La noche siguiente, el viernes, me preparé para corresponder a la invitación de Melbury. Con cierta ironía se me ocurrió que, de no ser un criminal buscado por la justicia, seguramente aquella noche habría acudido a casa de mis tíos a celebrar el sabbat hebreo. Y en cambio, iba a cenar con una mujer que había sido su nuera y que ahora era miembro de la Iglesia anglicana.
Me vestí con el mejor de los trajes que el señor Swan había confeccionado para mí y fui a casa de Melbury; llegué a la hora exacta a la que se me había invitado. Sin embargo, Melbury estaba ocupado y tuve que esperar en la salita de recibir. Llevaba apenas unos minutos allí cuando Melbury salió acompañado de un caballero de más edad ataviado con los colores eclesiásticos. Este individuo caminaba con grandes dificultades, ayudándose de un bastón, y parecía tener una salud muy frágil.
El señor Melbury me sonrió y me presentó enseguida a su invitado, que no era otro que el famoso Francis Atterbury, obispo de Rochester. Incluso yo, que me interesaba por la Iglesia anglicana tanto como por la sodomía en Italia, había oído hablar de tamaña lumbrera, uno de los más elocuentes defensores de la restauración de los antiguos privilegios y el poder de la Iglesia. Sabiendo, pues, quién era, me sentí algo incómodo, pues poco sabía de las formas que corresponden a tan augusto personaje. Me limité a hacer una reverencia y musité algo sobre el honor de conocer a su excelencia. El obispo contestó con una sonrisa forzada y correspondió a mis amables palabras con cierto escepticismo, antes de abandonar la habitación cojeando.
– Me alegra volver a veros -dijo Melbury. Me pasó un vaso de clarete sin preguntarme si quería-. Olvidaos del aspecto taciturno de su excelencia. Padece grandes dolores por causa de la gota y, como sabéis, su mujer ha muerto recientemente.
– No lo sabía, y lamento oírlo. Es un gran hombre -añadí, pues sabía que en general tal era la opinión de los tories.
– Sí, espero que esté de mejor humor para la cena, pues su conversación es muy entretenida cuando está animado. Bueno, nosotros dos tenemos ciertos asuntos que tratar antes de reunirnos con los otros invitados. He leído con interés vuestra aventura. El incidente en el centro electoral nos ha reportado no pocos votos, señor. Ahora se os conoce como el comerciante de tabaco tory, y sois el símbolo viviente de las diferencias entre nuestros dos partidos. Vuestra acción en defensa de la hermana de Dogmill se ha hecho famosa y, aunque defendisteis a una colaboradora de los whigs, habéis beneficiado mucho a vuestro partido. -Hizo una pausa para recobrar el aliento-. Sin embargo, he estado pensando en este asunto, y no acabo de entender qué hacíais buscando votos para Hertcomb.
– No participé realmente en esa actividad -expliqué, sintiéndome como un escolar que ha sido descubierto en alguna infracción absurda-. Me limité a acompañarlos. Después de todo, soy amigo de la señorita Dogmill.
– En política no existen los amigos -me dijo Melbury-. No fuera del propio partido, y desde luego no en época de elecciones.
No debería haberle enseñado los dientes, pero empezaba a cansarme de que me tratara como si yo viviera exclusivamente a su servicio. Haberme visto obligado a aflojar mi bolsa con el recaudador de deudas me había alterado no poco. Y, me dije a mí mismo, nadie salvo un adulador hubiera dejado de manifestar su indignación ante semejante abuso.
– Tal vez no pueda haber amigos en política -dije con suavidad-. Pero os recuerdo que yo no me presento para los Comunes y puedo tener amistad con quien me plazca.
– Por supuesto -concedió Melbury afablemente, temiendo quizá haberse excedido-. Es solo que no querría veros sucumbir ante las artimañas del enemigo, incluso si utiliza a una bella hermana para lograrlo.
– ¿Cómo? -exclamé-. ¿Estáis insinuando que el interés de la señorita Dogmill por mi compañía solo es para servir a su hermano?
Melbury volvió a reír.
– Bueno, desde luego. ¿Qué pensabais? ¿Hay alguna otra razón para que de pronto se acerque a un enemigo tory de su hermano en época de elecciones? Vamos, señor. Sin duda sabéis que la señorita Dogmill es una bella mujer con una bella fortuna. En la ciudad hay un gran número de hombres que desearían haber conseguido lo que a vos se os ha dado sin más. ¿Creéis que no hay ninguna razón para vuestro éxito?
– Creo que hay una razón, sí -dije algo acalorado, aunque no hubiera podido justificar mi reacción. Solo sabía que, por muy absurdo que parezca, me ofendió que Matthew Evans hubiera sido insultado-. La razón es que a esa dama le gusto.
Creo que Melbury pensó que había llevado el asunto demasiado lejos, pues me puso una mano en el hombro y rió con gesto cordial.
– ¿Y por qué no? Solo digo que debéis tener cuidado, señor, no sea que el señor Dogmill trate de utilizar el aprecio que profesáis por su hermana para su provecho.
No era eso lo que había insinuado, pero no tenía sentido que insistiera, así que dejé que se replegara sin acosarlo.
– Sé perfectamente cómo es Dogmill. Y ciertamente tendré cuidado con él.
– Muy bien. -Melbury volvió a llenar su vaso, y bebió la mitad de un trago-. Os he pedido que vinierais esta noche, señor Evans, porque hablando con algunos de los hombres más importantes del partido me ha parecido entender que ninguno de ellos tiene trato con vos. Sé que acabáis de llegar a Londres, así que he pensado que esta cena sería una buena ocasión para que conocierais a ciertas personas de relevancia.
– Sois muy amable -le aseguré.
– Nadie lo negaría. Sin embargo, me gustaría pediros algo a cambio. Cuando nos conocimos, me hicisteis ciertos comentarios en relación a los hombres que trabajan en los muelles y su vinculación con el señor Dogmill. Tal vez no fui muy prudente al desdeñar vuestras palabras, pues entiendo que estos estibadores se han convertido en una fuente de disturbios contra nuestra causa. Pero veréis que ahora sí estoy dispuesto a escucharos.
Era muy generoso que se ofreciera a escucharme, pero yo no tenía ni idea de qué decir. Uno de los inconvenientes de mi personaje era que con frecuencia tenía que inventar información en el momento, y me resultaba difícil no confundirme con tantas mentiras en mi cabeza.
– No sé qué más puedo añadir -dije, tratando de recordar lo que le había dicho la primera vez; quizá que Dogmill pagaba a los funcionarios de aduanas o algo por el estilo-. Me asegurasteis que lo que quería deciros era de dominio público.
– No lo dudo, no lo dudo. Sin embargo, debo señalar que las elecciones han entrado ya en su segundo tercio. Ahora que se ha dispersado a los alborotadores, creo que podré salvar mi liderazgo, pero me gustaría disponer de alguna munición adicional. Así que, si tenéis algo que decir, os ruego que lo digáis ahora.
Estaba a punto de volver a negar o repetirle lo que ya le había dicho de Dogmill cuando se me ocurrió una idea. Hasta ese momento, yo no había sido más que un acérrimo defensor, y desde luego él conocía mi lealtad. Pero, de la misma forma que un hombre empieza a despreciar a la mujer que no ofrece resistencia, me pregunté si Melbury no empezaba a tenerme en menos por la facilidad con que podía utilizarme. Así pues, decidí utilizar algunas artimañas femeninas.
Negué con la cabeza.
– Ojalá pudiera deciros más, pero hablar sería prematuro. Solo puedo prometeros una cosa, señor. En estos momentos estoy en posesión de una información que acabaría con el señor Hertcomb, pero temo que también pueda perjudicar a vuestro bando. Debo averiguar más detalles para poder asegurar que el villano es Hertcomb y no alguna otra persona.
Melbury apuró su vaso y volvió a llenarlo sin preocuparse por si yo quería más (y, según recuerdo con cierto pesar, sí quería).
– ¿Qué queréis decir? ¿Podría acabar con Hertcomb y afectarme a mí? No sé de qué habláis.
– Yo mismo no tengo más idea que vos. Por eso debéis esperar hasta que tenga la información que necesito.
Él me miró entrecerrando los ojos.
– Maldita sea, Evans. Hablad ahora o sabréis qué significa desafiarme.
Yo lo miré de frente y me negué a apartar la mirada.
– Entonces supongo que tendré que saber lo que significa desafiaros. Porque, veréis, señor Melbury, os honro a vos y al partido tory demasiado para echaros encima algo que podría haceros más mal que bien. Y prefiero que me odiéis a saber que soy la causa de alguna dificultad.
Él agitó la mano en el aire.
– ¡Oh, caramba! Supongo que tendré que dejar que hagáis lo que os parezca mejor. Ya habéis servido maravillosamente a mi campaña, y eso siendo simplemente quien sois. Pero espero que no dudaréis en informarme si puedo ayudaros en vuestros esfuerzos.
– Os lo agradezco -le dije.
Una vez más, todo parecía arreglado entre nosotros, pero no acabé de creerme del todo su actuación. Melbury parecía inusualmente agitado. Aunque los disturbios se habían calmado y su liderazgo se había mantenido intacto, seguía habiendo motivo de preocupación.
Melbury apoyó la mano en el pomo de la puerta, pero se detuvo y se volvió de nuevo hacia mí.
– Una cosa más -dijo-. Sé que es un asunto delicado, así que diré lo que tengo que decir y se acabó. No os gusta que cuestione los motivos de la señorita Dogmill, y es lógico si sentís aprecio por esa dama. Solo diré que, incluso si su corazón es limpio y su moral irreprochable, debéis recordar que está expuesta a la venenosa influencia de su hermano y puede que incluso a sus sutiles indicaciones. Puede perjudicaros de mil maneras sin saber siquiera que lo ha hecho. Así que os pido que seáis cauto.
Ya había soportado suficientes insinuaciones sobre la señorita Dogmill, y no deseaba escuchar más. Traté de disimular mi disgusto, pero noté que mi rostro enrojecía.
– Lo tendré presente.
– Y si no tenéis eso presente, tened esto otro: la conocí cuando era una cría, y os juro por la Biblia que era gordísima.
Era de suponer que Miriam conocía la lista de invitados, pues no manifestó la menor sorpresa cuando me vio al otro lado de la mesa. Sin embargo, me lanzó una mirada furibunda. Fue un instante, y cualquiera habría pensado que había notado un fuerte dolor momentáneo en una muela o algo similar. Sin embargo, yo lo entendí perfectamente: no debería haber aceptado la invitación de su marido.
Y no hubiera debido hacerlo. ¿Habría respetado su comodidad y sus deseos de no haber estado en juego mi propia vida? Seguramente, pues cada vez sentía que la señorita Dogmill llenaba más el vacío que Miriam había dejado en mi corazón. Aún me dolía mirarla, aún sentía aquel anhelo cuando la veía reír, sujetar el cuchillo o sacudirse alguna pelusa de la manga. Todas estas pequeñas cosas seguían siendo desconcertantemente mágicas, pero habían perdido sus efectos devastadores. Podía mirar a Miriam y no sentir la necesidad de coger una botella para olvidar. Podía soportar sus encantos. Hasta podía pensar con afecto en ellos, y en ella, y en la esperanza de un amor entre nosotros, que para mí había sido tan real que a veces su falta de amor por mí me resultaba tan extraña como si me hubieran cortado los brazos o las piernas.
Pero aquella esperanza ya no existía. Era algo que había entendido hacía mucho tiempo, pero ahora, por fin, también lo creía. Y aunque sabía que podía ocuparme de otros asuntos -del corazón y otros-, aceptar aquello me producía más tristeza que la que había sentido a diario cuando vivía con mi anhelo inconsolable por Miriam. Mientras estaba sentado a aquella mesa, finalmente supe que no había esperanza para nosotros. Su marido no se limitaría a desaparecer sin más, como creía yo en el fondo de mi corazón. Ahora veía las cosas como eran en realidad: Miriam estaba casada y era cristiana, y yo estaba sentado allí, en su elegante comedor, haciéndome pasar por alguien que no era, poniendo en peligro su matrimonio. Tenía toda la razón al mirarme enfadada. Hubiera tenido todo el derecho a darme en la cabeza con una olla de pollo hervido. Me hubiera gustado decírselo, pero sabía que era más por mi propia tranquilidad que por la suya.
Aquella noche habría tal vez una docena de invitados a la mesa, tories de no poca importancia y sus esposas. La cena fue interesante y animada. Se habló mucho de las elecciones, incluido el papel del misterioso señor Weaver, pues era un tema animado y el vino había circulado con una generosidad poco común, de modo que los comensales menos atentos no repararon ni les importó el desagrado que aquel tema producía en sus anfitriones. Nadie dio muestras de recordar que en el pasado Miriam había pertenecido al pueblo hebreo.
– Todo este asunto me resulta de lo más sorprendente -dijo el señor Peacock, el efusivo patrocinador de Melbury-. Que ese granuja judío… la clase de persona que todos habríamos estado de acuerdo en que ahorcaran, incluso antes de que se le declarara culpable de asesinato, se erija en un portavoz tan favorable de nuestra causa…
– Difícilmente podría considerársele un portavoz -terció el señor Gray, redactor de un diario tory-. Porque en realidad no dice gran cosa. Es el populacho el que habla por él, lo cual es mejor, puesto que estos judíos ya se sabe que son muy inconexos en sus palabras, y tienen un acento francamente cómico.
– Debéis de confundir el verdadero acento de los judíos con el que les atribuyen los comediantes en los escenarios -dijo el obispo, que parecía estar de mejor ánimo que cuando nos habíamos encontrado poco antes-. A lo largo de los años he conocido a algunos judíos, y muchos de ellos hablan con el acento de los españoles.
– ¿Debo entender que el acento de los españoles no es cómico? -preguntó el señor Gray-. Ciertamente, eso sí que es una noticia.
– Muchos judíos no tienen ningún acento -dijo Melbury con gesto algo severo, pues se encontraba en la desagradable posición de tener que defender a su esposa, aunque deseaba con todo su corazón que nadie recordara sus orígenes.
– No es su acento lo que debe preocuparnos, Melbury. Sino ese Weaver. No puedo creer que os guste ver vuestro nombre vinculado al suyo.
– Me gusta que atraiga votantes. Ciertamente -señaló con mordacidad-, me consigue muchos más votos gratis que los hombres a quienes pago para ello.
El señor Peacock se ruborizó.
– Conseguir votos está bien, pero ¿hemos de hacerlo como sea? El señor Dogmill consigue votos para su hombre mandando alborotadores a las urnas.
– Sin duda -dijo el obispo-, no veréis nada malo en que el señor Melbury no ponga objeciones cuando la chusma lo idolatra con el mismo fervor con que idolatra a Weaver, ¿verdad? ¿Qué queréis que diga: «Seguid elogiándome, pero no elogiéis a ese otro individuo que os gusta»? Ya veremos lo que le parece a la chusma que su apoyo se sirva con semejante salsa.
– Pero, si más adelante se exige a Melbury que responda por esa vinculación -siguió insistiendo Gray-, podría resultar muy embarazoso. Lo que digo es que si hacia el final de las elecciones tenéis ya una clara y decisiva victoria, sería el momento de disociaros del judío. No os conviene que vuestros enemigos de la Cámara lo utilicen en vuestra contra.
– Es posible que el señor Gray tenga razón -concedió el obispo-. Cuando os levantéis para hablar en contra de conceder privilegios a los judíos, disidentes y ateos, mientras la Iglesia se muere de hambre, no os interesa proporcionar un arma a vuestros enemigos. No os interesa que se diga que pronunciáis bonitas palabras para ser un hombre elegido bajo el amparo de un asesino judío.
No puedo decir que no tuviera que disimular mi incomodidad durante este intercambio, pero, aunque me sentía intranquilo, no hubiera cambiado mi sitio por el de Melbury o Miriam. Yo al menos iba disfrazado. Las gentes que había a aquella mesa estaban insultando abierta y cruelmente sus vidas, sin duda sin saberlo. Obviamente, el cuestionable pasado de su esposa era una pesada carga para Melbury. Cada vez que se mencionaban las palabras «Weaver» o «judíos», Melbury hacía una mueca de dolor, enrojecía y bebía de su vaso para ocultar su incomodidad. Miriam, por su parte, se ponía más pálida con cada comentario, aunque no hubiera sabido decir si su malestar nacía de la vergüenza, de su preocupación por mí o del evidente malestar de su esposo.
Pronto hubo un nuevo tema de conversación. Miriam se arrellanó en su silla visiblemente aliviada, pero no su marido. Él siguió muy derecho, en una postura excesivamente rígida. Tuvo el cuchillo apretado en la mano hasta que se le puso muy roja. Se mordía el labio y rechinaba los dientes. Pensé que no sería capaz de aguantar mucho rato en semejante estado, pero lo hizo, durante más de media hora, hasta que los otros comensales no pudieron dejar de ver que su anfitrión estaba enfadado y taciturno, y un incómodo silencio se extendió por la mesa. De esta guisa transcurrieron diez insoportables minutos, hasta que, durante el postre, un criado derribó un cuenco lleno de peras e hizo caer unas cuantas al suelo.
Melbury golpeó la mesa con la mano y se volvió hacia su esposa.
– ¿Qué demonios es esto, Mary? -gritó-. ¿No le ordené a este individuo que se fuera hace dos semanas? ¿Qué hace en mi casa tirando las peras al suelo? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué? ¿Por qué? -Y a cada «por qué» golpeaba la palma sobre la mesa, haciendo temblar platos, vasos y cubiertos como si hubiera un terremoto.
Miriam lo miraba fijamente. Se sofocó y se sonrojó, pero no bajó la mirada ni la apartó. Sus labios temblaban y supe que quería contestar, aunque seguramente lo que quería decir no habría sido del agrado de Melbury, y prefirió callar. Miriam no dijo nada mientras él gritaba y golpeaba la mesa con la palma de la mano. Los vasos chocaban, los cubiertos tintineaban y a punto estuvieron de caer al suelo mucho más que unas cuantas peras. Pero él seguía dando golpes y gritando, hasta que pensé que iba a volverme loco de la ira.
Y entonces oí una voz que decía:
– Ya basta, Melbury.
No puede imaginar el lector mi sorpresa cuando vi que era yo quien había pronunciado esas palabras. Me había puesto en pie, con los brazos caídos a los lados. Hablé alto y claro, pero no con ira. Sin embargo, mis palabras hicieron efecto, pues Melbury dejó de gritar y de dar golpes y me miró.
– Ya basta -repetí.
El frágil obispo estiró el brazo y tocó el brazo de Melbury.
– Sentaos, Melbury -le dijo con suavidad.
Melbury no le hizo caso. Me miraba fijamente y, cosa sorprendente, sin asomo de ira.
– Sí, sí. Me siento.
Y así, ambos volvimos a nuestros asientos.
Melbury miró a sus invitados e hizo algún comentario sarcástico sobre las esposas, que son demasiado blandas con el servicio, y todos pusieron de su parte para que el incidente se olvidara lo antes posible. Cuando la cena terminó y hombres y mujeres nos instalamos en salas separadas, el incidente parecía olvidado.
Sin embargo, yo no olvidaría tan fácilmente.
A la mañana siguiente, cuál no sería mi sorpresa cuando recibí la siguiente nota:
Señor Evans:
No acierto a imaginar las dificultades que debéis afrontar en la situación única y peligrosa en que os encontráis, aunque me resulta difícil creer que sean cuales fueren esos peligros os obligaran a aceptar la desafortunada invitación de mi esposo. Sin embargo, lo hicisteis, y me temo que no lo habéis visto en su mejor momento. Sé que sois un hombre con un agudo sentido de la justicia, y he pasado la noche en vela pensando en la posibilidad de que actuéis de modo impetuoso como resultado de la conducta de mi esposo. En un esfuerzo por evitar tales acciones, considero necesario reunirme con vos para discutir estos hechos. Esta tarde a las cuatro estaré en el monumento al fuego. Si deseáis verme en paz, acudiréis para entrevistaros con vuestra amiga.
Miriam Melbury
Al menos, pensé, no firmaba «Mary». Por supuesto que iría. No podía sino ir. ¿Qué temía Miriam que hiciera, matarlo, desafiarlo a un duelo? ¿O había otra cosa? ¿Temía que, en mi ira, descubriera algo de él que no quería que supiera?
Poco tenía que hacer hasta nuestro encuentro, y no estaba de humor para salir, así que me hallaba en mis habitaciones cuando mi casera llamó a la puerta y me comunicó que abajo había un hombre que quería verme.
– ¿Qué clase de hombre?
– No de la mejor especie -me aseguró.
Su análisis resultó acertado, pues a quien acompañó a mis habitaciones era a Titus Miller.
El hombre entró y miró a su alrededor como si estuviera examinando el lugar para su uso.
– Vivís cómodamente -me dijo en cuanto la señora Sears cerró la puerta-. Vivís muy cómodamente, sí señor.
– Perdonadme, pero ¿hay alguna razón por la que no deba vivir cómodamente?
– Podría haber una o dos que yo conozco -dijo. Cogió un libro que yo había tomado prestado de la colección de la señora Sears y lo examinó como si se tratara de una piedra preciosa-. Tiempo para libros y toda suerte de palabras fantasiosas, veo. Bueno, supongo que vuestro tiempo es vuestro, o lo ha sido. Pero ahora se trata de negocios, y aún no hemos entrado en materia, ¿no es cierto? Quizá un vaso de vino nos ayudaría a sentirnos más cómodos. -Miller dejó el libro.
– Yo estoy muy cómodo -le dije-, y no creo que el hecho de que haya aceptado pagar las deudas de un amigo os dé derecho a hablarme en ese tono o a comportaros con tanta insolencia.
– Podéis creer lo que gustéis, por supuesto. No seré tan mala persona para impedíroslo. Pero me gustaría de verdad tomar un vaso de vino, señor… bueno, no diré Evans, puesto que no es vuestro nombre, y no os llamaré por vuestro verdadero nombre porque temo que os alteraría oírlo decir en voz alta.
Bueno, bueno. Supongo que sabía que aquello podía pasar. No podía seguir disfrazado para siempre sin que nadie descubriera la verdad. Por supuesto, la señorita Dogmill la había descubierto, y también Johnson, pero ninguno de los dos deseaba perjudicarme de forma inminente. No confiaba yo en que Miller actuara con igual benevolencia.
Me volví hacia él.
– Me temo que no os entiendo -dije en vano, aferrándome desesperadamente a la esperanza de poder salir de alguna forma de aquella situación.
Miller meneó la cabeza ante mis vanos esfuerzos.
– Por supuesto que me entendéis, señor, y si fingís lo contrario, bien podría ser que vaya a explicarlo a un guardia en lugar de a vos. Seguro que él me entenderá perfectamente.
Me serví un vaso de vino, pero no le ofrecí a Miller.
– Si quisierais hablar con un guardia ya lo habríais hecho. Pero intuyo que preferís negociar conmigo. -Tomé asiento, y lo dejé a él en la desagradable situación de quedarse de pie. A aquellas vanas victorias me veía reducido-. Quizá podríais decirme qué queréis, Miller, y así yo os diré si es factible o no.
Si le molestó tener que quedarse de pie mientras yo estaba sentado, no dijo nada.
– De si es factible o no, no creo que haya duda. No pretendo pedir nada que no podáis darme, y no necesito explicaros las consecuencias de una negativa.
– Olvidémonos de las consecuencias por el momento y vayamos a lo que pedís.
– Vaya, veo que queréis ir al grano. Os habéis olvidado de vuestros aires y vuestras pelucas. ¿Pensabais que nadie os reconocería si os acicalabais? Pues yo os reconocí enseguida, sí. Tal vez podáis engañar a la gente común con esos adornos, pero yo soy demasiado perspicaz. Os he visto por la ciudad demasiadas veces, siempre con vuestras muecas de desprecio para un hombre como yo, que solo hace su trabajo.
Me incliné hacia delante en mi silla.
– Hacéis unos discursos muy bonitos, pero a nadie le interesan. Podéis volver a vuestra casa y echaros las flores que queráis, Miller. Pero no me hagáis perder el tiempo. Y ahora, decidme qué pedís.
Si se sintió insultado no dio muestras de ello.
– Bien, entonces, lo que pido son las doscientas sesenta libras de la deuda del señor Melbury, como me habíais prometido, y otras… digamos, doscientas cuarenta por mi buena voluntad, lo cual sumarían quinientas libras.
Tuve que poner toda mi fuerza de voluntad para no reaccionar como merecía semejante demanda.
– Quinientas libras es mucho dinero, señor. ¿Qué os hace pensar que lo tengo a mi disposición?
– Solo puedo especular sobre lo que tenéis, pero, puesto que estabais dispuesto a pagar doscientas sesenta por Melbury, tengo que pensar que esa suma, por muy grande que sea, solo es una parte de lo que poseéis. En cualquier caso, he visto en los periódicos que el señor Evans se ha labrado una buena reputación. No dudo que un hombre de vuestra posición no tendrá la menor dificultad para encontrar fondos poniendo como garantía las ganancias de vuestra plantación.
– ¿Queréis que pida dinero prestado a caballeros confiados y deje que sufran las consecuencias?
– No puedo deciros cómo conseguir el dinero, señor. Solo digo que debéis conseguirlo.
– ¿Y si me niego?
Él se encogió de hombros.
– Siempre puedo volver a exigir al señor Melbury que pague su deuda, señor. De una forma u otra pagará, puesto que no puede permitirse pasarse lo que queda de las elecciones en prisión por unas deudas. Y en cuanto a vos, si no me dais esas doscientas cuarenta libras, al menos puedo conseguir las ciento cincuenta que ofrece el rey. No sé si me entendéis.
Bebí un trago.
– Entiendo que sois muy mala persona -dije.
– Podéis pensar lo que queráis, señor, pero un caballero debe procurar siempre por sus intereses, y es exactamente lo que he hecho. Nadie puede decir lo contrario, ni criticarme.
– No seré yo quien haga tal cosa -dije-. Y en cuanto a la cantidad, debéis saber que es muy elevada y no puedo disponer de tanto dinero con facilidad. Necesito una semana.
– Eso no puede ser. No es muy amable por vuestra parte pedírmelo.
– Entonces, ¿cuánto tiempo os parece adecuado para que pueda reunir el dinero?
– Volveré dentro de tres días, señor. Tres días. Si no tenéis mi dinero, me temo que me veré obligado a emprender ciertas acciones que ambos preferiríamos evitar.
La señora Sears había visto entrar a aquel bellaco en mis habitaciones. ¿Se daría cuenta, me pregunté, si no volvía a salir? Pero, por muy tentador que fuera, no estaba dispuesto a cometer un crimen atroz para proteger una identidad que ya estaba condenada. Miller me había reconocido. Tarde o temprano alguien más me reconocería. Y tal vez esa persona no tendría la amabilidad de acudir a mí con aquellas exigencias e iría directamente a los guardias. No tenía más remedio que dejar marchar a Miller y utilizar los tres días que me quedaban como mejor pudiera.
Permanecí inusualmente callado mientras meditaba mis opciones; sin duda Miller intuyó cuáles eran, pues se puso muy pálido e inquieto.
– Debo partir enseguida -dijo dirigiéndose apresuradamente hacia la puerta-. Pero tendréis noticias de mí dentro de tres días. Podéis estar seguro.
Así pues, se fue, y supe que tenía que moverme. No disponía de tanto tiempo como hubiera querido, pero esperaba que sería suficiente.
Llegué al monumento un cuarto de hora antes de lo acordado, pero Miriam ya estaba allí, envuelta en una capa con capucha. Llevaba la capucha echada, para preservar su identidad, o tal vez la mía. Pero incluso así, la reconocí enseguida.
Ella no me vio acercarme, así que me detuve un momento para observarla, mientras los copos de nieve caían sobre ella y se derretían al contacto con la lana de su capa. Hubiera podido ser mi esposa si… pero no había ningún «si». Había empezado a entenderlo con una dolorosa claridad. El único «si» que se me ocurría era «si ella hubiera querido», pero no quiso, y era el «si» más doloroso imaginable.
Miriam se volvió al oír mis pasos amortiguados sobre la nieve recién caída. Tomé su mano enguantada.
– Espero que estéis bien, señora.
Ella me permitió tomarle la mano lo justo para no mostrarse brusca, y entonces retiró aquel preciado premio. Toda nuestra relación reflejada en un gesto.
– Gracias por venir -dijo.
– ¿Cómo no iba a hacerlo?
– No puedo decir lo que os parece mejor. Solo sé que sentí la necesidad de hablar con vos, y vos habéis tenido la bondad de aceptar.
– Y siempre lo haré -le aseguré-. Vamos, ¿os apetece tomar un chocolate, o un vaso de vino?
– Señor Weaver, no soy la clase de mujer que visita libremente tabernas o casas de chocolate con un hombre que no sea su marido -dijo muy severa.
Yo traté de no ser hiriente.
– Entonces demos un paseo y hablemos -dije-. Con esa capucha, todo el mundo pensará que sois mi amante, pero supongo que no hay nada que hacer.
La capucha me evitaba ver la expresión de disgusto que sin duda ella manifestó.
– Lamento que vierais al señor Melbury perder los nervios ayer noche.
– Lamento que sucediera. Pero, si tenía que pasar, no lamento haber estado presente. ¿Pierde los nervios con frecuencia con vos?
– No, no con frecuencia -dijo ella con voz queda.
– Pero ¿ha sucedido otras veces?
Ella asintió bajo la capucha, y por la manera en que movió la cabeza supe que estaba llorando.
¡Oh, cuánto odié a Melbury en aquel momento! Podría haberle arrancado los brazos del cuerpo. ¿Acaso no había sufrido aquella dama toda su vida, pasando de una familia a otra, de un tutor a otro, hasta que un suceso fortuito la convirtió en una mujer económicamente independiente? Difícilmente hubiera podido sorprenderme más cuando sacrificó esa independencia por un hombre como Melbury, pero ella había aceptado el riesgo, como debemos hacer todos en esta vida. Era una terrible tragedia que hubiera de sufrir por su osadía.
– ¿Se muestra violento con vos? -pregunté.
Ella negó con la cabeza.
– No, conmigo no.
Había algo que no decía, pero yo sabía que podía sacárselo.
– Decídmelo.
– Rompe cosas -dijo-. Las tira. Espejos, jarrones, platos y vasos. A veces las arroja en mi dirección. No es que me las tire a mí, entendedme, pero las tira en mi dirección. Es muy desagradable.
Yo cerré mis manos en dos puños.
– No puedo tolerarlo -dije.
– Pero debéis hacerlo. Veréis, por eso quería veros. Sabía que no descansaríais hasta que descubrierais la verdad, por eso he querido contároslo. Pero no debéis molestarnos más. Griffin no es un hombre perfecto, pero es bueno. Quiere hacer cosas importantes por este país, y deshacer ese entramado de corrupción que tiene atado a nuestro gobierno.
– Me importa un comino el entramado de corrupción -dije-, solo vos me importáis, Miriam.
– Por favor, no os dirijáis a mí con tanta familiaridad, señor Weaver. No está bien.
– ¿Y está bien que sufráis los tormentos de un tirano?
– No es un tirano. Solo es un hombre con debilidades, como las que podáis tener vos. Aunque en su caso algunas son muy acentuadas.
– Como la afición por el juego -dije-. Y las deudas.
Ella asintió.
– Sí, también tiene esas debilidades.
– Entonces, está bien que pusierais vuestras propiedades a vuestro nombre, para que sus deudas no destruyan vuestra fortuna.
Miriam no dijo nada, y supe entonces lo que ya sospechaba.
– Ha dilapidado vuestra fortuna, ¿no es cierto?
– Necesitaba dinero para conseguir su escaño en la Cámara. Perdió tanto en el juego que no podía permitirse presentarse para el Parlamento como hacía tanto tiempo planeaba, y como otros del partido esperaban. Pero había deudas. Me aseguró que cuando fuera elegido habría muchas oportunidades para recuperar el dinero. De modo que, como veis, es imprescindible que consiga ese escaño, pues de lo contrario estaremos en la ruina.
– ¿Es ese el hombre bueno y virtuoso que piensa desentrañar la maraña de corrupción?
– No es el único hombre de esta ciudad que ha sucumbido al mal de las apuestas.
– Cierto, pero si fuera un ratero, tampoco sería el único hombre de la ciudad culpable de ese delito. Y no por eso sería más virtuoso.
– ¿Y quién sois vos para hablar de virtud?
Me volví hacia ella, pero ella desvió la mirada.
– Perdonadme, Benjamin. Señor Weaver. Eso ha sido cruel y falso. Por muchas otras cosas que se digan de vos, sé que sois un hombre que ama lo que es correcto por encima de todo. Pero aunque os esforcéis por hacer lo mejor, a veces obráis sabiendo que lo que hacéis está mal. No creo que eso os convierta en un mal hombre, del mismo modo que no lo hace con Melbury.
– La diferencia es que esas cosas que hago y os parecen censurables las hago para cumplir con lo que considero mi deber. Dudo que el señor Melbury considere su deber dilapidar su fortuna y la de su esposa jugando al whist.
– Sois injusto.
– ¿Lo soy? Habéis hablado de ruina. ¿Qué queréis decir con eso?
– Lo que he dicho. No tendremos ni dinero, ni crédito. Si no consigue el escaño en la Cámara y recibe la protección de que gozan sus miembros, y si los acreedores insisten en cobrar, no tendremos donde vivir. Los padres de Melbury murieron hace mucho. No tiene hermanos, y ha presionado a parientes más lejanos tanto como le era posible. Necesita entrar en el Parlamento. Hará mucho bien desde su puesto. Y… -Hizo una pausa-. Solo el Parlamento puede salvarnos. No sé qué necesitáis o esperáis de él, o qué esperáis conseguir convirtiendo a Evans en su gran amigo, pero debéis saber que también estáis jugando con mi vida. Tiene que conseguir ese escaño. Tiene que conseguirlo.
– ¿Y pensáis que yo quiero evitarlo? Miriam, debéis saber que lo he invertido todo en la elección de vuestro esposo. Soy enemigo de Dogmill, no de Melbury. No puedo decir que me guste estar en semejante posición, pero lo cierto es que yo también deseo que consiga el escaño en la Cámara.
– ¿Por qué queréis tal cosa?
– Porque cuando sea elegido, tengo la esperanza de que utilizará su influencia para ayudarme.
Miriam me dio la espalda.
– No lo hará -dijo con voz queda.
– ¿Cómo? ¿Cómo lo sabéis? No tiene ni idea de quién soy. No puede saber que no soy Matthew Evans, ¿no es cierto?
Ella meneó la cabeza.
– No, podéis estar seguro de que no lo sabe. Pero no os ayudará, más aún cuando descubra que le habéis engañado.
– Sin duda comprenderá la necesidad…
– No entenderá nada -dijo en un siseo-. ¿Es que no veis que os odia? No a Matthew Evans, sino a Benjamin Weaver. Odia a Benjamin Weaver.
No podía entenderlo.
– ¿Por qué iba a odiarme?
– Porque sabe… sabe que en otro tiempo significamos algo el uno para el otro. Y está celoso. Porque somos de la misma raza. Teme que vuelva al judaísmo. Cada vez que se menciona vuestro nombre, hierve de rabia. No puede perdonar que le estéis dando votos, que vos, por bien que involuntariamente, hayáis colaborado en su campaña, pues de esa forma habéis entrado en nuestras vidas y en nuestro hogar.
– No hay necesidad de ser tan poco generoso con vuestras vidas y vuestro hogar.
– Para Melbury sí. Tiene la idea de que me escabulliré en plena noche para huir con vos.
– Yo tengo esa misma idea.
– Por favor, ¿no podéis fingir cierta seriedad?
– Lo siento. Pero ¿por qué tuvisteis que hablarle de nosotros?
– Quería saber si había tenido pretendientes entre la muerte de mi primer marido y mi casamiento con él. No quería decírselo, pero tampoco quería mentirle, así que descubrió lo que significasteis para mí. Jamás quise contarle tales asuntos, pero sabe cómo hacer que la gente le cuente lo que no quiere contar.
– Sí, por ejemplo, tirándoos cosas. ¿Es que no veis que es un hombre cruel, Miriam? ¿No veis que tiene el corazón negro? Tal vez no tenga inclinación a la maldad, pero no hay cosa que degrade más a un hombre que las deudas. Habláis del bien que puede hacer en la Cámara, pero si pensáis que un hombre que se enfrenta a la ruina votará según su conciencia y no según su bolsillo, estáis muy engañada.
– ¿Cómo podéis decir eso? -exclamó.
– ¿Cómo podría no decirlo? Melbury habla del Parlamento como su salvación, pero sabéis muy bien que un hombre no gana nada por ocupar ese puesto. Si consigue algún dinero en la Cámara será vendiendo favores o haciendo amistades entre los poderosos y los crueles.
– Podéis destruir al señor Melbury por principios, pero ¿me sacrificaríais también a mí por vuestros principios?
– Jamás -dije-. Me quitaría el pan de la boca por vos. Pero debéis saber que, debido a lo que he visto, no vacilaría en dejar que destruyeran a Melbury. No me apartaré de mi camino para perjudicarlo, me tragaré mi ira y haré lo que me pedís, pero tampoco lo protegeré, ni le serviré.
– Entonces no tenemos nada más que decirnos -afirmó.
– ¿Cómo podéis decir eso?
– ¿Estáis loco? Es mi esposo. Le debo toda la lealtad del mundo. Me habláis como si no fuera más que un rival para vos. Por favor, entendedlo, para mí ya no podéis ser más que un amigo, y rechazáis ese papel. Podéis hacer lo que os plazca para satisfacer vuestro sentido del bien, pero no perjudicaréis solo a Melbury, también me perjudicaréis a mí.
– Entonces, ¿qué me pedís que haga?
– Debéis prometerme que no haréis nada que lo perjudique.
– No puedo. Ya os he dicho que no lo perjudicaré voluntariamente, pero no lo protegeré, y si tengo ocasión de sacrificarlo para proteger mis intereses, sabiendo lo que sé de él, la aprovecharé.
– Entonces no sois mi amigo. Os agradeceré que os mantengáis alejado de mí y de mi esposo. Entiendo que debéis encontraros con él de vez en cuando, bajo vuestro disfraz de Evans, pero si volvéis a entrar en mi casa, le diré quién sois.
– ¿Me haríais algo así?
– No deseo tener que elegir entre los dos, pero si me obligáis, escogeré a mi esposo.