Jamás había imaginado cómo era la vida de un lacayo, pero de camino hacia Bloomsbury Square recibí el saludo de rameras, fui abucheado por otros hombres con librea que veían que algo faltaba en mi indumentaria, fui vilipendiado por mozos de linterna y algunos aprendices me ofrecieron de beber. El lacayo vive en la frontera entre el privilegio y la ausencia de privilegios, vive en ambos territorios y recibe las mofas de ambos si se atreve a aventurarse demasiado en uno u otro lado.
Evité a estos torturadores lo mejor que pude, pues ignoraba lo convincente que resultaría si alguien se me acercaba demasiado. La mayoría de lacayos eran más jóvenes que yo, aunque no todos, y seguramente la edad no hubiera sido mi rasgo más traidor. La peluca hizo mucho más daño, pues aunque me había tomado muchas molestias por ocultar mis rizos debajo, quedaba rara y abultada en mi cabeza y yo sabía que si alguien se fijaba bien no pasaría la prueba.
Me acerqué a los alojamientos de mi amigo Elias Gordon en un estado de cierta exaltación. Suponía que a esas alturas ya se habría descubierto mi fuga y cualquiera mínimamente familiarizado con mis hábitos sabría que Elias, que a menudo me ayudaba en mis pesquisas, sería la primera persona a quien acudiría. Si su casa estaba vigilada, seguramente también lo estaría la de mi tío, y las de la media docena de amigos y parientes más próximos. Pero de todos mis conocidos, Elias era en quien más confiaba, no solo porque sabía que me protegería, sino porque consideraría mi problema con la mente clara y abierta.
Elias era cirujano de profesión, pero era todo un filósofo. Durante mis intentos por desenmarañar el secretismo que rodeó la muerte de mi padre, fue él quien me introdujo en el misterioso funcionamiento dé las grandes instituciones financieras de este reino. Y lo más importante, él me enseñó a comprender la teoría de la probabilidad -el motor filosófico que impulsaba la maquinaria de las finanzas- y a utilizarla para resolver un crimen sin pruebas ni testigos. Mis problemas actuales parecían más serios, pero tenía la esperanza de que Elias vería lo que yo no sabía ver.
Por tanto, me arriesgué a visitarle, confiando en mi disfraz, mi agudeza mental y -aunque algo mermada- mi fuerza física. Me convencí a mí mismo de que, a menos que hubiera un ejército esperándome, podría despachar con relativa rapidez a cualquier hombre que se me pusiera por delante.
La lluvia había aflojado, aunque no paró del todo, y las calles estaban oscuras y cubiertas de fango. Cuando me acercaba a la casa de Elias, vi a dos hombres haciendo guardia en la calle, encorvados para resguardarse de la llovizna. Tendrían más o menos mi edad, pero ninguno de ellos parecía especialmente fuerte. Llevaban las ropas oscuras de los respetables hombres de clase media, peluca corta y sombrero pequeño, todo empapado. No era lo mismo que una librea pero se acercaba. No imaginaba quiénes podían ser, aunque se notaba que no eran ni guardias ni soldados. Sin embargo, iban bien armados. Vi que cada uno llevaba una pistola en la mano y tenía los bolsillos llenos, seguramente de perdigones. Yo, por mi parte, no tenía más armas que el cuchillo, que había ocultado en el interior de mi librea.
Pensé en dar un rodeo y entrar por la parte de atrás, pero uno de los hombres me vio y me llamó.
– Eh, amigo -dijo-. ¿Qué buscas?
– Vengo a ver al señor Jacob Monck, que vive aquí -dije, utilizando el nombre de un inquilino que sabía que vivía allí. También imité el marcado acento de Yorkshire, con la esperanza de que los despistara.
Los dos se acercaron.
– ¿Y qué negocios tienes con ese Monck? -preguntó el que me había llamado.
– Le traigo un mensaje. -Me adelanté un paso.
– ¿Un mensaje de quién? -El tipo se limpió la lluvia de la cara.
No me demoré ni un instante.
– De mi señora -le dije, con la esperanza de que no hubiera hecho su trabajo lo bastante bien para saber que Monck era un septuagenario y no estaba para intrigas amorosas.
– ¿Y quién es tu señora?
Yo le dediqué una sonrisa afectada e hice rodar los ojos como había visto hacer a un lacayo muy picarón cientos de veces.
– No es de vuestra incumbencia. ¿Y quiénes sois que os interponéis en mi camino con tanta insolencia?
– Estos pelmazos se tienen por grandes caballeros -dijo uno de los centuriones-. Somos de la guardia aduanera. Y tú no eres más que un pringado. No deberías olvidarlo.
– Marchaos y entregad vuestro mensaje, señor -dijo el otro-. Y perdonad si os hemos importunado en vuestra importante tarea. No quisiera pensar que me he interpuesto entre el señor Monck y el conejo de vuestra señora.
Sonreí con desprecio al que había hablado y llamé a la puerta; a pesar de mi altanería, estaba muy inquieto: guardias aduaneros, los agentes encargados de hacer cumplir la ley de aranceles aduaneros. ¿Qué hacían unos hombres cuya misión era perseguir a los contrabandistas y a quienes burlan las aduanas buscando a un supuesto asesino huido de Newgate? No tenía sentido, pero aquello parecía indicar que detrás de mi condena había mucho más de lo que imaginaba.
Cuando oí que abrían, me asusté. Sin duda, la señora Henry, la casera de Elias, me reconocería, y no estaba seguro de poder contar con su silencio. Siempre me había mirado con afabilidad, pero ahora se me consideraba un asesino, y sabía que habría quienes no verían mi actuación en casa del señor Rowley con buenos ojos.
Por suerte, no había motivo para asustarse. La señora Henry abrió la puerta, me miró a la cara y, como si no tuviera ni idea de quién era yo, me preguntó qué quería. Yo me limité a repetir lo que había dicho a los centuriones y ella me hizo pasar.
Pensé que la mujer querría preguntarme algo, o suplicarme que volviera a la prisión y tuviera fe en la ley y en el Señor, pero no fue así. Con una sonrisa cordial y un gesto de la cabeza, me dijo:
– Suba. Está arriba.
Elias abrió la puerta en cuanto llamé. Sus ojos se abrieron con desmesura por un momento, y luego me agarró del brazo y me arrastró al interior.
– ¿Estás loco? Abajo hay hombres que te buscan.
– Lo sé -dije yo-. Guardias de aduana.
– ¿Del servicio aduanero? ¿Y qué tienen que ver ellos con esto? -Empezó a decir algo sobre lo peculiar de aquel hecho, pero cambió de opinión y se acercó a un aparador en el que había una botella y unos vasos sucios. Los alojamientos de Elias eran agradables, pero no estaban precisamente limpios; había ropa sucia, libros, periódicos y platos sucios por todas partes. Tenía algunas velas encendidas sobre su escritorio y al parecer estaba ocupado con algún proyecto cuando llamé. A pesar de ser un cirujano de cierto renombre, Elias prefería las artes literarias; ya había empleado su pluma para probar con el teatro y la poesía. Según me había dicho, ahora estaba escribiendo las memorias ficticias de un osado cirujano escocés que se movía por el laberinto social de Londres.
»Es evidente que has pasado por muchas cosas -dijo-, pero, antes de que me lo cuentes, debo pedirte que tomes un enema.
– Me ofreció un cilindro del tamaño de mi dedo. Era marrón, y parecía duro como una piedra.
– ¿Disculpa?
– Un enema -me explicó con gran entusiasmo-. Es un purgante para los intestinos.
– Sí, conozco la palabra. Pero, después de haberme escapado de la prisión más temida del reino, no me apetece celebrar mi libertad cagando en tu orinal mientras tú esperas para examinar las pruebas.
– A nadie le gustan los enemas, pero esa no es la cuestión. He estudiado detenidamente el asunto y he llegado a la conclusión de que es lo mejor para ti… mejor incluso que la sangría. Lo ideal sería combinarlo con un diurético y un purgante, pero sospecho que no querrás tomar las tres cosas.
– Es curioso lo bien que nos conocen los amigos -comenté-. Sabes ver en mi interior como nadie, y te has dado cuenta de que no estoy de humor para cagar, mear y vomitar al mismo tiempo.
Él levantó la palma de la mano.
– Olvidemos este asunto de momento. Yo solo pienso en tu salud, y tú lo sabes, pero no puedo obligarte a aceptar la medicina. Supongo que no me rechazarás un vaso de vino, ¿no?
– No sé por qué, pero este ofrecimiento me atrae más que el otro.
– No hay necesidad de ser impertinente -dijo mientras me servía un vaso de vino tinto de un color apagado. Cuando se volvió para dármelo, pareció reparar por primera vez en mi librea-. Te sienta bien el servicio -dijo.
– Por el momento, el traje me ha resultado muy útil.
– ¿Dónde lo has conseguido?
– Es del lacayo de Piers Rowley.
Elias abrió mucho los ojos.
– Weaver, no habrás ido allí, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
– Me pareció que era la mejor opción.
Él se llevó la mano a la cara, como si yo hubiera arruinado algún gran plan. Se puso muy derecho y respiró hondo.
– Espero que no hayas hecho ningún disparate.
– Por supuesto que no. Sin embargo, le he cortado al juez una de sus orejas y le he quitado cuatrocientas libras.
Extrañamente, mis palabras parecieron asustarle. Quitó un par de pantalones manchados de vino de una silla y se sentó.
– Tienes que salir del país lo antes posible. Quizá podrías ir a las Provincias Unidas. Tienes un hermano allí, ¿verdad? O a Francia.
– No pienso abandonar el país -dije levantando lo que parecía el corsé de una dama de la silla que tenía más cerca-. No pienso huir y dejar que todo el mundo crea que soy un asesino. -Arrojé aquella prenda encima de los pantalones y tomé asiento.
– ¿Y qué importa lo que piense el mundo? Incluso si pudieras demostrar que no mataste a ese Yate, te colgarían de todos modos por cortarle la oreja a un juez del Tribunal Supremo y robarle cuatrocientas libras. La ley no ve estas cosas con muy buenos ojos.
– Tampoco ve con buenos ojos la corrupción de los jueces. Estoy seguro de que una vez se comprenda que, con su corrupción, Rowley no me ha dejado otra salida, se retirará cualquier cargo que haya contra mí.
– Has perdido el juicio. Por supuesto que no se retirarán los cargos. No puedes pasar por encima de la ley, por muy justas que sean tus motivaciones o muy lógicos que sean tus argumentos. Aquí no hay juego limpio. Esto es el gobierno.
– Ya veremos qué puedo y qué no puedo hacer -dije con una confianza que no tenía.
Por un momento, Elias calló.
– Cuatrocientas libras es mucho dinero. ¿Crees que te hará falta todo?
– Elias, por favor.
– Bueno, me debes treinta libras, y puesto que dentro de poco te ahorcarán, creo que es justo que te lo recuerde. Si quiero terminar esta pequeña obra de ficción, voy a necesitar toda la ayuda posible.
– Escucha -le dije-. No puedo quedarme mucho tiempo. He dicho a los guardias que venía a entregar una carta amorosa a tu amigo inquilino. Ahora me iré. Nos reuniremos dentro de una hora en una posada llamada Turco y Sol, en Charles Street. ¿La conoces?
– Sí, pero nunca he entrado.
– Yo tampoco, por eso es un buen sitio. Y asegúrate de que no te siguen.
– ¿Y eso cómo lo hago?
– No lo sé. Pide inspiración a tu musa. Coge varios coches de caballos.
– Muy bien -dijo él-. En el Turco y Sol, dentro de una hora.
Yo me puse en pie y dejé mi vaso sobre el escritorio.
– De todos modos, ¿cómo conseguiste salir?
– ¿Viste aquella mujer que me abrazó cuando pronunciaron la sentencia?
– Ciertamente, la vi. Una bella criatura. ¿Quién es?
– No lo sé, pero me puso una ganzúa en la mano.
– Todo un detalle. ¿No tienes ni idea de quién puede ser?
– A juzgar por la actuación de Jonathan Wild, imagino que será de las suyas. Solo el gran cazador de ladrones podría tener una cuadrilla de bellas maestras de la ganzúa a sus órdenes. Sin embargo, no especularé sobre el motivo por el que podría querer verme libre. Y tampoco entiendo por qué testificó favorablemente.
– Yo tampoco lo entendí. Cuando subió al estrado, pensé que haría lo posible por destruirte. Te ha tratado bastante mal en el pasado, y ha mandado a sus esbirros a que te apaleen. Y ahora pretende hacernos creer que te admira. Es la cosa más desconcertante del mundo, pero no creo que tengas intención de preguntárselo, ¿me equivoco?
Yo reí.
– No, la verdad. No tengo intención de presentarme en su taberna, mientras se ofrezca una recompensa por mi cabeza, para preguntarle si, aparte del favor del estrado, también fue responsable del otro. Porque, si la respuesta es no, podría verme en un serio aprieto.
Elias asintió.
– Aun así, si fue él quien te envió a la mujer, te convendría averiguar por qué.
– Y lo haré. Tarde o temprano lo sabré.
– Puesto que ya no estás en Newgate, deduzco que hiciste buen uso de la ganzúa.
– Le di el mejor uso que pude. Abrí los cierres de mis cadenas -dije- y arranqué un barrote de la ventana, que utilicé para derribar la pared de la chimenea, por la que subí. Luego abrí unas cuantas cerraduras más, subí por varias escaleras, atravesé una ventana con barrotes y, finalmente, bajé por una cuerda que hice con mis ropas y quedé desnudo en la calle.
Se me quedó mirando.
– Una hora -repitió-; dentro de una hora en el Turco y Sol.
Había pasado cientos de veces ante aquella taberna y jamás había entrado, porque siempre me pareció poco llamativa. Sin embargo, en aquellos momentos, eso era justamente lo que buscaba. En el interior, las mesas estaban atestadas de hombres anónimos de clase media, con sus bastas ropas de lana y sus risas groseras. Hacían lo que suelen hacer los hombres en estos lugares: sobre todo beber, aunque también comían chuletas, fumaban sus pipas, y manoseaban a las putas que entraban tratando de ganarse algún chelín.
Me senté a la mesa menos iluminada que pude encontrar y pedí un plato de algo caliente y una jarra de cerveza. Cuando me pusieron delante un pollo con salsa de pasas, me lancé sobre el pájaro con una ferocidad carnívora; me puse de grasa hasta las orejas.
Imagino que los lacayos con librea no formaban parte de la clientela habitual de la taberna, por eso vi que miraban con curiosidad, aunque no tuve que aguantar ninguna otra molestia. Cuando terminé de comer, bebí la cerveza y, quizá por primera vez, me pregunté seriamente cómo salir de aquella difícil situación, sin duda la peor en la que me había visto en una vida llena de situaciones complicadas. Cuando Elias se presentó, no había llegado a ninguna conclusión. Se acercó a mi mesa, inclinándose como si tuviera miedo de que le echaran una manzana a la cabeza. Pedí una cerveza, cosa que le alegró no poco.
Una vez se hubo remojado los labios con la bebida, se sintió preparado para abordar el asunto que nos ocupaba.
– Explícame otra vez por qué no quieres huir.
– Si de verdad hubiera matado a Yate -dije-, huiría encantado. Adoptaría el papel del fugitivo. Pero yo no he matado a nadie, y no pienso pasar el resto de mi vida como un renegado, temiendo entrar en un país que siempre ha sido mi hogar porque alguien ha querido que así fuera.
– Lo que ese alguien quería era verte muerto. Mientras sigas con vida, habrás derrotado a tus enemigos.
– No puedo aceptar eso. Quiero que se haga justicia. Al menos, necesito saber por qué ha pasado todo esto, y pienso arriesgar mi vida quedándome en Londres para averiguarlo. Además, se lo debo a Yate.
– ¿A Yate? Pensé que no lo conocías hasta una hora antes de su muerte.
– Y así es. Pero en una hora nos hicimos amigos. Durante la refriega, él me salvó la vida una vez y, si puedo evitarlo, no dejaré que su muerte quede impune.
Elias suspiró y se pasó las manos por el rostro.
– Dime qué has averiguado hasta ahora.
Ya le había hablado de mis encuentros anteriores con el señor Ufford y Littleton, aunque volví a recordárselos. Le hablé también de la conversación con Rowley.
Elias no pareció menos sorprendido que yo.
– ¿Y por qué iba a querer Griffin Melbury que te ahorcaran? -preguntó-. Por Dios, Weaver, ¿no se la estarás pegando con su mujer? Porque si todo esto es por un asunto de faldas voy a sentirme muy decepcionado.
– No, no me estoy acostando con la mujer de otro hombre. Hace casi medio año que no veo a Miriam.
– ¿No la has visto, dices? ¿Y le has mandado alguna carta?
Negué con la cabeza.
– No, en absoluto. No he tenido ningún contacto con ella. Hasta me extrañaría que Melbury supiera que la pedí en matrimonio. Dudo que ella le haya hablado de antiguos amores, y desde luego no de forma que pudiera suscitar sus celos.
– Con las mujeres nunca se sabe. A veces hacen las cosas más sorprendentes. Después de todo, ¿no te sorprendió que la señora Melbury se convirtiera al cristianismo?
Aparté la vista. Desde luego que me había sorprendido, y hasta un punto que no acertaba a comprender. Desde que había reiniciado mi relación con mis parientes, sobre todo mi tío y su familia, y había vuelto al barrio de Dukes Place, el hábito y la inclinación me empujaban cada vez más a la comunión con mis correligionarios. Respetaba la celebración del sabbat, decía mis oraciones en la sinagoga casi todos los días festivos y cada vez me resultaba más difícil violar las normas sobre alimentación. Aún no me había decidido a seguir estas leyes al pie de la letra, pero cada vez que pensaba en comer cerdo o carne hervida con leche sentía cierta repugnancia, incluso con el pollo que me habían servido en la taberna. Empezaba a incomodarme llevar la cabeza descubierta; siempre que era posible evitaba hacer negocios en viernes por la noche o sábado. De vez en cuando me sentaba en el estudio de mi tío y hojeaba su Biblia en hebreo, tratando de refrescar ese escurridizo idioma que durante tantos años había estudiado de niño.
No pretendo decir que me hubiera acercado ni remotamente a lo que un verdadero devoto consideraría la plena observancia de las leyes judías, pero me sentía más cómodo si respetaba ciertas normas. Y, tal vez porque, como cualquier hombre, yo también miro en mi interior y tiendo a pensar que el resto del mundo piensa lo mismo que yo, creía que Miriam tendría aquellas mismas inclinaciones. Después de todo, iba a la sinagoga, ayudaba a mi tía en los preparativos para las fiestas y, que yo supiera, jamás había incumplido el sabbat ni las normas de alimentación… ni siquiera cuando se fue de la casa de mi tío. Entonces… ¿por qué se había unido a la Iglesia anglicana?
Al principio pensé que solo era para complacer a Melbury, a quien imaginaba como un hombre meloso y zalamero, un atractivo galán con más educación que medios. Pero después, cuando medité la decisión de Miriam, se me ocurrió otro motivo. En más de una ocasión me había dicho que envidiaba mi habilidad de ser como los ingleses. Yo sabía que era algo que ella deseaba, pero era imposible, pues era judía. Qué ironía, como judío, yo nunca podría ser inglés, como mucho sería como los ingleses. En cambio Miriam, aun siendo judía, sí podía ser inglesa.
Solo hay que mirar las obras de los poetas. Siempre está el «judío», y la «hija del judío» o «la mujer del judío». Quizá donde más claramente se ve es en la famosa El judío de Venecia, del señor Granville, donde la bella Jessica solo tiene que dejar a su padre, un vil judío, y abrazar a su amado cristiano para dejar atrás cualquier vestigio de su pasado hebreo. En la terminología de quienes se dedican a la ciencia natural, en tanto que mujer, Miriam no era más que un cuerpo en la órbita del hombre al que estaba sometida. Casarse con un cristiano le permitió convertirse en inglesa; es más, era necesario. Sin embargo, cuando un judío se casa con una inglesa, cada uno conserva su religión. Con una mujer judía no sucede así, y no sucedió con Miriam.
Sin embargo, Elias estaba mucho más interesado en saber por qué Melbury podía querer hacerme daño.
– Si no le has hecho nada y, suponiendo que tengas razón y su mujer no haya incitado su odio hacia ti, ¿por qué iba a querer destruirte? Y lo más importante, ¿qué poder tiene para decirle a Piers Rowley lo que tiene que hacer?
– Me imagino que Rowley debe algún tipo de lealtad a los tories, y que Melbury tiene cierta influencia. El juez dejó muy claro que, ahora que se acercan las elecciones, deben gravitar según lo exija su filiación y actuar en consecuencia.
– Desde luego. -Elias irguió la cabeza-. Había olvidado que no te interesa la política, que es la razón por la que todo esto no tiene sentido. Rowley no debe nada a los tories. Es whig, señor mío. Y un whig reconocidamente vinculado a Albert Hertcomb, el adversario de Melbury en las elecciones.
– Ya sé quién es Hertcomb -dije muy sombrío y dando un sorbo a mi cerveza, aunque si sabía quién era se debía a que había oído un artículo sobre él que alguien leyó en voz alta en una taberna unos días antes de mi arresto-. Rowley insistió en que mi arresto y ahorcamiento eran de vital importancia para la causa tory… Entonces, ¿por qué…? -Yo mismo me interrumpí al recordar el contenido de aquel artículo que había oído-. Un momento. ¿No había una relación entre el candidato whig, Hertcomb, y Dennis Dogmill, el comerciante de tabaco al que los estibadores odian tanto?
Elias asintió.
– Me sorprende que lo sepas. Sí, Dogmill es el patrocinador de Hertcomb y, por tanto, la intervención de Hertcomb ha sido fundamental para la aprobación de varios proyectos de ley que favorecían el comercio de tabaco en general y a Dogmill en particular. También es su representante electoral.
Golpeé la mesa con el puño.
– Utilicemos tus increíbles conocimientos sobre probabilidad y veamos qué sale. Un cura habla a favor de los derechos de los estibadores que descargan el tabaco de Dogmill y recibe amenazas. Uno de los cabecillas de los agitadores muere asesinado y me arrestan a mí por el crimen. En el juicio, el juez, que es whig, hace lo posible para que me condenen, pero cuando lo pongo entre la espada y la pared acusa a un importante tory. Acudo a un lugar donde sé con total seguridad que irán en mi busca y descubro que hay oficiales de aduanas vigilando, oficiales que tendrían que dedicarse a buscar cargamentos de contrabando en lugar de asesinos fugados. Dada la reconocida corrupción de la mayoría de los agentes de aduanas, de quienes se dice que están al servicio de los comerciantes más poderosos, creo que puedo emplear los mecanismos de la probabilidad y determinar la identidad del villano.
– Dennis Dogmill -susurró Elias.
– Exacto. Me encantaría verlo ahorcado después del desagradable trato que me dio cuando intenté hablar con él. Debe de ser él. No hay otra persona que pudiera querer la muerte de Walter Yate, que tenga el poder para hacer ahorcar a otro por el crimen y que quiera ponerme en contra de Griffin Melbury.
Elias escrutó mi rostro.
– Debes de estar decepcionado ahora que sabes que Melbury seguramente no es tu enemigo.
Para mis adentros tuve que admitir que tenía razón, pero no le daría la satisfacción de decirlo en voz alta.
– ¿Y por qué había de estarlo?
– Vamos, Weaver, has estado muy mal este medio año, desde que supiste que tu bella primita se había hecho cristiana y se había casado con Melbury. Estoy seguro de que te encantaría dejarlo como un bellaco. Después de todo, si ahorcaran al señor Melbury, la señora Melbury quizá volviera a casarse.
– Tengo cosas más importantes que andar preocupándome por asuntos del corazón -dije débilmente-. Por el momento me contento con saber casi con total seguridad que Dennis Dogmill es mi enemigo. -No estaba nada contento, y no había abandonado del todo la idea de que Melbury tuviera algo que ver… o de poder implicarlo de algún modo.
– Todos saben que Dogmill es cruel y perverso -concedió Elias-, pero si fue él quien mandó matar a Walter Yate, ¿por qué iba a querer culparte a ti precisamente? Los muelles están llenos de tipos de la peor calaña, que casi no saben ni hablar por sí mismos, que no podrían ni defenderse y que desde luego no tendrían el valor de escapar de Newgate. ¿Por qué culpar a un hombre que sin duda sabe que se resistirá con todas sus fuerzas a semejante abuso?
Meneé la cabeza.
– Sí, no parece muy inteligente. No tuve ocasión de averiguar nada sobre el asunto de las notas amenazadoras. Me arrestaron cuando acababa de empezar a investigar, así que no creo que Dogmill quisiera silenciarme, porque no sabía nada de nada. Creo que ahí es donde está la clave. Si consigo averiguar por qué Dogmill quería castigarme, encontraré la manera de demostrar mi inocencia.
Elias frunció el ceño con expresión escéptica.
– Mañana visitaré a Ufford para ver si puede darme información. Y hay otras personas a quienes puedo acudir. Pero ahora necesito dormir.
– Entonces te dejo. -Se levantó, se puso el sombrero, y se volvió hacia mí-. Una última pregunta. ¿Quién es ese tal Johnson del que hablaron los testigos?
Negué con la cabeza.
– Lo había olvidado. El nombre no me dice nada.
– Qué extraño. Ese Spicer parecía muy interesado en que todos te asociaran con Johnson.
– A mí también me lo pareció, pero no conozco a nadie con ese nombre.
– Tengo la impresión de que lo conocerás -profetizó. Y, tal como fueron las cosas, no se equivocaba.
Quedamos en encontrarnos la noche siguiente en otra taberna. Sin embargo, cuando ya se iba, Elias vaciló un momento y luego sacó una pequeña bolsa del abrigo.
– Te he traído un enema y un emético. Espero que seas prudente y los utilices.
– De verdad, necesito dormir.
– Dormirás mejor si te purgas. Debes confiar en mí, Weaver. Después de todo, soy médico. -Y, dicho esto, se marchó dejándome con la vista clavada en su generoso regalo.