Tomé el coche correo hacia Oxfordshire, un trayecto de cierta duración bajo las mejores circunstancias; sin embargo la fortuna no me fue muy propicia. Llovió prácticamente durante todo el trayecto, y los caminos estaban en un estado lamentable. Conservé mi disfraz de Matthew Evans, pues no podía confiar en que la noticia de mi inocencia hubiera llegado a provincias tan deprisa como yo, y no deseaba que me arrestaran. Sin embargo, hube de enfrentarme a algunas pruebas, aunque no de carácter judicial. A medio camino, el carruaje quedó atascado en el fango y volcó. Nadie resultó herido, pero nos vimos obligados a seguir a pie hasta la posada más próxima y hacer allí nuevos arreglos.
Un viaje que hubiera debido durar menos de un día, me ocupó casi tres, pero finalmente llegué a la propiedad del juez Piers Rowley y llamé a las pesadas puertas de su casa. Entregué mi tarjeta de visita -la de Benjamin Weaver- al lacayo, pues no quería farsas con aquel representante de la ley. Ni que decir tiene que se me invitó a pasar enseguida.
No tuve que esperar más de cinco minutos. El juez llevaba una larga y vaporosa peluca que le cubría de forma eficaz las orejas, así que no pude ver el daño que le había hecho. Sin embargo, lo noté cansado y mucho más envejecido que la última vez que lo había visto. Aunque era un hombre recio, tenía las mejillas hundidas.
Para mi sorpresa, me dedicó una reverencia y me invitó a tomar asiento.
Yo no me sentía a gusto, y permanecí en pie más de lo que corresponde a un caballero a quien se ha pedido que se ponga cómodo.
– Veo -dijo el juez- que habéis venido a matarme por venganza o que habéis descubierto algo.
– He descubierto algo.
Él rió con suavidad.
– No sé si es este el desenlace que quería.
– Dudo que mi presencia aquí sea una buena noticia para vos -dije al cabo.
– No, pero sabía que pasaría. Sabía que no saldría nada bueno de juzgaros, ni de vuestra fuga. Pero un hombre no puede elegir siempre a su antojo, e incluso cuando lo hace, con frecuencia sus decisiones resultan dolorosas.
– Vos mandasteis a la mujer de la ganzúa.
Él asintió.
– Es la sirvienta de mi hermana. Una moza muy agradable. Si lo deseáis, puedo arreglarlo para que la conozcáis, pero descubriréis que os tiene mucho menos aprecio del que fingió.
– Sin duda. ¿Por qué lo hicisteis? Ordenasteis mi muerte y me procurasteis la libertad. ¿Por qué?
– Porque no podía permitir que fuerais ahorcado por un crimen que no habíais cometido, y no tenía más remedio que hacer que os condenaran a muerte. Me obligaron a hacerlo, y negarme hubiera sido mi ruina. Debéis entender que estaba dispuesto a sufrir esa ruina por no cometer un asesinato, pues a mi entender lo que se me pedía era un asesinato. Pero entonces se me ocurrió esa idea. Si podíais escapar de la cárcel, huiríais, y yo habría cumplido con mi deber sin arriesgarme. No podía imaginar que trataríais de limpiar vuestro nombre con tanto empeño.
– Sabiendo lo que sé ahora, lamento haber sido tan duro con vos.
Se llevó una mano al lado de la cabeza.
– No es menos de lo que merezco.
– No puedo decir qué merecéis, pero creo que era menos, pues trataréis de decirme la verdad. Griffin Melbury os ordenó que me condenarais a la horca. Me dijisteis la verdad aquella noche; sin embargo yo no os creí por una cuestión de fe. Supuse que estabais tratando de aprovecharos de mi ignorancia para predisponerme en contra de vuestro enemigo, pues vos sois whig y él es un tory. Pero estabais diciéndome la verdad.
Él asintió.
– Y podía ordenároslo porque él es jacobita y vos también.
Volvió a asentir.
– Cuando os arrestaron, Melbury convenció a algunos importantes hombres de nuestro círculo de que erais un peligro para nuestra causa. No puedo deciros sus nombres, solo diré que le creyeron, pues Melbury es un hombre convincente. Recibí la orden, y no osé desobedecerla, así que traté de desafiarla como mejor pude.
– ¿Por qué quería Melbury verme muerto?
Él sonrió.
– ¿No es evidente? Porque estaba celoso… y porque también os temía. Sabía que habíais cortejado a su esposa y creía que sospechabais de sus actividades contra los de Hanover. Pensaba que, por amor a su esposa, indagaríais en sus asuntos, averiguaríais sus conexiones políticas y lo descubriríais. Cuando Ufford os contrató, Melbury estaba fuera de sí de miedo e ira. Estaba seguro de que descubriríais su relación con el cura y lo denunciaríais ante todos. Pero entonces os arrestaron, y no pudo resistir la tentación de quitaros de en medio.
– Si los jacobitas querían perjudicarme, ¿por qué me han perdonado y hasta me han convertido en su héroe?
– Tras el juicio, cuando la chusma empezó a tomar partido por vuestra causa y Melbury no pudo justificar su ira hacia vos, sus deseos se desoyeron. Quería destruiros, pero no tenía apoyo en el interior del partido. Estaba furioso. Estaba convencido de que haríais lo que fuera por destruirlo a causa de su lealtad por el verdadero rey.
– Pero eso es un disparate. Jamás hubiera descubierto sus verdaderas tendencias de no ser por su obstinación en perseguirme.
Rowley se encogió de hombros.
– Es irónico, supongo, pero no es un disparate. Cada uno hace lo que puede para protegerse.
– Como hicisteis con Yate. Supongo que ahora entiendo por qué no lo condenasteis cuando se presentó en el juicio ante vos.
– Él se enteró de mi secreto. No sabría decir exactamente cómo, aunque a veces los hombres de alcurnia no somos tan cautos como debiéramos con los que están por debajo, y creo que en nuestro círculo hay quien realmente es un necio. Alguien con la lengua muy larga me ha costado muy caro.
– Y pronto le costará caro a Melbury.
– Será difícil demostrar que forma parte del grupo del rey exiliado. Ha ocultado sus conexiones muy bien.
– Es cierto. Jamás he oído que nadie sospeche de la relación de Melbury con el viejo rey.
Rowley rió.
– Y hacen bien. Yo no creo que lo apoye. Pero en estos años ha tenido ciertas dificultades económicas y hace un año dio con una ganga: vincularse con la causa del rey Jacobo a cambio de fondos para financiar su campaña. Os diré que en nuestra organización hay quien está harto de pagar sus deudas de juego, y el señor Melbury se ha convertido en un estorbo.
– Pero tiene poder -comenté.
– Por supuesto. Si sale elegido para la Cámara de los Comunes, como parece que sucederá, tendrá un puesto de cierta influencia. No podía desafiarle abiertamente cuando me ordenó que os declarara culpable, así que hice lo que pude.
– Y ahora ¿qué pensáis hacer?
Me miró.
– Creo que eso depende de vos, señor.
– Supongo. -No había tenido tiempo de meditar las consecuencias de mi visita. No esperaba que Rowley cooperaría de aquella forma, y esta cooperación me inclinaba a buscar una solución que no acabara con su ejecución por traición.
– Propongo -dije al cabo- que abandonéis el país. En estos momentos, señor, mi nombre ya habrá quedado restituido debido a otras actividades, y no necesito una confesión vuestra. No puedo permitir que conservéis vuestro cargo y actuéis según la corrupta voluntad de vuestros amos, pero tampoco deseo que muráis por lo que habéis hecho, puesto que elegisteis salvarme la vida. Creo que os visteis implicado en una difícil situación y la solucionasteis como os pareció mejor.
Rowley asintió. Mucho antes de que llegara aquel día, ya debía de saber que estaba derrotado, pues no pareció lamentarse mucho por lo que le proponía.
– ¿Y qué hay del señor Melbury?
Ciertamente. ¿Qué había del señor Melbury? No podía permitir que un hombre que se había portado tan terriblemente mal conmigo quedara impune, pero tampoco soportaba que Miriam hubiera de compartir la ignominia de que se hiciera de dominio público su traición a la Corona. Si se le arrestaba y se le juzgaba por traidor, la vergüenza la mataría.
– Yo me ocuparé de Melbury -dije.
Rowley pestañeó solo una vez para demostrar que entendía. Entonces me preguntó si deseaba ser su invitado aquella noche y a mí me pareció una descortesía negarme. Así pues, me agasajó con una espléndida comida y los vinos más selectos de su bodega. Por la mañana partí, no poco pesaroso por haber sido yo quien exiliara a aquel hombre del país. Durante mucho tiempo lo había tenido por un bellaco sin principios, pero en aquel momento comprendí que en la mayoría de los hombres la villanía es solo cuestión de grados.