No me complacía que mi destino tuviera que estar tan estrechamente ligado al de un hombre como John Littleton, pero no veía la forma de evitar solicitar sus servicios una vez más. Le mandé una nota en la que le pedía que se reuniera conmigo en una taberna de Broad Street, en Wapping. Me presenté sin disfraz, pues Littleton no sabía nada de mi personaje de Matthew Evans y me pareció más seguro. Hasta el momento, a su manera, se había mostrado deseoso de ayudarme, pero uno nunca sabe cuándo pide demasiado o se convierte en una gran tentación.
Casualmente, Littleton estaba deseando verme. La intervención de sus rivales en el terreno político parecía haberle alterado profundamente. Sus hombres no sabían cómo reaccionar, pero muchos creían que si los hombres de Greenbill estaban provocando disturbios era porque algo sacarían, y Littleton tenía que asegurarles la parte que les tocaba a ellos.
– Es un caos -me dijo, y se tomó la cerveza de un trago, como si no hubiera bebido nada en todo el día. Tenía un moretón en el rostro, bajo la oreja izquierda, y me pregunté si no habría estado peleándose… ¿con sus hombres, tal vez?
– ¿Qué sabéis del asunto? ¿Qué significa?
– ¿Que qué significa? -repitió-. ¿Y vos qué creéis? Dogmill les ha pagado para que provoquen disturbios y perjudiquen a Melbury. Más claro el agua.
– Pero ¿por qué iba a aceptar Greenbill el dinero de Dogmill para hacer algo así? ¿No quería ver a Hertcomb fuera de su escaño y a Dogmill reducido a la nada?
– Pensáis como un político. Ese es vuestro problema. Tendríais que pensar como un estibador. Les han ofrecido dinero, y eso ya es bastante, pero además les han ofrecido el dinero para que hagan tropelías, que es mucho mejor. Y eso de que esté bien o mal, no tiene ninguna importancia, nos da lo mismo lo uno que lo otro. Greenbill fue y les dijo a sus chicos que si Melbury sale elegido arruinará a Dogmill, y que si Dogmill se arruina, pueden ir olvidándose de trabajar esta primavera. Así de sencillo. Deben procurar lo mejor para su amo, porque si hay una cosa peor que estar sometido, es no tener amo.
– ¿De verdad cree eso Greenbill? ¿De verdad cree que si Dogmill no importa el tabaco nadie lo hará?
– De lo que estoy seguro es de que cree en la plata que Dogmill le ha dado para que les cuente ese cuento. Y, si te paras a pensarlo, no hay nada más. Es como descargar un barco: Dogmill paga a Greenbill para que haga el trabajo y Greenbill paga a sus chicos. No ha cambiado nada, solo que este invierno hay un poco más de trabajo.
– ¿Hasta cuándo seguirán con los disturbios?
– Creo que solo unos días. Hertcomb y Dogmill no podrán mantener al ejército al margen mucho tiempo. Entre tanto, yo me he puesto en contacto con el señor Melbury y le he dicho que no tiene por qué mirar todo esto de brazos cruzados.
– ¿Mandaríais a vuestros chicos a luchar con los de Greenbill?
– Ya hace tiempo que se veía venir. No veo nada malo en dejar que las cosas sigan su curso.
Aquello me superaba. Sí. ¿Quería que hubiera más disturbios o menos? ¿Deseaba ver triunfar a Melbury, un hombre a quien había despreciado como rival? Sin duda él lo arreglaría todo. Si salía elegido, él ayudaría a restituir mi nombre. Pero sentía cierto placer al ver que sus votantes se quedaban acobardados en sus casas, temerosos de acercarse a votar. Melbury había sido demasiado ambicioso. Había tomado lo que no era suyo y ahora iba a probar el fracaso.
Sin embargo, mis vengativos pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de mi casera, la señora Sears, que me hizo saber, con un marcado tono de desaprobación, que una joven dama deseaba verme. No podía haberme sentido más feliz cuando vi que la señorita Dogmill entraba en mis habitaciones.
Me levanté para recibirla.
– Como siempre, es un placer veros, señorita Dogmill.
Ella cerró la puerta, prácticamente en las narices de mi casera.
– Me considero digna de tal entusiasmo, señor, pues no encontraréis mejor amiga. -Se sentó sin esperar a que la invitara… acto que en mí invariablemente parece hostil y desafiante, pero que en aquella señorita solo hizo que pareciera atrevida y a sus anchas-. Os he traído algo que tal vez os interese. -Y dejó unas cartas sobre la mesa.
Cogí una y la examiné. Estaba sin sellar, e iba dirigida a un caballero de York.
– ¿Y qué tiene esto que ver conmigo?
– Son cartas que mi hermano ha escrito a ciertos caballeros de los que tiene conocimiento, aunque no los conoce personalmente, y que han vivido algunos años en Jamaica. Les ha escrito para saber si conocen a Matthew Evans, plantador de tabaco y encantador de hermanas.
– ¿Y vos las habéis cogido para mí?
– Pensé que estarían mucho mejor en vuestras manos.
– Creo que tenéis razón, pero si ve que no hay respuesta, ¿no se sentirá vuestro hermano decepcionado y lo intentará de nuevo?
– Supongo que eso depende del tiempo que pasen sin contestar. Sin duda no querréis haceros pasar por Matthew Evans para siempre.
– Tiene sus ventajas -dije.
– Mmm. Eso creo yo también. En cualquier caso, si pensáis seguir mucho tiempo con vuestro papel, tal vez deberíais contestar vos mismo esas cartas. No creo que Denny conozca a ninguno de esos hombres lo bastante como para reconocer su letra; ni siquiera creo que conozca a ninguno de ellos personalmente. Podríais proporcionarle exactamente la información que no quiere escuchar: que Matthew Evans es un respetado caballero y plantador que ha partido recientemente hacia Inglaterra.
Su solución me pareció muy buena, aunque a mí se me ocurrió una variante que me gustaba más. Pero ya sabrá el lector de ello más adelante. Por el momento, me levanté y dejé las cartas sobre mi escritorio.
– Gracias por traerlas -dije-. Es posible que me hayan salvado la vida.
– Entonces creo que me debéis algo -dijo ella, levantándose para venir a mi encuentro-. Debéis besarme.
– Ese castigo lo cumpliré con mucho gusto -le dije.
Me adelanté para abrazarla, pero ella me frenó un momento.
– Estamos solos aquí, y tenemos toda la intimidad que podríamos desear. No hay nada que pueda detenernos, salvo nuestras propias inclinaciones.
– Soy de la misma opinión.
– Entonces hay algo que debo deciros. Sé que sois hombre de honor, así que me gustaría que no hubiera malentendidos. Creo que vos y yo nos tenemos cierto aprecio. Es posible que sea lo que comúnmente se conoce como amor. Pero no debéis pedirme que me case con vos. No por afecto o porque os sintáis obligado. No deseo casarme… ni con vos ni con nadie.
– ¿Cómo? ¿Nunca?
– No seré tan necia para decir nunca, solo hablo de ahora. Solo deseo que no me malinterpretéis o actuéis movido por vuestro sentido del deber y acabemos sintiéndonos mal.
– Difícilmente podría considerarse apropiado que una mujer de vuestra familia se casara con alguien de la mía -dije con una amargura que no sentía.
– Sin duda tenéis razón -dijo de buen humor-. Aunque debéis saber que tales normas no me harían actuar en contra de mis sentimientos. Si tuviera que casarme, no puedo imaginar nada más delicioso que el escándalo que provocaría un matrimonio con un cazador de ladrones judío. Pero, en un futuro inmediato, creo que prefiero evitarlo.
– Entonces no os obligaré a obrar en contra de vuestros deseos.
Ella me sonrió.
– Además, no me gustaría casarme con un hombre que está enamorado de la esposa de Griffin Melbury. No me miréis así, señor. Sé quién es, y vi la cara que poníais cuando bailasteis con ella.
Me aparté de su lado.
– Mis sentimientos por ella no importan, puesto que su corazón no es libre.
– No, no lo es, y es muy triste. Pero mi corazón sí lo es, y os invito a hacer el uso que queráis de él.
Aquí debo correr un tupido velo ante los ritos de Cupido, pues es un asunto demasiado delicado para describirlo y debe quedar a la imaginación del lector.
Las horas que pasé en compañía de la señorita Dogmill fueron deliciosas y bien aprovechadas. Cuando ella partió de mis habitaciones y pasó ante la mirada de reproche de la señora Sears, me quedé solo y el tiempo transcurrió del modo más penoso. Supongo que hubiera debido estar feliz. Aquella hermosa mujer se contentaba con ser mi más íntima amiga. Ya no tenía que fingir ser lo que no era ante ella, y ella no quería de mí más que mi tiempo y mi compañía. Ciertamente, no era la primera joven dama de cuya compañía había disfrutado desde que perdí a Miriam, pero sin duda sí la más grata, y no me gustaba que mis emociones estuvieran divididas de aquella forma. Quizá mi aprecio por la señorita Dogmill me hacía sentir que mi amor desesperado era una falacia, o tal vez me dolía ver que aquella pena iba apagándose. Durante mucho tiempo había sido lo único que me quedaba de Miriam… Detestaba ver que se disipaba.
Estas reflexiones quedaron interrumpidas cuando la señora Sears vino a informarme de que había un mozo en la puerta con un mensaje para mí, y que no se iría hasta que lo hubiera leído. Lo abrí con impaciencia.
Evans:
Estoy en un apuro y necesito vuestra ayuda de inmediato. Seguid a ese mozo sin dilación o todo estará perdido. Las elecciones… no, el reino puede mantenerse o caer según vuestras acciones.
Atentamente,
G. Melbury
Sentí cierto remordimiento por haberme deleitado en las dificultades de Melbury cuando era evidente que aquel hombre me tenía por su amigo. Sin embargo, tuve que recordarme a mí mismo, el amigo en quien él pensaba no era yo, sino una ficción llamada Matthew Evans. Melbury no tenía ni idea de quién era y, sin duda, de haberla tenido no hubiera acudido a mí con sus problemas. Al final también podía ser que Melbury se ofendiera por las libertades que me había tomado con él y no quisiera ayudarme cuando supiera de mi engaño.
Seguí al mozo a una vieja casa cerca de Moor Fields Street, en Shoreditch, a cuya puerta salió a recibirme ni más ni menos que el recaudador de deudas, Titus Miller.
– Ah, señor Evans -dijo-. El señor Melbury ya dijo que se podía confiar en vos. No me cabe la menor duda de que disfrutará de vuestra compañía.
– ¿Qué es esto? -exigí.
– Es lo que parece -dijo el otro-. Como casi siempre. La mayoría de las cosas no son engaños, son simplemente lo que parecen. El señor Melbury ha tenido la desconsideración de descuidar algunas de sus deudas que yo he comprado, así que he insistido en que se quede aquí un rato y considere las consecuencias que puede tener su actitud en sus opciones al escaño en los Comunes. Si no se muestra más razonable, mañana no me quedará otro remedio que ponerlo en manos del Tribunal Supremo… una prisión que acostumbran visitar muchos hombres que se han negado a cumplir con sus obligaciones.
Así que aquella era la naturaleza de las preocupaciones de Melbury. Lo habían llevado a una sponging house, y permanecería allí durante veinticuatro horas a menos que lograra convencer a alguien para que pagara sus deudas. Obviamente, alguien con la riqueza de un acaudalado plantador jamaicano.
Jamás me han gustado las sponging houses, y confieso que en una o dos desafortunadas ocasiones he tenido ocasión de comprobar cómo funcionan muy de cerca. Es una vergüenza para el sistema judicial de nuestro país que un hombre pueda ser secuestrado en plena calle y retenido en ellas un día entero en contra de su voluntad antes de ser entregado al tribunal. En el transcurso de este día, debe pagar al propietario de la casa por comer, beber y dormir mucho más de lo que pagaría si fuera libre de elegir. Una comida que en una taberna del otro lado de la calle podría costarle unos peniques, le costaría uno o dos chelines en la sponging house. Es así como muchos hombres que se han endeudado, cuando finalmente los atrapan se endeudan todavía mucho más.
Yo insistí en que Miller me llevara enseguida ante Melbury. El hombre me guió por una casa atestada de muebles viejos, alfombras enrolladas y apoyadas contra rincones, cajones y baúles sin abrir. Las posesiones que los hombres daban a cambio de su libertad.
Subimos un tramo de escaleras, bajamos por un pasillo, otro tramo de escaleras… Entonces cogió un llavero que llevaba sujeto a la chaqueta, y, tras una breve búsqueda, encontró el objeto que necesitaba.
La puerta crujió como la reja de una mazmorra, aunque la estancia era tolerable. La habitación tenía unas dimensiones aceptables; había varias sillas, una mesa de despacho (en una sponging house no hay nada más importante para un hombre que escribir cartas a los amigos con dinero) y una cama que parecía muy cómoda.
Precisamente era ahí donde estaba Melbury, echado y con expresión relajada.
– Ah, Evans. Qué detalle que hayáis venido. -Se incorporó de un salto con la agilidad de un equilibrista y me estrechó la mano con gesto cordial-. Miller me hubiera obligado a pasarme el día escribiendo cartas, pero solo he mandado una, pues si un hombre no sabe a quién escribir en momentos de crisis, en verdad es un hombre pobre.
Yo hubiera dicho que más se acerca a la definición de hombre pobre aquel que no es capaz de mantenerse alejado de las sponging houses, pero callé. Igualmente evité manifestarme sobre el honor de haber sido la única persona a quien había recurrido para solucionar sus problemas.
– He venido en cuanto he leído vuestra nota -dije.
– Admiro al hombre que es puntual -comentó Miller.
– Oh, dejadnos a solas, ¿queréis? -le espetó Melbury.
– No hay razón para ser desagradable -dijo Miller, al parecer ofendido-. Aquí todos somos caballeros.
– No me interesa la opinión que tengáis sobre quién es y quién no es caballero. Y ahora fuera.
– Habéis sido muy desagradable, señor -le dijo Miller-. Muy desagradable. -Dicho esto, salió retrocediendo y cerró la puerta.
– Me gustaría hacer que lo azotaran -me dijo Melbury-. Venid, sentaos, Evans, y tomad un vaso de este espantoso oporto que me ha traído. Para lo que cobra, debería darle vergüenza pedirme que beba esta porquería, pero supongo que es mejor que nada.
Hubiera debido vacilar antes de beber un vino con tan malas referencias, pero lo bebí sin pensar. Nos sentamos cerca de la chimenea y Melbury sonrió, como si estuviéramos en un club o en su casa.
– Bueno -dijo tras una pausa dolorosamente larga-, como veis estoy en un pequeño apuro, y necesito quien me saque de él. Y puesto que vos habéis mencionado en más de una ocasión el deseo de ser útil a los tories en estas elecciones, enseguida he pensado que erais mi hombre. No me cabe duda de que los periódicos de los whigs aprovecharán este incidente. Tengo motivos para creer que es Dogmill quien ha animado a Miller a actuar con esta desconsideración. No es que un desalmado como Miller necesite que lo animen, pero esto me huele a complot… y os aseguro que responderé con contundencia. Sin embargo, nuestra preocupación más inmediata es que los diarios whigs no se ceben con algo tan escandaloso como el encarcelamiento de un deudor. Espero que estaréis de acuerdo.
– En términos generales, sí, por supuesto -dije sonriendo débilmente-. Pero me pregunto cuánto exactamente me costaría evitar ese escándalo.
– Oh -dijo agitando la mano en el aire-, no es nada. Nada, es una cantidad tan pequeña, que no sé siquiera si mencionarla. Estoy convencido de que un caballero como vos gasta el doble de eso en un año en algo tan insignificante como la caza. Por cierto, espero que os guste disparar. Este año, tras las elecciones, podéis acompañarme a mi casa de Devonshire. Allí la caza es excelente, y me enorgullece decir que muchos de los hombres importantes del partido estarán allí.
– Os agradezco el ofrecimiento -dije-, pero debo pediros que me digáis qué cantidad queréis de mí.
– ¡Mirad qué expresión de gravedad! Se diría que voy a pediros que hipotequéis vuestras propiedades. Os lo prometo, no es nada tan serio. Es una minucia, una minucia.
– Señor Melbury, tened la amabilidad de decirme la cantidad.
– Sí, sí, por supuesto. Es una deuda de doscientas cincuenta libras, nada más… bueno, y algo más por mi estancia aquí. He tomado unas botellas de oporto, ya sabéis, y algunas comidas. Y el papel y la pluma también son caros, todo me parece un ultraje. Pero yo diría que doscientas sesenta libras serán suficientes.
No podía creer que estuviera hablándome de aquella cantidad con tanta ligereza. Doscientas sesenta libras sin duda eran una importante suma, incluso para alguien como Matthew Evans. Era más de un cuarto de su supuesta renta. Sin embargo, para Benjamin Weaver significaba perder el dinero que había birlado en casa del juez Rowley. No podía permitirme pagar tanto dinero, aunque no hacerlo supondría un importante revés.
– Si me permitís la pregunta, señor Melbury, tengo entendido que vuestra esposa posee una gran fortuna.
– ¿Os referís a que es judía, señor? -me preguntó con toda la intención-. ¿Es eso lo que queréis decir? ¿Que me he casado con una judía y por tanto no necesito dinero?
– No, no quiero decir eso. Lo que digo es que he oído que se casó con vos estando en posesión de una inmensa fortuna.
– Todo el mundo piensa que por ser judía debe de tener dinero. Mi vida, debo decir, no es una versión de El judío de Venecia: lo único que tiene que hacer mi esposa es robar la bolsa a su padre y todo irá bien. Señor, lamento deciros que hay una gran diferencia entre la vida real y el escenario de un teatro.
– Yo no he dicho nada de padres ricos ni de bolsas.
– Muy bien -dijo él tomando mi mano-. Perdonad si me he acalorado un poco. Sé que no queríais ofenderme. Sois un buen hombre, Evans, increíblemente bueno. Y estoy seguro de que entendéis que un hombre no puede correr a esconderse bajo las faldas de su esposa cada vez que tiene un problema. ¿Qué clase de vida sería esa?
¿Debía entender entonces que tendría que entregarle a ese hombre prácticamente hasta el último penique que tenía en el mundo para que no tuviera que molestarse en pedírselo a su esposa? La idea me enfurecía. Por supuesto, tampoco me complacía que esquilmara la pequeña fortuna de Miriam con sus deudas mientras jugaba sin ningún remordimiento.
– Pensaba que los lazos del matrimonio reducen los prejuicios de un hombre.
– Habláis como soltero. -Rió-. Algún día vos también tomaréis los votos y veréis que es más complicado. Pero, de momento, ¿qué decís, Evans? ¿Podéis ayudarme a derrotar a los whigs en esto o no?
¿Qué podía decir?
– Ciertamente.
– Estupendo. Ahora vayamos a buscar a Miller y démosle una buena patada.
Cuando salíamos de la habitación nos encontramos a Miller a punto de llamar a la puerta. Melbury le dijo alegremente que yo pagaría, y que cuando las elecciones terminaran, volvería para hacerle pagar por su rudeza.
– Nada puedo decir de lo que vos calificáis de rudeza -le dijo Miller-. No es rudeza reclamar lo que es tuyo. Yo considero una maldad negarse a pagar lo que uno debe, pero no diré más. Y por lo que se refiere a firmar pagarés, temo que sea una astucia. Veréis, el pagaré que ha hecho que el señor Melbury esté hoy aquí fue firmado con liberalidad, y sin embargo resultó que no había dinero. Quisiera algo más que etéreos pagarés, señor Evans. Como bien hemos aprendido en este reino de la South Sea Company, una cosa es poner promesas sobre un papel, y otra muy distinta cumplirlas.
– Los hombres de la South Sea no son más que un puñado de whigs que no saben qué es tener palabra -musitó Melbury, visiblemente contrariado al verse equiparado a los directores de la South Sea.
– Whigs o tories, tanto da -dijo Miller-. Si un hombre no es lo bastante bueno para mantener su palabra, me da lo mismo de qué partido sea. Y en estos momentos lo único que me interesa es saber que voy a recibir mi dinero del señor Evans.
Confieso que no podía reprocharle a aquel hombre su desconfianza, pero yo no tenía ningún deseo de entregarle un pagaré. Puesto que yo no era, en ningún sentido, Matthew Evans, firmar un pagaré en su nombre se hubiera considerado una falsificación, delito por el que podía pagar con mi vida. Tenía grandes esperanzas de poder defenderme en el asunto de la muerte de Yate. Y en cuanto a la herida que causé al juez Rowley, sin duda la gente la disculparía por ser la acción desesperada de un hombre agraviado. Pero hacer circular falsos pagarés era otra cosa, y no estaba dispuesto a correr ese riesgo por el hombre que se había casado con la mujer a quien yo amaba.
Me aclaré la garganta y me dirigí a Miller.
– No esperaréis que lleve una suma tan elevada encima, ¿verdad?
– Esperaba que sí. Lo deseaba ardientemente. Pero sin duda tenéis razón. No es normal que un hombre lleve encima semejante cantidad sin una causa justificada. Por tanto, espero que me permitáis visitaros en vuestro domicilio, de aquí a cinco días, por ejemplo, y entonces os solicitaré la cifra mencionada.
– Magnífica idea -dijo Melbury.
Yo hice un gesto de asentimiento. Dependía tanto del éxito de Melbury en las elecciones que prácticamente me hubiera arriesgado a lo que fuera por él.
– Espero que sea una idea magnífica -dijo Miller-. Lo espero fervientemente, pues si el señor Evans no pudiera hacer el pago como ha prometido, me vería obligado a empezar de nuevo, señor Melbury. En las actuales circunstancias, no sé si podréis ocultaros en vuestra casa o dejar la ciudad. Debéis estar en Londres, a la vista, y por tanto sois vulnerable. Espero que no juguéis más con mi paciencia.
– Me gustaría jugar con vuestra cabeza, Miller, con vuestra cabeza y con un largo palo. Pero por lo que se refiere a vuestra paciencia, quedad tranquilo, no abusaré de ella.
– Es lo único que os pido. Eso y que evitéis ser desagradable.
Comportándose como un hombre que sale con renovado vigor de sus baños preferidos, y no como alguien a quien acaba de sacar de una sponging house alguien que es poco más que un conocido, Melbury paró un coche de caballos y subimos a él.
– Espero que no tendréis prisa. ¿Disponéis de tiempo?
– Supongo -respondí, pensando en la inminente visita de Titus Miller y lo que podía significar para mis finanzas.
– Muy bien -dijo-. Porque hay un lugar que me gustaría visitar en este momento.
El lugar resultó ser una taberna llamada La Higuera, hacia el oeste, en Marylebone. Hacía ya unas semanas que estaba atento a las cuestiones de la política, pero, incluso de no haber sido así, hubiera reconocido aquel lugar; todo el mundo sabía que era el lugar de reunión de los whigs más apasionados.
– ¿Qué hacemos aquí?
– Dennis Dogmill -dijo él.
– ¿Creéis que es prudente enfrentarse a él en sus dominios?
– Cada vez me interesa menos lo que es prudente y me gusta más el descaro. ¿Es una simple coincidencia que un puñado de matones fueran al centro electoral para asustar a los electores amantes de la libertad… en el momento justo en que ese tarugo de Miller se echó sobre mí con sus exigencias? Oídme bien, Dogmill y Hertcomb han olido su propia derrota y no les ha gustado. Y ahora desean arrojar nuestra grasa al fuego para apaciguar a sus dioses whigs, pero no lo toleraré, y tengo intención de decírselo yo mismo… en público, ante todos aquellos de sus partidarios que quieran escucharme.
– Todo eso está muy bien -dije-, pero, vuelvo a preguntaros, ¿os parece prudente?
– ¿Cómo podría no serlo cuando tengo a mi lado a mi incondicional amigo? Los whigs ya han comprobado una vez, y de una forma bastante dolorosa, que la violencia no sale a cuenta con Matthew Evans. Creo que quizá aprendan esa misma lección esta noche.
Por lo visto, a ojos de Melbury me había convertido en su banquero y su guardaespaldas, y como si yo fuera un suizo contratado tenía que estar en medio de cualquier peligro simplemente porque a él se le antojaba. No me agradaba mi nuevo papel, pero no podía ni detener el carruaje ni tratar de persuadirle para que cambiara sus planes.
Nos detuvimos en el exterior de la taberna en cuestión, donde se había congregado una gran multitud. No eran como los desalmados que habían empezado a frecuentar los centros electorales, se trataba de hombres respetables de clase media -tenderos, oficinistas, abogados de poca monta- que difícilmente se dejarían arrastrar a la violencia. Así que dejé escapar un suspiro de alivio. Y luego otro más, pues vi que aquella gente estaba esperando para entrar en la taberna. Melbury, suponía yo, estaría demasiado impaciente para esperar tanto tiempo -puede que incluso horas- solo para cruzar unas palabras airadas con unos hombres que ni siquiera le harían caso. Sin embargo, pronto descubrí que lo había subestimado. Se aproximó a la chusma, anunció a voz en grito que tenía intención de pasar, y su tono de autoridad hizo el resto. Los hombres, perplejos e irritados, se apartaron. A nuestro paso, mascullaban, pero pasamos de todos modos.
Una vez dentro, la escena no podía calificarse sino de alborotada. Un gran cordero se asaba en un espetón al fuego, y a cada vuelta se cortaba un trozo y se ponía en un plato, premio por el que un centenar de impacientes manos se levantaban. Olía a carne chamuscada, a tabaco fuerte y al vino derramado que formaba charcos pegajosos en el suelo. En el centro de la taberna se habían apartado las mesas para dejar un espacio abierto, y los hombres que no reclamaban cordero como prisioneros hambrientos se habían reunido allí en un círculo; algunos de ellos reían, y otros se lamentaban o se cogían la cabeza horrorizados.
Melbury me dio un codazo.
– Ahí es donde lo encontraremos -dijo señalando al círculo. Lo rodeamos hasta llegar a un lugar que consideró propicio para nuestra entrada y empezó a abrirse paso entre la multitud, que fácilmente tendría unos cinco o seis hombres de profundidad. Ya estábamos medio introducidos cuando vi en qué consistía el espectáculo. Un par de gallos, uno negro con estrías blancas y el otro blanco con pintas rojas y marrones, se desplazaban en círculos con un inconfundible aire de amenaza. El negro se movía lentamente, y vi que tenía las plumas apelmazadas y húmedas, pero a causa de su color y de la escasa luz, al principio no me di cuenta de que era su propia sangre lo que lo empapaba.
El gallo negra retrocedió y saltó contra el blanco, pero era evidente que había perdido fuerza. El otro, más fuerte, sin el impedimento de las heridas, evitó fácilmente el ataque y, aprovechando que el agresor perdía el equilibrio, se volvió y saltó sobre él. Entonces me di cuenta de que les habían sujetado unas pequeñas cuchillas a las uñas, lo cual aumentaba el daño de sus armas naturales de forma espantosa. El ave blanca dio a su oponente lo que sin duda era el golpe de gracia; el bicho se volvió sobre un lado y no luchó más.
Una ruidosa confusión de voces se elevó de la multitud y el dinero empezó a cambiar rápidamente de manos. Un instante después se había hecho el silencio suficiente para que alguien empezara a hablar. Resultaba difícil oír nada, pero enseguida me di cuenta de que la voz que escuchaba era la de Dennis Dogmill.
– De aquí a una hora presentaremos otra pelea para vuestro entretenimiento -anunció-. Por el momento, aquellos que hayan escogido al gallo equivocado en la contienda pueden consolarse pensando que esa bestia era un miembro del partido tory, y en las proximidades del gallinero se comenta que era de tendencias jacobitas. Además, hay otros motivos para regocijarse. Dominamos a la oposición en las urnas, y pronto podremos brindar por la victoria de las libertades whigs sobre el absolutismo tory.
La multitud contestó a esta proclama con más risas de las que merecía; luego, los hombres empezaron a dispersarse, algunos en dirección al cordero, que seguía girando y dando carne, otros en dirección a los barriles de vino, que vertían bebida barata generosamente. Sin embargo, no había ninguna duda de hacia dónde iría Griffin Melbury a buscar su sustento. Se dirigió con decisión hacia Dennis Dogmill y Albert Hertcomb.
– ¿Estos deportes sangrientos han satisfecho suficientemente a vuestro electorado o seguiréis confiando en que vuestros matones se mofen de las libertades británicas?
– Difícilmente puede considerarse una mofa permitir que quienes no tienen derecho a voto expresen sus opiniones como mejor puedan -afirmó Hertcomb-. Imagino que hay hombres inclinados a hacer las cosas a la francesa… utilizando soldados que derriben a cualquier hombre que diga algo que no es de su agrado.
– No escucharé vuestras mentiras -dijo Melbury-. Debéis saber que si vuestros matones no desaparecen, los Comunes impugnarán las elecciones.
– Puede -concedió Dogmill-, pero puesto que todo parece indicar que la mayoría whig será arrolladora, probablemente más que nunca, no tengo ninguna duda de las conclusiones que sacará tan augusto cuerpo.
La tranquilidad de aquellas palabras, la autoridad con que fueron pronunciadas, la seguridad en la victoria que delataban -a pesar de que el candidato tory seguía yendo en cabeza-, solo consiguieron enfurecer más a Melbury.
– ¡Bribón sinvergüenza! ¿Creéis que Westminster no es más que otro burgo corrupto que se puede asignar a quien os plazca porque vais repartiendo dinero? Creo que pronto vais a comprobar que la libertad británica es una bestia que, una vez suelta, no se domina fácilmente.
– Os pido disculpas -dijo Dogmill-, pero no toleraré que vos ni ningún otro hombre se dirija a mí en semejantes términos.
– Si os consideráis agraviado, estoy dispuesto a ofreceros una satisfacción.
– El señor Dogmill no cree que deba defender su honor en temporada de elecciones -comenté de motu proprio-. Porque el electorado whig no respetaría a un hombre que valora su nombre o su reputación o algo por el estilo. He descubierto que si presionáis lo bastante al señor Dogmill, pierde los nervios y se pone a dar coces, pero nunca se comporta como correspondería a un hombre de honor.
– No penséis que me he olvidado de vos, señor Evans -me dijo-. Podéis estar seguro de que cuando terminen las elecciones conoceréis la diferencia entre un hombre de quien se puede abusar y un hombre decidido.
– Me malinterpretáis -dije- si pensáis que cuestiono vuestra decisión. Cualquier hombre capaz de convencer a las personas a las que mantiene sumidas en la pobreza para que se levanten contra el hombre que les haría la vida más fácil sin duda es un hombre decidido.
– ¿Cómo? ¿Esos estibadores? -Se rió-. Os agradezco el cumplido, pero no debéis pensar que tengo nada que ver con su comportamiento. Sin duda habéis malinterpretado la naturaleza de la vida en nuestra isla, Evans, puesto que sois nuevo aquí. Esos individuos de baja ralea querrán al hombre al que sirven mientras les pague, y cuanto menos les pague, más lo querrán. Podemos hablar de libertad británica, pero la verdad es que a esos brutos les encanta sentir el látigo en la espalda y la bota en sus traseros. Yo no les animé a que me defendieran. Lo hicieron porque, dentro de sus limitaciones, comprendieron que era lo correcto.
– Esos tipos son buenos whigs -dijo Hertcomb-, y ninguna agitación los convertirá en tories.
– Ni son whigs ni les gusta que los pisen -dije yo-. Jugáis a un juego peligroso con su libertad.
Dogmill dio un paso hacia mí.
– Bueno sois vos para hablar de libertades. Habladnos de la libertad de los africanos esclavizados en vuestras tierras en Jamaica. ¿Qué libertad tienen ellos para decir lo que piensan? Decidnos, señor Evans, ¿cuánto habéis ganado gracias a los trabajadores que pisoteáis en vuestra plantación?
Me quedé sin palabras, pues no me había parado a pensar en aquel aspecto de mi disfraz y, aunque sabía que había argumentos a favor de la esclavitud escritos en papel, no estaba familiarizado con ninguno que pudiera pronunciar sin sentirme un necio. Supongo que, de haberlos ensayado, hubiera podido ofrecer alguna astuta réplica en defensa de esta práctica que ningún hombre honorable respaldaría. Y sin embargo hubiera preferido defender todas las maldades del mundo a quedarme allí como hice, apocado y confuso, dejando que Dogmill pensara que había dado en el blanco.
Para mi vergüenza, Melbury acudió al rescate.
– Un hombre implicado en el tráfico de carne humana difícilmente puede criticar a otro por ser cliente de ese tráfico. Vuestra idea de la verdad es tan retorcida como vuestra idea de lo que son unas elecciones honorables. He venido aquí, en medio de vuestros rebeldes, para informaros de que no pienso permanecer impasible viendo cómo corrompéis las elecciones. No os temo, ni doy crédito a vuestra reputación. Podéis desafiarme o no, eso depende de vuestro sentido del honor. Pero lo que no haréis será derrotarme, no mediante trampas. Podéis participar en esta competición limpiamente o participar sin más. Pero nunca compraréis un escaño en la Cámara de los Comunes. No aquí. No en Westminster. Me he apostado como vigilante en el puente de la libertad, señores, y no permitiré que pase la corrupción.
Y con esto giró sobre sus talones y salimos del corazón de la bestia, sin dejar a nadie la oportunidad de contestar.
Cuando estuvimos de vuelta en el carruaje, Melbury se congratuló por su bonito discurso.
– Le he dicho un par de cosillas. Aunque no es que le importen, claro. Mis palabras no significarán nada para él.
– Entonces, ¿por qué molestaros en pronunciarlas?
– Pues porque me he asegurado de que algunos hombres de los periódicos tories estuvieran ahí. Sin duda publicarán mis palabras para que la gente las lea, del mismo modo que verán que soy lo bastante hombre para hablarles en el mismo corazón de su guarida. Seguramente Dogmill y Hertcomb están ahora riendo de lo necio que soy para ir a molestarlos con mis discursos mojigatos, pero creo que van a provocar bastante revuelo. Si un hombre está indeciso en estas elecciones, se regocijará ante mi determinación para combatir la corrupción de unos villanos a sueldo que importunan a los tories en los centros electorales.
– ¿Y cómo os proponéis combatirlos? ¿Pensáis pagar a vuestros propios rufianes?
Me lanzó una mirada que habría podido esperar de haberle preguntado si pretendía besar a Hertcomb en los labios. Intuí que le había decepcionado profundamente.
– Esas tácticas se las dejo a Dogmill y los whigs. No, derrotaré la violencia con la virtud. Sus hombres no pueden seguir alborotando para siempre. El rey tendrá que enviar a sus soldados tarde o temprano, y cuando vuelva la tranquilidad a las urnas, los electores de Westminster estarán más deseosos que nunca de votar por mí.
Yo admiraba a regañadientes aquella resolución, pero al día siguiente, cuando visité Covent Garden, vi que algunos hombres habían cogido las armas en nombre de la causa tory. Hubiera podido disculpar a Melbury y pensar que actuaban por voluntad propia, pero era evidente que les habían pagado para hacer aquel trabajo. Los hombres que luchaban por la causa de Griffin Melbury eran los estibadores de Littleton.