7

Aquella noche vi algunas miradas de curiosidad cuando pedí una habitación en el Turco y Sol. Por mi librea debieron de suponer que había huido de un amo desagradable, pero cuando vieron que pagaba por adelantado y con dinero en efectivo no me hicieron preguntas y me llevaron a mi habitación con considerable satisfacción.

No tenía intención de utilizar la medicina de Elias, pero en un arrebato decidí tomarla y, aunque pasé más de una hora muy incómodo, confieso que después me sentí purificado y dormí más profundamente de lo que sin duda hubiera dormido, aunque mis sueños fueron una disparatada e incoherente maraña de prisiones, ahorcamientos y huidas. Después de evacuar mis intestinos, pedí un baño caliente para poder desprenderme de los bichos de la cárcel, que fueron sustituidos rápidamente por los de la taberna.

Los purgantes tuvieron el efecto de dejarme con un hambre feroz, y por la mañana me tomé el pan y la leche caliente del desayuno con gran placer. Luego, ataviado aún con mi disfraz de lacayo, me dirigí a la casa del señor Ufford, de quien esperaba que arrojaría alguna luz sobre mis problemas. Mientras caminaba por la calle, a plena luz del día, tuve una sensación realmente extraña. Estaba en libertad, pero no era libre en modo alguno. Tendría que seguir disfrazado hasta… no sabía hasta cuándo. Lo normal hubiera sido pensar que hasta que demostrara mi inocencia, pero eso ya lo había hecho.

No quería darle demasiadas vueltas, pues todo aquello me inquietaba demasiado. Necesitaba mantenerme ocupado, y pensé que Ufford podría darme alguna información de utilidad. Sin embargo, cuando llamé a su puerta descubrí que su sirviente no tenía intención de dejarme entrar. A un observador circunstancial, sin duda le hubiéramos parecido dos perros que se estudian y le desean al otro lo peor, no sea que reciba demasiadas caricias de su amo.

– Debo hablar con el señor Ufford -le dije al individuo.

– ¿Y quién sois para hablar con él?

Desde luego, eso no se lo podía decir.

– Eso no importa -dije-. Deja que hable con él y te prometo que tu señor te dirá que has hecho bien.

– No tengo intención de dejar entrar a un hombre a quien no conozco basándome en semejante promesa. O me dais vuestro nombre u os marcháis. En realidad, seguramente haréis las dos cosas.

No podía permitir que una reunión tan importante no se realizara por culpa del agudo sentido del deber de aquel tipo.

– En realidad, no voy a hacer ni lo uno ni lo otro -comenté, y dicho esto lo aparté de un empujón y entré. Dado que anteriormente solo había estado en la cocina, no tenía ni idea de dónde encontrar al señor Ufford, pero por suerte oí voces que venían del fondo del pasillo, así que me dirigí hacia allí; el sirviente iba detrás de mí, tocándome el hombro como un perro faldero detrás de su amo.

Irrumpí en la habitación y encontré a Ufford sentado, tomando un vino con un joven de no más de veinticinco años. Este individuo también vestía con el lúgubre color negro de los hombres de Iglesia, pero sus ropas eran de inferior calidad. Cuando entré, ambos levantaron la vista sorprendidos. Aunque quizá sería más acertado decir que la expresión de Ufford era de miedo. Se levantó de un salto, salpicándose los pantalones de vino, y reculó unos pasos.

– ¿Qué es esto? -exigió.

– Os pido disculpas, señor -dijo el sirviente-. Este cretino me ha empujado y no he podido detenerlo.

– Lamento haber tenido que hacerlo -le dije a Ufford-, pero me temo que tengo que hablar con vos, y en estos momentos las vías habituales están cerradas para mí.

Ufford me miró con incredulidad, hasta que algo pareció colocarse en su sitio en su cabeza y me reconoció a pesar del disfraz.

– Oh, sí. Por supuesto. -Carraspeó como un actor en el escenario y se sacudió el pantalón-. Os ruego que me perdonéis, señor North -le dijo a su invitado-. Tendremos que seguir con este asunto en otra ocasión. Iré a visitaros mañana, tal vez.

– Desde luego -musitó el otro poniéndose en pie. Me miró con gesto hosco, como si yo hubiera preparado aquella pequeña escena para abochornarlo, y luego, indignado, miró a Ufford. No me considero un experto en los secretos que se esconden en el corazón de un hombre, pero no había duda: el tal señor North odiaba a Ufford con toda su alma.

Cuando North y el sirviente salieron, Ufford se acercó a mí de puntillas, como para darle a aquella reunión el sigilo necesario. Me cogió la mano con mucha cautela y se inclinó.

– Benjamín -dijo con voz susurrante-. Me alegra que hayáis venido.

– No es necesario hablar en voz baja -le dije, aunque más bajo que en mi tono habitual, pues el sigilo se contagia-, a menos que vuestro sirviente esté escuchando detrás de la puerta.

– Lo dudo -dijo Ufford, esta vez en voz muy alta, y se dirigió hacia la puerta con los brazos abiertos como las alas de un pájaro-. Sé que puedo confiar en que Barber se comportará como corresponde a su cargo. No creo que haga falta ni que lo compruebe. -Y dicho esto abrió la puerta a un pasillo vacío-. Ah -dijo cuando volvió a cerrarla-. ¿Veis? Estáis seguro. No debéis preocuparos. Aunque imagino que tenéis todos los motivos del mundo para estar preocupado, ¿no es cierto? Pero no pensemos en eso ahora. Venid, un vaso de vino os ayudará a recuperar el ánimo. Porque, bebéis, ¿no es así? Conozco a muchos hombres de bajo rango que nunca beben.

– Pues yo bebo -le aseguré, convencido de que me haría falta mucho vino para aguantar aquella entrevista. Cuando me entregó mi vino y tomé asiento (él no me invitó a hacerlo, y pareció muy molesto cuando me instalé de motu propio, aunque no estaba yo para preocuparme por minucias), señalé hacia la puerta con la cabeza-. ¿Quién era ese hombre?

– Oh, solo era el señor North. Es el coadjutor que sirve en mi parroquia de Wapping. Ha vuelto a hacer los sermones desde que empecé a recibir esas notas. ¿Habéis hecho algún progreso en lo referente al autor?

Me lo quedé mirando.

– Señor, debéis entender que ha habido otros asuntos que me han tenido ocupado.

– Oh, sí. Lo entiendo. Pero también entiendo que me hicisteis una promesa, y una promesa es una promesa, aunque cumplirla resulte más difícil de lo que uno esperaba. ¿Cómo vais a mejorar en la vida si no sois capaz de cumplir con el servicio que habéis prometido?

– En estos momentos me preocupa mucho más evitar la horca que mejorar mi posición. Pero da la casualidad de que estoy preparado para volver a vuestro problema, pues creo que la persona que ha escrito las notas podría arrojar cierta luz sobre mi situación.

– A mi entender esa no es una razón apropiada para que realicéis el trabajo por el que os pagué. ¿No es suficiente incentivo la satisfacción de un trabajo bien hecho? En cualquier caso, me gustaría saber a qué situación os referís.

– La situación de haber sido condenado por un asesinato que no cometí -dije muy despacio, como si la lentitud de mis palabras pudiera ayudarle a entender mejor-. Sospecho que fui juzgado por la muerte de ese hombre porque pretendía descubrir al autor de las notas.

– ¡Oh, no! -exclamó Ufford-. Muy bien, señor. Muy bien. Un asesinato que no habéis cometido. Podemos jugar a ese pequeño juego si queréis. Comprobaréis que se me da muy bien.

– No es ningún juego, señor. Yo no maté a Walter Yate, y no tengo ni idea de quién lo hizo.

– ¿Era él tal vez el autor de esas terribles notas? ¿No será esa la razón por la que una persona (y quién sabe quién podría ser esa persona) hizo caer la justicia sobre su indigna cabeza?

– Que yo sepa, señor Ufford, Walter Yate no tenía nada que ver con las notas.

– Entonces, ¿por qué le habéis hecho algo tan terrible?

– Ya os he dicho que no fui yo. Pero si descubro quién lo mató, creo que podré saber quién os envió las notas.

Ufford se rascó el mentón, considerando mis extrañas palabras.

– Mmm… Bueno, si creéis que con esa investigación vuestra encontraréis a quien me acosa, supongo que es una forma aceptable de utilizar vuestro tiempo. Está bien que procedáis de ese modo, siempre y cuando no perdáis de vista vuestro verdadero objetivo.

A estas alturas había llegado a la conclusión de que responder directamente a las palabras de Ufford era una pérdida de tiempo, así que pensé que lo mejor era decidir yo mismo los pasos que debía seguir.

– ¿Habéis recibido más notas?

– No, pero no he dado ningún sermón. Quería hacer creer a quien las envía que ha logrado su propósito.

No acababa de ver yo la diferencia entre lo uno y lo otro, pero quizá era problema mío.

– Señor Ufford, ¿os habíais entrevistado alguna vez con Walter Yate o tenéis algún motivo para creer que pudiera tener relación con las notas?

– Yate era, con diferencia, el más amable de todos ellos. Hablé con él una o dos veces, y aunque le alegró mi interés por los estibadores no parecía creer que mis palabras pudieran ayudarles. Veréis, esta clase de hombres desconocen el poder de la palabra, para ellos es como creer en la magia, pues es algo que no pueden coger con sus manos. Pero Yate y yo no éramos especialmente amigos, si es a eso a lo que os referís.

– ¿Y qué me decís de Billy Greenbill?

– Ese es mucho menos agradable. Nunca ha querido hablar conmigo. Y le dijo cosas muy feas a mi hombre cuando se lo mandé.

– Decidme -quise saber para terminar-, ¿qué intereses tenéis en las elecciones?

Él me miró con curiosidad.

– No creo que sea de vuestra incumbencia. Los judíos no tienen derecho a voto, ya lo sabéis.

– Ya sé que los judíos no votan, y menos aún un asesino fugado. Os pregunto por vuestros intereses, no por los míos.

– Soy un gran admirador de los tories. Eso es todo. Creo que los estibadores estarán mucho mejor bajo un mandato de los tories que de los whigs, porque a los whigs solo les interesa utilizar a los hombres mientras les sirven y luego se deshacen de ellos.

– ¿Y vos queréis que los estibadores entiendan eso y apoyen al señor Melbury?

– Exacto. Melbury es un buen hombre. Cree en una Iglesia fuerte y en el poder de las familias vinculadas a la tierra.

– Pero ¿de qué va a servirle a Melbury el apoyo de los trabajadores de Wapping? No pueden votar. E incluso si pudieran, Wapping no está ni remotamente cerca de Westminster. Está en la otra punta de la ciudad.

Él sonrió.

– No es necesario que voten para hacer notar su presencia, señor. Si consigo poner a esos chicos de parte de Melbury, no solo habré hecho un favor a los tories, habré privado a los whigs de un arma.

Ahora lo entendía. Los estibadores harían de matones para Melbury. Al menos eso es lo que Ufford quería. Podían intimidar a los votantes durante las votaciones. Si era necesario, podían provocar disturbios. El interés de Ufford por ayudarlos solo era para asegurarse de que podría utilizarlos a favor de los tories.

Su plan no me pareció nada bien, pero tampoco estaba particularmente interesado en darle lecciones de ética… ni en informarle de que en los muelles había oído a los estibadores a los que quería utilizar coreando consignas contra los jacobitas, los papistas y los tories, todo lo cual parecía indicar que, por el momento, sus intentos habían fracasado. No, en vez de eso, volví sobre cuestiones más apremiantes.

– Señor, ¿no se os ha ocurrido que las notas podrían ser del mismo Dennis Dogmill? Después de todo, él es quien saldría más beneficiado si fracasaran los grupos de trabajadores. Solo lo he visto una vez, pero me pareció capaz de cualquier clase de amenaza y violencia.

Ufford chasqueó ligeramente la lengua.

– No me gusta el señor Dogmill, que es un destacable whig, pero debo recordaros que es un hombre de John's.

Yo no sabía qué quería decir con aquello.

– ¿Un hombre de John's?

– Quiero decir que estudió en Saint John's College, en Cambridge, donde estudié yo también, aunque en una fecha anterior. Quizá no reparasteis en que la nota que os mostré delataba una total falta de educación, pero para mí esos errores resultaban penosamente evidentes, y os aseguro que ningún ex alumno de Saint John's escribiría de esa forma.

Dejé escapar un suspiro.

– Quizá escribió de esa forma para engañaros, o hizo escribir la nota a un hombre que no ha tenido la suerte de estudiar en vuestra universidad.

Él negó con la cabeza.

– Estoy seguro de haber oído que Dogmill estudió en Saint John's, y por tanto lo que decís es impensable. -Levantó una mano-. Un momento. Ahora que lo pienso, recuerdo que lo expulsaron. Sí, es verdad. Lo expulsaron por algún acto violento. Después de todo quizá tengáis razón.

– ¿Qué acto violento?

– No lo sé con exactitud. Creo recordar que fue muy duro con uno de sus tutores.

– Un hombre que es agresivo con un tutor sin duda sería capaz de escribir una nota amenazadora con faltas de ortografía -dije animándolo.

– Sí, es posible -concedió él.

– Y; puesto que imagino que no se ensuciaría las manos matando estibadores, ¿tenéis idea de a quién puede haber utilizado? ¿Tiene algún matón que le hace el trabajo sucio? ¿Alguien que siempre esté con él?

– No lo conozco tanto como para contestar a eso. Ni a ninguna de vuestras demás preguntas. ¿Creéis que la ley podría castigarme por haberos dejado entrar en mi casa?

Me di cuenta de que empezaba a inquietarse y decidí que había llegado el momento de cambiar de tema.

– ¿Qué me decís de vuestro señor North? -le pregunté a modo de conclusión.

– Oh, él también es de John's. Por eso lo admití como coadjutor. Siempre se puede confiar en un hombre de John's.

– Me refería a otra cosa. ¿Creéis que sabe quién soy y, de ser así, confiáis en que no dirá que me ha visto?

– Ignoro si os conoce o no. ¿Os conocía antes de vuestros actuales problemas? Con las ropas que lleváis, yo mismo no os he reconocido al principio, pero no puedo hablar por otros. Y por lo que se refiere a su silencio, puedo pedirle lo que quiera, pues sé que obedecerá. No le pago treinta y cinco libras al año por nada, y un hombre con cuatro hijos no debe hacer enfadar a quien le paga.

– Una cosa más. Durante mi juicio, uno de los falsos testimonios habló de un tal señor Johnson. ¿Conocéis a alguien con ese nombre?

Él negó con la cabeza con gesto imperioso.

– Nunca he oído hablar de nadie con ese nombre. No, ciertamente. Es un nombre muy común. Debe de haber miles de hombres que se llamen así.

– Esperaba que conocierais a algún señor Johnson que tuviera alguna conexión particular con el asunto de las notas o con el señor Yate.

Volvió a negar con la cabeza.

– Pues no. ¿No os lo acabo de decir?

No diré que pensaba que mentía, aunque no estaba convencido de que hubiera dicho la verdad. Mi incertidumbre era tal que decidí que lo mejor era no seguir rompiéndome la cabeza con aquello; por el momento no tenía ningún sentido. En aquel entonces no podía saber la importancia que el señor Johnson acabaría teniendo en el desarrollo de los acontecimientos. Así que me puse en pie y me limité a dar las gracias al cura por el tiempo que me había dedicado.

– Si tengo más noticias o más preguntas, os visitaré. Por favor, pedid a vuestro lacayo que en lo sucesivo sea menos rígido conmigo.

– No creo que mi casa sea el mejor sitio para reunimos -dijo él-. Y por lo que se refiere a mis sirvientes, sería muy triste si no pudiera pedirles que hagan una selección de las visitas por mí.

– Pues tendrá que ser muy triste.


En cuanto al coadjutor contratado por Ufford, pensé que no estaría de más hablar con él de inmediato. Ufford pronunciaba sus discursos en la iglesia de Wapping, pero North vivía allí, y estaría mucho más al tanto de lo que sucedía entre los estibadores. Así pues, me dirigí hacia allí en un carruaje, con la esperanza de que ya hubiera llegado a su casa. Tuve que preguntar varias veces para averiguar dónde vivía, pero enseguida me dieron las indicaciones necesarias y pude dirigirme hacia allí.

Debo decir que vivía en una zona muy triste. Las calles estaban sin pavimentar, cubiertas de basuras que flotaban como un inmenso río marrón. El hedor a putrefacción y porquería estaba por todas partes, y sin embargo los niños jugaban tranquilamente. Los hombres iban tambaleándose por efecto de la ginebra, y también las mujeres, algunas con sus bebés sujetos sin el menor cuidado. Si alguna de aquellas criaturas se atrevía a llorar, recibía unas gotas de ginebra.

En aquel barrio no era frecuente la presencia de un lacayo con librea, así que mi vestimenta provocó cierta sorpresa: niños harapientos que me miraban con la boca abierta, mujeres ajadas que fruncían los labios y me miraban de reojo. Pero, como cualquier lacayo altivo, yo no presté atención a esa gente y seguí con mis asuntos mientras echaba a un lado la porquería que aquellos miserables arrojaban en mi dirección.

Sin embargo, deambulando por las calles descubrí algo muy interesante. Mi fuga ya era de dominio público, y me había convertido en una especie de celebridad. No creí que los periódicos hubieran tenido tiempo de publicar el suceso, pero ya había buhoneros anunciando a voz en grito las baladas que narraban mi historia. Y supe de esto de la forma más sorprendente: oí a un hombre que cantaba «El viejo Ben Weaver escapó», con la tonada de «A Lovely Lass to a Friar Came». Me hice enseguida con una de aquellas hojas y leí la letra; era el mayor disparate que se pueda imaginar. La letra iba acompañada de un grabado en madera donde se representaba a un hombre que si se parecía en algo a mí era solo porque tenía piernas, brazos y cabeza. El hombre saltaba desnudo desde el tejado de Newgate como si fuera un gato. ¿Cómo se había difundido la noticia de mi desnudez? Lo ignoro, pero la información corre por las venas de Londres, y una vez se ha puesto en marcha es imposible pararla.

También hablaba de mi encuentro con el señor Rowley, pero en estos panfletos, escritos para gente humilde y pobre, se elogiaban mis actos como la venganza de los reprimidos frente a quienes los explotaban. Esto me produjo no poca satisfacción, así como la forma en que se describía mi fuga, con gran admiración y asombro. Benjamin Weaver, decía la letra, derribó dos docenas de puertas, derrotó él solito a un montón de guardias, con la única ayuda de sus puños frente a las armas de fuego y las espadas de los otros. Saltó desde (¡y hasta!) grandes alturas. Ninguna cerradura pudo retenerlo. Era un hombre fuerte, maestro de fugas y acróbata a la vez. Estos relatos a veces rayaban lo fantástico y me describían combatiendo contra ejércitos de whigs y de corruptos parlamentarios… por no mencionar a los violentos papistas.

Aunque estas versiones de mis aventuras eran fantásticamente exageradas, me halaga pensar que, de no haber aparecido poco después el celebrado Jack Sheppard, que escapó de la prisión media docena de veces de las formas más extravagantes, mi hazaña se recordaría actualmente mucho mejor.

Sin embargo, aunque me complacía ver que mi nombre se pronunciaba con admiración, era consciente de que no hay bien que por mal no venga. Mi hazaña había tenido un alto precio, pues, según me informó el hombre de las baladas -sin sospechar siquiera con quién estaba hablando-, se habían ofrecido ciento cincuenta libras por mi cabeza. En parte me halagaba que se ofreciera una suma tan elevada por mí, pero con mucho gusto la hubiera cambiado por la seguridad de saber que iban a dejarme tranquilo.


El señor North vivía en una de las mejores casas de Queen Street, aunque en esa calle incluso la mejor casa era muy pobre. El edificio estaba lleno de grietas y se caía a trozos, la escalera estaba tan deteriorada que casi no se podía subir, y la mayoría de las ventanas de la parte frontal se habían tapiado para evitar el impuesto de ventanas. La casera me acompañó hasta sus aposentos -dos habitaciones en la tercera planta de ese ruinoso edificio-. El señor North ya estaba en casa, con su mujer y cuatro criaturas que armaban un jaleo espantoso. Cuando me abrió la puerta, tuve ocasión de estudiarlo con mayor detenimiento que la vez anterior, y vi que su levita estaba gastada y llena de parches, su lazada sucia y la peluca desordenada y sin empolvar. En resumen, era un parco representante de la Iglesia.

– Estabais con Ufford. ¿Qué queréis? -preguntó, tratándome de forma tan hosca sin duda por mi librea. Me pareció muy desagradable que mirara por encima del hombro a un hombre de mi supuesta posición, pero no había ido allí para que fuéramos amigos.

– Os pido que me concedáis un momento de vuestro tiempo -le dije-. En privado, si no os importa.

– ¿Por qué asunto? -Su impaciencia le hacía parecer mayor que los escasos años que tenía. Frunció el ceño y enseñó los dientes como un perro sarnoso.

– Un asunto de gran importancia que solo podemos discutir en privado, sin que la casera trate de oír lo que decimos. -Reprimí una sonrisa cuando la oí arrastrar los pies unos escalones más abajo.

– Tendréis que decirme algo más si queréis que os conceda una audiencia -insistió.

– Es en relación al señor Ufford y su vinculación con un grave crimen.

Dudo que hubiera podido decir algo más efectivo. Me hizo pasar a la habitación posterior, un pequeño dormitorio que obviamente compartía con toda su familia. Solo había un gran colchón en el suelo, montones de ropa y unas pocas sillas hechas con pedazos de todo tipo de cosas. Luego salió, le dijo a su mujer unas palabras que no pude oír, volvió conmigo y cerró la puerta. Con la puerta cerrada, me sentí bastante incómodo en aquella habitación mal iluminada que olía a sudor y fatiga.

– Bien, habladme de ese asunto.

– ¿Qué sabéis de la relación del señor Ufford con Walter Yate y un comerciante de tabaco llamado Dennis Dogmill?

El hombre entrecerró los ojos.

– ¿Qué es esto?

– ¿No podéis contestar a la pregunta?

Él me miró pestañeando unas cuantas veces, y entonces sus ojos se abrieron como manzanas.

– Sois Weaver, ¿verdad?

– Mi nombre no tiene importancia. Por favor, contestad.

North retrocedió un paso, como si pensara que iba a atacarlo. No podía culparlo, con todas aquellas noticias que circulaban sobre mi fuga y sobre orejas cortadas.

– Ufford me dijo que os había contratado para que descubrierais quién le enviaba esas notas. Debéis de ser un hombre muy entregado cuando seguís con vuestra investigación a pesar de estar huyendo de la ley.

– Estoy huyendo de la ley a causa de la investigación -dije-. No he matado a nadie, y estoy convencido de que si descubro quién envió las notas, descubriré al verdadero asesino y limpiaré mi nombre.

No veo en qué puedo ayudaros. Nunca se me ha invitado a participar en los proyectos del señor Ufford, ni lo hubiera querido, pues sus ideas son demasiado fantásticas y su manera de pensar es absurda. Seguro que os ha dicho que quiere ayudar a los trabajadores porque es un buen cristiano, pero si les quiere ayudar es porque cree que cuando están contentos son mucho más manejables.

– Vos no estáis de acuerdo.

– No me hallo en posición de estar o no de acuerdo, pues yo mismo soy pobre. Estudiar en una de las universidades de nuestra nación tal vez dé conocimientos, pero no da riqueza… y desde luego tampoco sabiduría. -Hizo una pausa-. ¿Puedo ofreceros algo de beber? No tengo nada de calidad, pero sin duda huir debe dar mucha sed.

Rechacé su ofrecimiento, pues prefería seguir con mis pesquisas.

Él se aclaró la garganta.

– Entonces permitid que me sirva algo. Esta conversación está resultándome muy perturbadora, y me está dejando la garganta muy seca. -Salió de la habitación y cogió un vaso de peltre de manos de su mujer. La besó en la mejilla y le susurró algo con afecto. Luego sonrió débilmente, volvió al dormitorio y cerró la puerta.

– ¿Sabéis si el señor Ufford tenía tratos con Griffin Melbury? -pregunté.

– Melbury -repitió él. Dio un sorbo a su vaso-. ¿El tory que se presenta al Parlamento? Puede ser. Los dos son tories, así que es posible que hayan tenido alguna relación, pero ignoro de qué índole. Aunque os diré que, por lo que sé del señor Melbury, sus intenciones son honorables, no sé si me entendéis, y quizá eso no le guste al señor Ufford.

– Me temo que no os entiendo.

– Oh, digamos que Ufford está bastante descontento con nuestro actual monarca.

Reconozco que no sabía tanto de política como para entender del todo lo que North quería decir.

– Por favor, no seáis tímido, señor. Decid exactamente lo que pensáis, para que no haya confusiones.

Él sonrió afectadamente.

– No sé si se puede hablar más claro. Muy probablemente, el señor Ufford es jacobita. Apoya al viejo rey. ¿Lo entendéis?

– Puesto que es tory, no es ninguna sorpresa. Pensaba que tories y jacobitas no son más que variantes de una misma cosa.

– Ajá -dijo él-. Eso es lo que los whigs quieren que creamos. En realidad, son muy distintos. Los tories son partidarios de la Alta Iglesia; quieren que la Iglesia vuelva a sus viejos días de gloria. Representan a las antiguas familias, el antiguo poder, los privilegios, ese tipo de cosas. En general, son lo opuesto a los whigs, que defienden una Iglesia más libre y laxa. En cambio, los jacobitas quieren restaurar al hijo de Jacobo II al trono. ¿Sabíais que Jacobo II tuvo que huir hace treinta y cinco años para salvar su vida?

– Había oído algo, sí -dije tímidamente.

– Sí. Jacobo era católico y el Parlamento no pensaba consentir que un rey católico ocupara el trono. Así que huyó; pero ahora hay quienes desean que su linaje vuelva al poder. Probablemente, el señor Ufford está entre ellos.

– Pero si Ufford es jacobita y los jacobitas no son lo mismo que los tories, ¿por qué apoya a Melbury, que es el candidato de los tories?

– Los jacobitas siempre se hacen pasar por tories. Y si los tories ganan las elecciones, los jacobitas seguramente lo interpretarán como una señal de que el pueblo está cansado de los whigs y de nuestro actual rey. Las elecciones en Westminster son especialmente importantes porque tiene el mayor número de votantes de todo el país. Es probable que lo que suceda en Westminster determine el destino del reino, y por lo visto Ufford espera poder decir algo en el asunto.

– ¿Y eso tiene relación con su interés por los estibadores?

– Cree que todos esos trabajadores están vendiéndose a un puñado de whigs sin escrúpulos. Así que se le ha ocurrido tratar de dirigir su ira contra los whigs y utilizarla para una invasión jacobita. Está convencido de que los estibadores podrían convertirse en soldados del Pretendiente.

– Y si se descubre el proyecto jacobita del señor Ufford -comenté-, habría que nombrar a un nuevo párroco para la parroquia.

North se encogió de hombros.

– Es cierto, pero no me inventaría una historia de traiciones por la posibilidad remota de ocupar el puesto de Ufford. Si lo arrestan, lo más probable es que yo me quede sin trabajo. Simplemente, os digo lo que creo que pasa, que Ufford quiere ganarse a los estibadores para la causa del Pretendiente.

– Por lo que he visto, con sus trifulcas en contra de papistas y tories, no parecen muy propensos a la causa jacobita.

– No creo que Ufford los conozca lo bastante como para saber cuáles son sus ideas o si son o no maleables. Sin duda sabéis que los pobres, los que sufren, los desesperados, tienen más simpatías por los jacobitas, no porque crean que el Pretendiente sería mejor rey que Jorge, sino porque Jorge es el rey que tienen ahora, y con él son desgraciados. Por tanto, es lógico que piensen que con otro rey estarían mejor. Creo que el señor Ufford quiere aprovecharse de esto. Pero os agradecería que no dijerais que os lo he dicho yo.

– Vamos. No me diréis que teméis a esos hombres. Hace treinta y cinco años que están tratando de recuperar el trono y no tienen nada. No pueden ser tan terribles.

– Puede que no hayan recuperado el trono, pero os aseguro que en estos treinta y cinco años han aprendido algunas cosas. Saben cómo actuar en secreto y cómo protegerse. Están escondidos por todas partes, utilizan códigos secretos, contraseñas y señales. Y debéis recordar que se les puede colgar por sus ideas. Si han sobrevivido todo este tiempo ha sido únicamente por su habilidad para pasar inadvertidos. Hacedme caso, Weaver, alejaos de ellos.

– Y si no, ¿qué me pasará? ¿Qué puedo temer que no me haya pasado ya?

North rió.

– Buena observación.

– ¿Y qué hay de Melbury? Decís que no tiene conocimiento de esta trama.

– Ignoro lo que sabe o deja de saber. Ni siquiera sé con seguridad si Ufford es jacobita. Podría ser solo un rumor. Lo único que puedo decir es que, por lo poco que sé de él me cuesta creer que apoye semejante intriga. Yo lo veo como el perfecto político de la oposición, no como alguien capaz de urdir una traición. Solo son suposiciones, pero creo más bien que es un ardiente defensor de la Iglesia y que no le gustaría que nuestro país cayera en manos de los papistas.

– Por supuesto. Y vos ¿sois tory?

– No soy de ningún partido -dijo-. La política es para los que se ganan la vida con eso o no tienen necesidad de ganarse la vida. Yo no tengo la suerte de ser ninguno de los dos. Me ocupo de una importante parroquia por treinta y cinco libras al año. No tengo tiempo para preocuparme por quién está en el Parlamento y quién se opone al rey. Y tampoco tengo derecho a voto, así que mi opinión no importa. Pero apoyo la idea de una Iglesia fuerte, así que seguramente apoyaría al partido tory.

– ¿Habéis oído alguna vez el nombre de Johnson? -pregunté-. En relación con Ufford o sin ella.

– Cuando era pequeño y vivía en Kent tenía un vecino que se llamaba Johnson, pero murió en un incendio hará unos quince años.

– No creo que sea el que busco.

North se encogió de hombros.

– Es un nombre muy común, pero no me dice nada… y no se me ocurre ningún Johnson que esté en el círculo de Ufford.

Me daba perfecta cuenta de que sobre este particular mis preguntas no llevarían a ningún sitio, así que le di las gracias al señor North por su tiempo y me excusé.

– ¿Estáis seguro de que no queréis beber nada?

– Seguro.

– Algo de comer, entonces. Imagino que en vuestra situación debe resultar difícil encontrar tiempo para comer. Mi esposa y yo no tenemos gran cosa, pero con mucho gusto compartiremos con vos lo poco que tengamos.

– No quisiera abusar de vuestra hospitalidad -dije. Pero entonces me detuve. No veía ninguna buena razón para que un hombre pobre como él insistiera tanto en dar de comer y beber a un desconocido buscado por la ley. En cambio, sí veía una mala razón. De pronto se me ocurrió que las palabras que había susurrado al oído de su esposa quizá no eran de amor.

Por un momento pensé en golpear a North por haberme traicionado, pero hubiera sido una pérdida de tiempo. Es más, me di cuenta de que, para él, aquello no era una traición. No me conocía de nada y no tenía motivos para sentir ninguna lealtad hacia mí. Yo no era más que un asesino fugado, y si un hombre con cuatro criaturas y un sueldo miserable ve la ocasión de asegurarse cuatro veces el sueldo de un año cumpliendo con su deber de británico, no se le puede culpar por hacer lo que hubiera hecho casi cualquier hombre.

Así que me limité a darle la espalda, abrí la puerta de golpe y corrí hacia la puerta, asustando a la esposa y a los hijos de North. Sin duda la señora del coadjutor sabía cuánto se jugaban, pues se puso delante y trató de evitar que las ciento cincuenta libras de recompensa escaparan. No tenía tiempo para andarme con delicadezas, así que la eché a un lado y empecé a bajar los escalones de dos en dos y de tres en tres.

Cuando casi había llegado abajo, vi que un par de guardias entraban en el edificio pistola en mano. Apenas tuvieron tiempo de levantar la mirada, porque me abalancé sobre ellos y los derribé como un par de bolos. En algún lugar, la casera gritó, pero no tenía tiempo para eso. Con un poco de suerte no intentaría algún acto heroico como golpearme en la cabeza con una olla.

Los dos guardias se quedaron momentáneamente desorientados, circunstancia que yo aproveché para cogerlos de los pelos, pues no llevaban peluca, y hacer chocar sus cabezas con la suficiente fuerza para que quedaran fuera de combate; luego me hice con sus pistolas y corrí al exterior.

Una fría lluvia había empezado a caer sobre las calles, empujada por un viento fuerte y cruel. El tiempo jugaba a mi favor, pues limitaba mucho la visibilidad. Sin embargo, mientras guardaba mis pistolas recién adquiridas pensé que mi disfraz de lacayo ya no me servía.


Solo esperaba que mi siguiente excursión resultara más provechosa que la anterior. Durante el juicio, los dos testimonios que se presentaron contra mi habían reconocido que estaban allí porque Arthur Groston les había pagado, así que decidí ir a ver qué tenía que decir.

Después de mi arresto, había mandado a Elias a averiguar cuanto pudiera mediante sus contactos entre los abogados de la ciudad. Aunque él no era ningún rufián y temía preguntar entre personas de baja posición social, reunió valor y descubrió que la opinión general era que habría testigos que darían fe de mi culpabilidad. Esto nos pareció muy extraño, puesto que difícilmente puede haber testigos de algo que no ha sucedido. La única conclusión posible era que alguien había pagado a estos testigos, así que envié a Elias a negociar con una docena de destacados proveedores de falso testimonio.

El método que ideé era sencillo. Elias intentaría contratar testigos que declararan en mi defensa. Sabíamos que si alguno de estos proveedores había enviado a sus testigos para que testificaran en mi contra, tendría que negarse o arriesgarse a provocar la ira de quienes le pagaban. De las personas con quienes Elias habló, solo Groston se negó, así que supimos que era nuestro hombre.

Este rufián tenía una papelería en Chick Lane, donde vendía plumas, papel y libros en blanco, además de algunos panfletos sensacionalistas y novelas. Sin duda el grueso de sus ingresos procedía de su otro negocio, negocio que no tenía ningún reparo en promocionar. En la ventana había un cartel donde decía: PRUEBAS.

Me acerqué con cautela, pues me pareció muy posible que los guardias de aduanas hubieran previsto este movimiento, aunque ya hacía tiempo que había descubierto que muy pocos hombres entienden de verdad el delicado arte de la investigación. Un buen cazador de ladrones tiene que saber anticiparse a los movimientos de su presa; sin embargo, la mayoría de estos tipos solo saben reaccionar cuando la encuentran.

El interior era un pequeño taller, atestado de desechos y de fajos de papel. Había muy poco espacio, solo unos tres metros de largo por metro y medio de ancho en los que el cliente podía moverse sin mirar al mostrador que separaba al propietario del resto de la tienda.

Aunque no nos conocíamos, yo había visto a Groston por la ciudad. Era más joven de lo que es habitual en su oficio, veintipocos, y era delgado pero de constitución fuerte. Llevaba el pelo natural colgando en bastos mechones, y su rostro afilado lucía una barba de media semana. Aunque no soy una persona que se deje guiar por la fisonomía, siempre que ponía los ojos sobre aquel sujeto taimado sentía un profundo desagrado.

– Buenas tardes -dijo sin molestarse en levantarse de la mesa a la que estaba sentado, con un vaso de vino tinto aguado-. ¿En qué puedo ayudaros? ¿Estáis interesado en bienes materiales o inmateriales?

– Necesito pruebas -dije-, y por el anuncio de vuestro aparador he pensado que puedo encontrarlas aquí.

– Podéis. Decidme qué os preocupa y comprobaréis que estoy muy bien pertrechado para ofreceros la ayuda que buscáis.

Me acerqué al mostrador y al hacerlo noté un olor muy desagradable. El señor Groston olía a sucio, y muy cerca tenía un orinal que había utilizado hacía tan poco que casi calentaba como una estufa. Nada de lo cual me inclinaba a mostrarme más amable con él.

– Se ha producido una muerte -dije-. Un asesinato.

Él se encogió de hombros.

– Esas cosas pasan, señor. Es mejor no preocuparse más de lo necesario.

– Veo que somos del mismo parecer -le aseguré-. Pero necesito testigos que demuestren la inocencia de mi socio.

– Os sorprendería -me dijo él- la facilidad con que un hombre de mi talento puede encontrar a quien de pronto recuerda haber visto lo que nadie sospecharía que ha visto. Solo tenéis que darme los detalles y yo os encontraré vuestros testigos.

– Muy bien. El hombre en cuestión se llama… mmm… Elias Gordon, y está acusado del asesinato de un hombre llamado Benjamin Weaver.

Groston arqueó las cejas.

– Oh, no. ¿Weaver está muerto? Vaya, es la mejor noticia que he oído desde hace siglos. -Por primera vez levantó la vista y sus ojos se encontraron con los míos. Supongo que, al igual que yo, él conocía mi cara de haberme visto por la ciudad, y enseguida se dio cuenta de su error-. Oh.

– Sí. Ahora, hablemos, señor Groston. Y para empezar vais a decirme quién os pagó para que encontrarais testigos para mi juicio.

Él hizo ademán de levantarse, pero yo salté con rapidez y le agarré por la muñeca.

– No contestaré ninguna de tus preguntas.

– ¿Crees que cambiarías de opinión si te hundo la cabeza dentro de ese orinal lo bastante para que te ahogues con tus propios meados?

En lugar de dejar que pensara en aquella posibilidad, pasé a su lado del mostrador, le cogí de sus grasientos pelos con una mano y con la otra lo empujé al suelo con el fin de probar mi experimento. Como debéis de imaginar era un asunto desagradable, pues no deseaba que sus desechos me salpicaran, pero no me fue difícil meterle la cabeza en el orinal y sujetarlo así más de dos minutos… y todo ello sin que una sola gota de aquella porquería me manchara el traje.

Cuando noté que su resistencia disminuía peligrosamente, lo saqué y lo arrojé al suelo. Di un paso atrás, no fuera que le diera por sacudirse como un perro y me salpicara. Pero Groston se quedó allí tendido, jadeando, tosiendo y limpiándose los ojos.

– Sucio matón -dijo resollando-. ¿Estás loco?

– Quizá es una forma repugnante de tratar a un hombre, pero, puesto que lo he hecho una vez, no será ningún esfuerzo hacerlo una segunda. Bueno, lo preguntaré otra vez. ¿Quién pagó a esos testigos?

Él me miró fijamente, sin saber qué hacer, pero cuando vio que daba un paso hacia él, decidió que era mejor contármelo todo.

– ¡Maldito seas! -gritó-. No sé quién era. Solo era un tipo, y no he vuelto a verlo.

– No te creo -le dije. Así que le eché mano del pelo y le di otro chapuzón. Esta vez lo tuve así un pelín más de lo aconsejable. Él pataleó, se sacudió, trató de hacer fuerza contra mi mano, pero no aflojé hasta que noté que la resistencia disminuía. Entonces lo levanté de un tirón y lo arrojé al suelo.

El hombre me miró con los ojos muy abiertos, escupiendo una mucosidad asquerosa. Sus intentos por hablar quedaron entorpecidos por una fuerte tos, y a punto estuvo de vomitar. Al final, consiguió encontrar la voz.

– Vete al infierno, Weaver. Casi me ahogas.

– Si me disgustas negándote a contestar mis preguntas -le expliqué-, tanto me da que vivas o mueras.

Él meneó la cabeza.

– Te lo he dicho, no lo conozco. Nunca lo había visto. Solo era un hombre. Ni alto ni bajo. Ni joven ni viejo. Ni delgado ni corpulento. Casi no recuerdo nada de él, solo que me dio una abultada bolsa de dinero, y para mí fue suficiente.

Volví a cogerlo de los pelos e hice ademán de meterlo en el orinal.

– Esta vez no voy a soltarte tan rápido.

– ¡Basta! -chilló-. ¡Basta! ¡Te lo he dicho! ¡Te lo he dicho todo! ¿Quieres que me invente un nombre? Lo haré, si así me dejas en paz.

Lo solté y suspiré; empezaba a sospechar que me había dicho la verdad. Quizá ya lo sospechaba desde el principio, pero había querido aprovechar la ocasión para castigarlo.

– ¿Quién es Johnson? Los dos testigos dijeron que yo utilicé ese nombre.

Él meneó su triste y maltrecha cabeza.

– No sé quién es. El que me contrató solo dijo que los testigos tenían que decir que dijiste ese nombre para que se pensaran que eras su agente.

Di un paso hacia él y volvió a chillar.

– Déjame -gritó-. Es todo lo que sé. Es todo lo que sé, de verdad. No sé nada más. Excepto…

– ¿Excepto qué?

– Me dijo que si venías a preguntar por él que te diera una cosa.

Lo miré con incredulidad.

– ¿Qué quieres decir?

– Verás. -Groston se levantó y se pasó las manos por la cara y la cabeza, echándose la porquería hacia atrás-. Me pareció muy raro. Le pregunté por qué va a venir aquí si lo más probable es que lo ahorquen. Él dijo que siempre cabía esa posibilidad, y que si venías tenía que darte una cosa. Todas se me morían, pero el tipo me dio dinero para comprar una fresca cada día, por si acaso.

– ¿De qué estás hablando? ¿Morirse? ¿Una fresca?

Él levantó las manos.

– Ya te lo he dicho, no sé nada más. Ojalá no tenga que arrepentirme de habértelo dicho, pero eso es lo que me dijo, y no sé nada más.

– ¿Qué es? ¿Qué te dijo que me dieras?

Estuvo rebuscando detrás del mostrador, buscando algo, musitando para sus adentros que no había comprado una fresca ni ese día ni el anterior, pero que seguro que había una. Yo no le quité el ojo de encima, por si le daba por sacarme un arma, pero no hubo armas. Al final encontró lo que buscaba y me lo tendió con mano temblorosa.

– Esto -dijo-. Cógelo.

No fue necesario que lo cogiera. Cogerlo era lo de menos. Era el objeto en sí lo que importaba, el mensaje implícito. Lo que me habían dejado era una rosa blanca. Aquella estaba marchita y medio seca, pero no había perdido su poder. Una rosa blanca.

El símbolo de los jacobitas.

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