El día que habíamos acordado, visité al señor Swan, que tenía preparado mi primer traje, junto con un surtido de camisas de buen hilo. Swan se había tomado la libertad de recoger las pelucas de su cuñado, y me aseguró que para el final de la semana tendría listos otros dos trajes. Debía de haber estado trabajando también por las noches, y aún seguiría unos días sin dormir.
Supongo que hubiera podido ponerme aquellas ropas con cierta sensación de asombro, pero lo cierto es que no me vestí con mayor ceremonia de la que normalmente reservo para un acto tan mundano. Sin embargo, todo era de mi gusto. Examiné con agrado mi chaqueta de terciopelo azul marino con grandes botones plateados. Unos pantalones de línea muy elegante acompañaban a una camisa que se cerraba con una lazada. Me probé la primera peluca, corta y con rizos, muy distinta de mi verdadero pelo, que llevaba al estilo de las pelucas con cola. Pero cuando me miré en el espejo sí sentí algo nuevo. Debo confesarlo, casi no me reconocí.
Me volví hacia el bueno de Swan y le pregunté qué dinero le debía.
– Nada, señor Weaver. No me debéis nada -me dijo.
– Os excedéis. Habéis cumplido sobradamente conmigo al hacer este trabajo. No puedo pediros que me perdonéis el pago.
Swan negó con la cabeza.
– No estáis en posición de ofreceros a pagar cuando no es necesario. Cuando solucionéis vuestros problemas, entonces quizá podréis venir a verme y discutiremos un precio.
– Al menos -propuse-, permitid que pague el precio de los materiales. Detestaría ver que perdéis tanto dinero por mi causa.
El señor Swan era un hombre bueno, pero no negó que la oferta era justa, así que aceptó parte del dinero que le ofrecía, aunque con el corazón pesaroso.
Ataviado con mi elegante traje, salí dispuesto a ocuparme de los asuntos de Matthew Evans. Me había disfrazado de caballero en otras ocasiones, no era una experiencia nueva para mí, aunque en aquella ocasión la situación era muy distinta, y mi engaño era de mayor envergadura. Las otras veces me había hecho pasar por un hombre de alcurnia durante una o dos horas, en lugares oscuros como cafés o tabernas. Jamás había intentado un engaño de aquella naturaleza, a plena luz del día y por un período que podía ser de semanas… o incluso meses.
Ahora que ya podía perpetuar el fraude de mi nuevo yo, decidí que había llegado el momento de buscar alojamiento. Tras leer los periódicos y considerar algunas opciones, finalmente me decidí por una casa bastante elegante en Vine Street. El lugar era adecuadamente confortable, aunque yo necesitaba algo más que comodidad. Precisaba unas habitaciones con al menos una ventana que diera a un callejón o una calle sin salida. La ventana no debía estar muy alta, y debía ser accesible para un hombre que quisiera entrar o que quisiera bajar. En resumen, que quería poder entrar y salir de mi casa sin que nadie me viera.
Los alojamientos que encontré contaban con tres habitaciones y estaban en un primer piso. Sí, una de las ventanas daba a un callejón, y el enladrillado era lo bastante tosco para permitirme subir y bajar sin problemas.
Al igual que el posadero de la pensión donde había estado, a mi casera le pareció muy extraño que no tuviera pertenencias, pero le expliqué que recientemente había llegado de las Indias Occidentales. Había mandado mis cosas con antelación, pero para mi disgusto, aún no habían llegado, y mientras tanto me arreglaba como podía. Esto despertó su simpatía y sus ganas de hablar, pues me explicó tres historias distintas de inquilinos anteriores que habían perdido sus baúles.
Reconozco que mi alojamiento en Vine Street no era el más agradable que he tenido; de haber sido mi deseo disfrutar en lo posible de aquel engaño, hubiera buscado otro lugar. Las habitaciones estaban descuidadas y polvorientas. Los harapos que cubrían las ventanas a modo de cortinas apenas alcanzaban a frenar la corriente que entraba de la calle, y la nieve los había helado. El mobiliario era viejo y desvencijado, y las alfombras turcas que había en la casa estaban muy desgastadas.
Sin embargo, puesto que su emplazamiento era lo más importante, acepté de buen grado instalarme en aquellos descuidados aposentos, sobre todo porque mi casera no se daba cuenta de su lamentable estado. Cuando me los enseñó, hablaba como si de verdad creyera que eran los mejores de Londres… y yo pensaba dejar que siguiera creyéndolo.
Esta dama, la señora Sears, era una francesa muy censurable. No soy yo de los que piensan que todos los franceses son desagradables, pero aquella mujer era una mala embajadora de su raza. Era bajita como un niño, tenía la forma de un huevo, y sus mejillas rubicundas y su escaso equilibrio delataban una excesiva afición a la bebida. Todo esto no me hubiera importado de no ser porque mostraba un desmedido interés por charlar conmigo. Cuando discutimos los términos del alquiler, en parte me sedujo anunciando que tenía una pequeña colección de libros que sus inquilinos podían leer, siempre y cuando no los dañaran y los devolvieran puntualmente. Ahora que, por primera vez desde hacía días, me encontraba en un lugar cómodo, pensé que no habría cosa más gratificante que pasar una o dos horas relajado con alguna lectura interesante. Por desgracia, para llegar a aquel tesoro, primero tenía que pasar por la tortura de su charla.
– Oh, señor Evans -me dijo, con el desagradable acento propio de los de su nación-. Veo que sois amante de la palabra, como yo. Permitid que os muestre mi pequeña biblioteca.
– No quisiera haceros perder vuestro tiempo -le aseguré.
– No es molestia -dijo ella, y tuvo la audacia de cogerme del brazo y acompañarme-. Pero primero me gustaría que me hablaseis de la vida en Jamaica. He oído decir que es un lugar muy extraño. Tengo una prima que vive en la Martinica y dice que hace mucho calor. ¿Hace calor en Jamaica? Seguro que sí.
– Mucho calor -le aseguré, tratando de recordar lo que había leído y oído sobre aquellas tierras-. Allí el aire es muy malsano.
– Lo sabía. Sí, lo sabía. -Aunque estábamos ante las estanterías, no me soltó. Al contrario, sus gruesos dedos se clavaron con más fuerza en mi brazo-. No es lugar para un hombre atractivo. Aquí se está mucho mejor. Mi marido era inglés como vos, pero murió. Hará unos diez años.
Estuve a punto de comentar que debían de haber sido los mejores diez años de la vida del hombre, pero me contuve.
– ¿Y decís que no estáis casado? He oído decir que tenéis una renta de mil libras al año.
¿Dónde había oído que tenía una renta tan ridículamente alta? Sin embargo, aquel rumor no podía perjudicarme, y no vi razón para desmentirlo.
– Madame, no me gusta hablar de tales asuntos.
En este punto me soltó el brazo y me cogió de la mano.
– Oh, no seáis tímido, señor Evans. No os tendré en menos por vuestra fortuna. No, no lo haré. Conozco un par de jóvenes, y debo decir que muy agradables y con su propia fortuna, que serían un bello adorno. ¿Y qué importa si son mis primas? Sí, ¿qué importa?
Yo no sabía qué contestar a su pregunta, pero se me ocurrió que, ya que me veía obligado a tratar con aquella dama, no estaría de más que me hiciera algún servicio.
– ¿Qué sabéis de ese tal Weaver -le pregunté- que ha provocado tanto revuelo?
– Oh, es un hombre muy malo. Muy malo. Un judío, así que no es raro que esté lleno de ira y sea un asesino. Tengo una imagen de él aquí mismo -dijo, y enseguida trajo un panfleto donde se mostraba mi huida de la cárcel. No había visto nunca aquella ilustración, pero su parecido conmigo no era mayor que en las demás. No podría asociarme con esa imagen más de lo que hubiera asociado su propio reflejo.
– Por lo que he leído -me aventuré a decir-, la opinión de si es bueno o malo depende mucho de la política.
– Yo no sé de política. No entiendo nada de esos partidos de aquí. Que si tories, que si whigs… qué lío. Solo espero que lo atrapen pronto, porque podría volver a matar, y no solo a hombres, ya me entendéis.
– ¿De veras?
– Sí. Es muy cruel con las mujeres. No me siento segura por la calle con ese hombre suelto. Podría cogerme y hacerme algo malo.
Yo la miré de arriba abajo.
– Desde luego: -Y esto puso fin a nuestra conversación.
Me reuní con Elias en la siguiente taberna de la lista, como habíamos acordado. Él ya estaba cuando yo llegué y, tal vez solo lo hizo por halagarme, pero no pareció reconocerme cuando entré y me acerqué a él. Hasta que no me tuvo delante, sus ojos no se posaron en mí y, tras mirarme un momento entrecerrándolos, me ofreció una enorme sonrisa.
– Matthew Evans -dijo con exagerada alegría-. Me alegra veros. -Me miró de arriba abajo, como si fuera una costosa fulana, con una sonrisa tan amplia que casi era grotesca-. Debo decir que tienes buen gusto en el vestir.
– Eres muy amable.
– De verdad, debemos brindar por mi inteligencia. Tu aspecto no podría ser más perfecto. Estoy convencido de que soy el mejor pensador de nuestros tiempos.
– No hay más que conocerte para verlo -le aseguré.
– Te burlas de mí, pero debes saber que hoy mismo he mostrado la primera parte de mi manuscrito, Las aventuras de Alexander Claren, cirujano, a un destacado librero de Grub Street, y cree que puede tener éxito. No ve ninguna razón para que no se haga tan popular como las aventuras de Robinson Crusoe o Moll Flanders.
– Te deseo suerte, pero espero que me perdonarás si no me intereso mucho por tus aventuras literarias.
– Por supuesto, por supuesto, bastante tienes con preocuparte por ti mismo, lo sé. Si deseas que hablemos de tus intereses en lugar de los míos (todo ese asunto de huir de la justicia y demás), lo entenderé.
Pedimos comida y bebida y, tras unos minutos, Elias dejó de reír tontamente por mi aspecto.
– Bueno -dijo-, si tenemos que hablar de ti, adelante. Ya es hora de que entremos en materia.
– ¿Cómo?
– He estado pensando algunas cosas. Para empezar, imagino que estarás al corriente de las novedades en política.
– Lo estoy. Y quería tu opinión al respecto.
– Nada que no se hubiera podido prever. Tu fuga se conoce en todas partes, y ahora cada bando quiere utilizarte para sus propósitos. Debes dejar que las cosas sigan su curso y ver qué pasa. Entre tanto, creo que Matthew Evans debe presentarse en sociedad.
– ¿Con qué fin?
Elias pareció desalentado.
– Pensé que estábamos de acuerdo. ¿No es ese el motivo de todo este paripé de la ropa?
– Sí, pero confieso que cuanto más pienso en tu plan, menos lo entiendo. Debo ser Matthew Evans para poder actuar libremente, ¿verdad?
– Exacto.
– Pero, ¿actuar cómo? Difícilmente podré indagar sobre mis asuntos si me hago pasar por otro hombre. ¿Qué debe hacer Matthew Evans?
– Pensaba que lo habías entendido. Te acercarás a Dennis Dogmill y averiguarás lo suficiente para poder amenazarlo. Y entonces pasarás a la acción.
– Pero ¿eso no es un poco ingenuo? ¿Crees que si consigo que me invite a su salón a tomar una copa de clarete estaré en posición de descubrir sus secretos?
– Por supuesto que no. Harás las cosas que siempre haces… hablar con sus sirvientes, fisgonear entre sus documentos, cosas así. Y entretanto, como Weaver, podrás indagar también por los muelles.
El plan de Elias me había parecido prometedor cuando me lo contó, pero ahora me parecía poco menos que inútil. Por más que lo intentaba, no veía cómo podía tener éxito.
– ¿Y qué me dices de Griffin Melbury? -pregunté al fin.
Elias arqueó una ceja.
– ¿Qué le pasa?
– ¿No tendría que conocerlo mejor también a él?
– Estoy seguro de que te das cuenta de que lo que acabas de decir es absurdo. Si estás haciéndote pasar por un comerciante de las Indias Occidentales con tendencias whigs, ¿para qué vas a buscar a Griffin Melbury? Es más, ¿qué ganarías con ello? Está claro que tu enemigo es Dogmill, no Melbury.
– Rowley trató de dirigirme contra Melbury. Quizá él podría ayudarme si considera que queremos lo mismo: la caída de Dogmill.
– Te entiendo perfectamente, Weaver. Lo único que quieres es estar cerca de la señora Melbury. ¿Crees que no me doy cuenta?
– Te equivocas. Preferiría que este caso no tuviera ninguna relación con ella, pero no soy yo quien ha establecido los términos de este conflicto, y debo aprovecharlos lo mejor que pueda. Si puedo resolver mis problemas sin verla, tanto mejor. -¿Realmente creía yo aquello? Ni siquiera ahora sabría decirlo.
– Muy bien, de momento no insistiré. Continúa, por favor.
– Debes saber que no tengo ninguna simpatía por Melbury, pero he llegado a la conclusión de que si quiero triunfar, él debe triunfar también. Deseo que lo elijan para el Parlamento, ayudarle en las elecciones. Una vez ocupe su cargo, podrá poner al descubierto las injusticias cometidas en mi juicio y demostrar la influencia de Dogmill.
– ¿Y por qué iba a hacer tal cosa?
– Porque dudo que le tenga mucho aprecio a Dogmill. Además de lo cual, nos haremos amigos -dije con suficiencia.
– Por la forma en que lo dices, parece lo más fácil del mundo. -Si no recuerdo mal, hace poco me aconsejaste que trabara amistad con un monstruo como Dogmill. Pero por lo que he oído sobre él y por nuestro breve encuentro, si tratara de acercarme solo conseguiría irritarlo, y no sé si es lo que más le interesa a un adulador. Por otra parte, todos dicen que Melbury es un hombre razonable. Podría entablar amistad con él mucho más fácilmente. Si le ayudo, si voy en contra de Dogmill y le demuestro que es un enemigo común, ¿no me mostrará él a cambio su gratitud? Más que eso, si exculpa a un hombre cruelmente utilizado por los whigs, avanzará en su carrera y su partido. Una vez le haya planteado mi caso, estoy seguro de que querrá ayudarme.
– Quizá -dijo Elias muy serio. No hubiera sabido decir si su vacilación se debía a algún defecto de mi plan o a petulancia por no haber sido él quien lo ideara.
– Quiero conocer a Melbury -repetí-. Él será mi amigo y Dogmill mi enemigo. ¿Se te ocurre cómo hacerlo?
– No creo que seas capaz de dejar a un lado tus sentimientos por su mujer. Conocerlo y tratar de ganarte su amistad sería un error.
– Será mi error.
Elias dio un profundo suspiro y levantó los ojos al techo.
– Vaya, pues acabo de leer que pasado mañana se ofrece un almuerzo a las ocho de la mañana para los partidarios del señor Melbury en la taberna Ulises, cerca de Covent Garden. Terriblemente temprano, pero podrías asistir si de verdad te interesa.
– No, no creo. No sabría qué decir, y todos sabrían que soy un impostor en cuestión de minutos.
– ¿Crees que toda la gente que asiste a esas reuniones tiene observaciones inteligentes que hacer? La mayoría no son más que charlatanes que quieren darse importancia. Si no sabes de qué hablar, puedes quejarte de la corrupción de los whigs, de la oligarquía de los whigs. Puedes decir que la Iglesia está en peligro o hablar de los villanos whigs latitudinarios, [3] que no son mejores que ateos. Muéstrate indignado por las maquinaciones de la South Sea y la forma en que se protegió a los responsables de la compañía. Si quieres ser un tory, debes ser un cascarrabias, del mismo modo que, si quisieras ser un whig, tendrías que ser un oportunista. El resto no es más que una pose.
Yo pensé en mis sólidos pero limitados recursos.
– ¿Cuánto tengo que pagar para asistir?
Elias rió.
– ¿Pagar? Veo que no entiendes nada de política. Es el señor Melbury quien paga. ¡Pagar tú! La política ya está bastante corrompida sin necesidad de pedir a los votantes que paguen la campaña. Pero supongo que esa es una de las razones por las que las elecciones se han vuelto tan caras. He oído decir que hace cien años un hombre podía llegar a Westminster con cinco libras. Hoy en día podría considerarse afortunado si la factura no pasa de mil.
– ¿Y por qué cuesta tanto?
– Porque hay mucho dinero en juego y porque tu oponente lo gastará si no lo haces tú. Un hombre que quiera entrar en el Parlamento debe ofrecer comida, bebida, entretenimiento y mujeres bonitas. Y el Acta Septenal ha agravado el problema. Cuando había que presentarse cada tres años, nadie podía permitirse gastar una fortuna en cada elección, pero ahora que los mandatos son de siete años, no puede permitirse no hacerlo. El premio es demasiado importante.
– Pero, si las elecciones son tan caras… ¿cualquiera puede ir a ese almuerzo, decir que le gusta el señor Melbury y disfrutar de una buena cerveza y una salchicha?
– En algunos lugares se hace así. Sobre todo en provincias, un candidato puede alquilar una taberna por un día y ofrecer comida y bebida a todo el que entre. Pero este almuerzo es solo para sus partidarios. Solo tenemos que escribir a su patrocinador e informarle de que deseas apoyar a Melbury. Pero si lo haces te estarás declarando abiertamente tory, y eso impedirá que seas amigo de Dogmill y, muy probablemente, que puedas tratar con él en términos amistosos. Debes meditarlo seriamente, Weaver. Si de verdad crees que puedes lograr tu objetivo acercándote a Melbury, hazlo… pero ¿de verdad piensas arriesgarte a acabar en la horca por compartir un poco de pan con mantequilla con el marido de Miriam?
– Ya te he explicado mis razones. ¿Vas a decirme que no son válidas?
– Por supuesto. Mírate, Weaver. Llevas años cortejando a esa mujer, has pasado meses bebiendo como un loco por ella, y no te ha dado una sola palabra de aliento.
– Lo ha hecho -le dije sintiendo que me enfurecía.
– Palabras, solo palabras. Ahora no está a tu alcance. Es la mujer de otro. Aunque lo cierto es que nunca lo ha estado. Nunca hubiera abandonado una vida de comodidades y tranquilidad para casarse con un cazador de ladrones, y tú lo sabes. Siempre lo has sabido. Por eso mismo, el hecho de que esté casada no es un obstáculo para que la quieras. Al contrario, exacerba tu amor.
Elias era mi mejor amigo, así que preferí no pegarle. Hasta me tragué las amargas palabras que me vinieron a la cabeza -que él, con sus furcias y sus sirvientas, no era quién para hablar de amores-, pero, aunque estaba furioso, sabía que decía aquello porque quería ayudarme. Y se daba cuenta del peligro. Vi que las manos le temblaban.
– Mi interés por Melbury no tiene nada que ver con su esposa -repetí-. Solo quiero utilizarlo para mis propósitos.
Él negó con la cabeza.
– No lo dudo, pero arriesgas muchísimo y las probabilidades no son muchas. Tienes que hacerte amigo de Melbury; luego él tiene que ganar las elecciones y tiene que acceder a utilizar su recién adquirido poder para rescatarte. A lo mejor le parece que es demasiado pedir para un hombre que en otro tiempo cortejó a su esposa.
– En realidad, trabar amistad con Melbury solo es una parte del plan.
– ¿Y no vas a contarme el resto? -preguntó como una esposa celosa.
Respiré hondo.
– Sabemos que Dogmill es un hombre violento. Mi plan no es solo acercarme a Melbury, también quiero convertir a Dogmill en mi enemigo. Si me odia, si me desprecia, es posible que actúe movido por sus sentimientos, y entonces tal vez podré descubrir algo sobre sus manejos. Entre lo uno y lo otro, espero que algo saldrá.
– Estás loco. -Los ojos de Elias se abrieron desmesuradamente-. Hace solo un momento me hablabas del riesgo de disgustarle. ¿Y ahora me dices que quieres hacer lo posible para conseguir justamente eso?
– Porque -dije- si viene a por mí, estará desprevenido, y ahí es cuando yo tendré la oportunidad de descubrir sus secretos. Si planea alguna intriga contra mí, veré cómo actúa.
Elias me observó un momento.
– Puede que tengas razón, pero también podrías estar buscándote la ruina.
– Veremos quién pone más carne en el asador, si yo o Dogmill. Bueno, el primer paso es acercarme a Melbury.
– No me convence tu plan, pero debo reconocer que tiene lógica. Muy bien, lo intentaremos a tu manera. Voy a tener que trabajar duro, porque ya he hecho circular el rumor de que el señor Evans es whig, y también me he asegurado de que aparezcan unas líneas en los periódicos. Pero se puede arreglar, no sería la primera vez que los periódicos publican una noticia equivocada.
– ¿Has dado a conocer algún otro detalle sobre el señor Evans?
– Oh, un par de cosillas. Para que puedas sacarle provecho a tu disfraz, la gente tiene que saber quién eres, así que me he ocupado de ello. Muy mal cirujano sería si no fuera capaz de difundir un rumor por la ciudad. El héroe de mi pequeña novela, Alexander Claren, también está muy dotado para el chismorreo. Un rumor aquí, otro allá, ya sabes. Esta misma tarde he escrito una escena en la que atiende a la esposa de un abogado que resulta que es la hermana de la misma mujer a la que…
– Elias -dije-, cuando no haya peligro de que me ahorquen, escucharé encantado las disparatadas aventuras del señor Claren. Pero mientras tanto, no me cuentes más.
– Si algún día me juzgan por asesinato y me condenan a la horca, espero no ser tan desagradable. Muy bien, Weaver. He hecho saber que has llegado recientemente y has estado instalándote, pero que ya estás listo para darte a conocer en sociedad. Eres un hombre soltero con un enorme éxito en las Indias Occidentales y con una renta de mil libras anuales, puede que más.
– Has hecho un buen trabajo. Mi casera ya ha sabido decirme cuál es mi renta.
– Los rumores solo son uno de mis talentos, señor, además de escribir agudos relatos. Pero no debo hablaros de ellos.
– Soltero y con mil libras anuales de renta. Tendré que utilizar mis dotes de púgil para mantener apartadas a las damas.
– Podría ser divertido, pero recuerda que tu propósito es volver a ser Benjamin Weaver. ¿No querrás arruinar tu reputación antes de haberlo conseguido? Bien, si quieres hacer bien tu papel, debes conocer un poco tu pasado. Ahí tienes algunos datos que deberías estudiar.
Me entregó un sobre, en el que encontré tres hojas de papel escritas con la caligrafía pulcra e increíblemente compacta de Elias. En el encabezamiento había escrito «La historia del señor Matthew Evans».
– Te recomiendo que lo leas. Puedes hacer los cambios que quieras, por supuesto, pero te conviene aprenderte bien los detalles de tu supuesta vida. Si estás decidido a convertirte en enemigo de Dogmill, puedes cambiar las partes donde pone «whig» por «tory», pero lo demás servirá. Es mucho menos entretenido que las aventuras de Alexander Claren, pero servirá. Apréndetelo bien.
– Lo haré. -Examiné la primera página, que empezaba «Tras cinco años de matrimonio infecundo, la señora Evans pidió al Señor que le concediera un hijo; sus plegarias fueron contestadas una fría noche de diciembre, cuando dio a luz dos gemelos, Matthew y James, aunque James murió de unas fiebres antes de su primer cumpleaños». Quizá había allí más información de la que necesitaba, pero vi que había muchos detalles sobre la relación del señor Evans con el negocio del tabaco. A pesar de su carácter excesivamente literario, aquel documento no tenía precio.
– Te lo agradezco.
– No es necesario. -Se aclaró la garganta-. También debes saber que he procurado que la noticia de tu presencia en las islas llegue a ciertos periodistas, así que no te extrañes si ves que se habla de ti en los periódicos. Esto bastará para que tengas un sonado debut en Hampstead.
– ¿Hampstead?
– La asamblea de Hampstead se celebrará dentro de cuatro días. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó una entrada, que dejó con un golpe sobre la mesa-. Si quieres mostrarte ante la alta sociedad, ese es el lugar. Esta semana no hay acontecimiento más agradable o animado en todo Londres.
– El acontecimiento de la semana. ¿Cómo podría negarme?
– Ríete si quieres, pero debes ir si quieres que el señor Evans conozca a la gente que necesita para actuar.
– Seguro que alguno de los asistentes ha visto a Benjamin Weaver en un momento u otro.
– Es posible. Yo solo digo que, si no hubiera sabido que eras tú, no te hubiera reconocido… al menos al principio. Supongo que hubiera pensado que me resultabas familiar, pero nada más. Recuerda, nadie te busca, así que no te verán. Solo verán lo que esperan ver.
– ¿Tú estarás?
– En circunstancias normales no me lo hubiera perdido, pero mi presencia podría hacer que alguien te reconociera, y no nos conviene. En realidad, esta es mi entrada.
– Eres muy generoso.
– Pues sí. Aunque me gustaría que me pagaras los dos chelines que me ha costado.