nuestra respiración, pesada y espesa en el aire de la noche. No había ninguna salida fácil para mí. No podía llevar a aquel hombre ante un juez o un guardia, pues la opción de la honradez me estaba vedada. Bien podía ser que un juez honrado investigara estos asuntos, pero era una vana esperanza. Por tanto, podía matar a Greenbill por lo que había hecho e impartir mi propia justicia o dejar que se fuera con la esperanza de encontrar una mejor ocasión para limpiar mi nombre, aun a riesgo de que él quedara impune del crimen de asesinato. Lo primero me parecía lo más satisfactorio; lo último, lo más práctico.
Sin embargo, si lo dejaba marchar, era posible que no volviera a tenerlo a mi alcance y, si me prendieran y me ahorcaran por su crimen, el recuerdo de este momento me amargaría mis últimos días en este mundo.
Aflojé el brazo con que lo sujetaba.
– Vete -dije en voz baja, poco más que en un susurro-. Ve y dile a tu amo qué has hecho en su nombre. Y dile que voy a por él.
– ¿Y tú quién eres? -preguntó Greenbill con voz rasposa-. ¿Un agente de Melbury o del Pretendiente… o de ambos? Si he de decírselo, tendré que saber de qué hablo.
– Puedes decirle que tendrá que enfrentarse a la justicia muy pronto. No puede esconderse de mí… de nosotros -añadí, no fuera que entendiera mis palabras demasiado bien.
Lo solté y retrocedí unos pasos, para dejar que se incorporara. El brazo con el que le había martirizado colgaba flácido a un lado, pero utilizó el otro para apoyarse en la porquería y ponerse derecho. Una vez en pie, utilizó su mano buena para desatar la venda de los ojos y se esfumó. Lo observé mientras se iba y sentí una considerable tristeza. Antes de conocer todos los hechos tenía la esperanza de hacer algún extraordinario descubrimiento que me permitiera clarificar mi situación y dar una orientación clara y definitiva a mi camino. En cambio, me había encontrado todo lo contrario: órdenes ambiguas y actos cobardes. No sabía por dónde seguir.